martes, 26 de agosto de 2014

Baño en la noche



Las horas de la tarde van perdiéndose. Se advierte la tristeza en los helechos, que ven morir un sol que ya declina, detrás del cabo, cerca de los mares, perdida la ilusión de su momento. También en cada soplo presuroso del aire, de la brisa que se fuga, que gira, revoltosa, en los espacios, danzando en un ballet que no se acaba. Quizás en ese brillo que se rinde sobre esa gota triste que dejaron las lluvias de la tarde veraniega que pierde su color y se hace noche.
Las horas de la tarde van perdiéndose. Se advierte en el silencio del paisaje, que no conoce voces ni ladridos, que no sabe de perros ni de pájaros que alarmen a quien mira ese crepúsculo. También en los rincones que la vista disfruta con su vuelo perezoso que sabe de los montes, a lo lejos, del agua de los mares, sus espumas. Quizás en los dorados que ya llenan un cielo malherido, un cielo virgen que pueblan las estrellas primerizas que visten sus destellos y sus luces.
Las horas de la tarde van perdiéndose. Se advierte en esa paz que nos explica tal vez el infortunio de estar vivo, pensando en ese ocaso que algún día podrá llevar el alma hacia otra parte. También en el respeto de las olas, que no quieren romper, con sus espumas, la calma del momento en que el sol muere y el reino de la luna se hace imperio. Quizás en ese aliento tembloroso que llora cuando el aire lo acaricia con la frescura tierna de la noche.
Septiembre se avecina sin apuro. Las horas corren lentas, pero corren, avanzan con su paso lento y débil que se une con los pasos que caminan  hacia un otoño lleno de miserias: Las lluvias serán fuertes cuando octubre sorprenda, con los tonos del otoño, las densas humedades de la zona, que dan estos veranos siempre verdes. Y, en días despejados, las escarchas que quieren las heladas en los campos, pues no caerá la nieve en estas costas, sino en las cumbres altas de la sierra.
Y lloverá de nuevo sobre el prado. De nuevo lloverá, y, en los contornos, serán los horizontes más confusos, pues, llenos de grisallas, serán eco de la sobreabundancia de tormentas. Serán rayos y truenos los que llenen la altura que, otros días, despejada, se muestra tan azul, llena de vida, mostrando su color, sus claridades. Y, entonces, un paraguas en la mano, las botas del invierno, si hay mal tiempo, podremos caminar esas veredas que hieren a los árboles frutales.
Y pronto morirán las hojarascas. Mas quieren los veranos moribundos dejarnos ir al mar, probar el agua, gozar del baño mágico y sagrado que ofrecen estos mares en agosto. Las luces de luna ya besaron las humedades frescas que quedaban sobre una piel que casi tiritaba, sintiendo cada beso de la brisa. La noche es el momento más hermoso para nadar alegre entre las olas y, viendo las estrellas en la altura, soñar las libertades que no existen.
También la juventud se va pudriendo. Y puedo recordar tiempos lejanos de vida y plenitud, de mil anhelos que siente el alma triste que se torna nostálgica quizás, cuando los años nos hacen amargados enfermizos. Y es bello recordar aquellos baños y darse a repetir esos disfrutes que no podrán ser siempre, si la vida se estanca y se consume entre la nada. Pues ese es el destino del sol triste que gime, entre dorados, su crepúsculo, la voz de su crepúsculo elevada, dejada al aire solo y a la espuma.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Tanda de sonetos




Soneto I

          El cielo azul brillaba en el verano
con fuerza, intensamente, cada día,
mas luego, cada tarde, el sol caía
allá en el horizonte, en lo lejano.
          Y, juntos por los parques, siempre ufano,
al tiempo que la luz disminuía,
el eco de tu risa presumía,
en lo alto de las sierras y en el llano.
          Así calló el color, pincel de artista,
que en ti mis ojos fueron descubriendo,
ya muertos, los lejanos horizontes.
          El sol, mezcla de mago y alquimista,
llenó de luz el cielo, y, luego, huyendo,
murió tras las murallas de los montes.

Soneto II

          Desnuda como un cielo no nublado,
sincera como el aire transparente,
la voz, en tu mirada incandescente,
brotó inocente y pura, árbol dorado.
          Dijiste la verdad, y, desgraciado,
el fruto que nació tempranamente
llenó con su razón, nunca clemente,
de penas a un amante desdichado.
          La lluvia caerá rauda sobre el suelo
y, el suelo humedecido por la lluvia,
de nuevo tendrá charcos cenagosos,
          que el alma que está triste en su desvelo
es como el prado bello en que diluvia,
tras ver que están tus ojos enojosos.

Soneto III

          Las piedras de azabache son oscuras
y, negras como el manto de las minas,
están entre la tierra, entre las ruinas
del halo del crepúsculo que apuras.
          Las horas se van yendo, y apresuras
tu rápida carrera y no caminas:
corriendo como el rayo te imaginas,
y huyendo van de ti las hermosuras.
          Por eso, rosal bello, si naciste
más bello que las joyas de las diosas,
que el oro luce, engasta y embellece,
          al ver cómo el otoño te desviste,
no pienses que traerá sus nuevas rosas,
si él es quien te marchita y enflaquece.

Soneto IV

          Cayendo en un torrente sobre el cuello
delinque tu melena ensortijada,
oscura noche donde la alborada
alumbra el blanco, como el mármol bello.
          Las dunas de tus rizos son un sello
lacrado con la fuerte marejada,
movido por el viento, noche airada
en viejos arenales del cabello.
          Tesoros escondidos de tus ojos
parecen los oscuros arenales
que el drávida pisó cuando eras niña.
          El alba coronaron lirios rojos
cuando tus labios, húmedos panales,
robaron su pincel de alguna viña.

Soneto V
          La selva silenciosa donde, bellos,
encarnan la blancura inmaculada
los copos de tu piel, pura nevada,
los cubren con sus oros tus cabellos.
          Los rizos son palmeras en aquellos
lugares donde crece más poblada
la jungla que da sombra reposada
al grato bucolismo que hay en ellos.
          Esconden los santuarios misteriosos
las masas vegetales cuya vida
ofrecen los jardines más umbrosos.
          En ellos vive un ánima dormida
y el oro, los tesoros silenciosos,
la luz que despojó la noche herida.

Soneto VI

          El sol se va apagando, y tu cabello,
oscuro como el brillo de la noche
revela los misterios, el derroche
que enciende su color, callado y bello.
          Refleja el universo, cuando, en ello,
cubierto por la sombra el blanco coche,
antorchas que se hielan, raro broche,
parecen sin su luz ni su destello.
          La mina de azabache se hizo estrella,
corona de tu pelo ensortijado,
mazmorra de su luz y su querella,
          milagro de un crepúsculo soñado,
destello del amor de una centella
que ardió en un cielo antaño despojado.

Soneto VII

          Las tristes soledades de un desierto
donde, alma solitaria, el peregrino,
vencido, fatigado en el camino,
sintió desfallecer el cuerpo muerto.
          Lo hallaron en la noche, que, despierto,
su ruta continuaba, con buen tino,
cansado el pie, buscando su destino,
perdido en la montaña, todo incierto.
          Y halló como señal aquella estrella,
la hoguera de tu boca abrasadora,
luciérnaga de amor a su querella,
          lugar donde esperar la nueva aurora,
besando por besar tu boca bella,
capaz de consumir al que enamora.

Soneto VIII

          Las fuentes cristalinas que el helecho
esconde entre sus hojas nacen puras,
y brotan, de sus ramas, aunque oscuras,
buscando verse libres de su techo.
          Espejo de cristal, camino estrecho,
las aguas buscan nuevas andaduras,
librándose de viejas ataduras,
sabiendo que les queda un largo techo.
          Nacidas en el bosque silencioso,
quisieron animar al picachuelo,
cantarle su concierto caprichoso.
          Hablar al ruiseñor, darle consuelo,
y ver, como el ocaso caprichoso,
al cárabo despierto y al mochuelo.

Soneto IX

          La fuerza que, agitándose en tu pecho,
volcán en cuya sed bebo la vida,
se enciende y es amor, y amor anida
en esta entraña triste que desecho,
          marchito el corazón, aun que maltrecho,
herido y miserable, si, vencida,
insiste en la esperanza y se suicida,
viviendo con rencor y con despecho.
          Que amar es mal consejo y mala ciencia,
la flecha dolorosa, los puñales,
las dagas que acuchillan la paciencia.
          Y, viendo lo que cortan los cristales,
sus filos, sus espadas, su violencia,
no quiero ya sufrir de tantos males.

Soneto X

          Las horas consumieron su reinado,
marfil bordado, rico terciopelo,
forma del aire, cauce y arroyuelo,
penumbra del amor, aire dorado.
          Que, cómplice del beso pronunciado,
corriente que se arroja, prado y hielo,
cristal azul, crepúsculo en el cielo,
hoguera ardiente, fuego fatigado,
          tu boca halla mi boca, que suspira
meciéndose en la tuya, llama bella,
amante de la noche y sus alfombras,
          que el sol, corcel bizarro, se retira,
coral hermoso, amor de las estrellas
que prenden su fogata entre las sombras.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los cisnes levantaron por el cielo



Para el profesor Erich Schagerl

          Los cisnes levantaron por el cielo
sus vuelos elegantes, pues ya nada
podría retenerlos: la invernada
cubría estas regiones con su hielo.
          Las alas extendieron sobre el suelo
y alzáronse valientes, que, nevada,
la aurora apareció, y, con su llegada,
los vio cruzar el aire con su vuelo.
          Un norte abandonado y silencioso
de vientos, temporales e inclemencias
herido por la escarcha se dormía.
          En su letargo intenso duerme el oso,
el cisne parte y todas las ausencias
se vuelven hacia la melancolía.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez