viernes, 27 de noviembre de 2015

Las sendas y las cumbres

Las sendas han de alzarse hacia las cumbres

No puedo imaginarme las sendas y caminos dejados al capricho del helecho, comidos por arbustos que enredan, cuando crecen, el paso de las gentes hacia el monte. A veces imagino que un día esas veredas podrán morir, al fin, perder su pista, calladas, enterradas, igual que el sotobosque que crece entre los viejos castañares.
Será que los pastores que habitan esas zonas montañosas no quieren ya cuidar de los caminos, o acaso que las gentes no quieren ya cuidar de los terrenos que heredan de los viejos olvidados. Pensad, de todos modos, que el alma del camino es el espíritu de todo lo que alcanza a ver el hombre, de todo lo que admira la gente que camina en el sendero, si admira, en los caminos, la belleza.
En todo caso, digo que son tan importantes las sendas de los montes como el carácter mismo de las gentes que habitan poblaciones que quedan a la vera de la sierra. Yo sé que cada cumbre parece más difícil, si pide más altura, si pide que ascendamos por la cuesta que opone sus durezas a nuestra voluntad de haber llegado.
Y nada de esto es cierto: lo cierto es que la gente desconoce que lo que dificulta nuestro acceso son esos matorrales que lo cierran. No en vano, las alturas apetecen a costa de ser retos meritorios. La gente necesita de obstáculos tremendos que los dejen crecer como el acebo en pleno monte y alzarse como suelen los pinares, erguirse como el roble, hallar un mundo de vientos que pretendan abatirlos.
Pero hay en los caminos un misterio sagrado, venturoso, capaz de ir más allá de donde el siglo que corre con sus gestos arbitrarios (los nuestros son los siglos extraños y arbitrarios de la historia). Quizás, si investigasen los más sabios, sabrían que el camino, igual que las criaturas que vivieron en tiempos alejados de los nuestros, son viejos, son ancianos, conocen la paciencia desusada.
Y es fácil la derrota si llegan los olvidos y pueden con nosotros, forzándonos, quitándonos, tal vez lo más auténtico, la esencia, lo más noble que tenemos: nosotros mismos somos aquello que miramos, nosotros generamos el mundo que advertimos, pues somos un camino hacia la cima.
Los altos edificios y enormes vanidades que hallamos en las urbes también son testimonio de una vida que llena sus afanes en intentos de hallar esas alturas que liberan. El hombre es afanoso y así he de describirlo, pues busca lo más alto, quizás como las aves, mas, sin alas, queriendo alcanzar cotas que le fueron negadas al nacer para la tierra.
Las sendas han de alzarse hacia las cumbres.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

viernes, 20 de noviembre de 2015

Romance para Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega


 “Mil montes habré cruzado

           -Mil montes habré cruzado,
bosques callados y densos,
sin hallar, por estos valles,
el retiro de los ciervos.
           Pues no sé dónde reposan,
dónde descansan y, al tiempo,
pacen mansos cada hierba
que crece ante el arroyuelo.
           Y, si al caballo montado
me ven llegar, como vengo,
dirán que no queda caza,
cuando me miren, los deudos.
           Y el venablo tengo listo
para ver, acaso muerto,
a un cervatillo, si acaso,
si es que quizá lo sorprendo.

          -Sabed, señor, que la caza,
abundante en otros tiempos,
ya no corre por los campos
desde hace varios inviernos.
           Que no se advierten venados,
que ya no se admiran ciervos,
que no hay fieros jabalíes
para quien corre estos reinos.
           Y es que las muchas nevadas
traen a los lobos de lejos,
que abandonan las montañas
para bajar a estos cerros.
           Así no hay caza, y la gente,
temerosa, al saber esto,
siente pánico en la noche,
si oye un sonido siniestro.

           -Si el rey quiere que se cace,
muerte al lobo le daremos,
que si malas artes saben,
somos nosotros guerreros.
           Pues es animal del diablo,
bestia furiosa que al pueblo
con su feroz dentellada
suele infundirle gran miedo.
           De modo que mis soldados
me han de servir de monteros
en esta rara aventura
que esta noche emprenderemos.
           Y tú has de venir conmigo,
que así nos lo impone el fuero,
que la lealtad que te obliga
te torna en un compañero.

           -Habéis de volver a casa,
que menester es primero
que abracéis a vuestra esposa,
pues espera vuestro beso.
           Sabed, señor, pues os ama,
que aguarda desde el lucero
que ve el alba en las alturas
hasta el que apaga el cielo.
           Y, pues ella está aguardando,
no es justo, según yo pienso,
que partáis, sin haber guerra,
de su lado y de su seno.
           Habréis, señor, de abrazarla,
que ella querrá vuestro beso
como el oro los bandidos
que aguardan en los senderos.

           -Pues no es menester ni es caso,
no habré de volver, pues pienso
que es mejor seguir camino
junto a mis nobles guerreros.
           Y, si la esposa me espera,
hace bien que bueno es eso,
pues ella esperarme debe,
ya que me debe su aliento.
           Pero mandad al castillo,
para que pueda saberlo,
recado por algún mozo,
en ese caballo negro.
           Habrá de llevar la carta
que llevará el noble sello
de mi casa y mi bandera,
recogiendo hermosos versos.

           -Ved que está ya el escribano,
supuesto que es hombre diestro,
con la pluma en mano diestra,
a vuestro lado dispuesto.
           Dictadle, en fin, el asunto,
y con la carta acabemos
para seguir el camino
en castañares y hayedos.
           Y, recordando esos tonos
delicados, dulces, tiernos,
que gustan mucho a la dueña,
sed con amor halagüeño.
           Pues que ella perdona siempre
esas ausencias que espero
se prolonguen siempre poco,
pero suelen durar tiempo.

           -Dolido estoy, mi señora,
de tener que verme lejos
de los ojos más hermosos
que codician los ajenos.
           Y decidle a vuestros ojos
que, a fuerza de ser perfectos,
habrán de ver, si me aguardan,
mi llegada y mi regreso.
           Pues, si los lobos acaban
con la caza de estos reinos,
es menester arrancarlos
de las montañas y cerros.
           Que no solo los bandidos
suelen dañar a los buenos
que para su rey trabajan
en las villas y los pueblos.

           -Grandes palabras son estas,
pues digo yo que son buenos
los versos que aquesta pluma
recoge de vuestro ingenio.
           Y, porque sois ingenioso,
habré de gritar al cielo
que os dio el don de la poesía
y su extraño ministerio.
           De modo que vuestro anillo
habrá de poner su sello
para lacrar esta carta,
y mandemos al mozuelo.
           Que corra montes y valles
y que vaya al aposento
donde vuestra esposa espera
vuestra llegada y regreso.

           Y, por los valles y bosques
fue cabalgando el mozuelo,
con la espada en la cintura,
cortando el correr del viento.
           Y, por los valles y bosques
y por los bosques y cerros,
iba pensando en amores,
jinete en caballo negro.
           Y, por los valles y bosques,
viendo el ocaso a lo lejos,
subió al castillo y entróse
en el hermoso aposento.
           Y, tras los valles y bosques,
llega al castillo el mancebo,
que con la prisa que lleva,
no pudo hablarle primero.

           -Señora, vuestro marido
dice que venga corriendo,
y vuestra pena socorra,
que todo es daros alientos.
           Y pues quiere el rey que vaya
con sus valientes guerreros,
a dar a los lobos muerte,
me da en señal este sello.
           Y, por curar vuestro llanto
y el dolor y el desaliento,
deja dicho, pues es noble,
que os envíe el tierno beso.
           Y así, señora, me apuro,
que, ante vos, señora, vengo,
si habéis de darme licencia
para llenar vuestro lecho.

           La señora, estando sola,
si gracioso halló al mozuelo,
no deja que se le escape,
ya que le entrega su cuerpo.
           Y, por hallarla desnuda,
el mozo agradece al cielo
el placer que le concede,
pues halla el bocado tierno.
           Y así las noches discurren
para quien, con sus guerreros,
caza lobos con valía
en las montañas y cerros.
           Mientras, con mayor fortuna,
otros galanes mozuelos
gozan dichosos y ríen
de los nobles y sus cuernos.

           Por eso, tiernos donceles
que a los amores primeros
os acercáis, pues sois mozos,
escuchad este consejo:
           quiere el ingenio viveza,
pide el instinto los celos
y es menester desconfianza
cuando el amor está lejos.
           Que no por matar un lobo
pierde nadie, siendo cuerdo,
la dignidad que se ostenta
con el agrado del cielo.
           Amad, pero siendo cautos,
y pensad que es lo correcto
que cuidéis de los amores,
según como bien entiendo.

           Y, si amáis a vuestra dama,
pues es las más veces cierto,
como a una dama queredla
y mostradle gran respeto.
           Pero no la dejéis sola,
porque digo yo que pienso
que suelen algunas veces
a estar solas tener miedo.
           Por eso, en vez de dejarla,
habéis de ser bien dispuestos
a acompañarla y ser gratos,
a quererla y ser atentos.
           Pues suelen ser muy variantes
las mujeres, que yo entiendo
que si un hombre no las cuida,
puede bastar un mancebo.

           Haced de esta moraleja
el más alto mandamiento,
que la mujer es sagrada
para todo caballero.
           Y, pues sabéis ser galantes,
siempre con tono ligero,
les daréis mil alegrías
y acaso el mayor consuelo.
           Pues piden mil atenciones,
mil regalos y embelecos
que nacen de la poesía,
si gustan de escuchar versos.
           Y es preciso que ellas sientan
que el amante no está lejos,
pues otro mozo les sirve
si olvidan los que tuvieron.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

Soneto



SONETO DE ALBORADA

            Dejadme ver temprana la alborada,
la luz de la alborada que despierta,
si brilla donde ayer la noche muerta
prisión fue a su color en la morada.
            Dejadme ver el brillo en la mirada
del sol, en cuya luz muere, desierta,
la noche si, al morir, se desconcierta,
huyendo, sin control, hacia la nada.
             Dejadme ver los llanos silenciosos,
el mar callado y triste, su hermosura,
sus brillos y la espuma clara y fría.
             Dejadme ver sus verdes perezosos,
la luz que derrotó la noche oscura,
el beso que nos trajo el nuevo día.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Ñuética


LA ÑUÉTICA

(Poema dedicao a Jimena Muñiz Fernández
y Mael Muñiz Vega,
los sobrinos de
mio)

            Nos pueblos tan de lloñe
escuchen peles nueches
les voces de los llobos,
los cancios agoreros del curuxu,
los gritos agoreros del curuxu
que dexa’l troncu vieyu,
que dexa’l carbayón en onde taba,
que vuela entre solombres
cantando-y a la muerte nos rincones.
            Y el besu de la muerte,
el besu del silenciu
asusta a les vieyines
que cunten a los nenos les hestories
de tiempos alloñaos, aquellos tiempos
de bruxes y de trasgos,
los tiempos de los cuélebres, los cuélebres
que pueblen los llugares escondíos.
            Les voces del inviernu
semeyen ser más tristes.
Y sonlo, que, dacuandu,
la xente queda  en casa, siempre triste,
callao, atristayao, como les voces
que diz el castañar,
si el viento vien violentu, porque, aínda,
les voces del invierno
anuncien la maldá, dende’l ochobre.
            Y entóncenes ye fácil
sentir les amenaces
de nieves y granizos,
si nieves y granizos, apurándose,
contesten con furor, ensin descansu,
xebrando los cristales
que zarren les ventanes de la casa,
que zarren el cuartucu
callao onde duermiera la güelina.
            La xente quier entoncia
la lluz de la alborada,
el brillu que desprende
la lluz de la alborada que, davezu,
enciende los colores nes altures
y dexa’l mundiu en calma,
si acaso ye preciso qu’esa calma
salude les montañes,
los picos de la vieya cordillera.
            Dexa-y que venga’l sol,
que lluzca, tras la nueche,
y vuelva a ser el día
quien faiga que la ñuética recoya,
que vuelva al castañar esa curuxa
que corre cada nueche
los cielos, los teyaos de cada casa,
falando del misteriu,
falando de la muerte que nos mata.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Davezu

DAVEZU

            Davezu, nos caminos
que lleven a la fuente,
la xente que camina entre castaños,
escucha, entre solombres,
eses voces
que llamen, en setiembre,
al vientu atristayáu
que vien, cola seronda, a nuesa tierra,
xebrando acaso’l branu,
porque’l branu
tamién tiende a perdese,
quedando atrás, tan lloñe
como los versos tristes, la poesía
que pierden, al morrer, les hores muertes.
            Davezu, nos caminos
que lleven a la fuente,
la xente que se pierde entre eucaliptos,
escucha el viento y piensa
que, en payares,
quiciabes la xelada
pudiera ser un signu
qu’hubiera de falar, dempués del tiempo,
del vuelu repentinu
de los ferres
que fueron a otres zones,
dexando estos llugares
desiertos, apagaos como los cielos
que ayeri vio, al volar, la cigorella.
            Davezu, nos caminos
que lleven a la fuente,
la xente que s’avera, con misterios,
conocen a los árboles
que esperen
el besu del orbayu,
pues suelen los orbayos
besar con llingua fina la corteza
del troncu de los árboles
que sienten
el llantu del otoñu,
el canciu de los vientos
que cuerren cada monte, siempre llibres,
siguiendo, siempre llibres, a les nubes.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Romance


Para Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega.

           Sus penas lloró el buen conde,
que, con ver todo a lo lejos,
el combate halló perdido,
pues sus guerreros huyeron.
           Y, al saberse en la derrota,
miró con tristeza al cielo,
y suspiró por los suyos,
por su gente y por sus deudos.
           Y, recordando a su esposa,
que era moza, y era bueno
que la cuidasen los suyos,
quiso morir con empeño.
           Y, al ver que desfallecía
ente el empuje violento
del enemigo indolente,
se dice que esto le oyeron:
           -Habré de blandir la espada
por el amor de mi pueblo,
por la gente de mis villas
y por mi buen primogénito.

           La vida dejo enterrada,
si es preciso, en el momento
en que a arrebatarme vienen
cuanto soy y lo que tengo.
           Y, porque no soy cobarde,
querrá batirse el acero
y dar muerte a los que pueda
antes de encontrarme muerto.
           Que ha e alcanzarme la muerte
con el honor que defiendo,
aunque, entrando en la refriega,
el temor me torna en hielo.
           No quisieron que quedase
solo el conde y protegieron
su vida con mucha sangre
los mejores de su séquito.
           Los más osados lucharon,
los más valientes murieron,
otros quedaron heridos
y al conde todos sirvieron.

           Y, acabada la batalla,
estando en peligro el reino,
el rey llegó con los suyos,
porque quiso socorrerlo.
           Y todavía las damas
cantan en sus aposentos
el romance que relata
sus palabras y contentos:
           -Sabe el conde, no lo dudo,
mostrar valor combatiendo,
que es cierto, según lo miro,
lo mucho que me dijeron.
           Puede mostrarse gallardo
y esconde firme su miedo,
la fuerza alzando con fuerza,
luchando con gran esmero.
           Y, por ser hombre tan digno,
digo yo que honrarle quiero,
y quiero tenerle cerca,
y cerca tenerlo espero.

           De modo que he de llamarlo
a la corte, donde puedo
dar honor a su grandeza,
si es caballero tan bueno.
           Habló el rey ante los suyos,
que, haciendo su juramento,
quiso hacerlo hombre más grande
para darle mayor premio.
           Y premio fue hacerlo amigo,
reconociendo sus méritos,
que en verdad no fueron pocos
por el valor de su pecho.
           Ya en la corte se aposenta,
y en la capital del reino,
pues es vasallo querido
ayuda en todo el gobierno.
           Y, por ser hombre de mucho,
y, entre todos, hombre bueno,
vino a decirle la infanta
las palabras que os comento:

           -No me miréis con asombro
si me atrevo a decir esto,
que el amor me vuelve loca
y en la locura me atrevo:
           por vuestro amor vivo presa
y he de decir que me muero,
pues que sois hombre valiente
al que quiere todo el reino.
           Y, pues casasteis con otra,
reclamaros yo no puedo,
no siendo que le deis muerte
para gozarme en mi lecho.
           Y, ya que soy vuestra infanta,
hacer debéis lo que ordeno,
que, si no, he de castigaros,
pues el rey es vuestro dueño.
           -Señora, quien siente amores
-le dijo el conde resuelto-,
nunca dirá semejantes
ni nublados desaciertos.

           Y, pues vos me lo decís,
dejadme que llame al clérigo
y os advierta del pecado
en el que estáis, según veo.
           Pues pensad que si la muerte
Dios os manda en el momento
en que estamos, vuestro sitio
es arder en el infierno.
           Pensad, ya que sois infanta,
que me debéis un respeto,
pero también a mi esposa
y al pequeño primogénito.
           -No pienses que será fácil
deshacer lo que he dispuesto,
que, si no haces lo que digo,
podré abrasarte en mi fuego.
           Piensa que el amor me guía,
piensa que es un loco ciego,
y que en la locura ordena,
y que soy quien obedezco.

           Podrás sufrir si haces caso
del amor que sientes, y ello
a costa de que te enfrentas
con la dama de este reino.
           Pues puedo darte la muerte,
puedo hacerte prisionero,
puedo quitarte la vida
o condenarte al destierro.
           Al rey encontró el buen conde,
que quiso, no sin recelo,
contarle lo sucedido,
pues era preciso hacerlo.
           Y el conde, que lo quería,
tras escuchar el suceso,
comprendió que era la niña
capaz de tan graves hechos.
           Pero era su niña al cabo,
la dama mayor del reino
desde que murió la madre
que le había dado el pecho.

           Y el rey contestóle al conde:
-Ya veremos lo que haremos,
que no es un asunto fácil
para ordenar bien mi reino.
           Y no pasó una semana,
y hallaron tristes y muertos
a la condesa y al niño,
tras tomar fuerte veneno.
           Y el conde pidió justicia,
y el rey lo expulsó del reino
diciendo que la locura
nublaba el juicio discreto.
           Y juró vengarse el conde,
y pedir supo a su séquito
el rey que le dieran muerte,
pues el conde es traicionero.
           En tanto, la tierna infanta,
su amor viendo por los suelos,
arrojóse de una torre,
sobre las aguas del Duero.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez