libro de los fresnos
El libro de los fresnos
Es un cuaderno mágico y secreto
Que nace en lo profundo del espíritu.
Sus hojas son poesía
Que llora las ausencias de la amada
O el beso repentino del crepúsculo.
A veces dulces lágrimas
Se escapan de los párpados cansados
Del triste corazón que en él escribe.
Así los manantiales
Podrán saciar la sed del caminante
Que pierde el tiempo oyendo sus palabras.
Soneto XIX
Pudiste ser antorcha y ser nevada,
Palabra sin verdad, mar inconstante,
Ocaso bello, brújula inquietante,
Por ser una certera puñalada.
Infierno y cielo, negra la mirada,
Espejo de color, oro brillante,
Bastión terrible, fuiste, en un instante,
Prisiones de la noche más cerrada.
La fiera vive en ti, garras de acero,
Ataque del leopardo, fortaleza,
Espíritu del aire traicionero.
Mezclaste amor y fuego a tu belleza,
Ballesta tu mirada, que el arquero
Dispara con valor y con destreza.
Soneto XX
Los cauces desbordaron de tu frente
En su galope rápido, aquel día,
Las yeguas que bordaron la alegría
Del rizo alborotado al sol ardiente.
Arroyos de cristal, clara corriente,
Cayendo por los riscos, pura y fría,
Espuma fue en su rostro y luz del día,
El agua de aquel mágico torrente.
El sol nació, pintor de su blancura,
Autor del lienzo claro de tu risa,
Su gracia y su color, clara pintura.
Las crines despeinó al nacer la brisa
Y, rápida en tu frente, el agua pura,
La luz del sol tu luna hizo precisa.
Soneto XXI
El buque de los mares de tus ojos
Cruzó el espacio inmenso, las arenas,
Las rocas, las escarchas, las cadenas
Que unieron cielo y tierra a sus antojos.
Buscándome, buscando mis despojos,
Mis llantos, mis dolores y mis penas,
Echaron sus raíces en las venas
Para apagar su sed y sus enojos.
Y hallóme enfermo y triste en este lecho
De amarga soledad donde moría
Envuelto en las penurias del despecho,
Vencido por la sombra, siempre fría,
Que hiende sus venablos sin provecho
Y hiere con su cruel melancolía.
Soneto XXII
Dejad que vaya al aire la inocencia
Si al aire pertenece, que su aliento,
Su voz febril, manchada por el viento
No mancha con su blanca transparencia.
Que vuele la verdad si la prudencia
No quiere consentirla, pues, atento,
El aire, siempre limpio, está contento
De darle más amor con más paciencia.
Más pura lucirá si va en sus alas
La luz que aquí las sombras no quisieron,
Y vestirá su luz mayores galas.
Dejad que vuelva donde la nacieron,
Que vuele a sus espacios, a sus salas,
Y luzca los vestidos que le hicieron.
Soneto XXIII
Hacienda donde el sol duerme su sueño
Es tu pupila, azul, pero brillante,
Lucero que se asoma en un instante
En un reino de sombra del que es dueño.
Un rayo que cruzó, gorrión pequeño,
El aire de la noche, estrella errante,
Palabra de cristal, voz semejante,
Alegre y marinera, se hizo empeño.
Palacios en los pórfidos oscuros,
Granitos bellos, siglos de belleza
Que el aire embruja siempre con su hechizo,
Tus ojos no son claros, pero, puros,
Alegres brillan, muestran la tristeza
Del ruiseñor que escapa del granizo.
Soneto XXIV
La espuma hirió en el mar aquel vencejo
De luces y de sombras, cuando el día,
Pincel azul, rasgó la brisa fría
Como una flecha cae, venablo viejo.
El alba vio cuando alcanzó el reflejo
Que, alegre, en lo lejano se encendía,
Corales, sierras, montes de alegría
Que el cielo hizo más bellos en su espejo.
El oro tuvo gracia soberana
Al ser corona bella de la frente
Que vino a hacer más clara la mañana.
La espuma, el alba, el oro vio la fuente,
El mar la sierra, donde la alazana
La luz vertió en el agua transparente.
Soneto XXV
Diadema de la aurora en el momento
Que rompe en luz el sol, rara cascada,
Su fuego y su color, que, iluminada,
Incendio es de pasión, puro contento,
No pudo ser más dulce que tu aliento
El aire que corrió con la alborada,
Ni pudo ser más blanca alborotada,
Que quiso iluminar el firmamento.
Tus voces, tus palabras, la impaciencia
Un mar de caracolas enseñaron,
Callado tu mirar, pura inocencia.
Tus ojos, tus miradas, la vehemencia
En ellos las estrellas condenaron,
Envidia sombras de la ausencia.
2006 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El libro de los fresnos"
Todos los derechos reservados.
José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispánica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía.
lunes, 10 de abril de 2017
El Sueve
El Sueve es un lugar
afortunado, las sierras asturianas lo contemplan, las nieves en las cimas, cada
nube que vuela el cielo y busca nuevos mares. Los viejos asturcones corren
libres, dejando al aire crines esparcidas, al tiempo que recorren los lugares,
huyendo de los lobos en invierno. Y el mar muestra a lo lejos su horizonte, los
verdes y el azul que llena todo, las playas y cantiles majestuosos que caen con
prisa desde las alturas. Asturias sube alegre cada cuesta por valles y laderas,
alcanzando las magnas cordilleras que noviembre verá cubiertas ya, con el
otoño.
2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
viernes, 7 de abril de 2017
"LAS HIEDRAS EN LOS MUROS DE UNA TORRE" O "ESTAMPAS DE UNA TORRE EN DECADENCIA"
Los frutos de los árboles, maduros, quedaron por los suelos, esparcidos, y, helada, la caricia del otoño, llenó la brisa fresca con sus lluvias, en tanto que el camino de la fuente, vencido por las aguas abundantes, quedó en un barrizal impracticable para las gentes que iban a por agua. La brisa dulce y suave del verano, tan fresca y halagüeña, con la aurora, cedió al aire violento que, indignado, mostraba su rencor por cada calle, quebrando los tendales de las casas, rompiendo los paraguas de la gente, si acaso, con la lluvia, los vecinos tenían que salir con tiempo malo. Algunas, fueron tardes de delirio, sintiendo las familias, en sus cuartos, en la cocina acaso, aquellos truenos, la fuerza del granizo, la dureza del golpe de las olas en las rocas, no lejos de las playas aterradas por esa furia llena de coraje que elevan, cuando quieren, las espumas.
No es tiempo de que salgan los pesqueros, si vienen ya los meses de galerna, y el golpe de las olas arremete, ni es tiempo de salir por las callejas y hablar con los vecinos que regresan por las estrechas cuestas de la villa, sabiendo que en los próximos villorrios muy pronto iniciarán otra cosecha. Atrás queda el verano con su calma, con su mesura dulce, con sus besos, sus horas de calor y sus fatigas, a veces aliviadas con un baño, con un suspiro leve de la brisa, rozando las camisas y las blusas de gentes que se vienen de las fábricas o suben a la ermita, allá en el monte.
En cambio, sí es momento de reposo, de espera, mientras llueve y los cristales nos cantan la balada juguetona del agua en la ventana, del azote del viento encabritado contra nadie, gruñón, como lo es siempre, al repetirnos las viejas regañinas que acostumbra, de la que danza libre en el espacio. Pero es posible siempre una escapada de las mansiones tristes del mal tiempo, cuando el otoño quiere (si es que quiere) dejar, como un respiro, tardes buenas; y el sábado habrá sol, ese sol bajo tan típico, vencido ya setiembre, que muestra en cada brillo la tristeza que llama, melancólico, al estío.
Y, en esas tardes llenas de belleza, qué bello es sorprenderse por los prados, mirando el color pardo de las hojas, a punto de soltarse de las ramas, los densos amarillos en las copas de los castaños, siempre generosos, que esconden su tesoro todavía, para cuando noviembre se avecine. Y cierto es que, en otoño, son más bellas las densas arboledas del paisaje, que pronto perderán sus hojarascas, mas quieren invitarnos con sus frutos, promesa codiciada por los viejos, y acaso por los niños, cuando, un viernes, llegada ya la tarde, no hay colegio, y entonces van por higos y castañas. También hay otros ocios que practican los chicos en los fines de semana, como perderse, alegres en las rocas que están bajo el cantil y buscar bígaros de formas caprichosas en las piedras de calas tan recónditas que solo podréis allí llegar por los caminos y sendas que os ofrezcan mayor riesgo.
No importa que el otoño haya arrancado los cantos de las aves, de mañana, rompiendo, con sus voces, la penumbra que juega con las últimas estrellas, porque hay belleza aquí, donde las nubes recorren las alturas de los cielos, amenazantes siempre, caprichosas, dispuestas a arrojar otra tormenta. Y el pueblo sigue siendo tan hermoso como en la primavera, cuando encienden los campos su hermosura y los pesqueros se admiran con frecuencia en lo lejano, manchando el mar azul con sus colores, tan raros como vivos, tan lucientes como el color del alba cuando llega con un destello dulce en la mirada. Ha vuelto ya el momento de dejarse por fin al ejercicio de las piernas, de recorrer los campos y los montes, de divisar el sol en lo lejano desde que el alba arranca, y ser dichoso corriendo los caminos del concejo, las sendas, los caminos, los cantiles, llevando, en previsión, el chubasquero.
Tal vez en otro tiempo era más dado que hoy día a esas temibles caminatas, que no es capricho mío ser prudente, sabiendo que los años van corriendo, que pesan en las piernas y en el pecho, por lo que es bueno hacerse el humildito, sin demostrar valor en demasía, buscando, de momento, rutas cortas. De modo que, sacando del recuerdo de las que ya hice antaño, se me ocurre volver a repetir ese trayecto, que muestra el mar en toda su hermosura, llegados por la vera del paseo, que arranca, desde el pueblo hacia Coyanca, para perderse luego entre los prados y ver crecer los raros eucaliptos.
No son pocas las cuestas del paisaje, por lo que toda calma es conveniente, merced a las durezas de las muchas pendientes inclinadas que se encuentran, mientras, al caminar, se lleva un ritmo que no hay que abandonar, pues toda marcha nos pide un ejercicio mesurado, mas nunca interminable al peregrino. Me fueron conocidos, ya en la infancia, lugares tan recónditos que, a veces, parece uno perderse por los cuentos, leyendas y patrañas que las viejas contaban, junto al fuego, en otros siglos, hablando de las brujas de los pueblos, de sus hechizos raros y su magia, capaz de hacer que vuelen por los aires. Entonces iba yo con los amigos a recoger castañas, cada viernes, por más que son tempranos los ocasos, si va mediado el tiempo del otoño, y es justo recogerse pronto entonces, que así lo quieren esas buenas madres al darles a sus hijos las meriendas envueltas en papeles de cocina.
En cambio, la batalla es ya distinta, siguiendo, a mi capricho, esos instintos que llevan a los cuentos y leyendas que cuentan las ancianas pueblerinas con ojos más escépticos y sabios, quién sabe si, tal vez, menos románticos, cuando, parando a alguno, en pleno campo, me gusta conversar unos instantes. Un sábado cualquiera es buen momento para partir en busca de aventuras, oyendo el curso casi alborotado de fuentes y arroyuelos del camino. A veces son regueros, solamente, mas la costumbre quiere hacerlos ríos según cuentan las gentes de los pueblos que aguardan nuevas lluvias este otoño.
Cabalgará de nuevo el conde Olinos, y lo verá la mora que, en la fuente, callada, espera al bueno de don Bueso, que ignora que es la hermana que robaron los moros para Pascua, en primavera, si espera a su marido Catalina sentada en el laurel que ella tenía, no lejos de la casa, tras la guerra…
Es tierra bella y sabe a romancero la vasta pradería carreñense, que cuenta con bastiones orgullosos allí donde la piedra se hace muro: si en ella no hay castillos, a lo menos, se pueden divisar torres rendidas al peso de la edad desde el Medievo, guarida de mochuelos y de zorros. Y el Torruxón de Yavio es como un símbolo de lo que hay de perenne o bien de efímero, dormido entre las hiedras que lo cubren, de la que caminando, se divisa, como un árbol de formas regulares, acaso coronado por almenas, en actitud guerrera, tras milenios, vestigio de otras épocas pasadas.
La paz de estos lugares no recuerda los tiempos que admiraron con asombro las luchas de las gentes más osadas, cruzando las espadas con bravura, ni el grito de la guerra, siempre fiero, que consagrado a rudos espatarios, bañó esta zona idílica de sangre, de fuerza, de coraje y de grandeza. Y quién recuerda, en fin, aquellos nombres de gentes linajudas que forjaron la historia de estos campos singulares, de las veredas dulces que camino, si, al cabo, no han quedado más vestigios que torres orgullosas y casonas de hidalgos que ostentaron sus escudos sobre sus altas casas palaciegas.
2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
SECRETOS ESCONDIDOS DEL PASADO"
José Ramón Muñiz Álvarez
"SECRETOS ESCONDIDOS DEL PASADO"
El eco que renace en la poesía
del mar y de los bosques
asturianos "
Dedicado a Serafín López
Flórez
Nos
dicen a menudo que la noche prefiere dar amparo a las criaturas que vagan por
lugares apartados, gozando de la sombra silenciosa. Nos dicen que las ánimas
lloraban, penando por las zonas de la aldea, rogando por sus culpas, esas
culpas que arrastran a la gente a su castigo. Nos dicen tantas cosas de las
brujas que tiembla uno al pensar en las creencias llegadas de los tiempos
ancestrales, forjadas en un tiempo de prehistoria. Y, a veces, los vecinos nos
comentan sucesos que no caben en el mundo, memorias sobre seres imposibles que
vuelven de la nada y nos dan miedo.
Galicia,
que es arcaica, siempre es pródiga, si hablamos de la magia que renace, que
vuelve de la noche de los siglos, queriendo entrar de nuevo en nuestras casas.
Cernunnos el astado está de vuelta, camina entre macizos y entre valles por
esas tierras suaves, silenciosas, distintas de las costas más agrestes. Las
rías son lugar de las sirenas, que siguen muy presentes en los credos de gentes
que mantienen tradiciones a fuerza de escuchar a sus mayores. Los trasnos, con
sus muchas travesuras, rondando los hogares, son tan crueles que pueden aburrir
al más pintado, luciendo sus sonrisas maliciosas.
Nos
dicen que el Busgosu es buen amigo del bosque y de sus muchas espesuras, los
densos castañares, los robledos, guardándose entre helechos y zarzales. Nos
dicen que el Mufosu se guarece mejor entre los musgos de los troncos, a veces
en las piedras de la orilla del arroyuelo dulce que discurre. Nos dicen que, a
la noche, la lechuza convoca los espíritus perdidos de muertos que regresan por
el aire quién sabe de qué averno insospechado. Las gentes de los pueblos son
tan crédulas que pueden suponer que la leyenda sucede todavía en nuestro
tiempo, volviendo, como siempre, al viejo mito.
Asturias
no se queda nunca corta: los dioses de las gentes de los castros regresan con
sus ecos ancestrales, reviven de la nada en un momento. No importa que la
industria de otro tiempo presente formas nuevas y un estilo distinto de la
usanza más antigua: pensad que somos siempre lo que somos. Candamos y Taranis
no desmienten sus reinos del ayer, y los confirman, sumándose a los otros, como
Aramo, que sabe levantarse con orgullo. Las devas de los ríos y las cuevas
regresan y se adueñan de lugares de las que fueron dueñas cuando hablamos de zonas
como Infiesto y Covadonga.
Aquí
viven la xana y el Nuberu, los cuélebres custodian sus tesoros, los trasgos
arman siempre pillerías y esconden los objetos los sumicios. Aquí cuentan
leyendas muy curiosas del mar y de sus islas apartadas, lugares donde habita el
Patarico, rincones con serpientes submarinas. También es una zona de misterios,
de brujas semejantes a las meigas, de muertos que pasean por la noche, de seres
que asustaron a los viejos. Y todo es maravilla donde hay credos que fueron
extinguiéndose, unas veces, y que otras, si pudieron conservarse, nos son
desconocidas, pese a todo.
Cantabria,
que comparte, como hermana, los montes con Asturias, tiene un valle que mira
aquellas nieves en las cumbres, las cumbres orgullosas y violentas. Sabed que
son las cumbres que avasallan los valles asturianos y los cántabros, acaso como
Liébana, una zona tan bella como todo lo norteño. Cantabria, como Asturias,
tiene cimas, presenta valles bellos, claros ríos, un mar azul y verde que se
altera, las lluvias que penetran por Galicia. Y viven en Cantabria extraños
seres, igual que en las Asturias más abruptas, y así se dice mucho de los
trentis que miran, sin ser vistos, en las frondas.
León
tiene su encanto, y, en sus gentes existen tradiciones muy lejanas, que
arrancan hace siglos, pues los siglos le dieron la razón a estas historias.
Pensad que los astures cismontanos son hijos de los celtas que llegaron en
tiempos anteriores al Imperio, y habían de rendir extraños cultos. Pensad que
sus leyendas se asemejan al mundo de las gentes asturianas, pues ellos adoraron
a Tilenus igual que sus vecinos a la luna. Y dicen escritores tan antiguos como
Estrabón, a veces, que solían vivir con sus costumbres antiquísimas, mezclando
patriarcado y matriarcado.
También
tienen los vascos y navarros sus mitos, sus leyendas, sus recuerdos de un
tiempo en que no había cristianismo, los tiempos de costumbres matriarcales.
También aquí quedaron esos dólmenes alzados en los tiempos del Neolítico, y hay
muchas narraciones en las villas de un pueblo de gigantes misteriosos. No en vano,
los gigantes levantaron con fuerza y con ingenio aquellas piedras, enormes para
el brazo de un humano, pesadas para el que ose levantarlas. Asturias y Galicia
no son menos, y se habla de los moros o los mouros, los pueblos ancestrales de
las gentes que vuelven, por San Juan, entre los vivos.
Pensaba
Cascarilla que los mitos de ayer tenían toda su grandeza, su empuje de otro
tiempo, mas de un modo distinto, subyacente, imperceptible. Pensaba Cascarilla
que las horas calladas de la lluvia sugerían eternas elegías que evocaban un
tiempo de guerreros aguerridos. Pensaba Cascarilla que la historia sabía
guarecer en oquedades secretos ancestrales, esos cultos que siguen vinculados a
las cuevas. Decía Cascarilla que Pelayo prendió en su gente el fuego de la furia,
robada a las montañas más agrestes, las altas cordilleras encrespadas.
Quizás
con los romanos no acabaron la fe de las devanas, los exvotos, los ritos
ancestrales que se asocian a Montes con necrópolis antiguas. Sabed que en el
Aramo queda magia, que queda la energía en el Monsacro de tiempos primitivos y
de siglos que no recordará jamás la Historia. También sabréis que el Dolmen de
los Llanos esconde sus tesoros y esos mismos son oro, plata y piedras preciosas
que codicia el aldeano. Por eso Cascarilla suponía que todo lo que encierra la
leyenda murió para seguir, de alguna forma, viviendo entre nosotros de otro
modo.
Las
brujas recitaban sortilegios, los cuélebres volaban por los aires, la xana
lamentaba su fortuna no lejos de los ríos y las fuentes. Y todo era precioso y
sugerente, si acaso, como dice Cascarilla, los trasgos arman siempre de las
suyas, igual que hicieron antes los daimones. Las casas del ambiente ruraliego,
que invitan a la gente a que lo crea, parecen escenario de aventuras extrañas para
duendes de ese tipo. Y es esta fe venida de los siglos la misma que tuvieron
los abuelos de antaño, los de siempre, los paisanos del bosque, de la costa y
la montaña.
Y
Júpiter, Neptuno y tantos dioses -Nereo, los titanes y los cíclopes- llegaron
desde Roma y desde Grecia como presencias menos naturales, para poblar relatos
literarios. Por eso tiene Iovis sus parcelas en Jove y en el Sueve, donde
habitan los raros asturcones, los caballos que tienen en la zona su reducto. La
luz grecolatina, cuyas fábulas son bellas como suelen las mejores, alumbra cada
página del libro, los nuestros iluminan el paisaje. Y quiso Cascarilla
reflejarlo con versos encendidos como el brillo del cielo, con el alba, si en
la fuente se ve la flor del agua en un momento:
Decís
que aquellos dioses, los de Roma,
los
mismos que copiaron de los griegos
formaron
la verdad de aquellos días
de
imperio y de dominio, de violencia.
Lo
cierto es que esos dioses son los seres
que
habitan en las fábulas de Ovidio,
que
supo hacer hexámetros preciosos,
contándonos
con arte sus relatos.
Existen
otros dioses tan antiguos
que
no pasaron nunca a la escritura,
pues
pocos escritores se ocuparon
de
hablarnos de las Navias y los ríos.
Dan
nombre a los lugares asturianos
igual
que el dios Beleño, de los celtas,
a
quien se consagró San Juan en Ponga,
por
gracia de un extraño sincretismo.
Y
no he de convocar dioses marinos
ni
a Tetis ni a las hijas de Nereo:
los
dioses que se os dicen son anónimos,
esquivos
muchas veces, pero existen.
Podéis
hablar entonces de sumicios,
de
trasgos y de trasnos, de los diaños,
de
ninfas y de ondinas que reflejan
la
imagen de una xana o de una náyade.
Sus
nombres son el eco de los montes
y
el eco de los valles que resuenan
diciendo
el nombre bello de un idioma
que
queda para siempre en el olvido.
Están
en el helecho y en las luces
del
sol, cuando amanece, o en la sombra,
si
hablamos de la Güestia y de los muertos
que
vagan por la noche, a la deriva.
Solía
Cascarilla entretenerse con versos y con rimas, con la prosa que pide seriedad
de contenido y exige lo mejor de los que escriben. Y quiso Cascarilla que sus
letras hablasen, con fortuna o sin fortuna, de las mitologías ignoradas, de
todos esos seres olvidados. Pensad que cada duende, en una esquina, contempla
lo que hacéis, lo sabe todo, percibe vuestros raros pensamientos, supone lo que
haréis en un futuro. Sabed que en los callados aquelarres de brujas que se
juntan y celebran los actos más extraños siguen vivos los cultos de Cermoño y
de su gente.
-No
es cierto, Cascarilla, que esos dioses -le dijo un entendido aquella tarde- se
muestren diferentes a los otros que supo adorar Roma en su momento: el fauno,
por ejemplo, con sus cuernos, que es Pan entre los griegos y que infunde el
pánico a la gente de las villas no es otro que el Cernunnos de los galos. Y
piensa que la gente que habitaba los castros que visitas tantas veces creyeron
en los dioses de la zona del modo en que lo hicieron los de fuera. Son otras
tradiciones, pero insisten de nuevo en las verdades ancestrales comunes a los
pueblos que trajeron el hierro, su cultura y sus secretos.
El
cura se enfadaba al escucharle decir que había dioses ancestrales, distintos de
ese dios de los cristianos que mira y que condena en las alturas. Tal vez los
pueblerinos, más abiertos, hablaban de vedorios y de muertos, del ánima que en
pena regresaba del mundo de ultratumba hacia la vida. La noche, el cementerio,
cada ciclo de luna para el viejo chupasangres, los lobos que, acechándonos,
aguardan, llegado ya el crepúsculo de invierno. El mundo de la aldea y su
inocencia mantuvo intactos todos esos mitos, formando tradiciones que perviven
en el acervo arcaico de las gentes.
Raimundo
se burlaba muchas veces del cura y defendía a Cascarilla, que hablaba de manera
defendible, pues todo era verdad en su palabra: antiguas migraciones, otros
pueblos llegaron en intensas migraciones, llevando, en la prehistoria, la
cultura de los indoeuropeos más variados. Los dioses de los boyos son los
mismos que algunos adoraron en la Galia, y pueden encontrarse hasta en Galicia,
llegando a los confines del Atlántico. Pensad que es en Asturias donde Navia
mantuvo su presencia, y que el galaico también adoró a veces a esta diosa, la
ninfa de las aguas de los lusos.
Y
el cuélebre y la xana, los sumicios, los trasgos y el Mufosu, por ejemplo,
quedaban a la altura de los dioses del mundo de los griegos y romanos: los
diaños son daimones y Cernnunos no es otro diferente de los faunos que vienen a
llenar esas leyendas que nacen de los mitos más antiguos. Y no hay por qué
ignorar al buen Vindonio, que tuvo también culto en otras tierras, en Viena,
por ejemplo, cuando el río de Viena era divino para todos. Tal vez la religión
de los antiguos nos habla de nosotros y parece que supo defenderlo Cascarilla,
hablando con los mozos del villorrio.
La
luz del sol saluda en lo lejano, detrás de las montañas y cordales, hablando de
las nieves y el granizo, salvo en los meses llenos de rigores. El sol es
siempre fuerte en el verano, cayendo de la altura en esos días cuajados de
humedad que nos asfixian y llenan de optimismo en el verano. Son días que nos
llaman a los campos, que suelen invitarnos al paseo, que quieren que gocemos
con la llama que brilla victoriosa en las alturas. Sabéis perfectamente lo que
os digo, si habéis estado acaso alguna tarde por estas tierras nuestras, estas
tierras que amamos con pasión los asturianos.
La
Flor del Agua está tras la avenida, y allí se sientan siempre, a media tarde,
los viejos de la zona, y Cascarilla comparte buenos ratos con los suyos. La
Flor del Agua tiene su terraza, y en ella Cascarilla se deleita, diciendo a la
clientela lo que sabe del tiempo de los celtas y sus rasgos. Allí los camareros
lo conocen: se sienta con la pléyade pedante que suele, con acentos modernistas,
cantar sus tristes versos a la gente. Hay muchos parroquianos que se aburren
oyendo a Cascarilla y a los suyos, si entonan esos versos rubenianos que
mezclan lo más bello a lo más cursi.
Los
cisnes elegantes, su plumaje, sus alas, su belleza y su blancura pudieron
inspirar a los poetas de aquellos escritores de provincias. El cielo azul tal
vez fuera mentira, mirándose en las aguas del estanque de un verso que se
pierde o de un soneto. Aquellos hombres llenos de inquietudes querían regresar
a ese pasado que hicieron parecer hasta coherente: el arte era más arte con los
metros de ritmos apagados, becquerianos, en raros decasílabos, a veces,
buscando una ruptura con lo antiguo.
Sabía,
sin embargo, Cascarilla que hay algo más que versos y licores en los cafés
arcaicos con espejos en los que hacer tertulia con amigos. Había descendido a
los infiernos, igual que aquel Orfeo de otros días, buscando en las tinieblas a
su amada por mundos habitados por los muertos: no en vano, hablaba siempre de
la muerte, la forma en que los pueblos percibían el trance de la muerte, el
duro trance del viaje hacia un lugar desconocido. Hablaba con frecuencia de lo
ignoto, del mundo de los dioses, sus lecturas acerca de las gentes más
dispares.
Sabía
Cascarilla, por ejemplo, que hay cuentos que revelan un carácter, mostrando las
ideas más románticas, a veces con el tono más excéntrico. Sabía que, al
juntarse a los poetas –él era entre los otros muy prolífico-, tenía su deber
con la tierrina, con ese mundo puro de inocencia. Y hablar de la inocencia es,
desde luego, mentar esa ignorancia en que habitaron las gentes de los años del
pasado, los tiempos del amigo Cascarilla. Los días se han mudado desde
entonces, los días han corrido y ya la vida discurre por caminos muy distintos
al tiempo en que vivía la leyenda.
La
historia tuvo su protagonismo, después de todo, al lado de Virgilio, de Ovidio
y de Propercio, que eran clásicos, poetas reputados por los siglos. Y es cierto
que los dioses de los celtas, los mitos de germanos y de nóricos, tenían su
lugar en la tertulia de aquellas gentes algo pueblerinas. En Austria y en
Bohemia se conocen los ritos ancestrales de esos credos que siguen venerando,
pese a todo, los más supersticiosos, sin saberlo. ¿No es esta tierra mágica una
zona de brujas y de meigas donde puede la lluvia ser regalo del hechizo de
todos los que saben de aquelarres?
Dejemos
que lo diga Cascarilla, si es cierto que es preciso el comentario, pues él,
como los otros, recitaba sus versos en voz alta, como músico. Y es lógico
pensar que se escapaba de aquellas alusiones insensatas al cisne modernista de
otros tiempos, al cisne impresentable del estanque. ¿Decís que Cascarilla es un
pedante ridículo que viste su corbata, sin falta de lucir sus cualidades, en
los cafés más tristes de Vetusta? Lo cierto es que escribió versos hermosos,
los versos más curiosos, inspirados algunos en sus raras obsesiones y algunos
con pasiones juveniles.
Podéis
imaginar La Flor del Agua, sus muros revestidos de madera, las mesas y los
muebles, los espejos y el viejo camarero y su chaqueta. Podéis imaginar a
Cascarilla, fingiéndose importante, interpretando papeles de hombre grande y
admirado, leyendo versos faltos de fortuna. Quién sabe si sus versos no eran
malos, si solo los juzgaron los más necios, mostrándose insensibles a sus
músicas, su acento y su prosodia efervescente. Al menos pretendía Cascarilla
cantar un verso lleno de cadencias, igual que hicieron antes los aedos,
hablando de un asunto diferente:
Quedó
el otoño atrás con sus colores,
dejando
paso a lluvias y granizos:
las
hojas del acebo siguen verdes,
el
muérdago nos habla del pasado,
los
tejos duermen junto a las iglesias.
Llegaron
las escarchas y el silencio,
besando
el aire frío que nos roza:
la
luz del alba mira las heladas,
su
brillo entre la nieve de las cumbres,
su
llama en los reflejos del arroyo.
Y
quiero ser abrazo de tu abrazo
junto
a una chimenea bondadosa:
la
leña encenderá nuestras pasiones,
el
viento rozará nuestros cristales,
el
fuego, al crepitar, será propicio.
Es
tiempo de las mantas y las sábanas,
las
horas de descanso y de fatiga:
los
bosques ya no ofrecen lo que fueron,
los
viejos estorninos se fugaron,
el
río y los caminos se hacen tristes.
Quién
sabe lo que haremos en el lecho,
mezclando
la locura a la locura:
las
cimas no sabrán lo que ha ocurrido,
jamás
dirá el pecado la nevada,
no
habrá de comentarlo el aguacero.
Los
besos serán nuestros solamente,
si
quieres ser un beso de mi boca:
la
lluvia ignorará nuestro delito,
no
habrá un rumor en todas las quebradas,
el
hielo no sabrá nuestro despecho.
Y
luego, pronunciando nuestros nombres,
querremos
un momento de reposo:
la
luz del sol vendrá de lo lejano,
su
rayo será tímido en la alcoba,
su
brillo hallará solo este cansancio.
Y
entonces, el abrazo del abrazo
será
por fin testigo de lo nuestro:
tus
ojos se abrirán frente a los míos,
tu
labio estará cerca de mi labio,
la
luz de tu mejilla en mi mejilla.
Y
el sol sabrá también de los pecados
del
lecho que deshizo nuestro fuego:
sus
llamas nos harán tal vez culpables,
el
aire acusador dirá el delito,
las
horas del deshielo hablarán pronto.
Y,
nunca arrepentidos, buscaremos
de
nuevo ese lugar inalcanzable:
atrás
quedan las lluvias y las nieves,
atrás
queda el granizo y las ventiscas,
el
hielo de los tristes temporales.
Mas
no fue todo así, pues Cascarilla, que no buscó placeres atrevidos, quería, al
ejercer su magisterio, mostrar a los demás sus inquietudes. Son versos que no
riman, muchas veces –a veces es más dado a los sonetos, o quiere ir encajando
el heptasílabo-, pero hay en ellos algo muy curioso. Sus versos, si no son tan
inocentes como lo puede ser una paloma que corre el aire libre y lo disfruta,
parecen predicar ese mensaje. Y amaba aquella luz en plena noche que hallaban
los más serios en las prosas de libros sobre temas lugareños que habían de
abordar hondas cuestiones.
Sabía
en su memoria ese perfume de gracia y de frescura, los hechizos que nacen al
llegar la primavera, si se oye el canto hermoso del cuclillo. Quedó impresa en
su mente aquella imagen del verde de los campos, de la roca caliza que levanta
sus castillos en cumbres que el granizo ha derrotado. Y el gusto por las sendas
y caminos en la niñez perdida regalaba sutiles experiencias, como el gusto
sabroso y agridulce del miruéndano –solía recogerlos entre briznas de hierba
que crecían a la vera de los caminos tristes de los valles, no lejos de las
costas de Verdicio.
Él
supo de los mitos ancestrales, presentes en la fe supersticiosa de viejos
labradores asturianos que hablaban de la cueva de la xana. Los celtas han
dejado tradiciones extrañas, muy distintas a los ritos cristianos que enseñaron
esos curas de siglos arrojados al olvido. Son esas criaturas animistas, nacidas
en los siglos de prehistoria, las épocas del hierro y de los castros, tal vez
cuando Carisio no era nadie. Los trasgos, los diablecos y malinos, pero también
los cuélebres osados mostraban los indicios conducentes para la solución de
estos misterios.
Los
musgos de las piedras de los ríos, las algas de las calas en la costa, los
montes de eucaliptos, los helechos, los fresnos inspiraban sus ideas. Los magos
del antaño sujetaban sus varas de avellano, los castaños miraban con envidia
cada tejo, los robles y carbayos del camino. Los truébanos pudieron ser
testigos, debajo de los hórreos, de esos días eternos del verano y del otoño de
lluvias que no cesan en mil horas. Las lluvias y el granizo de las cimas que
rascan las alturas los bendicen tal vez en la distancia, esa distancia de
campos y colinas siempre verdes.
2016 © José Ramón Muñiz Álvarez
Suscribirse a:
Entradas (Atom)