sábado, 23 de diciembre de 2023

Aves rapaces nocturnas


          Manuel es un romántico, un poeta, y el alma enajenada del poeta también ama las noches y sus horas. La noche tiene encantos misteriosos y afina nuestro oído, como suelen los búhos cada noche, en sus trabajos. Nos basta con susurros apagados: podemos percibir en el espíritu las voces de la noche que nos llaman. Manuel oye al miagón en el silencio, después de que los cárabos alegres lanzasen su amenaza desde el monte. Y el monte es una mancha verdinegra que muestra la silueta de eucaliptos serenos en la noche majestuosa. ¡Quién sabe lo que ocurre en el paraje, quién sabe lo que ocurre en cada párrafo callado de la noche en la espesura! Y el aire se hace denso por momentos, oyendo cada voz, cada quejido, perdido en los espacios de la sombra. Tal vez en sus mansiones se averigua la rara madrugada, entre las sombras, que dice los trabajos del labriego. Y todos los mochuelos son miagones y al cárabo lo laman el curuxo las gentes de esta tierra pueblerina.
 
 
          “Decid que las estrellas son hermosas,
          decid que lo es la luna que nos mira,
          decid que el alba clara por los valles”.
 
          Sus raros sentimientos hablan pronto del alba y de los valles, de la noche, de todas las estrellas y sus brillos:
 
         “ Decid que quiere el alba ese silencio
          que no quieren las fuentes que murmuran
          las cosas de la noche que no cesa.
          Decid que los mochuelos son los reyes
          del tiempo en que las nubes vaporosas
          discurren contemplando a los que duermen.
          Decid que la poesía brota alegre,
          sabiendo los misterios de la noche,
          gozando los misterios de la noche…”
 
          Los versos de Manuel son caprichosos -no dejan de mostrarse caprichosos los versos que imaginan los poetas-. Manuel, que es hombre bueno, se asincera, comprende que los versos que concibe no muestran ese mundo verdadero. Y hay algo mentiroso en la poesía, y hay algo que nos miente y nos engaña, pues eso es la poesía, pese a todo:
          -Los versos son engaño -ha de deciros, si un día lo paráis donde la tasca y habláis con él, tal vez tomando un vino.
          -Los versos son engaño -ha de deciros, si un día, caminando por los montes, lo halláis en el sendero más recóndito. Y es cierto que los versos son engaño, y en ello hallaréis siempre los secretos de aquello que contenga lo poético.
          Y tiene su momento la lechuza.
          Manuel sabe que es bella la lechuza, vestida con sus pardos y sus blancos, las alas azuladas por barriadas. Manuel lo dice siempre y lo repite:
          Y el ave de la noche, majestuosa, se lanza, sigilosa, en vuelo rápido, matando alguna rana, ante las charcas.
          “No puede ser que el cerco de la noche
          no muestre su belleza incomprendida
          ni al aire que acaricia el plenilunio.
          Y, en el caudal truchero, tras la pruva,
          que siempre fue frecuente en esta tierra,
          las raras humedades se reflejan:
          la hierba huele a hierba y el riachuelo
          nos dice la verdad con sus corrientes,
          cansadas del bostezo de la noche…”
 
          Manuel, que es un poeta, nos lo dice, lo dicen los arroyos y las truchas que saltan desde el fondo del arroyo, lo dicen los caudales y las lluvias, la pruva de la noche, cuando cesa, las densas humedades de la noche, las hierbas, el riachuelo y las corrientes, los mágicos bostezos de la noche, la ñuética y el cárabo en el monte…
 
          “Decid que cada fuente se confiesa,
          decid que cada claro corrobora
          las horas de silencio de la noche”.
 
          Manuel es un poeta y se repite, pues siempre los poetas se repiten, reinventan lo que dicen, si respiran:
 
         “ Decid que la alborada será bella,
          que el aire será bello con el alba,
          que el bosque dormirá al llegar la aurora.”
 
          Manuel es muy capaz de hacer que el mundo retome esa belleza que tenía, siguiendo atrás el tiempo varios siglos: los viejos caballeros, las cruzadas perdidas o ganadas por los príncipes, el mundo más bucólico y discreto… Manuel, malabarista de palabras, encuentra la poesía en esas cosas y el brillo de una estrella que no duerme. Y hay mundo, mucho mundo que se esconde detrás de las cortinas de la noche, de toda su belleza y su secreto. Soñad esas estrellas temblorosas, las nubes que las ven y los aullidos de pájaros que duermen por el día. Podéis mirar acaso en cada hueco del tronco de los robles y coníferas que llenan cada parte del concejo.
 
          Pero ahora es el momento del autillo.
 

 

          Manuel lo entendió pronto, y, al volverse, la luz de aquel crepúsculo lejano lo quiso convencer de lo innegable: la noche, con sus voces apagadas, sus cantos siempre lúgubres, en cambio, también nos muestra toda su belleza -pensad en las estrellas diminutas que tiemblan en la altura, en esas noches de nubes que declaran su osadía-. Y el claro de los bosques se confiesa, cantando sus hermosos catecismos, sus raros padrenuestros nocherniegos: la música que sabe darle fuerza tal vez a cada brisa que susurra nos puede hablar de paz y de tormento -la gente de la aldea, por ejemplo, sospecha que hay fantasmas en la noche, supone los fantasmas de la noche-. Soñad con esos tiempos ya perdidos de aquellos aldeanos inocentes que oían esos gritos con temores. Es fácil suponer que viene el lobo cuando la nieve cuaja en esos montes que llenan de belleza cada cima. Manuel lo suponía, y, caminando, reíase en el fondo de las épocas de fes confusas, tristes y atrasadas.

          Pero era ya el momento del crepúsculo, nacía en lo lejano aquel crepúsculo, sus luces alumbraban todo el valle. Los raros padrenuestros del arroyo cantaban la belleza del paisaje, lo mismo en un abril que en un diciembre. Y el sol moría triste, siempre débil, diciéndole a Manuel, en primavera, que el beso de la noche se acercaba. El beso de la noche se acercaba, ¡qué digo se acercaba!, se lanzaba sobre esos cielos vírgenes y bellos. Y en esos cielos vírgenes y bellos, mirábase la luz, ya malherida, buscando en el riachuelo su apariencia. De pronto, con las sombras todo ardía, cantando su silencio, en una pausa, capaz de helar el alma del valiente. Las voces de los pájaros cesaron, cesaron los susurros de la brisa y habló todo de muerte de momento. La noche convertía sus mansiones en un palacio falto de bondades, de calma amenazante y de temores. Manuel, que caminaba las veredas, amaba, sin embargo, aquella umbría de paz y de silencio, de deleites…

          Los oros, los dorados y los rojos hablaron con afán y ya la noche tendió su vieja capa sobre el mundo. Los grillos, con sus raras travesuras, retaban a las ranas de la charca y el aire acariciaba un nuevo junio. Los ecos del verano se hacen dulces, las noches no son frías y disfrutan, si, a veces, aceptamos su paseo. Manuel dijo que sí, tenía gana, y, andando por la zona, fue alejándose, dejando atrás la aldea silenciosa. Quizás unos ladridos despidieron al joven que seguía su camino, buscando las estrellas, tras las nubes. Buscando las estrellas, tras las nubes, soñaba muchas veces, caminante, por un paisaje oscuro y misterioso. Manuel, acostumbrado a la aventura, gozaba en los caminos solitarios, queriendo sorprender la martaleña, y el caso es que el raposo lo observaba, guardado en los bardiales de la zona, discreto siempre, siempre vigilante. Las voces de la noche, en todo caso, nos hacen suponer seres extraños quizás donde caminan los tritones.

          Manuel no tuvo miedo en esas noches calladas, de paseos prolongados, después de que el verano lo invitaba. Manuel era un amante de la brisa, quizás de aquella lluvia perezosa que viene refrescando tales noches. El campo rezumaba su belleza y el verde de los campos y los bosques, los viejos eucaliptos de la zona. Pensó en la gente vieja de la zona y en todos sus temores infundados -la gente no dejaba de tenerlos-. También se acordó entonces de su gente: había en su familia algún pariente que hablaba de costumbres ancestrales: “Quien oye los lamentos de las aves que vuelan por la noche no sospecha que escucha la amenaza de la muerte”.

          Y entonces se oyó el cárabo, a lo lejos. 

          El cárabo se esconde entre los robles, anida entre los robles y, entre robles, lamenta la tristeza de la tarde. El llanto de la tarde hace un crepúsculo de voces que se funden, y la noche sumerge el mundo todo en su silencio. De pronto, con la umbría, se le escucha: Manuel ama los cantos de las aves y siente esa llamada misteriosa. Los trenes de la zona se serenan oyendo, en la cochera, aquellas voces llegadas de entre bosques y espesuras. Lo sabe el eucalipto que, discreto, conoce esa llamada quejumbrosa que asusta al más pintado ante la luna. Y hoy es noche de luna, si la luna se asoma entre las nubes como suele, del modo en que en el palco alguna dama. Y el cárabo vocea en lo lejano, llamándonos al monte, convocándonos, amigo de la bruja y su aquelarre. Y el viento es aliado de sus voces y lleva a los paisajes los gemidos que alcanzan a Manuel en la vereda. Pensemos que la brisa del verano se quiere conciliar con esas noches que llegan ya más tarde, sin apuro.

          Manuel conoce al cárabo y sus voces, pues es observador y su paciencia lo lleva a conocer cada detalle. El cárabo es amigo de la muerte, según las malas lenguas de los pueblos: la gente le atribuye lo terrible. Pensad en los agüeros de otros días, temores de esas épocas pasadas que prenden en la gente más humilde. Manuel, en cambio, siente en esas voces un haz de poesía que despliega sus alas con el vuelo de la noche. El cárabo no es siempre lo funesto, ni el ave de la máscara nevada, cruzando cielos tristes, mortecinos. Manuel lo sabe bien y lo confiesa, pues halla en todo un halo sugerente que evoca lo romántico en la sombra. Sabed que sus paseos tienen mucho de versos y de prosas que se pierden, según el aire sigue su camino. Contad que su camino va perdiéndose, como sus pasos lentos, según corre la brisa volandera a su guarida. Y, en tanto, nuestro amigo sigue atento, dichoso como nadie, a cada canto que cruza los paisajes de la noche.

          Las noches de Manuel son aventura, si vamos contemplando su camino, distantes, para no ser sorprendidos. Manuel camina siempre, por la noche, por los lugares bellos que, entre sombras, proponen sinfonías diferentes: pensad en el arroyo y en la fuente, tal vez en el ladrido de los perros y el eco del silencio en lo lejano. Manuel, si bien se mira, es el poeta que canta a los arroyos y a las charcas, quizás a los meandros del riachuelo. La luna lo ve siempre en cada claro, manchando con el barro sus zapatos, las botas de otro tiempo, al fin ya viejas. Y siente cada brisa y, a su tiempo, conversa con la brisa y los helechos, que toman nueva vida en estos bosques. ¡Quién sabe escudriñar, si no es el genio febril y bandolero del muchacho, los raros alaridos de las aves! Son años ya que sigue su camino, buscando, vigilando, silencioso, capaz entre pinares y castaños. El monte se descubre entre las sombras y cada comadreja anda a lo suyo, como esas musarañas a deshora.

          Los árboles del bosque son distintos, debajo de la capa que se extiende por ese cielo de las madrugadas. Sus nombres, en la noche, se han mudado, y el árbol se abandona y desconoce, quizás, al caminante de la tarde. Manuel, que pone nombres a los árboles, no olvida lo que olvidan esos robles, los viejos eucaliptos, los castaños. Y sabe cada nombre, y les recuerda su nombre y apellidos a las ramas del árbol que se rinde ante la noche. Carballos hay que olvidan lo que fueron, unidos al bostezo de las horas que quieren descansar y no lo logran. Tal vez las aves tristes, en la noche, con vuelos sigilosos, los asustan, con salmos agoreros y macabros.

          Y el grito del mochuelo suena cerca.

            Manuel escucha al pájaro en la noche, sabiendo imaginarse su sigilo, su calma en la labor, si va de caza. Y, en tanto, cada fuente reza credos que siguen repitiendo letanías que no se acaban nunca, que no cesan. Y el mocho, en una rama insospechada, convoca a los espíritus o avisa de que este territorio es solo suyo. Manuel siente en el aire la pureza que llega tras las lluvias, y las lluvias nos dan como regalo un aire limpio: parece que las densas humedades reclaman la presencia del batracio, de viejas salamandras y tritones. Y el canto de la fuente, en cada fuente, dibuja la sospecha de unos ojos que brillan bajo el brillo de la luna. Manuel, que no lo ignora, cuando mira, se siente como un gato que, al acecho, también siente las voces del mochuelo. Y todos los mochuelos son miagones, según los llaman todos en Asturias, que es tierra de leyendas ancestrales. Manuel y la humedad se han hermanado, se juntan en un beso silencioso que quiere dar más alas a la noche.

          Manuel es un romántico que llora, Manuel es un romántico que siente, Manuel es un romántico que escribe: después de sus paseos por el monte, se va a su gabinete y elabora sus silvas y su extraño verso blanco. Y allí podéis hallar a los miagones, la voz de la lechuza y su alarido, que deja tembloroso al que lo escucha. Manuel compone versos inspirados, los versos inspirados de los locos que cantan a la noche y las estrellas.

          Quien oye los lamentos de las aves que vuelan por la noche no sospecha que escucha la amenaza de la muerte. Y es triste hablar de muerte, si el crepúsculo nos deja bajo el yugo silencioso que quiere el manto negro de la sombra. La muerte es mensajera de la umbría, tal vez una metáfora sin rumbo que amarga la conciencia de la gente.  Y canta la lechuza con su aviso, con toda su belleza y su elegancia, vestida con su blanco entre tinieblas. La ñuética la llaman y la niétoba las gentes lugareñas, si la sienten, jugando en los desvanes de la casa. Y es que anda en los tejados de la aldea, los altos campanarios de los templos, los bosques apartados y callados. Y el caso es que estas aves solitarias dominan el paisaje de la gente, que no las suele ver en donde habitan: las noches van brindándoles cobijo, les abren la mansión de sus cortinas, oscuras como el beso de la nada. No hay sol que las sorprenda con el alba, quizás son aliadas del crepúsculo y juegan con los brillos del crepúsculo.

          -Los pájaros que vuelan en la noche mantienen su belleza y su misterio.

           Las aguas del arroyo siguen claras, mirándose en la luna, siendo espejo del rayo de la luna, si la mira. La brisa de la noche despaciosa parece acompañar este paseo, diciendo la verdad de lo que piensa. Y, al tiempo, la lechuza que nos mira, siguiendo sigilosos el paseo del creador de versos nocherniegos. La hierba huele a hierba y el riachuelo nos dice la verdad con sus corrientes, cansadas del bostezo de la noche, cansadas del ocaso ya perdido, del alba que aproxima sus colores, soñando nuevas gotas de rocío. Y el caso es que la ñuética lo sabe, lo sabe la verdad de su mirada, capaz de escudriñar el bosque todo.

          ¿Lo veis? Es el autillo, cuyo vuelo, callado y silencioso, queda oculto, secreto como todo en estos bosques. Fijaos que su vuelo nos persigue, nos miran esos ojos como discos que se abren a la noche, sorprendidos. Digamos que es un ángel de la noche, que canta con las voces melodiosas igual en las buhardillas que en los parques. ¿Hablamos del autillo? Los autillos son aves que nos llevan a saberlos amigos de los versos del poeta. Decir que los autillos son frecuentes en las composiciones de los vates que siguen caminando, cada noche, será como decir que los arroyos parecen sacerdotes que proponen liturgias volanderas con susurros. Y hablamos del autillo, por supuesto, la magia de su voz, de su reclamo, perdido en los rincones más oscuros. Porque esa voz recóndita nos mira, nos sabe vigilar desde la noche, nos llena de misterio con la noche. Y somos como intrusos en su mundo callado, de sonidos perezosos que no quieren que nadie los advierta.

          Porque ahora es el momento del autillo, de toda la poesía que desprende, mimético, embustero y tornadizo. Y sé que es el momento del autillo después de que su canto nos invada, después de que sus voces nos invadan. Son notas musicales tan perfectas que llenan el paisaje con su música, capaz de hipnotizar al más pintado. Manuel ama los cantos del autillo, celebra la belleza de sus brillos, como esas humedades en la hierba. Sabed que la humedad se hace brillante no lejos del amor de una farola que mancha los parajes con sus luces. La suya es una luz anaranjada, rojiza en todo caso, y, entre sombras, reflejo entre las briznas de la pruva. También la pruva sabe del autillo y escucha su canción interminable, buscando amor aquí y donde se tercie. También la pruva canta la poesía del bosque silencioso y de los pájaros que cazan en la noche y se enamoran. También los arroyuelos se enamoran, los juncos de la charca, donde Condres, la paz del Regueral y Piedeloro…

          El bosque silencioso de la noche despierta ante los pasos invasores y ve Manuel la pruva reflejada: las charcas, los hierbajos y el asfalto reflejan esa luz de las farolas, los brillos de la luna tras las nubes. Y todo es la poesía que se cierne sobre un paisaje lleno de poesía que canta su poesía a raras horas. El aire engalanado de frescura recuerda un mayo hermoso que, reciente, voló hacia algún lugar, a alguna parte. Y hay parques, hay rincones y caminos que saben recibir las bendiciones del aire que recorre los espacios. El aire engalanado de frescura nos llama, con su “Dóminus vobiscum”, hacia los andurriales del misterio. Y el bosque de eucaliptos, cada roble, la voz de los carballos y el helecho, las voces del helecho, nos convocan, queriendo compartir esa belleza, vencida, malherida por las quejas del agua de la pruva y del arroyo, los lánguidos suspiros de las charcas, las voces de las charcas, sus querellas dejadas a la noche que discurre.

          Manuel, el caminante de estos pagos, no piensa ya en las horas ni el camino, febril hasta el nacer de la mañana. Manuel, que se entretiene en los detalles, quisiera ser amigo de los seres que pueblan esa noche que investiga. Y, al ser como un hurón entre mustélidos, pudiera ser también, si bien se mira, la voz del lobo triste entre los lobos. Y el caso es que no hay lobos en la zona: los lobos bajan solo en el invierno, después de que las nieves los desplazan. El lobo puebla siempre los cordales, se olvida de las costas y colinas que callan su presencia, si viniere. En todo caso, quedan los raposos, astutos como nadie y, al acecho, detrás de los follajes y las matas.

          Y no se oyen las voces del gran duque.

          Los búhos, cazadores de conejos, habitan otras zonas, y, entre peñas, construyen sus imperios en la roca. Sus rémiges conocen esas noches que sienten el aliento de la helada, que sueñan el aliento de la helada. La piedra de las cumbres rasca el cielo, lidiando con las nubes y sus bríos son jóvenes, valientes, como el hielo. Las nieves son frecuentes todavía, llegado el mes de mayo, y, para junio, parece que el verano queda lejos. También habitan llanos y colinas, y algunos pueblan bosques silenciosos, callados, misteriosos como el nuestro. El caso es que los búhos son posibles en pueblos de la costa, donde, en cambio, es siempre inverosímil su presencia. Y es siempre inverosímil su presencia no lejos de las olas, de la espuma, que llena también noches prolongadas. En cambio, ya cercanos al solsticio, la luz del alba llega más temprano, queriendo bendecir cada quebrada. Las playas, los arroyos, los meandros suponen a esas horas las ausencias de pájaros que huyeron no hace tanto.

          Digamos que el gran duque está escondido, si llega el alba clara a la montaña, quizás a las dehesas donde habita. Y no es ave cobarde, pese a todo, y hubiéramos de verlo si la zona brindase a estas criaturas buena caza. Lo cierto es que estos pájaros les ceden quizás estos lugares a otras aves que cumplen sus labores de rapiña. Los cárabos, acaso las lechuzas, los mochos, los autillos son audaces, capaces de mostrar ese dominio. Y el búho, con sus gestos altaneros, monarca del roquedo, se retira a zonas más propicias a su gusto. Su instinto montañero le procura poder atalayar el mundo todo, como un emperador ante sus reinos. Y bien dice Manuel que es fascinante la rara vestimenta de su cuerpo, sus pardos leonados y sus oros. El búho es tan hermoso como el monte, camufla sus colores en el monte, se pierde entre los árboles más densos. Por eso nos fascinan sus colores, sus plumas afiladas, la mirada callada, misteriosa y hechicera.

          Los bosques de Manuel son otros bosques, poblados por helechos, castañares, por roble y algún pino repartido. Las gentes plantan muchos eucaliptos, queriendo arrancar algo de una tierra que el árbol estropea lentamente. Las noches son hermosas y nos faltan los duques que se ven en esas cimas que quedan más allá de nuestras lomas. En ellos canta el cárabo su réquiem, nos llama a su aquelarre la lechuza, nos dicen lo que sueñan los curuxos. Y dicen lo que sueñan los curuxos al viejo en la buhardilla de la aldea, si sabe suponer lo que se acerca. ¡Son tantas las leyendas de esta gente que hablaba de vedorios y fantasmas en un mundo de magia y fantasía! Y acaso los poetas, con su lírica -Manuel es uno de ellos, cuando quiere, se saben divertir con estas cosas-. No en vano, yo conozco a algún amigo que sabe de los duendes misteriosos, eternos forajidos de Carreño. La Fuente de los Ángeles lo sabe, pues beben de sus aguas cada noche, temiendo que los miren los humanos.

          Manuel, que no ve duendes misteriosos, conoce, sin embargo, las costumbres de duendes diferentes en la noche: los viejos roedores de los campos, acaso la culebra, alguna víbora, las martas a deshora, los hurones… Manuel, que no ve duendes misteriosos, escucha, sin poder ver sus siluetas, las voces de las aves en el bosque. Y, en tanto que los viejos ven espíritus en esas voces bellas de la noche, el halla la poesía necesaria. Pudiera hasta emprender proyectos serios, ensayos sobre el canto de las aves, discursos sobre el canto de la noche. Y el canto de la noche es un discurso que deben conocer los que desean tener, tal vez, vivencias sugerentes.

          Sus voces, en la noche, son hermosas.

            También canta el Noval, pero sus voces, continuas y monótonas, confunden el brillo de la noche y las cortinas calladas de la noche, de esas horas que corren con apuro, entre los sueños, cantando pesadillas desde sendas rodeadas por un halo de tristeza, las voces melancólicas que quieren cantar a la belleza de la noche. Manuel también disfruta con la umbría, la luz artificial de las farolas  y el beso silencioso de la luna. La noche le sugiere muchos versos, mirando las estrellas, si conviene, gozando del “orbayu” de la zona. Y sabe disfrutar de los "orbayos", bañándose en extraños pensamientos -¿se puede bañar uno en pensamientos?-. Y quedan muchas horas para el alba, se escapan, pero queda mucho tiempo, y el tiempo nos invita a hacer camino. Y, siendo tantas horas para el alba, tampoco es importante que el cansancio nos haga sentir sueño, si no es hora: la luz escasa dice lo que siente, lo indican las llamadas de los bosques, los últimos ladridos de los perros:


          “Los últimos ladridos de los perros,

           las voces de las aves de la noche,

          la densa oscuridad de los mochuelos

          y el valle dominado por la sombra,

          sus horas dominadas por la sombra,

          su aliento dominado por la sombra,

          sabiendo que el Noval descansa triste,

          cantando que el Noval discurre triste,

          queriendo confesarnos su tristeza…”

 

          Los versos de Manuel son cosa extraña, sus noches, sus paseos, su culto a las leyendas del antaño. Hay algo sugerente en cada escrito que guarda en el cajón de la derecha, después de los paseos, cuando escribe. Parece que el camino hace dictados con todos los poetas, los inspira, los llena de paciencia con su brisa. Y el verso, la palabra, los acentos no quieren resistirse, si es que el mundo se inspira en esa brisa y ese “orbayu”. De pronto, tras la tarde calurosa -pongamos que el verano se apresura-, la lluvia despaciada nos relaja. De golpe, nos relajan los ambientes callados de la noche, cuyas horas nos hacen meditar en la poesía.

 

          “Los últimos ladridos de los perros,

          las voces del mochuelo y el autillo,

          en medio de estas negras soledades,

          cantándole al amor en primavera,

          jugando a festejar, con su reclamo,

          las lluvias de la vida, que acontecen

          sobre estos rostros puros, amigables

          al mundo de la sombra y de la noche

          que asoma a las mansiones de los cárabos.

 

          Los últimos ladridos de los perros,

          la brisa que se antoja perezosa,

          en medio de la nada, al caminante,

          y el eco de los viejos caminantes,

          eternos peregrinos de la noche,

          amigos de la noche, sin descanso,

          que escuchan esa voz del arroyuelo,

          que sienten esa voz del arroyuelo,

          que viven esa voz del arroyuelo…”

 

          Manuel se baña siempre en pensamientos que tienen algo lírico y extraño, tan raro como el viento de la noche. Manuel escucha siempre los relatos má raros que se cuentan en la aldea, tan raros como el aire del sendero. Manuel habla de brujas y no cree, sabiendo que sus voces nos acechan, tan raro como el miedo que nos ronda…

          Y no se intuye el beso de la luna, cuando Manuel, ya en casa, sin apuro, escribe la poesía en su cuaderno: “Parece que la noche se ha obcecado”, nos dice con su gracia inteligente y haciendo buen alarde del estilo. ¿Parece que la noche se ha obcecado? Lo dice por las aves de la noche, lo dice por las sombras de la noche. Y es cierto que la noche se ha obcecado: se obcecan los arroyos, los caminos, las voces del paisaje que no entienden. Y, acaso al obcecarse con la noche, Manuel escribe versos y relaja la mucha fantasía que lo llena. La noche se ha obcecado y, con el alba, podremos escuchar lo razonable, si amanece con cantos diferentes la mañana.

          El canto de los gallos rompe al alba.


José Ramón Muñiz


2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

jueves, 7 de abril de 2022

“LOS FAROS SILENCIOSOS DEL CANTÁBRICO”



Para Maripi Muñiz Muñiz.


Y el sueño de la bruma se hizo beso, flotando en la neblina del Cantábrico, cubriéndonos a todos con sus sábanas. Y vimos que, alejándose en el agua, partía hacia otros reinos, otras tierras, dormidas entre voces melancólicas. Y, entonces, la supimos en el aire, callada con el aire de la tarde, que duerme su silencio misterioso.

Y nadie pensó en guerras ni en batallas, después de aquella lucha con la sombra que cobra los imperios de la noche. Pero ella nos habló desde el crepúsculo, sabiendo pronunciar la despedida que se hace más amarga, cuando llueve. Y es cierto que es amarga, cuando llueve, la voz que se despide como un barco que busca ser abrazo con el cielo.

Tal vez el horizonte nos recuerde que queda siempre un soplo en la memoria, que siempre se hacen verso los recuerdos. Después de todo, el alma, si es que existe, no debe ser distinta de esa brisa que besa nuestros rostros en verano. Y al recordar el nombre de la brisa, la hallamos en orbayos diferentes, en pruvas insistentes que no cesan.

Y es cierto que nos habla de las playas, del mar, de las espumas, de los mares su voz desde el recuerdo, como entonces: nos habla de los viejos precipicios; de raras aventuras, cuando niña; de bígaros callados, de corales, de arenas y guijarros en la cala que sabe los secretos de los faros que enuncian su rumor en plena noche.

Y, ahora, en los rumores de la noche, querremos, solitarios, su palabra, la voz de aquellas tardes que se fueron. De pronto, es soledad lo que nos queda y el aire triste y frío del invierno que apunta, siendo marzo, a su silencio. Y siento los murmullos de las olas, que saben repetirse, que conocen el nombre de su espíritu, ya libre.

Pues ella es una concha entre la arena menuda y es la roca del pedrero que siente las batidas de la espuma. La puedes sospechar en cada nube, y el grueso de la nube la contiene, si tiene por mansión mil nubaradas. No ignores que los días de galerna podrá ser en el viento un sueño tuyo que sigue vigilándote, de nuevo.

¡Pero ella era muy joven, sin embargo! Y huyó como las luces de un ocaso, movido por la prisa del momento: de pronto, un sol cobarde se retira, se va a sus aposentos en la nada, se duerme al otro lado del Atlántico… Nosotros vemos ese mar callado que quiere abrir sus brazos a la noche que llega silenciosa, entre las nubes.

Y, ya encendido el faro, la tristeza, la voz de la tristeza, nos avisa de los senderos tristes de la noche. El faro, en San Antonio, que comulga con otros, profiriendo su discurso de luces en los mares de la sombra. Su llama repentina, que no es llama, que sabe dialogar con otras luces lejanas en la noche de los cabos.

De modo que los años van corriendo y el pueblo se transforma lentamente, perdiendo aquel embrujo de otros días. La tienda está cerrada y esa tienda la pudo ver entonces, cuando niña, feliz, despreocupada, era dichosa. No importa la pobreza de esos tiempos, oscuros y más fríos que el presente -las lluvias eran más y las heladas.

Y empiezo a sospechar que todo vuela, y el Nodo no es el mismo del entonces, ni lo es la Baragaña de estos días. No lo es el puerto ya y, entre el recuerdo, las piedras que se ven entre la arena nos hablan de un pasado miserable: los viejos boniteros ya no existen, no existen ya las redes del antaño, las viejas que cosían esas redes…

Y siento que la voz de la memoria nos sabe condenar y nos advierte del tiempo que se escapa entre los dedos. Y siento el aire triste del entonces, como ella lo sintió, volando lejos, perdiéndose en la bruma de la noche. Perdiéndose en la bruma de la noche, sabrás sentir que, como el viejo faro, se pierde y se confunde con el aire.

Parece que se van aquellos tiempos.


Soneto I


La espada alzó el coraje con su aliento,

luchando por el aire, al querer vida,

poniendo fuerza y fe, en cada batida,

atenta a la esperanza de su intento.

El aire se hizo duro y quiso el viento

mostrarse con dureza, si, vencida,

la antorcha derrotó donde, encendida,

la respetó el granizo más violento:

el verso de la helada, en su coraje,

soñando en el palacio de la nada,

le trajo al fin el beso de la muerte.

Su beso vino con la cuchillada

del aire que, callado en el paisaje,

le trajo, con su filo, aquella suerte.


Soneto II


Las playas de Carreño y los pedreros

mantienen su presencia en bajamares,

mostrándola marina en los altares

de cantiles recios y altaneros.

Lleváronla consigo los arqueros

a navegar muy lejos, a otros mares,

a cielos muy recónditos, lugares

donde soñar con viejos boniteros.

Y el hielo de la tarde trazó el beso

callado de la muerte en cada playa

serena del Cantábrico rendido.

La voz de la marea en su regreso

nos habla y se repite, cuando calla,
sabiéndola en su sueño dolorido.


Soneto III


La brizna de cristal era escarchada,

la luz del sol cuajaba al alba fría,

la llama en que la herida se encendía,

después de ser reflejo de la nada.

El verso del capricho de la helada

también supo callar cuando nacía

la luz de un marzo débil que corría,

jurado darle fin a la invernada.

Y vino abril alegre con su cielo,

llenando los tapices de este mundo

de aromas que llenaron el paisaje.

Y, viendo deshacerse tanto hielo,

su falta recordó el dolor profundo,

después de haber luchado con coraje.


Soneto IV


De pronto, al ver las nubes peregrinas

que alcanzan en la altura a ser viajeras,

recuerdo las lejanas primaveras,

las lluvias en la tierra repentinas.

Las aguas del arroyo cristalinas

cantaban su alegría y, volanderas,

jugaban en el aire las primeras

piruetas de las prontas golondrinas.

Y en esas nubaradas tan lejanas

supuse aquella aurora venturosa,

que trajo a las quebradas los colores.

Y supe allí, entre llamas soberanas,

tu espíritu feliz, cuando, gozosa,

dejaste atrás el mal y los dolores.


Soneto V


No puede tu recuerdo, entre la espuma,

fundirse en el silencio de la nada,

sabiendo que, tras esa nubarada,

tu voz es como el alma que rezuma.

Te siento muchas veces en la bruma,

callada y silenciosa, destronada,

sabiendo de las cumbres la nevada

que muere en el deshielo al que se suma.

También tu fuiste al sueño silencioso,

dejando el feudo extraño de los mares,

las playas que te oyeron otras veces.

El vuelo de la brisa presuroso

te extraña en esas playas y lugares

que entrañan el aliento en que te meces.


No lejos de los cantiles


No lejos de los cantiles

escucho la voz del agua

que se repite de nuevo,

llamando a la brisa clara.

Y, mientras llama a la brisa,

mientras a la brisa llama,

llama también a las nubes

que en los cielos se derraman.

Y a los viejos boniteros

que, ya con la madrugada,

se perdían a lo lejos,

testigos de la alborada.

Y, por pronunciar un nombre,

viendo despuntar el alba,

tu nombre pronuncia triste

la voz de la mar salada.

Y me dicta versos nuevos

que forman viejas palabras

que saben llorar la ausencia,

cuando se nota que faltas.

Cuando falta el alma tuya,

cuando el espíritu escala

el aire, por ser el aire,

buscando mansiones altas.

Y así dejas cada cabo,

y las playas y las calas,

y las fuentes de tu tierra,

y el rumor dulce del agua.

Y me dictan versos nuevos

con tan antiguas palabras,

que parece que las dices

por su boca desgastada.

Que no hay voz más insistente

que la de las lluvias mágicas

que irrumpen en el crepúsculo,

apagando así su llama.

Pero eres tú la que parte,

la que el rumbo sigue y vaga

en un vuelo que se pierde

por encima de las playas.


Soñando libertades imposibles.


Te sigo sospechando

por los paisajes bellos

que tienen nuestras costas,

amiga de la tarde, como siempre;

dichosa con la tarde, como siempre,

si quieres, con la tarde

perderte en lo lejano,

fundirte en lo lejano con los faros,

soñando libertades imposibles.

Y sigo suponiendo

la voz de la poesía

donde antes pronunciabas

relatos de los barcos, como entonces;

palabras sobre lanchas, como entonces,

si quieres ser la tarde,

volar como la tarde,

perderte en lo lejano con los faros,

soñando libertades imposibles.

Y sigo replicando

a todos los pedreros

que mienten cuando dicen

que ya no los visitas, como siempre;

que ya no los frecuentas, como entonces,

si, alzando el alto vuelo,

te vas con la gaviota,

dejándote a la noche de los faros,

soñando libertades imposibles.

Y, libre de la herida

y de las puñaladas

que hienden esos males,

te miro volar alto, como siempre;

te siento volar lejos, como entonces,

mirando hacia el ocaso,

sabiendo en el ocaso

las luces de los faros en la noche

que sueñan libertades imposibles.

Y no he de despedirme,

me quedo con tu risa

y el eco de un relato

de aquellos días fríos, como siempre;

de aquellas tardes frías de domingo,

cantando los romances,

hablando del pasado,

sabiendo sospechar, con cada faro,

que existen libertades imposibles...


2022 © José Ramón Muñiz Álvarez


"Hablar de la invernada que nos llena"

 


Poemas para María del Carmen Álvarez Menéndez


Soneto I


Mereces más que nadie el cielo puro

que vio volar ayer la nubarada

que pudo arrebatarte con la helada,

después de amanecer el cielo oscuro.

Mi espíritu te llama y me apresuro

a describir tu falta, entre la nada,

sabiéndola en el alma derramada

que sabe responder a tanto apuro.

Nos dejas y te partes a ese cielo

que queda tan distante y tan cercano

del mundo, del momento, del instante.

Y sabes que es razón del desconsuelo

la rara nubarada en que, temprano,

te busca siempre el ánimo constante.


Soneto II


Dejé que la alazana, en sus cabriolas,

mirándose en las aguas, raro espejo,

quisiera complacerse en el reflejo

del cielo que se sabe entre las olas.

De pronto, las calladas caracolas

sabían de la aurora y su consejo,

y yo te vi en el alba, en oro viejo,

bandera de es llama que enarbolas.

Y fue como la infancia, siendo niño,

llorar esa tragedia de la ausencia

que huérfano me deja de tus besos.

Me quedo esterrado del cariño

que tuve donde, estando tu presencia,

mis llantos a una madre quedan presos.


Soneto III


La imagen de los brillos de la helada,

heridos como el rayo en que nacía,

lloró, entre luces breves, ese día

que encuentra la derrota en la invernada.

Enero, puesto a hablar, no dijo nada,

mas sí se pronunció la brisa fría,

corriendo los espacios que solía,

rozando la hojarasca destronada.

Y, entonces, escapando a las alturas,

el sol, en su bostezo, fue diadema

del campo, las colinas y cordales.

De pronto, fuiste el sol en que se quema

la nieve, cuando rinde sus blancuras

al alba que deshace sus cristales.


"La invernada que nos llena"


Partiste hacia otro reino

y el oro derrotado

que llora malherido,

nos dice la verdad en su crepúsculo:

el alba te arrancó, te llevó lejos,

te dio nuevos lugares

en las alturas claras,

en los paisajes tristes que la nieve

pobló con la invernada que nos llena.

¡Maldigo la invernada que nos llena!

El mundo melancólico

pronuncia la penuria

del hérfano sin alma,

sabiéndose perdido en estos pagos,

dejado como un perro que quisiera,

faldero, ese regreso

que lleva a tu regazo,

que quiere regalarnos el regazo

paciente de la madre que se pierde,

que vuela los espacios con la brisa.

Y quiero tu recuerdo,

me amarro a tu recuerdo,

como una vela al palo

que vio perderse lejos el navío,

diciéndole al serviola del entonces

que ya no queda nada,

que todo se ha angostado.

¡Maldigo la invernada que nos llena!

¿Maldigo los eneros traicioneros

que arrancan de tus ojos tantas lágrimas!


2022 (c) José Ramón Muñiz Álvarez

sábado, 26 de marzo de 2022

Mezclando al alba la muerte

 

 José Ramón Muñiz Álvarez

MEZCLANDO AL ALBA LA MUERTE”

(poesía)


Poemas para Carmen Álvarez

Menéndez


Y VENGO A RECORDARTE EN LOS CAMINOS”


Te fuiste, sin saberlo, de mi lado, corriendo unos caminos diferentes: el alba pronunciaba la partida, robaba la mañana tus secretos, tu espíritu partía al aire libre. Y vengo a recordarte en los caminos que juegan a enseñarme sus imágenes: las lanchas amarradas en el puerto, las olas moribundas en las playas, el beso del salitre en cada brisa.

Y sabes que me duele este discurso de versos que se siguen con tristeza: no entiendo si son prosa o si son verso, no sé si me maldicen o me engañan, ignoro si me hieren o consuelan. Y, lleno de añoranza, me resigno, y escribo estos sonetos apagados: les falta la belleza de lo alegre, les duele la ocasión de tu partida, se saben, como siempre, melancólicos.

Hoy quiero desahogarme de estas penas, que sane el pecho ya de su penuria: no importa si las rimas obedecen, no temo que haya en ellos desarreglos, tampoco si no tienen virtuosismo. Pretendo, en todo caso, que el recuerdo te lleve, donde estés, algo que es mío: conoces mi pasión por la poesía, tú misma me enseñaste a valorarla, tú misma eres poesía ante mis ojos.


SONETO I


El brillo que contempla en la mañana

la llama que se enciende en su locura

el alba acarició, con ser tan pura,

si quiso ser del cielo soberana.

La luz hirió de pronto la ventana

y el rayo se hizo paso, pues, oscura,

la noche desgarró con la figura

dichosa de la llama más temprana.

Y entonces fue la noche despedida,

y, huyendo por los valles del olvido,

sentí tu voz camino de la nada:

borró su brillo el aire ya vencido,

sin eco de un relámpago de vida

en medio del dolor de aquella helada.


SONETO II


La escarcha se hace escarcha sobre el hielo

que alcanza el llanto triste y desolado,

capricho de un enero en que, cuajado,

refleja los colores de otro cielo.

Y, entonces, porque somos desconsuelo,

el agua del estanque, al fin cansado,

el ánimo de un verso halló, apagado,

recuerdo del mirar en raudo vuelo.

Tus besos quedarán donde la helada

marchita, en su belleza y su osadía,

refleja el cielo gris y ceniciento.

Y, viendo que se va la madrugada,

serás, al encenderse el nuevo día,

un árbol abatido por el viento.


SONETO III


El alba que alcanzó, con su pereza,

mansiones que, en el cielo de la nada,

pusieron el color de la invernada,

cuajó como el silencio en su dureza.

La luz del sol brilló con la belleza

que pudo descubrir, donde la helada,

la herencia de la triste madrugada

que quiso escarcha sobre la maleza.

La luz jugó con ánimo travieso,

dichosa, caprichosa, a su albedrío,

la muerte, raro rayo que se agota.

Y vino la mañana con su beso,

manchada por el hielo, por el frío,

herida, desgarrada en la derrota.



BUSCA EN LA ALTURA DEL CIELO”


Busca en la altura del cielo

un palacio en que, gozoso,

ese sueño silencioso

vista su voz de consuelo.

Alza a la altura tu vuelo

y corona, donde vive,

esa llama en la que escribe

la razón de tu descanso,

porque acaso un cielo manso

es mansión que te recibe.

Y, pues llegas a la altura,

mira los montes nevados,

mira los cauces cansados

del camino que murmura.

Y donde ves que se apura

la alegría del torrente,

ve reflejado en la fuente

el color de la alborada

que te llevó, con la helada,

dejando tu voz ausente.

Que, llegada ya a los espacios,

recibida en sus castillos,

serás dueña de los brillos

donde lucen sus palacios.

Y, alma de claros topacios,

verso que eleva su pluma,

podré soñar en la espuma

esa voz que te encendía

con la mayor alegría,

cuando levante la bruma.

Que, con llanto en la mirada,

porque es lo justo llorar,

quiero acaso recordar

tu rostro en esa alborada.

Y, si corre derramada

por un cielo inmerecido,

siento el mal y el sinsentido,

la razón de tu partida,

porque, en tu sueño, dormida,

yo despierto dolorido.

Y no quiero que despierte

de su sueño y su belleza

al dolor de la tristeza

cuanto te arranca la muerte.

Ahora que partes, advierte

esos tesoros que dejas,

puesto que sabes, sin quejas,

partir con melancolía

donde está la luz del día

me hace ver cómo te alejas.

Y, ya que vuela un suspiro

que en el aire te persigue,

tú ya no pares, prosigue,

si, desolado, deliro.

Porque la escarcha en que miro

tu rostro, la helada fuerte

hizo embrujo en que convierte

la razón de su reflejo,

a costa de hacer espejo,

mezclando al alba la muerte.


Y QUIERO RECORDARLA COMO ENTONCES”


Y quiero recordarla como entonces, en días de una infancia más profunda, dejada atrás, perdida para siempre. Y miro donde aquellas nubaradas que corren los paisajes con sus grises y trazan sus dibujos melancólicos. Detrás de la ventana están los montes con ese verde denso que no pierden, vecino de los mares más azules.

Las horas de niñez corrieron raudas, burlándose con gestos bufonescos en tardes de domingos aburridos. Los viernes son mejores que los sábados, con la promesa alegre del descanso, si acaban ya las clases semanales. Jugar en la esplanada, correr libre, bajar la escalinata de la iglesia pudieron consolar aquellos tedios.

Son muchos los recuerdos de la infancia, los tiempos que se van hacia la nada, que acaban por ser sombra en el recuerdo. Y el mío es un recuerdo que se pierde, tal vez, en los momentos más lejanos, después de tantos años de camino. Pues quiere el peregrino de la vida volver la vista atrás y hallar el trazo que dejan nuestros pasos en la senda.

Y, entonces, al hacerlo, la añoranza me llena el pecho todo y se condensa, quizás como una lágrima que escapa. Y todo son recuerdos del cariño sentido por mi madre y mis abuelas en tiempos de niñez, hoy ya lejanos. Las canas van poblándonos sin prisa, nos llenan las arrugas sin saberlo, y un día comprendemos el suceso.

Y todo ese pasado y sus vivencias nos hacen melancólicos, a veces, nos rinden, nos entregan al recuerdo. Y es fácil recordar en los lugares los tiempos de gomeros, tirachinas, batallas sinsentido de rapaces… Aquella libertad se fue perdiendo, voló como las llamas de un ocaso, quién sabe a qué lugar y en qué regiones.

Y saben los paisajes expresarse, decirnos la verdad de lo que fueron los bosques de eucalipto y las ardillas. Aquellos fueron tiempos de milanos, de ferres y de pájaros oscuros que corren los rincones del espacio. Aquellas fueron tardes de colinas, de tiempo en bicicleta o de pupitres, de playas, de salitres y pedreros.


2020 © José Ramón Muñiz Álvarez