lunes, 10 de abril de 2017

El libro de los fresnos (II)

libro de los fresnos

               El libro de los fresnos
Es un cuaderno mágico y secreto
Que nace en lo profundo del espíritu.
              Sus hojas son poesía
Que llora las ausencias de la amada
O el beso repentino del crepúsculo.
             A veces dulces lágrimas
Se escapan de los párpados cansados
Del triste corazón que en él escribe.
              Así los manantiales
Podrán saciar la sed del caminante
Que pierde el tiempo oyendo sus palabras.

Soneto XIX


              Pudiste ser antorcha y ser nevada,
Palabra sin verdad, mar inconstante,
Ocaso bello, brújula inquietante,
Por ser una certera puñalada.
              Infierno y cielo, negra la mirada,
Espejo de color, oro brillante,
Bastión terrible, fuiste, en un instante,
Prisiones de la noche más cerrada.
             La fiera vive en ti, garras de acero,
Ataque del leopardo, fortaleza,
Espíritu del aire traicionero.
              Mezclaste amor y fuego a tu belleza,
Ballesta tu mirada, que el arquero
Dispara con valor y con destreza.

Soneto XX


              Los cauces desbordaron de tu frente
En su galope rápido, aquel día,
Las yeguas que bordaron la alegría
Del rizo alborotado al sol ardiente.
             Arroyos de cristal, clara corriente,
Cayendo por los riscos, pura y fría,
Espuma fue en su rostro y luz del día,
El agua de aquel mágico torrente.
             El sol nació, pintor de su blancura,
Autor del lienzo claro de tu risa,
Su gracia y su color, clara pintura.
              Las crines despeinó al nacer la brisa
Y, rápida en tu frente, el agua pura,
La luz del sol tu luna hizo precisa.

Soneto XXI


              El buque de los mares de tus ojos
Cruzó el espacio inmenso, las arenas,
Las rocas, las escarchas, las cadenas
Que unieron cielo y tierra a sus antojos.
              Buscándome, buscando mis despojos,
Mis llantos, mis dolores y mis penas,
Echaron sus raíces en las venas
Para apagar su sed y sus enojos.
              Y hallóme enfermo y triste en este lecho
De amarga soledad donde moría
Envuelto en las penurias del despecho,
              Vencido por la sombra, siempre fría,
Que hiende sus venablos sin provecho
Y hiere con su cruel melancolía.

Soneto XXII


              Dejad que vaya al aire la inocencia
Si al aire pertenece, que su aliento,
Su voz febril, manchada por el viento
No mancha con su blanca transparencia.
              Que vuele la verdad si la prudencia
No quiere consentirla, pues, atento,
El aire, siempre limpio, está contento
De darle más amor con más paciencia.
             Más pura lucirá si va en sus alas
La luz que aquí las sombras no quisieron,
Y vestirá su luz mayores galas.
              Dejad que vuelva donde la nacieron,
Que vuele a sus espacios, a sus salas,
Y luzca los vestidos que le hicieron.

Soneto XXIII


              Hacienda donde el sol duerme su sueño
Es tu pupila, azul, pero brillante,
Lucero que se asoma en un instante
En un reino de sombra del que es dueño.
              Un rayo que cruzó, gorrión pequeño,
El aire de la noche, estrella errante,
Palabra de cristal, voz semejante,
Alegre y marinera, se hizo empeño.
              Palacios en los pórfidos oscuros,
Granitos bellos, siglos de belleza
Que el aire embruja siempre con su hechizo,
             Tus ojos no son claros, pero, puros,
Alegres brillan, muestran la tristeza
Del ruiseñor que escapa del granizo.

Soneto XXIV


              La espuma hirió en el mar aquel vencejo
De luces y de sombras, cuando el día,
Pincel azul, rasgó la brisa fría
Como una flecha cae, venablo viejo.
              El alba vio cuando alcanzó el reflejo
Que, alegre, en lo lejano se encendía,
Corales, sierras, montes de alegría
Que el cielo hizo más bellos en su espejo.
              El oro tuvo gracia soberana
Al ser corona bella de la frente
Que vino a hacer más clara la mañana.
              La espuma, el alba, el oro vio la fuente,
El mar la sierra, donde la alazana
La luz vertió en el agua transparente.

Soneto XXV


              Diadema de la aurora en el momento
Que rompe en luz el sol, rara cascada,
Su fuego y su color, que, iluminada,
Incendio es de pasión, puro contento,
              No pudo ser más dulce que tu aliento
El aire que corrió con la alborada,
Ni pudo ser más blanca alborotada,
Que quiso iluminar el firmamento.
              Tus voces, tus palabras, la impaciencia
Un mar de caracolas enseñaron,
Callado tu mirar, pura inocencia.
              Tus ojos, tus miradas, la vehemencia
En ellos las estrellas condenaron,
Envidia sombras de la ausencia.

2006 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El libro de los fresnos"
Todos los derechos reservados.

El Sueve




El Sueve es un lugar afortunado, las sierras asturianas lo contemplan, las nieves en las cimas, cada nube que vuela el cielo y busca nuevos mares. Los viejos asturcones corren libres, dejando al aire crines esparcidas, al tiempo que recorren los lugares, huyendo de los lobos en invierno. Y el mar muestra a lo lejos su horizonte, los verdes y el azul que llena todo, las playas y cantiles majestuosos que caen con prisa desde las alturas. Asturias sube alegre cada cuesta por valles y laderas, alcanzando las magnas cordilleras que noviembre verá cubiertas ya, con el otoño.


2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

viernes, 7 de abril de 2017

"LAS HIEDRAS EN LOS MUROS DE UNA TORRE" O "ESTAMPAS DE UNA TORRE EN DECADENCIA"



Los frutos de los árboles, maduros, quedaron por los suelos, esparcidos, y, helada, la caricia del otoño, llenó la brisa fresca con sus lluvias, en tanto que el camino de la fuente, vencido por las aguas abundantes, quedó en un barrizal impracticable para las gentes que iban a por agua. La brisa dulce y suave del verano, tan fresca y halagüeña, con la aurora, cedió al aire violento que, indignado, mostraba su rencor por cada calle, quebrando los tendales de las casas, rompiendo los paraguas de la gente, si acaso, con la lluvia, los vecinos tenían que salir con tiempo malo. Algunas, fueron tardes de delirio, sintiendo las familias, en sus cuartos, en la cocina acaso, aquellos truenos, la fuerza del granizo, la dureza del golpe de las olas en las rocas, no lejos de las playas aterradas por esa furia llena de coraje que elevan, cuando quieren, las espumas.


No es tiempo de que salgan los pesqueros, si vienen ya los meses de galerna, y el golpe de las olas arremete, ni es tiempo de salir por las callejas y hablar con los vecinos que regresan por las estrechas cuestas de la villa, sabiendo que en los próximos villorrios muy pronto iniciarán otra cosecha. Atrás queda el verano con su calma, con su mesura dulce, con sus besos, sus horas de calor y sus fatigas, a veces aliviadas con un baño, con un suspiro leve de la brisa, rozando las camisas y las blusas de gentes que se vienen de las fábricas o suben a la ermita, allá en el monte.


En cambio, sí es momento de reposo, de espera, mientras llueve y los cristales nos cantan la balada juguetona del agua en la ventana, del azote del viento encabritado contra nadie, gruñón, como lo es siempre, al repetirnos las viejas regañinas que acostumbra, de la que danza libre en el espacio. Pero es posible siempre una escapada de las mansiones tristes del mal tiempo, cuando el otoño quiere (si es que quiere) dejar, como un respiro, tardes buenas; y el sábado habrá sol, ese sol bajo tan típico, vencido ya setiembre, que muestra en cada brillo la tristeza que llama, melancólico, al estío.


Y, en esas tardes llenas de belleza, qué bello es sorprenderse por los prados, mirando el color pardo de las hojas, a punto de soltarse de las ramas, los densos amarillos en las copas de los castaños, siempre generosos, que esconden su tesoro todavía, para cuando noviembre se avecine. Y cierto es que, en otoño, son más bellas las densas arboledas del paisaje, que pronto perderán sus hojarascas, mas quieren invitarnos con sus frutos, promesa codiciada por los viejos, y acaso por los niños, cuando, un viernes, llegada ya la tarde, no hay colegio, y entonces van por higos y castañas. También hay otros ocios que practican los chicos en los fines de semana, como perderse, alegres en las rocas que están bajo el cantil y buscar bígaros de formas caprichosas en las piedras de calas tan recónditas que solo podréis allí llegar por los caminos y sendas que os ofrezcan mayor riesgo.


No importa que el otoño haya arrancado los cantos de las aves, de mañana, rompiendo, con sus voces, la penumbra que juega con las últimas estrellas, porque hay belleza aquí, donde las nubes recorren las alturas de los cielos, amenazantes siempre, caprichosas, dispuestas a arrojar otra tormenta. Y el pueblo sigue siendo tan hermoso como en la primavera, cuando encienden los campos su hermosura y los pesqueros se admiran con frecuencia en lo lejano, manchando el mar azul con sus colores, tan raros como vivos, tan lucientes como el color del alba cuando llega con un destello dulce en la mirada. Ha vuelto ya el momento de dejarse por fin al ejercicio de las piernas, de recorrer los campos y los montes, de divisar el sol en lo lejano desde que el alba arranca, y ser dichoso corriendo los caminos del concejo, las sendas, los caminos, los cantiles, llevando, en previsión, el chubasquero.


Tal vez en otro tiempo era más dado que hoy día a esas temibles caminatas, que no es capricho mío ser prudente, sabiendo que los años van corriendo, que pesan en las piernas y en el pecho, por lo que es bueno hacerse el humildito, sin demostrar valor en demasía, buscando, de momento, rutas cortas. De modo que, sacando del recuerdo de las que ya hice antaño, se me ocurre volver a repetir ese trayecto, que muestra el mar en toda su hermosura, llegados por la vera del paseo, que arranca, desde el pueblo hacia Coyanca, para perderse luego entre los prados y ver crecer los raros eucaliptos.


No son pocas las cuestas del paisaje, por lo que toda calma es conveniente, merced a las durezas de las muchas pendientes inclinadas que se encuentran, mientras, al caminar, se lleva un ritmo que no hay que abandonar, pues toda marcha nos pide un ejercicio mesurado, mas nunca interminable al peregrino. Me fueron conocidos, ya en la infancia, lugares tan recónditos que, a veces, parece uno perderse por los cuentos, leyendas y patrañas que las viejas contaban, junto al fuego, en otros siglos, hablando de las brujas de los pueblos, de sus hechizos raros y su magia, capaz de hacer que vuelen por los aires. Entonces iba yo con los amigos a recoger castañas, cada viernes, por más que son tempranos los ocasos, si va mediado el tiempo del otoño, y es justo recogerse pronto entonces, que así lo quieren esas buenas madres al darles a sus hijos las meriendas envueltas en papeles de cocina.


En cambio, la batalla es ya distinta, siguiendo, a mi capricho, esos instintos que llevan a los cuentos y leyendas que cuentan las ancianas pueblerinas con ojos más escépticos y sabios, quién sabe si, tal vez, menos románticos, cuando, parando a alguno, en pleno campo, me gusta conversar unos instantes. Un sábado cualquiera es buen momento para partir en busca de aventuras, oyendo el curso casi alborotado de fuentes y arroyuelos del camino. A veces son regueros, solamente, mas la costumbre quiere hacerlos ríos según cuentan las gentes de los pueblos que aguardan nuevas lluvias este otoño.


Cabalgará de nuevo el conde Olinos, y lo verá la mora que, en la fuente, callada, espera al bueno de don Bueso, que ignora que es la hermana que robaron los moros para Pascua, en primavera, si espera a su marido Catalina sentada en el laurel que ella tenía, no lejos de la casa, tras la guerra…


Es tierra bella y sabe a romancero la vasta pradería carreñense, que cuenta con bastiones orgullosos allí donde la piedra se hace muro: si en ella no hay castillos, a lo menos, se pueden divisar torres rendidas al peso de la edad desde el Medievo, guarida de mochuelos y de zorros. Y el Torruxón de Yavio es como un símbolo de lo que hay de perenne o bien de efímero, dormido entre las hiedras que lo cubren, de la que caminando, se divisa, como un árbol de formas regulares, acaso coronado por almenas, en actitud guerrera, tras milenios, vestigio de otras épocas pasadas.


La paz de estos lugares no recuerda los tiempos que admiraron con asombro las luchas de las gentes más osadas, cruzando las espadas con bravura, ni el grito de la guerra, siempre fiero, que consagrado a rudos espatarios, bañó esta zona idílica de sangre, de fuerza, de coraje y de grandeza. Y quién recuerda, en fin, aquellos nombres de gentes linajudas que forjaron la historia de estos campos singulares, de las veredas dulces que camino, si, al cabo, no han quedado más vestigios que torres orgullosas y casonas de hidalgos que ostentaron sus escudos sobre sus altas casas palaciegas.


2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

SECRETOS ESCONDIDOS DEL PASADO"

José Ramón Muñiz Álvarez
"SECRETOS ESCONDIDOS DEL PASADO"
El eco que renace en la poesía
del mar y de los bosques
asturianos " 

Dedicado a Serafín López
Flórez


Nos dicen a menudo que la noche prefiere dar amparo a las criaturas que vagan por lugares apartados, gozando de la sombra silenciosa. Nos dicen que las ánimas lloraban, penando por las zonas de la aldea, rogando por sus culpas, esas culpas que arrastran a la gente a su castigo. Nos dicen tantas cosas de las brujas que tiembla uno al pensar en las creencias llegadas de los tiempos ancestrales, forjadas en un tiempo de prehistoria. Y, a veces, los vecinos nos comentan sucesos que no caben en el mundo, memorias sobre seres imposibles que vuelven de la nada y nos dan miedo.
Galicia, que es arcaica, siempre es pródiga, si hablamos de la magia que renace, que vuelve de la noche de los siglos, queriendo entrar de nuevo en nuestras casas. Cernunnos el astado está de vuelta, camina entre macizos y entre valles por esas tierras suaves, silenciosas, distintas de las costas más agrestes. Las rías son lugar de las sirenas, que siguen muy presentes en los credos de gentes que mantienen tradiciones a fuerza de escuchar a sus mayores. Los trasnos, con sus muchas travesuras, rondando los hogares, son tan crueles que pueden aburrir al más pintado, luciendo sus sonrisas maliciosas.
Nos dicen que el Busgosu es buen amigo del bosque y de sus muchas espesuras, los densos castañares, los robledos, guardándose entre helechos y zarzales. Nos dicen que el Mufosu se guarece mejor entre los musgos de los troncos, a veces en las piedras de la orilla del arroyuelo dulce que discurre. Nos dicen que, a la noche, la lechuza convoca los espíritus perdidos de muertos que regresan por el aire quién sabe de qué averno insospechado. Las gentes de los pueblos son tan crédulas que pueden suponer que la leyenda sucede todavía en nuestro tiempo, volviendo, como siempre, al viejo mito.
Asturias no se queda nunca corta: los dioses de las gentes de los castros regresan con sus ecos ancestrales, reviven de la nada en un momento. No importa que la industria de otro tiempo presente formas nuevas y un estilo distinto de la usanza más antigua: pensad que somos siempre lo que somos. Candamos y Taranis no desmienten sus reinos del ayer, y los confirman, sumándose a los otros, como Aramo, que sabe levantarse con orgullo. Las devas de los ríos y las cuevas regresan y se adueñan de lugares de las que fueron dueñas cuando hablamos de zonas como Infiesto y Covadonga.
Aquí viven la xana y el Nuberu, los cuélebres custodian sus tesoros, los trasgos arman siempre pillerías y esconden los objetos los sumicios. Aquí cuentan leyendas muy curiosas del mar y de sus islas apartadas, lugares donde habita el Patarico, rincones con serpientes submarinas. También es una zona de misterios, de brujas semejantes a las meigas, de muertos que pasean por la noche, de seres que asustaron a los viejos. Y todo es maravilla donde hay credos que fueron extinguiéndose, unas veces, y que otras, si pudieron conservarse, nos son desconocidas, pese a todo.
Cantabria, que comparte, como hermana, los montes con Asturias, tiene un valle que mira aquellas nieves en las cumbres, las cumbres orgullosas y violentas. Sabed que son las cumbres que avasallan los valles asturianos y los cántabros, acaso como Liébana, una zona tan bella como todo lo norteño. Cantabria, como Asturias, tiene cimas, presenta valles bellos, claros ríos, un mar azul y verde que se altera, las lluvias que penetran por Galicia. Y viven en Cantabria extraños seres, igual que en las Asturias más abruptas, y así se dice mucho de los trentis que miran, sin ser vistos, en las frondas.
León tiene su encanto, y, en sus gentes existen tradiciones muy lejanas, que arrancan hace siglos, pues los siglos le dieron la razón a estas historias. Pensad que los astures cismontanos son hijos de los celtas que llegaron en tiempos anteriores al Imperio, y habían de rendir extraños cultos. Pensad que sus leyendas se asemejan al mundo de las gentes asturianas, pues ellos adoraron a Tilenus igual que sus vecinos a la luna. Y dicen escritores tan antiguos como Estrabón, a veces, que solían vivir con sus costumbres antiquísimas, mezclando patriarcado y matriarcado.
También tienen los vascos y navarros sus mitos, sus leyendas, sus recuerdos de un tiempo en que no había cristianismo, los tiempos de costumbres matriarcales. También aquí quedaron esos dólmenes alzados en los tiempos del Neolítico, y hay muchas narraciones en las villas de un pueblo de gigantes misteriosos. No en vano, los gigantes levantaron con fuerza y con ingenio aquellas piedras, enormes para el brazo de un humano, pesadas para el que ose levantarlas. Asturias y Galicia no son menos, y se habla de los moros o los mouros, los pueblos ancestrales de las gentes que vuelven, por San Juan, entre los vivos.
Pensaba Cascarilla que los mitos de ayer tenían toda su grandeza, su empuje de otro tiempo, mas de un modo distinto, subyacente, imperceptible. Pensaba Cascarilla que las horas calladas de la lluvia sugerían eternas elegías que evocaban un tiempo de guerreros aguerridos. Pensaba Cascarilla que la historia sabía guarecer en oquedades secretos ancestrales, esos cultos que siguen vinculados a las cuevas. Decía Cascarilla que Pelayo prendió en su gente el fuego de la furia, robada a las montañas más agrestes, las altas cordilleras encrespadas.
Quizás con los romanos no acabaron la fe de las devanas, los exvotos, los ritos ancestrales que se asocian a Montes con necrópolis antiguas. Sabed que en el Aramo queda magia, que queda la energía en el Monsacro de tiempos primitivos y de siglos que no recordará jamás la Historia. También sabréis que el Dolmen de los Llanos esconde sus tesoros y esos mismos son oro, plata y piedras preciosas que codicia el aldeano. Por eso Cascarilla suponía que todo lo que encierra la leyenda murió para seguir, de alguna forma, viviendo entre nosotros de otro modo.
Las brujas recitaban sortilegios, los cuélebres volaban por los aires, la xana lamentaba su fortuna no lejos de los ríos y las fuentes. Y todo era precioso y sugerente, si acaso, como dice Cascarilla, los trasgos arman siempre de las suyas, igual que hicieron antes los daimones. Las casas del ambiente ruraliego, que invitan a la gente a que lo crea, parecen escenario de aventuras extrañas para duendes de ese tipo. Y es esta fe venida de los siglos la misma que tuvieron los abuelos de antaño, los de siempre, los paisanos del bosque, de la costa y la montaña.
Y Júpiter, Neptuno y tantos dioses -Nereo, los titanes y los cíclopes- llegaron desde Roma y desde Grecia como presencias menos naturales, para poblar relatos literarios. Por eso tiene Iovis sus parcelas en Jove y en el Sueve, donde habitan los raros asturcones, los caballos que tienen en la zona su reducto. La luz grecolatina, cuyas fábulas son bellas como suelen las mejores, alumbra cada página del libro, los nuestros iluminan el paisaje. Y quiso Cascarilla reflejarlo con versos encendidos como el brillo del cielo, con el alba, si en la fuente se ve la flor del agua en un momento:

Decís que aquellos dioses, los de Roma,
los mismos que copiaron de los griegos
formaron la verdad de aquellos días
de imperio y de dominio, de violencia.
Lo cierto es que esos dioses son los seres
que habitan en las fábulas de Ovidio,
que supo hacer hexámetros preciosos,
contándonos con arte sus relatos.
Existen otros dioses tan antiguos
que no pasaron nunca a la escritura,
pues pocos escritores se ocuparon
de hablarnos de las Navias y los ríos.
Dan nombre a los lugares asturianos
igual que el dios Beleño, de los celtas,
a quien se consagró San Juan en Ponga,
por gracia de un extraño sincretismo.
Y no he de convocar dioses marinos
ni a Tetis ni a las hijas de Nereo:
los dioses que se os dicen son anónimos,
esquivos muchas veces, pero existen.
Podéis hablar entonces de sumicios,
de trasgos y de trasnos, de los diaños,
de ninfas y de ondinas que reflejan
la imagen de una xana o de una náyade.
Sus nombres son el eco de los montes
y el eco de los valles que resuenan
diciendo el nombre bello de un idioma
que queda para siempre en el olvido.
Están en el helecho y en las luces
del sol, cuando amanece, o en la sombra,
si hablamos de la Güestia y de los muertos
que vagan por la noche, a la deriva.

Solía Cascarilla entretenerse con versos y con rimas, con la prosa que pide seriedad de contenido y exige lo mejor de los que escriben. Y quiso Cascarilla que sus letras hablasen, con fortuna o sin fortuna, de las mitologías ignoradas, de todos esos seres olvidados. Pensad que cada duende, en una esquina, contempla lo que hacéis, lo sabe todo, percibe vuestros raros pensamientos, supone lo que haréis en un futuro. Sabed que en los callados aquelarres de brujas que se juntan y celebran los actos más extraños siguen vivos los cultos de Cermoño y de su gente.
-No es cierto, Cascarilla, que esos dioses -le dijo un entendido aquella tarde- se muestren diferentes a los otros que supo adorar Roma en su momento: el fauno, por ejemplo, con sus cuernos, que es Pan entre los griegos y que infunde el pánico a la gente de las villas no es otro que el Cernunnos de los galos. Y piensa que la gente que habitaba los castros que visitas tantas veces creyeron en los dioses de la zona del modo en que lo hicieron los de fuera. Son otras tradiciones, pero insisten de nuevo en las verdades ancestrales comunes a los pueblos que trajeron el hierro, su cultura y sus secretos.
El cura se enfadaba al escucharle decir que había dioses ancestrales, distintos de ese dios de los cristianos que mira y que condena en las alturas. Tal vez los pueblerinos, más abiertos, hablaban de vedorios y de muertos, del ánima que en pena regresaba del mundo de ultratumba hacia la vida. La noche, el cementerio, cada ciclo de luna para el viejo chupasangres, los lobos que, acechándonos, aguardan, llegado ya el crepúsculo de invierno. El mundo de la aldea y su inocencia mantuvo intactos todos esos mitos, formando tradiciones que perviven en el acervo arcaico de las gentes.
Raimundo se burlaba muchas veces del cura y defendía a Cascarilla, que hablaba de manera defendible, pues todo era verdad en su palabra: antiguas migraciones, otros pueblos llegaron en intensas migraciones, llevando, en la prehistoria, la cultura de los indoeuropeos más variados. Los dioses de los boyos son los mismos que algunos adoraron en la Galia, y pueden encontrarse hasta en Galicia, llegando a los confines del Atlántico. Pensad que es en Asturias donde Navia mantuvo su presencia, y que el galaico también adoró a veces a esta diosa, la ninfa de las aguas de los lusos.
Y el cuélebre y la xana, los sumicios, los trasgos y el Mufosu, por ejemplo, quedaban a la altura de los dioses del mundo de los griegos y romanos: los diaños son daimones y Cernnunos no es otro diferente de los faunos que vienen a llenar esas leyendas que nacen de los mitos más antiguos. Y no hay por qué ignorar al buen Vindonio, que tuvo también culto en otras tierras, en Viena, por ejemplo, cuando el río de Viena era divino para todos. Tal vez la religión de los antiguos nos habla de nosotros y parece que supo defenderlo Cascarilla, hablando con los mozos del villorrio.
La luz del sol saluda en lo lejano, detrás de las montañas y cordales, hablando de las nieves y el granizo, salvo en los meses llenos de rigores. El sol es siempre fuerte en el verano, cayendo de la altura en esos días cuajados de humedad que nos asfixian y llenan de optimismo en el verano. Son días que nos llaman a los campos, que suelen invitarnos al paseo, que quieren que gocemos con la llama que brilla victoriosa en las alturas. Sabéis perfectamente lo que os digo, si habéis estado acaso alguna tarde por estas tierras nuestras, estas tierras que amamos con pasión los asturianos.
La Flor del Agua está tras la avenida, y allí se sientan siempre, a media tarde, los viejos de la zona, y Cascarilla comparte buenos ratos con los suyos. La Flor del Agua tiene su terraza, y en ella Cascarilla se deleita, diciendo a la clientela lo que sabe del tiempo de los celtas y sus rasgos. Allí los camareros lo conocen: se sienta con la pléyade pedante que suele, con acentos modernistas, cantar sus tristes versos a la gente. Hay muchos parroquianos que se aburren oyendo a Cascarilla y a los suyos, si entonan esos versos rubenianos que mezclan lo más bello a lo más cursi.
Los cisnes elegantes, su plumaje, sus alas, su belleza y su blancura pudieron inspirar a los poetas de aquellos escritores de provincias. El cielo azul tal vez fuera mentira, mirándose en las aguas del estanque de un verso que se pierde o de un soneto. Aquellos hombres llenos de inquietudes querían regresar a ese pasado que hicieron parecer hasta coherente: el arte era más arte con los metros de ritmos apagados, becquerianos, en raros decasílabos, a veces, buscando una ruptura con lo antiguo.
Sabía, sin embargo, Cascarilla que hay algo más que versos y licores en los cafés arcaicos con espejos en los que hacer tertulia con amigos. Había descendido a los infiernos, igual que aquel Orfeo de otros días, buscando en las tinieblas a su amada por mundos habitados por los muertos: no en vano, hablaba siempre de la muerte, la forma en que los pueblos percibían el trance de la muerte, el duro trance del viaje hacia un lugar desconocido. Hablaba con frecuencia de lo ignoto, del mundo de los dioses, sus lecturas acerca de las gentes más dispares.
Sabía Cascarilla, por ejemplo, que hay cuentos que revelan un carácter, mostrando las ideas más románticas, a veces con el tono más excéntrico. Sabía que, al juntarse a los poetas –él era entre los otros muy prolífico-, tenía su deber con la tierrina, con ese mundo puro de inocencia. Y hablar de la inocencia es, desde luego, mentar esa ignorancia en que habitaron las gentes de los años del pasado, los tiempos del amigo Cascarilla. Los días se han mudado desde entonces, los días han corrido y ya la vida discurre por caminos muy distintos al tiempo en que vivía la leyenda.
La historia tuvo su protagonismo, después de todo, al lado de Virgilio, de Ovidio y de Propercio, que eran clásicos, poetas reputados por los siglos. Y es cierto que los dioses de los celtas, los mitos de germanos y de nóricos, tenían su lugar en la tertulia de aquellas gentes algo pueblerinas. En Austria y en Bohemia se conocen los ritos ancestrales de esos credos que siguen venerando, pese a todo, los más supersticiosos, sin saberlo. ¿No es esta tierra mágica una zona de brujas y de meigas donde puede la lluvia ser regalo del hechizo de todos los que saben de aquelarres?
Dejemos que lo diga Cascarilla, si es cierto que es preciso el comentario, pues él, como los otros, recitaba sus versos en voz alta, como músico. Y es lógico pensar que se escapaba de aquellas alusiones insensatas al cisne modernista de otros tiempos, al cisne impresentable del estanque. ¿Decís que Cascarilla es un pedante ridículo que viste su corbata, sin falta de lucir sus cualidades, en los cafés más tristes de Vetusta? Lo cierto es que escribió versos hermosos, los versos más curiosos, inspirados algunos en sus raras obsesiones y algunos con pasiones juveniles.
Podéis imaginar La Flor del Agua, sus muros revestidos de madera, las mesas y los muebles, los espejos y el viejo camarero y su chaqueta. Podéis imaginar a Cascarilla, fingiéndose importante, interpretando papeles de hombre grande y admirado, leyendo versos faltos de fortuna. Quién sabe si sus versos no eran malos, si solo los juzgaron los más necios, mostrándose insensibles a sus músicas, su acento y su prosodia efervescente. Al menos pretendía Cascarilla cantar un verso lleno de cadencias, igual que hicieron antes los aedos, hablando de un asunto diferente:

Quedó el otoño atrás con sus colores,
dejando paso a lluvias y granizos:
las hojas del acebo siguen verdes,
el muérdago nos habla del pasado,
los tejos duermen junto a las iglesias.

Llegaron las escarchas y el silencio,
besando el aire frío que nos roza:
la luz del alba mira las heladas,
su brillo entre la nieve de las cumbres,
su llama en los reflejos del arroyo.

Y quiero ser abrazo de tu abrazo
junto a una chimenea bondadosa:
la leña encenderá nuestras pasiones,
el viento rozará nuestros cristales,
el fuego, al crepitar, será propicio.

Es tiempo de las mantas y las sábanas,
las horas de descanso y de fatiga:
los bosques ya no ofrecen lo que fueron,
los viejos estorninos se fugaron,
el río y los caminos se hacen tristes.

Quién sabe lo que haremos en el lecho,
mezclando la locura a la locura:
las cimas no sabrán lo que ha ocurrido,
jamás dirá el pecado la nevada,
no habrá de comentarlo el aguacero.

Los besos serán nuestros solamente,
si quieres ser un beso de mi boca:
la lluvia ignorará nuestro delito,
no habrá un rumor en todas las quebradas,
el hielo no sabrá nuestro despecho.

Y luego, pronunciando nuestros nombres,
querremos un momento de reposo:
la luz del sol vendrá de lo lejano,
su rayo será tímido en la alcoba,
su brillo hallará solo este cansancio.

Y entonces, el abrazo del abrazo
será por fin testigo de lo nuestro:
tus ojos se abrirán frente a los míos,
tu labio estará cerca de mi labio,
la luz de tu mejilla en mi mejilla.

Y el sol sabrá también de los pecados
del lecho que deshizo nuestro fuego:
sus llamas nos harán tal vez culpables,
el aire acusador dirá el delito,
las horas del deshielo hablarán pronto.

Y, nunca arrepentidos, buscaremos
de nuevo ese lugar inalcanzable:
atrás quedan las lluvias y las nieves,
atrás queda el granizo y las ventiscas,
el hielo de los tristes temporales.

Mas no fue todo así, pues Cascarilla, que no buscó placeres atrevidos, quería, al ejercer su magisterio, mostrar a los demás sus inquietudes. Son versos que no riman, muchas veces –a veces es más dado a los sonetos, o quiere ir encajando el heptasílabo-, pero hay en ellos algo muy curioso. Sus versos, si no son tan inocentes como lo puede ser una paloma que corre el aire libre y lo disfruta, parecen predicar ese mensaje. Y amaba aquella luz en plena noche que hallaban los más serios en las prosas de libros sobre temas lugareños que habían de abordar hondas cuestiones.
Sabía en su memoria ese perfume de gracia y de frescura, los hechizos que nacen al llegar la primavera, si se oye el canto hermoso del cuclillo. Quedó impresa en su mente aquella imagen del verde de los campos, de la roca caliza que levanta sus castillos en cumbres que el granizo ha derrotado. Y el gusto por las sendas y caminos en la niñez perdida regalaba sutiles experiencias, como el gusto sabroso y agridulce del miruéndano –solía recogerlos entre briznas de hierba que crecían a la vera de los caminos tristes de los valles, no lejos de las costas de Verdicio.
Él supo de los mitos ancestrales, presentes en la fe supersticiosa de viejos labradores asturianos que hablaban de la cueva de la xana. Los celtas han dejado tradiciones extrañas, muy distintas a los ritos cristianos que enseñaron esos curas de siglos arrojados al olvido. Son esas criaturas animistas, nacidas en los siglos de prehistoria, las épocas del hierro y de los castros, tal vez cuando Carisio no era nadie. Los trasgos, los diablecos y malinos, pero también los cuélebres osados mostraban los indicios conducentes para la solución de estos misterios.
Los musgos de las piedras de los ríos, las algas de las calas en la costa, los montes de eucaliptos, los helechos, los fresnos inspiraban sus ideas. Los magos del antaño sujetaban sus varas de avellano, los castaños miraban con envidia cada tejo, los robles y carbayos del camino. Los truébanos pudieron ser testigos, debajo de los hórreos, de esos días eternos del verano y del otoño de lluvias que no cesan en mil horas. Las lluvias y el granizo de las cimas que rascan las alturas los bendicen tal vez en la distancia, esa distancia de campos y colinas siempre verdes.


2016 © José Ramón Muñiz Álvarez