sábado, 28 de abril de 2012

“ESTAMPAS DE LOS MARES DEL CANTÁBRICO”

Impresiones pictóricas de los piélago del Norte.

PRIMERA
“El viejo acantilado, junto al puerto”  

-No hay nada más hermoso que los mares-, se dijo al contemplar tanta belleza.
Las rocas escarpadas se hacen pardas, al despertar la luz con un bostezo. La brisa llega suave de los mares, herida del salitre que las olas esparcen en el aire, al estrellarse. El viento se hace beso entre las piedras remotas de las playas arenosas. Las nubes seguirán su rumbo incierto, como una lancha roja que navega los mares azulados e infinitos. Las rocas escarpadas se hacen pardas, al despertar la luz con un bostezo. La luz del alba vuelve con apuro, y, al despertar las costas, despereza las últimas tristezas de su espíritu. No hay nadie por las calles ni en la plaza, las calles solitarias enmudecen. El puerto es un desierto hasta más tarde, pues suelen retrasarse los pesqueros que salen a la mar cuando es de noche. Las rocas escarpadas se hacen pardas, al despertar la luz con un bostezo. Los brillos han llenado cada parte del cielo, magna bóveda que espera las voces del bullicio de la vida. Ningún rumor se escucha en los cantiles, poblados, otras veces, de gaviotas. La calma reina el mar en esas horas y solo un ave quiebra, con sus trinos, la paz más dulce, bella y melancólica. Las rocas escarpadas se hacen pardas, al despertar la luz con un bostezo. Parecen aburridos los paisajes, el mar y las espumas, las arenas, las piedras y los altos precipicios. Y pronto será un mágico hervidero la villa, porque es día de mercado. Se escuchará la voz, aguda siempre, de viejas sardineras, de labriegos vendiendo sus verduras, las lecheras…
Miró la inmensidad, miró las aguas del mar inabarcable y sus confines. Halló su azul intenso, sus colores, variantes, caprichosos como lo son las jóvenes hermosas. Y entonces comprendió por qué las gentes que viven de la pesca se repiten: les gusta describir al mar hermoso como un puñal manchado del veneno que hiere en lo profundo y asesina. Qué bello es ese mar, desde la altura, al verlo desde el faro abandonado. Qué bello es ese mar, sus verdes raros, su azul lleno de vida y de coraje, su inmensidad de miles de kilómetros. Acaso su tamaño nos asusta, pensando en sus honduras, sus abismos. Los viejos hablan siempre de criaturas que fabuló el autor de las leyendas que todos escuchamos desde niños. De nuevo contempló tanta belleza, fotógrafo sin cámara, en la altura. Y, entonces, anotó, rápidamente, con letra apresurada, en su cuaderno, sus raras impresiones, su extrañeza. Los hombres de interior se maravillan al ver el espectáculo marino. Les gusta el mar que luce en el verano su calma, su sosiego y parsimonia, bajo ese cielo limpio y despejado. Y luego meditó como los sabios e imaginó ese mar alzado por la cólera. No hay fuerza más brutal y no hay violencia que pueda compararse a esa grandeza que muestra, si se agita enloquecido. Pensó, con cierto asombro, en los valientes que viajan, que navegan por el ponto. Pensó, si cabe, en cómo la miseria moldea las grandezas del espíritu de gentes que han de ser tan atrevidas.

-No hay nada más hermoso que los mares-, se dijo al contemplar tanta belleza.
 
 
 SEGUNDA
“Los caminos estrechos de antaño”

Los caminos estrechos de antaño no volvieron a ser como entonces, como pudo seguir contemplándolos en las horas del sueño inocente. Otra vez se fugaron las tardes con un halo de melancolía que acercaba sus ojos al llanto junto al brillo del sol de setiembre. Se acordó de los jueves lluviosos, del rincón donde sopla el nordeste, del lugar donde se oyen las olas, de las calas que el aire vigila. Recordó cada piedra a la orilla, las alturas de viejos cantiles, la gaviota que pasa volando, cada lancha amarrada en el puerto. Eran tiempos mejores, sin duda, pues ya nadie sabía de penas y era el hambre un recuerdo difuso de los tiempos que no se repiten. Y, aunque nada siguiera en su sitio, divisaba con buena memoria los rincones que halló, de muy joven, en los barrios del viejo villorrio.

Mil capítulos vio con sus ojos, sin haber alcanzado los doce, cuando ya se adentraba en los mares y los vientos rozaban sus manos. Mil capítulos vio con sus ojos, y los golpes de mar con galerna, las espumas del mar encrespado, los temores de los marineros. Jubilados después, aun recuerdan los ancianos que quedan las tardes de tormentas al lado del muelle. En el bar contemplaban la fuerza de ese mar poderoso que ataca, mordedor, con su furia y enfado, mientras otros tomaban un vino. Eran tiempos de lluvias y helada, de dolor, de miseria y tristeza, cuando todos cantaban canciones y olvidaban su vida tan dura. Y llegaron los coches, el ruido, los motores de fábricas nuevas, la locura de las mocedades, siempre bárbaras, siempre insolentes. Sospechó si tal vez no eran sólo las quimeras de un pobre ya viejo: los caminos estrechos de antaño no volvieron a ser como entonces.

TERCERA
“La luz que se perdió tras los confines”

No dejes de mirar esos confines: el mar vuelve en las olas que caminan y el sol se aleja triste entre dorados.




CUARTA
“Él era un simple niño, un niño sólo”

No pudo sospechar tanta belleza cuando la luz del sol aparecía, tal vez porque las sombras de la noche guardaban los secretos del paisaje. Y el cielo fue encendiendo sus colores, sus brillos, el bermejo de sus alas, y el beso repentino de la brisa rozó con suavidad los ventanales. Y así cobraron forma las siluetas del monte, de los altos eucaliptos, del viejo acantilado, de las playas que entregan sus tributos al silencio. La luz de la mañana no anunciaba la calma, tras la noche de tormenta, después que los relámpagos cruzasen los cielos a su antojo, con su furia. La luz de la alborada, siempre tímida, buscaba su lugar, y el horizonte, cuajado por los densos nubarrones, no quiso hacerle sitio en lo lejano. La aurora peregrina, malherida, vencida por el viento y el granizo, tardó en mostrar al mundo su hermosura, rindiendo aquellas armas poderosas.

Mas no vio derrotados por las nubes a sus overos rápidos y hermosos, marchando con orgullo a una batalla difícil como todas en invierno. Volaron pues sus crines luminosas, haciendo sus cabriolas en el aire, jugando con la brisa de los mares, con el torrente de aguas y de hielos. Y, entonces, asomado a la ventana, mirando los confines más remotos, tras las cortinas blancas y aburridas, halló las formas puras y precisas. Y pudo enamorarse del granizo violento que rodaba en el asfalto, de su bullicio fuerte e irrespetuoso, de su sonrisa mágica y traviesa. No supo que decir, ni las palabras hubiesen regalado, entre sus labios, elogios al lugar ya conocido, de nuevo descubierto ante sus ojos. Aquellas luces débiles pudieron ser llama del diciembre desterrado, del cruel enero, lleno de inclemencias incluso en las templanzas de la costa. Y recordó el otoño de otros años, las hojas esparcidas por el suelo por esas carreteras sin asfalto de aquellos años duros de miseria. Él era un simple niño de camino, por los senderos tristes y embarrados, a aquella escuela gris y sin estufa donde jamás sobraba la bufanda. Él era un simple niño, un niño sólo, perdido en la grandeza del paisaje, más libre, más inculto, por entonces, capaz de despertar su fantasía.
Y, ahora, ya un adulto, contemplaba con ojos de muchacho las alturas, cambiantes en sus tonos caprichosos, dorados y violáceos por momentos. Con ojos de muchacho contemplaba los árboles del parque, el viejo puerto, las lanchas en la dársena, la arena, mojada por la lluvia y por las olas. Extraña desazón la del farero, pensó, mientras la hondura de su pecho llenaba su coraje y la tristeza quedaba en el suspenso unos instantes. El mundo sigue abriendo su belleza, con cada amanecer, sobre los mares, a aquellos que no quieren contemplarlo, pues siguen de camino a sus quehaceres.

QUINTA
“El vuelo repentino del albatros.

Volaron los albatros a otros cielos. Sus alas, desplegadas en el aire, cortaron cada brisa, a la conquista de raros horizontes en los mares. Jamás temieron a la tintorera, que enseña sus aletas cuando nada bajo las olas de este mar abierto. Los mira el capitán de algún pesquero, feliz, desde la popa, con su pipa. No hay nada más hermoso sobre el cielo. Son como las gaviotas, pero grandes. Y es rara su abundancia, la presencia del arco de sus alas declinando, mediado ya noviembre, en estas aguas. Pero sorprende a todos su espectáculo.

Volaron los albatros a otros cielos. Los pudo ver, alegre, el marinero, detrás de los islotes y las rocas, alzando el vuelo, haciendo mil piruetas. Tal vez quieren hallar nuevos caminos donde el camino es sólo ese dibujo que traza el aire donde nada existe. Los miran los grumetes, los marinos más viejos que navegan en el barco. No hay nada más hermoso en las alturas. Son como los charranes en el aire. Y quién no quiere verlos y admirarlos, amigos de la brisa de los mares, después de bien entrado ya el otoño. Es bello ver su vuelo sin apuro.
Volaron los albatros a otros cielos. El sol de la mañana los miraba con la ilusión de un niño que madruga y pierde su mirada entre las nubes. Corrieron los espacios en bandadas de miles y, llenando el ancho cielo, dejáronse llevar a la deriva. Los miran los curiosos tripulantes de los pesqueros viejos en el ponto. No hay nada más extraño ni más bello. Son como majestades en el viento. Tal vez es la belleza de su vuelo como una danza clásica bailada sobre el abismo claro del vacío. Es raro que no guste ver sus rizos.
Dejándose llevar hacia otros cielos, dejándose llevar a otros rincones, partiendo, sin fatiga a la deriva, se acercan y se van indiferentes. Y nada queda atrás, porque la vida prosigue cuando migran a otros mares, tal vez en escondidos continentes que habrán de conocer (si son los jóvenes) o ya conocen hoy (si son adultos). Mirad cómo se acercan desde el este, sin falta de batir sus largas alas, y cómo vienen más, y cómo invaden la bóveda celeste, desde el alba, contentos de ser libres en la altura que nos será, por siempre, inconquistable. Volaron los albatros a otros cielos.

2009 © José Ramón Muñiz Álvarez
"MARES DE CANDÁS"


USHUAIA DUERME EL SUEÑO DE LAS NIEVES

(Elogio de las nieves apartadas que viven más allá de lo lejano)

DEDICATORIA
Dedicado a Carlos Emilio González Rimada, “El Pibiño”, argentino, cantautor y profesor de Enseñanzas Medias

SONETO PRELIMINAR

Las noches vio el color de la alborada
Herida por un beso de granizo,
Y, rápida, en el aire se deshizo
La luz de su belleza entre la nada.

Y el hielo hirió en el llano la llamada
Del aire quejumbroso, el raro hechizo,
La magia de esa aurora cuyo rizo
Cegó el blanco color que arde en la helada.

Ushuaia tiene montes que el verano
Ignoran por completo y donde el frío
Sacude con su aliento más lejano.

Las nieves fortaleza y señorío
Mantienen con su guerra, cuando, en vano,
Pretende visitarlas otro estío.

José Ramón Muñiz Álvarez

PRÓLOGO

No importa en qué lugar ni en qué momento: el hielo viste siempre la poesía, la magia y la belleza insospechadas que lucen su belleza con la aurora, si se hace de un destello su dibujo. Por eso he de cantar esa belleza que enciende la alegría de quien mira detrás de transparentes ventanales (si no es que estos se quedan empañados), y siente la hermosura de los hielos. Ushuaia es el lugar más indicado para escribir del hielo y su blancura, que siempre han fascinado a quien escribe, como es normal en alguien cuya vida discurre en un lugar donde no nieva.

BREVE CITA DEL AUTOR

“(…) Los cielos, encendiendo sus colores, enseñan en la altura esos bermejos que llenan de belleza la alta bóveda. No importa, sin embargo, que, a su antojo, desciendan los termómetros, pues siempre se puede caminar por las veredas. Y es bello caminar cuando la helada, tentada por eneros aburridos, regresa, cada noche a estos lugares.
Los lunes suelen ser tan rutinarios como el manjar mezquino que les niegan los campos a las aves migratorias (difícil es amar las horas lánguidas del lunes miserable que condena los sueños del descanso del domingo). Resulta bello, en cambio, por la tarde, si suenan rumorosas las corrientes del Sil, al enlazar con el Cabrera. Y, al tiempo, en su fatal melancolía parece haber un halo de emociones que envuelve a los espíritus nostálgicos.
La noche se ha instalado, impertinente, mientras, buscando la estación, con paso lento, desciendo sin apuro al puente nuevo. Se eleva sobre el Sil, donde los árboles, se lanzan, despechados, a la altura, quién sabe si queriendo saludarme. Aquí, como las aves, soy vecino de sus follajes pardos, malheridos por la maldad callada de otro otoño. Y, ya en Galicia, escucho eso rumores, dejando atrás los puentes que cruzaron en otro tiempo viejos peregrinos (…)”

“Memorias del sendero de Quereño” o “Carlos Emilio González Rimada en Puente de Domingo Flórez”

(FRAGMENTO)
José Ramón Muñiz Álvarez

PRIMERA PARTE

I

No puede ser ingrata la palabra, si a Usuaya ha de cantar, estando lejos, pues vive seducida por su espanto de hielo melancólico y sin vida; por los paisajes blancos y sus nieves. Distinta de la tierra más frondosa, que espera, ilusionada, las nevadas que sólo ve en las cumbres más altivas, nostálgico de nieves, la describo, tejiendo su belleza en mis tapices. Y no podrá faltar en este empeño la inspiración veloz, cuando la pluma se siente emocionada, se divierte, sabiendo que ha de ser interesante volver a dibujar parajes blancos.

II

Ushuaia duerme el sueño de las nieves, rozada por los vientos de la Antártida, que manda sus legiones de granizo, su ejército de escarchas, cuando el alba se inquieta, al ver nacer el nuevo día. El hielo forma allí su extraño imperio, cuajándose en cristales hermosísimos, tornándose en un vidrio inquebrantable que escucha al aire, lleno de tristeza, cantar su soledad por las llanuras. Es tierra inhabitable, donde el frío lo arrastra todo con el fino aliento que quiebra ventanales de alegría, dejando, en cada pecho, el alma asilada, perdida en el olvido de las horas.

III

No pueden las sonrisas argentinas romper esa cortina impenetrable de nieves y de escarchas que amontonan sus sábanas, de un tono blanquecino, sobre unos prados muertos de antemano. Pero hay una belleza en esta tierra que, acaso como un beso, nos pronuncia su magia y el hechizo de su encanto, más triste que los tangos que nos cuentan la historia del amor más miserable. Y el alba, cuando llega, interrumpiendo, con brillos y con luces, esos cánticos del viento que se agolpa y acuchilla, también sugiere paz y habla de gozos en el desierto blanco de la helada.

IV

En el desierto blanco de la helada, la aurora llega lenta y un sol bajo no puede dar más luz a su belleza.

V

Y Ushuaia se repite a cada paso con esa majestad del hielo pétreo que se hace mármol puro a la mirada, al tiempo que, paciente, el viento gime, después de haber pasado su verano. Y, en cambio, hay quien habita en esta tierra, y hay quien espera aquí la luz del día, la aurora, que bendice, cuando llega, las almas que se apiñan, junto al brillo del fuego que se enciende en sus hogares; que no hay rincón alguno en el planeta que no le ofrezca al hombre su cobijo, por más que ese cobijo miserable resulte siempre pobre, triste siempre, recóndito, lejano y olvidado.

SEGUNDA PARTE

I

Ushuaia, triste, duerme en una alcoba de hielos que aprisionan su esperanza de magia, de color, de luz, de vida, si acaso es que esa vida se guarece, sabiendo de la noche y de sus fríos. Los tercos habitantes de estas tierras insisten en quedarse junto al hielo, tal vez como un esclavo enamorado del yugo que lo vuelve más esclavo, quién sabe si más triste o menos libre. Empieza a amanecer, y los colores del alba que despierta sin apuro pudieron ser bostezos apagados, porque la luz es débil y las yeguas del sol encuentran esta tierra inhóspita.

II

No hay nadie que describa lo que sienten los brillos de la aurora cuando nace, mostrándose lejana eternamente, con esa lentitud, sólo posible no lejos de la Antártida callada. El hemisferio norte desconoce los labios de tu boca enamorada del hielo que congela ese silencio que campa por las tierras infinitas donde las nieves llenan lo lejano. Las noches y los días se confunden en juegos desiguales, pues el tiempo jamás tendrá por siervos esos ciclos que el sol dibuja, siempre caprichoso, por las alturas claras de los cielos.

III

La luz del sol, que, a veces, se refleja sobre las nieves blancas, siempre puras, le da color y brillo a los cristales que forman, siempre frágiles, las aguas que viven prisioneras en el hielo. Las gentes viven siempre para dentro, buscando en sus moradas el abrigo que nunca encontrarán, si salen fuera, pero, al mirar la luz de la mañana, descubren la poesía de la zona. Están acostumbrados al silencio y al grito de los vientos, a los golpes del aire que, gallardo, se remonta, cantando sus baladas de fantasma perdido en los desiertos del invierno.

IV

Perdido en los desiertos del invierno veréis ese paisaje moribundo, donde la aurora es sólo una quimera…


V

La escarcha tiene alzados sus bastiones, las torres, las hermosas fortalezas, que dan defensa a todas sus provincias, en las regiones próximas al Polo, un continente falto de habitantes. De allí se extiende siempre, con su aliento, la bruma que congela la mañana y esas praderas bellas que, sin árboles, esperan temblorosas otro invierno, después de que este invierno no termine. Supieron de ese hielo los fueguinos, que no hallaréis jamás en estos lares después de que los crueles españoles les diesen fin, por ser gente pacífica, con ánimo violento y sanguinario.

TERCERA PARTE

I

América es un magno continente que tiene sus dominios infinitos, rozando los casquetes de los polos, cruzando el ecuador con valentía, como un bostezo triste que se agranda: sus tierras son variadas, sus paisajes, sus anchos arenales y sus montes, su selva tropical y las llanuras que otrora conoció el gaucho dichoso que supo del dolor de Martín Fierro. Su embrujo nos cautiva, muchas veces, por esa magnitud que no se agota, pues todo, como un mar inabarcable, enseña su tamaño, su grandeza, con noble presunción y altivo orgullo.

II

No encontraréis jamás, en Buenos Aires, las nieves tan frecuentes en Ushuaia, los hielos infinitos en los llanos, la bruma cuando envuelve los colores del alba que despierta en un bostezo. Es esta capital lugar de vida, de grandes movimientos sin reposo, y el tango hizo su viaje desde lejos, de la lejana Francia, como toda su rica población, gente diversa. La vieja Buenos Aires duerme un sueño distinto del de Ushuaia, delirante, dinámico y, al tiempo, aristocrático, jugando, con sus viejos edificios, a ser la capital de Hispanoamérica.

III

La vida de las gentes bonaerenses no está marcada nunca por los vientos y por el asilamiento más terrible que sufren, en , otros paisanos, que nunca conocieron el estío. El tango suena alegre, pero es trágico, y el clásico argentino callejea por la ciudad hermosa, por sus parques, sus grandes avenidas, sus comercios, hablando su criollo, como siempre. Y siempre el desamor llena las letras del baile cuando llega el estribillo, cuando las notas arden encendidas, y llora de dolor la prostituta, dejada a la deriva por su amante.

IV

Dejada a la deriva por su amante, la nieve se apelmaza por los campos, como un lamento triste, allá en Ushuaia …

V

Más cálidos lugares tiene el mundo que Ushuaia, si la nieve se hace nieve y el viento corre raudo las estancias de la llanura hermosa que recibe los golpes de los meses tormentosos. Suspiro de la helada y el granizo, debieron los indígenas sentirse perdidos en un clima deplorable que no da tregua nunca a los que viven la intensa soledad de estar aislados. Sus cielos, como un óleo sin templanza, se enseñan fuertes, llenos de dureza, envueltos en los negros nubarrones que anuncian esa noche interminable que quiere ser invierno con el alba…

CUARTA PARTE

Ushuaia duerme el sueño de las nieves que juegan en el aire que, dichoso, prefiere ser invierno con el alba…

QUINTA PARTE

I

Después de tantos años en Ushuaia, después de una niñez en Argentina, mi amigo, mi entrañable y buen amigo, regresa hacia la tierra de sus padres, llorando esos lugares que abandona. Ushuaia queda atrás, y Buenos Aires, la pampa que cantaron los poetas, el gaucho en su ranchito, las llanuras, los tangos y los versos rioplatenses se esfuman cuando parte al Viejo Mundo. La patria verdadera está esperando: la tierra en que vivieron sus abuelos (gallegos unos, catalanes otros) lo acoge para nuevas aventuras en este valle triste de la vida.

II

La sangre que recorre cada fibra del cuerpo de mi amigo es española, mas, como buen gallego, siempre hay ecos de triste soledad y de “morriña”, de duelo y de nostalgia por su mundo. Y el mundo de Carliños es América, que queda atrás, perdida (¿para siempre?), dejando una oquedad dentro del pecho donde esconder recuerdos imborrables que nunca contará a quien no conoce. Su acento de muchacho de la pampa, su vena futbolística y violenta, su amor por la Argentina son su entraña. Al tiempo es español y es argentino, cantor de la payada, si se tercia.

III

Y Carlos no olvidó su vieja Ushuaia muy lejos de ese mar gallego suyo, que, en tierras de interior, en esas tierras que lindan con Orense, las nevadas llegaron, como el alba, perezosas. El Puente de Domingo Flórez era como un lugar de cuento, un pueblecito pequeño que, entre el Bierzo y la Cabrera, sintió el azote fuerte del invierno, dejándonos atónitos un día: las nieves descendieron de las cumbres, llenando el pueblo entero con sus besos, estando cerca ya los entrañables festejos navideños y esos días en que cada interino vuelve a casa.

IV

Las nieves descendieron de sus cumbres, llenando el pueblo entero con sus besos helados, pero llenos de alegría

V

Risueños siempre, amigos del granizo, del brillo de la escarcha, si amanece, nos gusta ver las nieves que han tomado los prados, los rincones y arboledas a orillas de ese Sil que nos saluda. Parece un nacimiento navideño, tomado por las nieves más tempranas, el Puente, donde es raro ver las nieves, si no lo es en la altura de las cumbres que, rápido, desciende el otro río. Y el curso del Cabrera nos saluda, feliz en esta tarde de demonios, dejando por su cauce la corriente que, alegre desemboca, pese al frío y el hielo, en ese Sil más imponente.

EPÍLOGO

Ignoro qué dirá mi buen amigo Rimada cuando lea estas palabras; y no sabrá decir si esto es poesía, si es lírica, si, acaso narrativa vanguardista, quién sabe si locura delirante: escribo sobre raras impresiones que tiene un europeo que no ha estado jamás en esa tierra americana que Carlos ha tenido como cuna, por ser hijo de pobres emigrantes; de Ushuaia no conozco más que el nombre, las pocas cosas que éste me ha contado, los hielos y las nieves, cuyos tonos parecen ser iguales en regiones distantes pero hermosas, si hace frío…

José Ramón Muñiz Álvarez
2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
Todos los derechos reservados por el autor.

viernes, 27 de abril de 2012

EL NACIMIENTO DE MAEL




Nacimiento de Mael Muñiz

El brillo bordó bermejo
de ese sol que, ya lejano,
con un aire soberano
se derramó en oro viejo,
porque su fuego perplejo,
como valiente corcel,
derrotado se vio en él
y vencido en el reproche
de la sombra de la noche
que el aliento dio a Mael.

Y, al arder tanta belleza
en las alturas del cielo,
entre el granizo y el hielo,
cedió la luz con pereza,
que, con mucha sutileza,
se apoderó del vergel
la noche que el cielo aquel,
en azabache cautivo,
hizo del viento furtivo
que el aliento dio a Mael.

Y, siendo la noche muerte
honrada por las estrellas,
murió con dulces querellas
el sol con su brillo fuerte,
donde el paisaje lo advierte
como purpúreo clavel,
en el aire siempre fiel,
en que vive suspendido,
mas por la noche vencido
que el aliento dio a Mael.

De modo que los castillos
al fin se desmoronaron,
si primero los alzaron
las auroras con sus brillos,
porque sus fuegos sencillos,
como agitado lebrel,
vieron que la noche cruel,
acabando con el día,
bellamente se encendía
y el aliento dio a Mael.

Pues la luz de la alborada
se lanzaba en un torrente,
al arrojarse, valiente,
desde la altura callada,
para luego, alborotada,
ceder su raro bajel,
su corona de laurel,
el cetro de sus naciones
a la noche en las mansiones
que el aliento dio a Mael.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
“El nacimiento de Mael”

sábado, 14 de abril de 2012

EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA

EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA

Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.
El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.
No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.
Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.
El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.
No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.
Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.
Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.
En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.
Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia.  Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.
Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.
Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.
El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
"EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA”
Todos los derechos reservados

EL LIBRO DE LOS FRESNOS (I)

El granizo

          
El granizo alborotado
Descendió del alto cielo,
Derramándose en un vuelo
Sobre el prado, ya nevado,
Y su sonido agitado
Nos sorprendió, bullicioso,
En el lecho silencioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Despertaba el nuevo día
Sobre montañas y valles,
Pero el granizo en las calles,
Lleno de melancolía,
Nos llenaba de alegría
En el tálamo gozoso,
En el lecho delicioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Sonaba tras los cristales
Su desafinado ruido,
Su desgarrado sonido,
Sus canciones invernales,
Rozando los ventanales
De nuestro amor rumoroso,
De nuestro palacio hermoso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
           Lo escuchamos en reposo.
Así pasaron las horas,
Así la aurora temprana,
Que dio paso a la mañana
Como todas las auroras,
Todas ellas desertoras,
Como el viento perezoso,
Junto al castillo orgulloso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.
           Y por fin llegó la tarde,
Y el crepúsculo y la noche,
Y en un extraño derroche,
Hizo el granizo un alarde,
Porque, tímido y cobarde,
Se puso el sol tembloroso,
Agotado, silencioso
Donde amantes, beso a beso,
Callada tú, yo travieso,
Lo escuchamos en reposo.

Soneto I


           Las alas de los cisnes se encresparon,
Buscando un cielo azul, bello y hermoso,
Y, allí, tú y yo, gozando del reposo
Que tantos parques gratos nos negaron.
           Las horas del crepúsculo llegaron,
Cubiertas por un halo misterioso,
Y aquel lugar sereno y silencioso
Los rayos de su luz iluminaron.
           Las aguas del estanque sosegadas,
Los remos en la mano, con pereza,
Miraron mis pupilas asombradas.
           Detrás de ti las flores, la maleza,
Y, a la pared asidas, anudadas,
Las hiedras de una vieja fortaleza.

Soneto II


           Dormidos ya los viejos abedules,
Me viste despertar en tu regazo,
Soñando asido de tu suave abrazo,
Mis ojos en los tuyos, tan azules.
           Mas no ha de ser así, no disimules,
Que, siendo prisionero de tu brazo,
Me asfixias, convirtiéndote en un lazo:
El nudo que ocultaste tras los tules.
           El velo que lo tapa es tu belleza,
Mas eres tú la muerte y no la vida,
Que nunca en la dulzura hay aspereza..
           El alma de mi cuerpo está dormida,
Y así, soñando tanta ligereza,
Se apaga entre tus brazos, ya vencida.

Soneto III


           Las torres, por la hiedra sepultadas,
Aún muestran su grandeza, no son ruina,
Tesoros grises, piedra numantina,
Tosco sillar, paredes olvidadas.
           Tus curvas, por los años trabajadas,
Son jóvenes y bellas, mas camina,
Que así sabrás que todo se termina:
También las horas viven condenadas.
           La gloria de los viejos monumentos
Acaso crecerá si el tiempo corre:
Su nombre no lo arrastrarán los vientos.
           Mas piensa ahora en el tuyo, no lo borre
La muerte con sus brazos cenicientos,
Que no has de compararte tú a una torre.

Un beso


           Un beso de la boca
De Afrodita
Pudiera redimir a un solitario
Que espera, sin amor,
Los ojos dulces
De una mujer hermosa que lo adore.
           Un beso de la boca
De Afrodita
Pudiera ser la cura del enfermo
Que llora, en soledad,
Sin unos labios
Que vengan a librarlo de su sueño:
           El beso de una diosa es un regalo
Que se ha de agradecer eternamente.

Soneto IV


           Y quise nuevos mares de aventura,
Bandera de esperanza, al ver el cielo,
Y quise ser gorrión, alzar el vuelo,
Y, halcón, volé, alcanzando más altura.
           Después quise la paz, la fuente pura,
Caminos solitarios de consuelo,
Y entonces encontré la nieve, el hielo,
Cuajado de tristeza y de dulzura.
           Mil versos se quedaron en la pluma,
La tinta prisionera en el tintero
Y el alma fatigada del camino.
           El agua de la fuente se hizo espuma,
Y, espuma de los mares, el sendero
Me dio horizontes nuevos por destino.

Soneto V


           Las salvas, los disparos noticieros,
Las armas de los buques acallaron,
Que polvo y telarañas las tomaron
Después de tanto tiempo en astilleros.
           Sus fuegos, agresivos y guerreros,
De pronto enmudecieron, se apagaron,
Y, desde que su estruendo no escucharon,
Brillaron con más fuerza los luceros.
           No fueron un incendio de locura,
Cañones del pirata más valiente,
Las llamas con que ardió la madrugada:
           Rompió la luz, y aquella llama pura
Quebró por fin, ya rota la alborada,
La aurora te hizo paz indiferente.

Soneto VI


           Las hiedras escalaban viejos muros,
Subiendo, piedra a piedra, las almenas
De aquel castillo triste, erguido apenas,
Testigo de los tiempos más oscuros.
           Buscando en las alturas aires puros,
Las cimas alcanzaban, y sus venas,
Cubiertas de hojarascas, vieron llenas
Sus firmes esperanzas, sin apuros.
           Belleza coronada por bellezas,
Su cumbre aquellas hierbas alcanzaron,
Y pronto la vistieron sus malezas.
           Allí los negros cuervos anidaron,
Estirpes de lechuzas y rarezas
Que en estos viejos muros habitaron.

El sol, vencido, moría


           El sol, vencido, moría
En el horizonte incierto,
Cuando llegaban a puerto
Las lanchas sin alegría,
Y una música sombría
Iban cantando los remos,
Roncos, callados, blasfemos,
Que evocaban la tristeza
Al hundirse en la belleza
De un mar que no conocemos.
           El sol, vencido, moría
Al volver los pescadores,
Atrevidos invasores
De un reino negro, sin día,
Que sólo el faro era vía,
Sólo el faro era camino
En ese mundo marino,
Repleto de densidades,
Donde las oscuridades
Traen su hechizo femenino.
           El sol, vencido, moría
Sin pompas y sin alarde,
Y, con él, también la tarde,
Frágil, se desvanecía,
Mientras una sinfonía
Cantaban las caracolas
Que, acordadas por las olas,
Se juntaban al graznido
De una gaviota sin nido
Que lloraba siempre a solas.

Soneto VII


           El vuelo del milano era ligero,
Sobre el paisaje triste, dulce y pardo,
Recuerdo de los sueños de algún bardo,
Un paje, algún juglar o un escudero.
           El diestro cazador era certero:
Certero cuando el sol, cansado y tardo,
Murió con el crepúsculo, y el nardo
Cedió a las rosas negras su sendero.
           El ave, ya sin vida, cayó al prado,
Vencida por las flechas asesinas
De un hábil cazador, pero inclemente.
           También fue nuestro amor un ser alado,
Mas, como un cazador en las colinas,
El hado lo abatió tan de repente.

Soneto VIII


           La lluvia de la tarde se encendía
Rozando fuertemente los cristales,
Y, luego, los hermosos ventanales
Sintieron que el granizo los hería.
           Granizo y lluvia, triste melodía,
Cayeron en torrente, que, invernales,
Las noches y los días, con sus males,
Se hicieron de feroz melancolía.
           La leña que llenaba los desvanes
La llama iba royendo, y sus chasquidos,
Alegres en el aire, eran consuelo.
           Sentada en la butaca, sin afanes,
Mirabas viejos cromos repetidos
Y estampas de los ángeles del cielo.

Los Grisones


           La altura en el cantón
De los Grisones
Parece más altura
Y los picachos,
Los riscos que acarician las estrellas
En esas noches limpias del verano,
Parecen como espadas asesinas
Que pujan por llegar al cielo mismo:
           Las rocas escarpadas
Levantaron
Aquel acantilado como un muro,
Luchando contra el viento, sosteniendo
Con fuerza las columnas de caliza,
Amigas de las lluvias y las nieblas.
Y, al fondo,
Entre las nubes, cada valle,
Cada lugar recóndito en el valle:
           Los prados,
Que madrugan con las nieves;
Los árboles, que duermen silenciosos,
Y arroyos que murmuran y se lanzan
En un salto mortal hacia el vacío.
La altura en el cantón
De los Grisones
Parece más altura y sus picachos,
Los riscos que acarician
Las estrellas
En esas noches limpias del verano,
Parecen como espadas asesinas
Que pujan por llegar al cielo mismo.

Soneto IX


           Las nieves del invierno descendieron
Con lenta majestad, siempre serenas,
Y aquel lugar, manchado de azucenas,
Lloró, mientras sus telas lo cubrieron.
           El hielo fue fraguando y se durmieron
Las aves, los arbustos, las colmenas,
Y, heridos por el viento, sus almenas
Los árboles verdosos desprendieron.
           El hielo del invierno, ese cuchillo,
La lanza cruel, el aire por el viento,
Dejó un desierto sólo, y, a su paso,
           Marcharon la cigüeña, el cervatillo,
Ranúnculos y flores, cuyo aliento
Le dio su último beso a aquel ocaso.

Soneto X


           No puede haber más gozo que mirarte,
Sentir tu aliento fresco, ver tu risa,
La fuerza de tus ojos, aire y brisa,
Que vuelan en tu ser, bello estandarte.
           Tus ojos son blasón, alto baluarte,
Altiva fortaleza cuando pisa
La roca del desdén, que tu sonrisa
Dibuja con pinceles para el arte.
           Las noches son temor, sombras oscuras,
Pensando en tu mirar, terrible hoguera
Que quema el corazón más encendido.
           Los días son también la larga espera,
Soñándote despierto en mis locuras,
Si no es que, fatigado, estoy dormido.

Soneto XI


           Son estas mis mansiones, donde, gratas,
Las horas se me van, nunca despacio,
Son estos mis jardines, mi palacio,
Mis fuentes son y mis escalinatas.
           Tesoros son, y joyas no baratas,
Tus ojos de rubí, jade o topacio,
Tu cuerpo, tu cabello, nunca lacio,
Ensortijadas horcas con que matas.
           Entonces, si eres parte de lo mío,
Diré a la luz del sol que es también mía,
Pues mía es la desdicha de tus quejas.
           Te dejo abandonar mi señorío:
Si quieres libertad, ve con el día
Y deja el oro bello de tus rejas.

Soneto XII


           Las nieblas dominaron el paisaje
Dormido en el silencio aletargado,
Cristal de sueño, un hálito cansado
Sin fuerza, sin bravura, sin coraje.
           Las nubes ocultaron el linaje
De aquellas torres altas, y, nublado,
Calló en silencio el monte, y el collado
Guardó respeto a tal peregrinaje.
           Las nieblas escondieron la nobleza
De aquellas enriscadas que ascendían,
Largo puñal, corona de belleza.
           Torrentes de caliza descendían,
Manchados de humedades y tristeza
Que el cielo arrinconaban y rendían.

Soneto XIII


           Las hojas de los arces se movieron,
Tocadas por el aire humedecido,
El aire del otoño, que, venido,
Dejó morir las hojas que cayeron.
           Las hojas de sus ramas desprendieron
Su cuerpo, que ya pálido y vencido
Tocó las hierbas verdes y, dormido,
Su sueño las heladas desvistieron.
           Cantaban los arroyos: su sonido
Fue como un canto fúnebre, y se oyeron
Las voces de un paisaje conmovido.
           Los árboles, desnudos, se durmieron,
Y, dando su follaje por perdido,
Las hojas, en el aire se esparcieron.

Soneto XIV


           Las hierbas ven al níscalo sagrado
Que nace de la tierra, doloroso,
Y así lo esconden, que es tesoro hermoso
Su cuerpo de coral, bello y rosado,
           El llanto y el dolor de haber brotado
Buscando el sol un día tan lluvioso
Lo dejan fatigado, y, perezoso,
Bosteza alegre, aun bien que está cansado.
           El níscalo es la sangre de la tierra,
Que en ella tiene todo su linaje
Su carne, al tiempo tierna y encarnada.
           Nació buscando al sol, el cielo en guerra,
Y, oculto en las malezas del paisaje,
Aguarda a que se acabe la otoñada.

Soneto XV


           El beso de los mares fue astillero
De aquella vela triste, fatigada,
Herida por los vientos, desgastada,
Tirando con paciencia del velero.
           En él, tu aliento vive prisionero,
Tu boca caprichosa, tu mirada,
Tu larga cabellera, desatada
Al aire juguetón y traicionero.
           Tu voz fue en sueños la piratería
De mares olvidados del Caribe,
Que hoy cruza solamente el sol del día.
           El beso de los mares te recibe
Y queda prisionera tu alegría
En sueños que, al dormir, tu voz describe.

Buque de amor


           Buque de amor hacia
Tus costas mágicas,
Alma sin sombra, luna silenciosa,
Busco tus playas,
Busco tu belleza,
Alma de mar, negándome la orilla.
           Eres el puerto para
El barco verde
Que halla esperanza donde ya no queda,
Siempre luchando
Con la marejada
Que alza sus crestas sobre el cielo oscuro.
           Eres el faro que en la roca alumbra,
Firme, asentado sobre el precipicio.

Soneto XVI


           La lluvia es mensajera de tristeza
Cuando, la tarde atenta a su concierto,
Su ruido nos avisa, arte despierto,
Sonata lastimera sin belleza.
           Después, granizo y nieve, su pereza
La obliga a descansar, momento incierto,
Heridos los paisajes, el desierto
Que fue copioso en su naturaleza.
           Sentado junto al fuego, el alma triste,
Me queda en tu memoria tu sonrisa,
Desnuda ya, tan pura como el hielo.
           La lluvia vuelve y nada se resiste,
Anuncio a la invernada, cuya prisa
Me enfrenta ante el amargo desconsuelo.

Soneto XVII


           Las luces del cabello se apagaron
Al ver un sol sin ley, la frente airada,
Mansión de luz, prisión de la alborada
O cárcel donde, tristes, se agotaron.
           Los fuegos de tus ojos galoparon
El brillo de tu piel, luz y nevada,
Y, agreste su color, alborotada,
Negó su luz a cuantos la miraron.
           La boca quiso el traje de la aurora
Y púsose el vestido que, bermejo,
Antorcha de hermosura, halló a deshora.
           El cuello, el busto, fueron un espejo
En el arroyo donde el alma llora
Y pierde la razón todo consejo.

Alborada


           Dicen que la aurora es mujer:
           Su boca sonrosada nos despierta,
Sonrisa amable, cuando el horizonte
Se empaña de colores luminosos.
Las brisas de sus labios, en el aire,
Nos rozan, juveniles, como el beso
Que ofrece la dulzura de un amante.
           Dicen que la aurora es mujer:
           Sorprende a los pesqueros que navegan
En esos mares llenos de belleza
Y, a veces, de desgracias e infortunios.
Los más madrugadores la saludan
Y siguen, como siempre, su camino,
Al tiempo que se extienden sus colores.

Soneto XVIII


           Las minas que se encienden en tu cuello,
La plata con el oro, ambos mezclados,
Tal vez piedra caliza, acantilados,
Montañas son, reflejo de un destello.
           Con el amanecer, sereno y bello,
Enseñan siempre diáfanos los prados,
Las flores blancas, lirios encarnados,
Manchados por los oros del cabello.
           En ese cuello tuyo son granizos
Y nieves y hasta escarchas invernizas,
Embrujo acaso, mágicos hechizos,
           El blanco de los hielos, las calizas,
Las nubes perezosas de tus rizos,
La luz de los ocasos, sus cenizas.


2006 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El libro de los fresnos"
Todos los derechos reservados.

EL LIBRO DE LOS FRESNOS (II)

El libro de los fresnos

               El libro de los fresnos
Es un cuaderno mágico y secreto
Que nace en lo profundo del espíritu.
              Sus hojas son poesía
Que llora las ausencias de la amada
O el beso repentino del crepúsculo.
             A veces dulces lágrimas
Se escapan de los párpados cansados
Del triste corazón que en él escribe.
              Así los manantiales
Podrán saciar la sed del caminante
Que pierde el tiempo oyendo sus palabras.

Soneto XIX


              Pudiste ser antorcha y ser nevada,
Palabra sin verdad, mar inconstante,
Ocaso bello, brújula inquietante,
Por ser una certera puñalada.
              Infierno y cielo, negra la mirada,
Espejo de color, oro brillante,
Bastión terrible, fuiste, en un instante,
Prisiones de la noche más cerrada.
             La fiera vive en ti, garras de acero,
Ataque del leopardo, fortaleza,
Espíritu del aire traicionero.
              Mezclaste amor y fuego a tu belleza,
Ballesta tu mirada, que el arquero
Dispara con valor y con destreza.

Soneto XX


              Los cauces desbordaron de tu frente
En su galope rápido, aquel día,
Las yeguas que bordaron la alegría
Del rizo alborotado al sol ardiente.
             Arroyos de cristal, clara corriente,
Cayendo por los riscos, pura y fría,
Espuma fue en su rostro y luz del día,
El agua de aquel mágico torrente.
             El sol nació, pintor de su blancura,
Autor del lienzo claro de tu risa,
Su gracia y su color, clara pintura.
              Las crines despeinó al nacer la brisa
Y, rápida en tu frente, el agua pura,
La luz del sol tu luna hizo precisa.

Soneto XXI


              El buque de los mares de tus ojos
Cruzó el espacio inmenso, las arenas,
Las rocas, las escarchas, las cadenas
Que unieron cielo y tierra a sus antojos.
              Buscándome, buscando mis despojos,
Mis llantos, mis dolores y mis penas,
Echaron sus raíces en las venas
Para apagar su sed y sus enojos.
              Y hallóme enfermo y triste en este lecho
De amarga soledad donde moría
Envuelto en las penurias del despecho,
              Vencido por la sombra, siempre fría,
Que hiende sus venablos sin provecho
Y hiere con su cruel melancolía.

Soneto XXII


              Dejad que vaya al aire la inocencia
Si al aire pertenece, que su aliento,
Su voz febril, manchada por el viento
No mancha con su blanca transparencia.
              Que vuele la verdad si la prudencia
No quiere consentirla, pues, atento,
El aire, siempre limpio, está contento
De darle más amor con más paciencia.
             Más pura lucirá si va en sus alas
La luz que aquí las sombras no quisieron,
Y vestirá su luz mayores galas.
              Dejad que vuelva donde la nacieron,
Que vuele a sus espacios, a sus salas,
Y luzca los vestidos que le hicieron.

Soneto XXIII


              Hacienda donde el sol duerme su sueño
Es tu pupila, azul, pero brillante,
Lucero que se asoma en un instante
En un reino de sombra del que es dueño.
              Un rayo que cruzó, gorrión pequeño,
El aire de la noche, estrella errante,
Palabra de cristal, voz semejante,
Alegre y marinera, se hizo empeño.
              Palacios en los pórfidos oscuros,
Granitos bellos, siglos de belleza
Que el aire embruja siempre con su hechizo,
             Tus ojos no son claros, pero, puros,
Alegres brillan, muestran la tristeza
Del ruiseñor que escapa del granizo.

Soneto XXIV


              La espuma hirió en el mar aquel vencejo
De luces y de sombras, cuando el día,
Pincel azul, rasgó la brisa fría
Como una flecha cae, venablo viejo.
              El alba vio cuando alcanzó el reflejo
Que, alegre, en lo lejano se encendía,
Corales, sierras, montes de alegría
Que el cielo hizo más bellos en su espejo.
              El oro tuvo gracia soberana
Al ser corona bella de la frente
Que vino a hacer más clara la mañana.
              La espuma, el alba, el oro vio la fuente,
El mar la sierra, donde la alazana
La luz vertió en el agua transparente.

Soneto XXV


              Diadema de la aurora en el momento
Que rompe en luz el sol, rara cascada,
Su fuego y su color, que, iluminada,
Incendio es de pasión, puro contento,
              No pudo ser más dulce que tu aliento
El aire que corrió con la alborada,
Ni pudo ser más blanca alborotada,
Que quiso iluminar el firmamento.
              Tus voces, tus palabras, la impaciencia
Un mar de caracolas enseñaron,
Callado tu mirar, pura inocencia.
              Tus ojos, tus miradas, la vehemencia
En ellos las estrellas condenaron,
Envidia sombras de la ausencia.

2006 © José Ramón Muñiz Álvarez
"El libro de los fresnos"
Todos los derechos reservados.