jueves, 31 de julio de 2014

El puerto permanece silencioso



“EL PUERTO PERMANECE SILENCIOSO”

          El puerto permanece silencioso,
como un suspiro triste ante las luces
que muestran las estrellas solitarias
que brillan, temblorosas, en la noche.
Y, al tiempo que los viejos marineros
descienden las pendientes, sin apuro,
el faro alumbra el mar y su belleza,
bañada por el beso de la luna.
          Las aguas se adormecen y bostezan
en ese lecho suave, pues las olas
a duras penas llegan con la furia
que suelen cuando el mar está bravío.
Son horas de paciencia en ese llano
inmenso, inabarcable y majestuoso
que va de un horizonte a otro horizonte,
tejiendo el infinito entre sus manos.
          Y duermen las gaviotas, pues esperan
el alba que se tiende milagrosa,
mostrando los caminos de su vuelo
a zonas apartadas que se pierden.
Se siente en el ambiente ese salitre
que hiere, que se eleva y que deleita
el gusto del que busca, en cada ruta,
llenar su red con todos los cardúmenes.
          El pueblo va quedando tras la popa,
y el agua va agitándose en la boca
del puerto que contempla tanta calma
y ve partir al mar a los pesqueros.
Mas hay noches de furia y de tormentas,
de azotes repentinos de las olas
que arrancan, caprichosas, cuando quieren,
un grito que se vuelve todo espuma.
          Y es grito tenebroso, es grito lleno
de rabia, de dolor y de coraje,
un grito que se pierde en lo lejano,
hiriente con los pobres pescadores.
Las últimas semanas de septiembre
los mares se violentan, se violentan
las aguas, las espumas y los vientos
que agitan esas olas hacia tierra.
          Después la calma, beso de la espuma
que llena, con la lluvia de septiembre,
las páginas de un libro de poesía
que escribe las tragedias cotidianas.
Y es un letargo bello el del sosiego
que vuelve con aromas moderados,
llenando el aire fresco de humedades
que saben a paisajes en el norte.
          Y al fin el alboroto repentino
que quieren las gaviotas en las playas
que sufren ese aliento que nos roza
con el azote airado del nordeste.
De fondo los murmullos de la espuma
que gime, que lamenta la tristeza
del mar, del mar calmado que disculpa
las furias de otras veces con su calma.
          Y el alba, repentina en las alturas,
dejándonos sus brillos encendidos,
perdidos en la altura de los cielos,
sorprende a los que pescan en los mares.
Y giran los albatros por el aire,
mostrándonos las alas extendidas,
trazando con su vuelo los dibujos
de un círculo imperfecto que se quiebra.
          La arena de las playas ve otras veces
los ocles esparcidos por doquiera,
después de las tormentas que el otoño
decide, si es que viene el tiempo malo.
Las redes, el sedal, el aparejo
valdrán de nuevo a viejos marineros
que luchan con el viento y su chillido,
volviendo al mar en sus embarcaciones.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez



















miércoles, 30 de julio de 2014

La senda es un avance hacia el vacío



José Ramón Muñiz Álvarez
“LA SENDA ES UN AVANCE HACIA EL VACÍO” O “ES
SANO CAMINAR CADA
MAÑANA”

(introito)

Buscar una respuesta es adentrarse en raros y complejos laberintos de los que no es tan fácil el regreso. Buscar puede volverse peligroso, dejados a terribles aventuras, honduras que no fueron exploradas. Y siempre son difíciles las rutas que buscan la verdad donde lo cierto se vuelve inaccesible para el hombre. Pues la interrogación que se suspende, dejándonos flotar en el vacío, fustiga nuestras grandes inquietudes. Pero hay que ser valiente en los caminos, llegados a lugares tan inhóspitos que el alma se estremece con tristeza. Y, al caminar las sendas del invierno, de nuevo la poesía se nos une, sirviendo de consuelo en estos casos. De modo que es preciso deleitarse, perdido entre montañas, adentrándonos por un sendero estrecho, entre las sombras. Allí están las respuestas que buscamos o acaso no queremos, porque todos tememos lo que esconden los paisajes. En cambio, no habrá calma sin la búsqueda que ofrece el premio al brío del gallardo que quiere caminar estos caminos.

José Ramón Muñiz Álvarez
“LA SENDA ES UN AVANCE HACIA EL VACÍO” O “ES
SANO CAMINAR CADA
MAÑANA”

(Breve reflexión)

Es sano caminar cada mañana. La brisa corre fresca con el gesto jovial de las escarchas que bostezan. Las voces del invierno son hermosas y expresan pensamientos apagados que saben convencer al caminante. Sentirse peregrino con las luces que brillan con el alba, en las alturas, despierta, con sus hielos, el espíritu. Y es bello ver las cimas, a lo lejos, cubiertos por las nieves que se aferran al beso de los vientos repentinos. Pensad que estos caminos son hermosos y todos los deshielos que se admiran se siguen de otro tiempo de nevada. Mas, cuando llegue al fin la primavera, también hacer camino será bello por valles y quebradas, en silencio. El campo suele hablar a los que callan. Les sabe repetir esos discursos monótonos que siente el que es sensible: los prados y los árboles, sus hojas, el verde de sus hojas, porque es vida, nos dicen los secretos escondidos (los padres de la tierra conocieron saberes que no pueden revelarse a menos que los diga la hojarasca).
Y dicen los helechos en voz alta, si vemos los helechos a los lados, que todos los caminos son angostos: en esta tierra tiene su belleza seguir los pasos, ir por el camino, dejarse regalar por las imágenes; imágenes que dicen muchas cosas de un tiempo que es el nuestro y el de siempre, pues siempre es todo tiempo el tiempo mismo. Y es duro reflejar en un concepto las raras sensaciones que se tienen si piensa el caminante sobre el tiempo: las horas, los minutos y segundos que son el tiempo mismo, no son tiempo, sino que son un cálculo del tiempo. El tiempo es un misterio inexplicable que no puede alcanzar el pensamiento del hombre reflexivo que lo indaga. Porque halla el caminante, en sus senderos, los reinos anchurosos que se estrechan y se hacen más difíciles, más áridos, obstáculos que impiden ver de modo que puedan ser más claros los sucesos que dan continuidad al tiempo alado. Y todo es ver que escapa, que se fuga, que corre hacia un futuro sin frenarse, dejando lo pasado por perdido.
El tiempo, como aquellos fugitivos que huyeron de las lóbregas mazmorras buscando libertad, busca los bosques. Los bosques son lugares donde suele la sombra permitir el escondrijo a miles de alimañas que se guardan, y el tiempo, que no es fuerte ni aguerrido, que es tímido y se siente acorralado, prefiere que no sepan sus secretos. No es fácil perseguirlo en un terreno tan denso y peligroso, pues las ciénagas son coto en que no habremos de adentrarnos El tiempo, como el niño caprichoso, también se esconde allí, porque esas zonas son el mejor lugar al pie ligero. Y nadie es tan sutil como ese niño que corre, temeroso, que se escapa, llenándonos de muerte al darnos vida. Pensad por un momento en el espacio y en su profundidad, la perspectiva, colores que nos dicen los volúmenes.  Tampoco comprenderlos se hace fácil, sabiendo que el espacio es un misterio incluso para el sabio matemático. Vivimos en un mundo de problemas que se hacen más complejos y no puede la mente despejar sus inquietudes.
Y entonces me diréis: “El tiempo es algo que solo es patrimonio de los dioses y no podrá ser nunca revelado”. Sabed que antes de Sócrates hablaron los viejos presocráticos del tiempo, que vio el enfrentamiento de estas gentes. Pues cierto es que pudieron los efesios mostrar su desacuerdo a los eleatas, que incluso se atrevieron a negarlo. Acaso insistiréis: “El tiempo es algo que deben calcular los astrofísicos que saben de complejas ecuaciones”. Sabed que hay mil misterios que se vuelven un algo impenetrable a la conciencia que quiera concebir lo que se ignora. Pues cálculos y leyes naturales no pueden explicar las inquietudes que brotan al saber que todo muere. Tal vez replicaréis: “El tiempo es algo que saben indomable los que saben, por eso no pretenden dominarlo”. Y habréis hablado bien, que no os lo niego: el tiempo es algo indómito, inefable, que no puede frenar el que se angustia, sabiendo que la muerte nos espera. El tiempo es arrojarse en el torrente y estar en la corriente que nos lleva, queriendo un asidero, en todo caso.
Dejemos los filósofos al margen. En ellos no hallaremos las respuestas que quiere el alma en sus desasosiegos. Nos dicen que, si acaso los filósofos no sirven ni nos dicen nada bueno, no habremos de fiar en los poetas: son siempre mentirosos y están locos, y suelen regalarse al vino tinto, dejándose llevar por el ingenio. Su falta de rigor es engañosa, más hay en ellos algo que es sublime, pues ellos hallan siempre otro camino. Su rara inspiración y sus quimeras revelan lo interior del ser humano, pues hablan de inquietudes tan profundas. Su verbo lenguaraz sabrá deciros que el tiempo es una angustia que genera lo amargo de una triste certidumbre. Pensad en la poesía del barroco. En ella repasamos lo sabido y hallamos la inquietud que nos acecha.  Pero esta vez está solucionada: el tiempo no es asunto, sino el fuego que enciende frustraciones vitalistas. La muerte llegará y el tiempo corre. Y es este su saber, porque nos dicen que todo es vanidad de vanidades.
¿Es cierto lo que dicen en sus versos? La muerte es impasible y nos espera, y el tiempo siempre rema a su horizonte. Morir es el destino de quien siente la muerte como angustia y aniquila sus ganas de vivir, la vida misma. Y no hay quien, enfrentándose al destino, nos diga que la muerte es evitable, pues hemos de morir de todas formas. Podéis considerar que, tras la muerte, no existe nada ya y que, con la muerte, se os da un descanso casi deseable. No obstante, ese destino nunca agrada, la gente teme el halo de la muerte, que se hace más cercano, que ya llega. Quizás lo más sensato es aceptarlo, pensar que ese dolor es un absurdo, bastándonos ser vida mientras vive. Y es eso lo que somos, somos vida, la vida mientras vive y no lamenta la muerte que se acerca y que nos hiere. Y en esta valentía no neguemos lo bello, lo sincero y lo profundo que tienen los sonetos metafísicos: en ellos hay escrita una miseria que nace del saber, de lo consciente que llega a ser el hombre del barroco.
Y el caso es que el paisaje nos confiesa verdades que no son edificantes ni valen para dar mayores ánimos, pues llegan los otoños con sus lluvias, su escarcha y sus heladas y nos hablan de muerte, de vejez y decadencia; y el pardo y el rojizo que se encienden en la hojarasca bella de los bosques parece que reclaman los crepúsculos. Tal vez en los caminos embarrados, quizás en los rincones del olvido, quién sabe si no lejos de la orilla, no lejos de las aguas que discurren, buscando otro lugar mientras se apuran, hallamos la respuesta que nos mata, pues no hemos de durar eternamente, pues no hemos de vivir eternamente, pues no hemos de existir eternamente. De modo que es mejor decir verdades y hacernos a la idea de un destino que no suele mostrarse tan amable. Pues no es tan halagüeño ese momento que roba los alientos de la boca, puñal que hiere el pecho que respira. Morir no es un descanso, es consecuencia de haber dejado atrás el tiempo nuestro, de haber perdido ya lo que era nuestro.
Y el viejo peregrino que camina, mirando el valle y los acantilados que duermen junto a mares apacibles, comprende la verdad en las heladas, las voces encendidas de los truenos y el golpe repentino en la galerna, sabiendo que vendrá la sacudida tremenda que destruya, con su fuerza, las viejas esperanzas de los vivos. Y, yendo por las cumbres más agrestes, oirá la voz del viento que susurra las mil calamidades que lo acechan. Y, al ascender y ver ese destino, tendrá que hallar consuelo como suelen aquellos que se esconden de los rayos. Pues quiere el montañero, en plena sierra, poder hallar albergue cuando el tiempo se agita con violencia contra todo. Pues no han de quedar ya las esperanzas en quienes ven la muerte que se acerca, si saben que es su muerte la que viene. El viento sabe hablar al avefría, rugiendo y destrozando, con su grito, los árboles más recios de los bosques. Y llega el avefría como aviso de la invernada triste en la que el hielo se torna en un desierto de silencios.
La senda es un avance hacia el vacío.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

El canto del autillo en la buhardilla


El canto del autillo en la buhardilla


EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA

Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.
El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.
No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.
Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.
El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.
No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.
Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.
Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.
En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.
Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia.  Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.
Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.
Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.
El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
"EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA”
Todos los derechos reservados

Las campanas de la muerte

Arqueros del alba
 
Para María Dolores Menéndez López
 
Soneto I
 
        El viento helado que rozó el cabello,
Llenándolo de escarcha y de blancura,
No osó matar su hechizo, su ternura,
Sus luces, sus bellezas, su destello:
        Manchado de granizo fue más bello,
Más puro que la nieve cuando, pura,
Desciende de los cielos, de la altura,
Tan diáfano que el sol luce en su cuello.
        Hiriéronla los años, la carrera,
El rápido correr hacia el vacío,
Más no perdió la luz de su alegría.
        Sus risas, floración de primavera,
Fluyeron como, rápida en el río,
El agua en su correr, helada y fría.
 
Soneto II
 
        Un ángel vi de niño en la mirada
De aquella anciana dulce y cariñosa,
Más bella que la aurora perezosa
Cuando apagó su voz de madrugada.
        En su cabello blanco la nevada
Hirió el color luciente de la rosa,
Y el pardo de sus ojos hizo hermosa
De su mirar la luz, alma hechizada.
        De niño vi en su rostro la dulzura
De aquella vieja a la que, agradecido,
Besaba con amor en la mejilla.
        Su voz hablaba llena de ternura,
Amable siempre, en tono suspendido,
Mostrando, con amor, su alma sencilla.
 
Soneto III
 
        La orilla alborotó un mar coralino
Y el cielo asaltó, puro y despejado,
Aquel caballo raudo que, embrujado,
Pincel se hizo del aire cristalino.
        Y hallaste, al avanzar en el camino,
Crepúsculos sin voz, un mar dorado,
Y pudo descansar, ya fatigado,
Tu aliento, firme ayer, hoy peregrino.
        La noche vino larga y duradera
Con el amanecer, robando el día,
Su luz, su brillo, toda la hermosura:
        Mi pecho será luz, y, dondequiera,
Habrá de iluminarte cuando, fría,
Te aceche, sin pudor, la noche oscura.
 
Soneto IV
 
        No oiréis correr de nuevo el arroyuelo
Que, alegre, se lanzaba a su caída,
Ni al dulce ruiseñor, cuya venida
La bóveda alumbró del alto cielo.
        Dolores era hermosa como el vuelo
Que alcanza las antorchas de la vida,
Luciente como el alba que, encendida,
Cuajaba en sus cabellos el deshielo.
       Mi espíritu poblaron las malezas
Dejándome en las sombras misteriosas
Que llenan hoy mis versos de tristezas.
       Sus ojos son estrellas luminosas,
Sus luces, altas torres, fortalezas,
Alegres sus sonrisas perezosas
 
Soneto V
 
       A cambio de tus besos silenciosos
Un reino he de entregar, tierra olvidada,
Aire sin voz, llegando a la morada
De todos los misterios y reposos.
       Los guiños de tus ojos cariñosos
Allí me encontrarán, alma cansada,
Lleno de amor, de entrega fatigada
De anhelos y de esfuerzos dolorosos.
       Habré llegado a ti desde la vida
Para volverte vida entre mis brazos,
Y habremos de emprender el largo viaje.
       Del sueño volverás del que, dormida,
Pretenden despertarte mis abrazos,
Que abrieron a tu amor tanto coraje.
 
 
2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros del alba"
Todos los derechos reservados por el autor.

miércoles, 23 de julio de 2014

Mares vikingos

Dormirán en silencio los fiordos que ayer vieron partir los navíos a las costas lejanas de siempre. Solamente el compás de las olas mecerá los hermosos paisajes con sus tristes lamentos callados. Tardarán en volver los guerreros, y no todos tendrán esa suerte, porque muchos caerán en la lucha. Todavía las gentes más viejas aseguran que un caro banquete gozarán donde habitan los dioses. Entre tanto, como es primavera, las heladas aun pueden, al alba, sepultar cada brizna de hierba. Todavía los mares vikingos mostrarán esa furia altanera en la espuma arrastrada del viento.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez 

sábado, 19 de julio de 2014

"Los amores de don Sancho" o "Las noches sin sosiego"

José Ramón Muñiz Álvarez
LOS AMORES DE DON SANCHO” O “LAS NOCHES
SIN SOSIEGO”
(breve composición dramática
en verso y a modo de
entremés)



ESTAMPA I

Plazuela de la villa, ante la que los ociosos se entretienen con rumores.

MARCOS-. Siempre sobre lo amoroso
son hermosas las canciones
que nos cantan los sucesos
de delicados amores,
y es lo cierto que así cantan,
en las salas de la corte,
ante el rey y ante su séquito
los más nobles trovadores.
FERNÁN-. Bello ejercicio es de ingenio.
MARTA-. Suelen ser altas cuestiones
las que canta una espinela
que hable de viejas pasiones.
FERNÁN-. Tienen las trovas más bellas
en estos tiempos su nombre,
que hay quien las silvas escribe,
y quien sonetos mejores
que enseñan el amor bello
a los viejos y a los jóvenes.
MARTA-. Es preciso que así sea,
porque se llenan las noche
de la más dulce esperanza,
después de que el sol se pone.
Pero nadie nos las canta.
CARLOS-. ¿Para qué quieres canciones?
Tu piensa en hacer bordados
y déjate ya de amores
hasta que tengas marido.
MARTA-. He de esperar.
CARLOS-. ¿No conoces
a Pascualillo el del campo?
Con él quiere que te goces,
yendo tras la romería,
después de llegar la noche.
MARTA-. ¡Ya basta! ¡Hay que ser prudente!
¡Qué dirán estos señores!
Dirán que me han educado
como no le corresponde
a una doncella de clase
de esta villa.

Risas de todos.

CARLOS-. No os asombre
el orgullo de esta gente.
FERNÁN-. Saben lo que corresponde.

Pausa.

MARTA-. Y ahora, si queréis, Carlos,
porque puede dar lecciones
el que la música sabe,
cantadnos bellas canciones,
porque la música prende
en los altos corredores
un fuego que las estrellas
no alcanzan con sus colores.

Carlos toma su instrumento y comienza a tocar, mientras ella dice:

Y haced que suenen los ecos
y que se escuchen acordes
y compases que nos hablen
de la mañana y la noche,
como en aquellos lugares
en tiempos mucho mejores
en que amaban los amantes
cuando corrían las noches.
FERNÁN-. Habréis de cantar, buen Carlos,
que se hacen obligaciones
esas quejas que demandan
las querellas, los amores,
las tristezas y alegrías
que, en los campos y las cortes
hace travieso Cupido,
siendo lo suyo derroche.
MARTA-. Cantadnos, amigo Carlos,
cantad baladas del norte,
tal vez romances de España,
de los viejos infanzones,
de las gentes que combaten,
de sus callados blasones,
las espadas orgullosas
y la guerra en mil naciones.

Dejando de tocar:

CARLOS-. De todo lo que se canta,
relataré mis razones
como en los siglos de antaño
lo hicieron los trovadores.
Y no es menester romances,
porque mienten las canciones
del amor que no contaron
los más viejos cronicones.
Podréis escuchar las penas,
el dolor, las desazones
que el pecho quiebran con  gana,
cuando ya el alma se rompe.
Podréis escuchar los llanto
que le canta, cada noche,
si a su balconada acude,
don Sancho ante los balcones.
Y en la balconada canta,
porque canta los amores
de doña Aldonza que suele,
querellarse de sus voces.

Risas de todos.

Yo que sus males denuncio,
hago saber los amores
al que peregrino pase
y a los pícaros que corren.
Escuchad, pues lo que os canto
son las más tristes canciones
que al mundo madrugan tristes
si un triste amor las compone.

Empieza a cantar, acompañado de la cuerda:

Sueña el amante vencido,
ya que el amor lo convence,
que, aunque Cupido lo vence,
él es el mismo Cupido.
Y, pues vive entretenido
en causarnos gran dolor,
sueña el amor que es amor
y nos vence con alarde
porque el ánimo cobarde
se resigna en su dolor.
Sueña el amante que llora
el placer de la alborada
que descubre la nevada
bajo la luz de la aurora.
Y, viéndola bella, llora,
porque le niega el favor
la dama que le da amor
y lo vence con alarde,
porque el ánimo cobarde
se resigna en su dolor.
Sueña el ángel niño y ciego
que todo ve a su albedrío
que tiene un reino vacío
donde juega bien su juego.
Y, si priva de sosiego
a quien le sirve el licor,
dice el amor que es amor
y nos vence con alarde,
porque el ánimo cobarde
se resigna en su dolor.
De esta manera, amoroso,
huye quien era sensato,
mas lo alcanza el arrebato,
para echarlo en hondo foso.
Allí sufre el que, gozoso,
quiso el amor sin pudor,
y el que no quiso el amor
que lo vence con alarde,
porque el ánimo cobarde
se resigna en su dolor.
Y, porque vos, dueña mía,
sois testigo de mi duelo,
os dedico el desconsuelo
que con su llama me enfría.
Pues, porque es gran osadía,
se aparta de este rigor
el que sabe del amor
y no confunde el alarde
con el ánimo cobarde
que hace más fiero el dolor.

Acabada la canción, todos aplauden.

FERNÁN-. Es hermosa esa canción
que nos llena de alegría,
porque enciende lo que enfría,
cuando enciende el corazón.
MARTA-. Es hermosa y es razón
escucharla y aplaudir.
FERNÁN-. Es escucharla morir,
pues contiene gran pesar,
que no dejo de llorar
por lo que hube de sentir.
Mas os diré en cualquier caso…
MARCOS-. Bellos son, que es lo que digo,
que, de estos versos testigo,
los oigo y de amor me abraso.
FERNÁN-. Yo me he quedado en un paso
de hacerme piedra con ello.
MARTA-. Lo cierto es que es verso bello
y hasta el fondo me ha llegado.
FERNÁN-. Os lo diré: me ha gustado.
CARLOS-. Yo estoy dichoso por ello.

Vuelve a cantar otra canción don Carlos:

Quiere el amor maltratar
al que se entrega a su sueño,
pues, convertido en su dueño,
solo le queda mandar.
Y, pues ha de gobernar
sobre nosotros Amor,
causan sus flechas dolor,
causa su daño placer,
que es misterio conocer
la maldad de su rigor.
Y, pues vivo enamorado,
quiere amor que me consuma
y de mi fuego presuma
como un loco equivocado.
Y me siento acelerado
en las manos de un traidor,
porque quiere mi dolor
confundido en el placer,
por si llego a conocer
la crueldad de su rigor.

Los demás comentan sus canciones:

MARTA-. Expresa muy bien amores
esta dulce melodía,
cosa que no conocía,
y los versos…
FERNÁN-. ¡Los mejores!
MARCOS-. Pero son hondos dolores
los que siente allá en el pecho
el que llora con despecho
esos terribles desdenes,
que no serán para bienes
si Cupido está al acecho.

ESTAMPA II

En la alcoba de Aldonza, que se entretiene bordando, donde ella habla con su aya:

ALDONZA-. Quiere mi padre, en su enfado,
darme castigo, que es cierto
que anoche estaba despierto
y oyó a ese mozo alocado.
AYA-. Ya lo escuché, y lo cantado
era todo gran belleza,
pues son versos de tristeza
esos versos que cantó.
ALDONZA-. Pero mi padre lo oyó
y me habló con aspereza.
Por eso fui a confesar,
por eso hablé con el cura,
que me dijo: “Tú procura
hacer bien”.
AYA-. Es bien obrar.
ALDONZA-. Pero, si vino a cantar
bajo esta gran balconada,
no tengo culpa de nada,
pero me culpan a mí,
que eso sucede.
AYA-. Pues sí.
ALDONZA-. Mala suerte.
AYA-. Pues no es nada.
Porque ese muchacho apuesto
canta bien, que, enamorado,
se coloca a tu mandado
con un gesto tan honesto.
ALDONZA-. ¿Qué me importa a mí su gesto,
si, con venir a cantar,
a mi padre hace saltar
con su impaciencia y enfado?
Ese muchacho es malvado.
AYA-. ¡Si no deja de penar!
ALDONZA-. No pido yo esas canciones
sobre materia amorosa.
AYA-. ¡Ay, doña Aldonza! Eso es cosa
de sus calladas pasiones.
ALDONZA-. No deben los corazones
entregar su sentimiento.
AYA-. Pero si lo lleva el viento
al palacio del amor…
ALDONZA-. No he de darle mi favor
ni admitir tal casamiento…
AYA-. Poco sabes de la vida,
pues que tienes poca ciencia.
ALDONZA-. Mucho se de la prudencia
en que vivo complacida.
AYA-. Esa decencia encendida
puede luego ser amor.
ALDONZA-. Lo será de alguien mejor,
que es esa verdad desnuda.
AYA-. Tú dale parte a la duda.
ALDONZA-. No he de hacerle tal favor.
AYA-. ¿A don Sancho o a Cupido?
ALDONZA-. A don Sancho de momento,
y, si puede el sentimiento,
a los dos.
AYA-. ¡Qué sinsentido!
ALDONZA-. Pues un corazón vencido
poco puede en la batalla,
y es el amor un canalla
que vence al enamorado.
AYA-. ¡Mira por dónde te ha dado!
ALDONZA-. Es la verdad.
AYA-. ¡Pero, vaya!
ALDONZA-. Y me dijo el confesor:
En esta vida yo he visto
muchas cosas, y, por Cristo,
nunca he gozado el amor.
Pero es malo su rigor
para las cosas del alma.”
AYA-. Eres joven, más ten calma…
Es que el amor desgraciado
es alevoso y osado.
Mas podrá robarte el alma.
ALDONZA-. ¿Cómo lo hará?
AYA-. Con su fuego.
ALDONZA-. ¿Cómo podrá?
AYA-. Con maldades.
ALDONZA-. ¿Cómo sabrá?
AYA-. Sin verdades.
ALDONZA-. ¿Cómo valdrá?
AYA-. Con su juego.
ALDONZA-. ¿Cómo vendrá?
AYA-. Con un fuego
que el pecho enciende en apuro,
porque, sabiéndose duro,
no tendrá ya más vergüenza.
ALDONZA-. ¿Y es posible que me venza?
AYA-. Es sin duda algo seguro.
ALDONZA-. No le dije la verdad
a mi triste confesor,
porque, llena de pudor,
la he callado.
AYA-. ¡Qué maldad!
ALDONZA-. ¡Por la Santa Trinidad
que decirlo no quería,
porque decirlo me hería,
que se vuelve el pensamiento
algo terrible y violento
si sale a la luz del día!
Porque yo sé que es prudencia
hacer lo que me enseñaron,
que todo lo que mandaron
es cosa de gran conciencia.
Pero es que, en tanta decencia,
no dejo yo de querer,
pues acaso soy mujer,
que me canten las canciones
con amorosas razones
que me vuelven a encender.
AYA-. Siendo moza, he de decir,
pues bien te lo contaré,
que el amor también prendió
en mi pecho de mujer.
Y prendió con fuerza y gana,
que nunca sabe qué hacer
el que vive enamorado.
ALDONZA-. Eso lo juro yo a fe.
AYA-. Él era un joven apuesto
de los que ya no se ven,
gallardo como solía.
ALDONZA-. Pues me parece muy bien.
AYA-. Y rondaba mi ventana,
desde las dos a las tres,
cuando en la noche y el hielo
era la luna cortés.
ALDONZA-. ¿Qué decía vuestra madre?
AYA-. Pues que no era el mozo aquel
hombre de ingenio ni talla
para casarme con él.
Y me dijo que esquivara
al muchacho por aquel
prejuicio contra insensatos,
si no saben hacer bien.
ALDONZA-. En suma, que lo dejasteis.
AYA-. A la fuerza lo dejé,
que mis padres lo ordenaron,
y, con hacerlo, pues bien,
sentí dolor y tristeza,
sentí que era amarga hiel
amar y dejar al tiempo,
pues que ya lo amaba a él.
Pues era aquel dulce muchacho,
incluso si torpe fue,
la esperanza de mi pecho,
el despecho de mi fe,
mi afán y desesperanza,
porque, por irme con él,
hubiera dado la vida,
y por hallar su vergel.
Por eso debes dejarlo,
hacerle caso y saber,
que si tu padre te riñe
hace lo que debe hacer,
que no tú, si le haces caso,
pues tal no debes hacer
a quien pide que renuncies
al amor que yo dejé.
ALDONZA-. Pero mi padre es quien manda
y, si él riñe, debo hacer
lo que el dice.
AYA-. No lo creas,
porque naciste mujer,
y las mujeres aprenden
cuanto se debe saber
al respecto, porque saben
al hombre engañar.
ALDONZA-. No es bien.
AYA-. Perderás tus años mozos,
no podrás gozarte bien,
si es que ignoras lo que quiere
Cupido darte.
ALDONZA-. ¿Qué haré?
porque, al cabo, quiero amores,
pero mi padre interés
muestra en tenerme alejada.
AYA-. Pero yo sé lo que hacer.
ALDONZA-. ¡Ah, razón de mi despecho,
blando Sancho…! Pues sabré
hacer lo que vos, tan sabia,
es posible que dictéis.
Mas no es matar las virtudes
que el pecho siente.
AYA-. No es bien
preguntar de esa manera.
ALDONZA-. Raro dilema… ¿Qué hacer?
Porque el amor pide mucho,
que es la riqueza un gran bien,
y es la nobleza más alta,
y, pues es honra tener,
no puedo yo, renunciando,
regalarme en brazos de él,
para que luego no quiera
ser mi esposo.
AYA-. Mas ¿por qué?
¿No sabes en tu ignorancia
que el honor es el revés
de la vida más dichosa?
Porque, si lo miras bien,
quiere el amor ser la trampa,
que no lo deja de ser,
pero no amar es peligro
de morir sin el placer.
¿Para qué vivir entonces?
¿Para qué dejar de ser
amor en brazos ajenos?
¿Qué se pudiera perder?
Pues el tiempo que se escapa
y que miramos correr
viaja pronto, pues se escurre
y la vida va con él.
De esta manera, si el tiempo
se va para no volver,
si no torna el tiempo
es hora de querer cualquier placer.

ESTAMPA III

Alcoba de don Sanch. Don Sancho está en el aposento, sentado sobre la cama, como quien razona para sí:

DON SANCHO-. Quiere herir con sus puñales
el amor el pecho mío,
pues que lo sabe con brío,
para llenarlo de males.
Y las horas otoñales
saben de mi aburrimiento,
cuando susurran al viento
que se acerca a mi ventana,
si ya nace en la mañana
ese brillo ceniciento.
Mas todo será contento,
porque, en siendo enamorado,
quiero servir el mandado
que ordena mi sentimiento.
Pues habla con duro acento
este amor que, con dureza,
me mira con aspereza,
pues es cruel el malandrín,
si se finge un querubín
coronado de belleza.

Sigue ahora cantando con tristeza sus amores al compás de un instrumento de cuerda que él mismo tañe:

Traición es, si al pecho hiere,
el desvelo que el amor
suele encender, sin pudor,
en quien su duelo sufriere.
Que el amante el amor quiere
como más alto destino.
Y es, de este modo, mezquino,
porque suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Que el que muere enamorado
ignora que vive preso
en la promesa del beso
que nunca será entregado.
Porque vive trastornado
quien del amor es sirviente.
Y, si es el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.
Que nace de su veneno
esa obsesión que asesina
a quien presto se avecina,
creyéndolo noble y bueno.
Y muere de amores lleno
Quien se entrega al desatino.
que es, de este modo, mezquino,
porque suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Por eso es el desamor
más alta filosofía
que, con mayor osadía,
verse en manos del amor.
Bien nos lo avisa el rumor
donde lo dice la fuente.
Y, si es el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.

Entra don Diego en la alcoba:

DON DIEGO-. De nuevo, don Sancho, os miro,
que, entre cantos y lamentos,
parecéis hombre de liras,
de silvas y de sonetos.
Y es que en cantar los amores
parece que se os va el tiempo,
que amores hay que son malos
cuando se aferran al pecho.
Sobre todo son mentiras
de los raros sentimientos
que quiere encender con gala
la belleza con su fuego.
Mas debierais ir a verla
y que os mate con anhelos
cuando muestre la dureza
que engendra su duro pecho.
DON SANCHO-. Sabed que hallaré la muerte
en la maldad de su seno,
pues me han dicho que se burla
de mi pena y mi tormento.
Y dice el alma que sufre,
y dice el ánimo ingenuo
que no lo quiere la amada,
y así ha de tenerse en menos.
DON DIEGO-. Pues no dejáis de tristezas
y no olvidáis los lamentos,
a este llanto os abandono
en este triste aposento.
Y no gustaréis de los vinos,
porque sabe el vino añejo
más que todos los amores
que encender puedan el pecho.
Quedad pues con esos cantos
y otro día nos veremos
en que también con mis burlas
pueda de rabia encenderos.
Que no parece, don Sancho,
sino que os dejaron ciego
esos amores terribles
que os atormentan.
DON SANCHO-. ¡¡Don Diego!!
DON DIEGO-. Además esa es muy vieja.
DON SANCHO-. ¡Vive Dios que no comprendo!
DON DIEGO-. Que vieja es la melodí
y más viejos son los versos,
porque no faltó cantarlos
siendo mozo, en esos tiempos
en que todo fue alegría,
regocijo y devaneo.
De todos modos, os digo
que obráis mal, pues eligiendo
a ese Cupido terrible,
buscáis un camino estrecho.
Serán malas angosturas
por donde os veré sufriendo
esos amores sin alma.
DON SANCHO-. ¡Sed respetuoso, don Diego!
DON DIEGO-. Pues que no queréis decirme
por qué no aceptáis consejo,
dejad que yo mismo os diga
la razón de vuestro duelo.

Don Diego toma el instrumento d cuerda de las manos de don Sancho y acaba el cantar, tañendo él los acompañamientos:

Y es que causan los amores
sentimientos de despecho
cuando el amor, al acecho,
se traduce en sinsabores.
Que son tantos los dolores
que en mi pecho lo adivino.
Pues, de este modo, es mezquino,
cuando suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Pues, huyendo de Cupido,
de su mal y su locura,
parece que se aventura
la razón en sinsentido.
Pues el ánimo abatido
mira su rostro vehemente.
Pues, siendo el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.
Porque luce, cuando vuela,
el engaño de ese brillo
que teje el alto castillo
en que su llama se hiela.
Que el amante se desvela
si lo sabe ya vecino.
Porque el amor es mezquino,
si es que suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
De esta manera es lamento
querer ser desamorado
si se vuelca, trastornado,
el más loco pensamiento.
Muere de puro contento
aquel que el amor presiente.
Que, si es el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.

Don Diego devuelve el instrumento a don Sancho.

DON SANCHO (riendo)-. Está bien, iremos juntos,
y pienso que iremos presto,
pues presto es pasar los males
y tan mal abatimiento,
que duele el alma de amores
en lo profundo del pecho,
pues uno triste suspira
y arde pronto en un incendio.
DON DIEGO (riendo)-. Pues eso es lo que quería
y me hacéis caso, tendremos
una jarra de buen vino,
el de la orilla del Duero,
y, bebiendo de su néctar,
he de daros mil secretos
de los tiempos en que tuve
amoríos y despechos.
DON SANCHO-. Será bien beber el vino
y escuchar vuestros comentos,
que son gratos los relatos
que contáis con ese ingenio,
mezclando a veces verdades,
mezclando a veces inventos,
porque imagina el espíritu
entre prudente y soberbio.
DON DIEGO-. Mal decís vos, que quisiera
no hacer caso a un jovenzuelo
que no sabe lo que dice.
DON SANCHO-. Mas es la verdad, don Diego.
DON DIEGO-. La verdad es que los mozos
enamoradizos y ciegos
presumen aleccionando
a los más canos y viejos.
DON SANCHO-. Vamos, bebamos el vino
y el caso discutiremos
como dos buenos amigos,
como grandes compañeros.
DON DIEGO-. Debéis templaros, muchacho,
porque cualquier joveneto
pierde la vida y el alma
con ser menos pendenciero.

ESTAMPA IV

Interior del palacio de don Pedro. Don Pedro discute con su escudero:

DON PEDRO-. Habré de llevar la espada,
señalando que la muerte
quiero para el que se atreva,
pues esto es cosa prudente.
ESCUDERO-. Mejor es, en estos casos,
puesto que amores pretende,
llevar las cosas con calma.
DON PEDRO-. ¿Y ser yo condescendiente?
No es menester que mi genio
de esta forma se doblegue
al capricho de un muchacho
que sabe ser insolente.
ESCUDERO-. A mal estáis con el mozo.
DON PEDRO-. Lo estoy con quien me parece.
ESCUDERO-. Pero en nada os ha ofendido.
DON PEDRO-. Es que a mí todo me ofende.
Y, pues me miro ofendido,
se que en el ánimo quiere
arder una nueva hoguera,
porque mi pecho se enciende.
No pienso yo que a una niña
busque siempre de esta suerte
un galán que no se calla,
pues lo murmuran las gentes.
ESCUDERO-. ¿Mas qué murmuran?
DON PEDRO-. Murmuran
todo aquello que me hiere,
que es el honor lo profundo
que en el alma siempre duele.
ESCUDERO-. Solo cantó unas canciones.
DON PEDRO-. Nada escuché, mas se siente
un rumor que dice amores,
que no serán nunca bienes.
ESCUDERO-. ¿Qué sabéis vos?
DON PEDRO-. Lo que digo.
ESCUDERO-. ¿Quién os lo dijo?
DON PEDRO-. La gente.
ESCUDERO-. ¿Pero la gente de dónde?
DON PEDRO-. Los vecinos.
ESCUDERO-. ¡Vaya siete!
DON PEDRO-. Son gente rancia y son nobles,
y en su nobleza se entiende
que la verdad que me dicen
es asunto que me hiere.
ESCUDERO-. No hagáis vos caso de nadie
y dejad que os aconsejen
los que viven en la casa,
los que os aprecian y quieren.
DON PEDRO-. ¡Vino con raro instrumento
a esta calle y no se pueda
dejar que a una niña tierna
le canten coplas!
ESCUDERO-. Se entiende,
señor, que la niña es niña
a los ojos del que viere
la niñez en sus ojuelos,
en su cabello y la frente.
Porque es moza casadera,
y bella es si la pretenden,
y los dulces madrigalesno son burlas ni la hieren.
Son versos muy delicados,
llenos de suaves vaivenes
en que la rima maldice
al amor con que la quiere.
DON PEDRO-. Él no es ningún Garcilaso,
no es Petrarca y no se quiere
que cante aquí cada noche.
ESCUDERO-. Pero no se desespere
vuestra merced con este suceso,
pues él dice que la quiere
y los dos podrán casarse.
DON PEDRO-. ¿Y que no me desespere?
ESCUDERO-. También él tiene riquezas,
su nombre es alto, y es gente
que tiene gran nombradía
en las tierras de Alburquerque.
DON PEDRO-. No me gusta que me burlen.
ESCUDERO-. Señor, de un linaje viene
que es por muchos envidiado.
DON PEDRO-. Si busca el amor que espere,
o podrá probar mi espada,
que mi espíritu valiente
sabrá batirse y es justo.
ESCUDERO-. Es cambiar males por bienes.
DON PEDRO-. ¡La deshonra que supone
ese insano mequetrefe
canto tristes canciones
del amor y sus vaivenes
no es un bien, sino una afrenta
para quien de honor entiende,
que yo más no he de sufrirlo,
supuesto que nadie debe!
ESCUDERO-. De todos modos, es digno
cantar amores y quieren
las gentes los amoríos
escuchar en versos breves,
porque suelen, por las noches,
cantar los amores crueles
los amantes cuando rondan.
DON PEDRO-. No es bueno que tanto penen.
Quiere el rey gente en la guerra,
pueden irse con los Gelves,
siguiendo al noble bastardo
don Juan, que es hombre valiente.

Se va don Pedro.


ESCUDERO-. No recuerdan los amores
los que llegaron a viejos,
pues dicen que sus consejos
han de ser siempre mejores.
Pero suelen los dolores
apretar a los amantes,
pues que solo unos instantes
son en esto suficiente
para que un mozo lamente
situaciones inquietantes.
Y yo vivo enamorado
a don Sancho entiendo bien,
porque lamenta el desdén
que lo tiene enajenado.
Es él un hombre educado
y bien quiere a mi señora,
pues le canta, hasta la aurora
su más tierno y dulce amor
en que llora de dolor
y su tristeza deplora.
Y del mismo modo vivo
y lamento mi querer
por amor de una mujer
a la que versos escribo.
Que por ello me desvivo,
puesto que es dulce el amor
que, negando su favor,
nos hace sentir anhelos
para darnos los desvelos
y llenarnos de dolor.

Toma un papel en el que va leyendo, con recitado enfático:

Tiene el amor codicioso
las desdichas, los afanes
en que enciende los volcanes
de su fuego poderoso.
Y hasta el pecho vigoroso
siente su fuego y dolor,
pues es siempre doloroso
el camino del amor.
Y, como al cabo asesina
la pasión que arde en el pecho,
es el amor el despecho
del que el sensato abomina.
Pero la suerte mezquina
me condena en su rigor,
pues mi destino camina
los caminos del amor.
Que, viéndome acelerado
por esos hondos anhelos,
fundir infiernos y cielos
es acaso celebrado.
Por eso vivo apagado,
porque, falto de favor,
la doncella me ha negado
un sendero hacia su amor.
Y es un vivir sin sosiego
este vivir con apuro,
pues es el camino duro
si arde el suelo como fuego.
De los amores reniego,
que un destino de dolor
aguarda al que sigue a un ciego
a la senda del amor.
Que, en suma, si es doloroso
perderse en este vergel,
se hace amargo como hiel
este sendero escabroso,
puesto que el mal amoroso
no es el destino mejor
para quien siente el acoso
en la senda del amor.

Dejando de leer:

Doña Marina del Valle
y Fernández del Hornillo,
alba clara, puro brillo,
blanca rosa y fino talle,
dulce regalo, detalle
de la aurora que nos mira,
bella verdad si es mentira
y, si mentira, verdad,
alba clara y majestad
por la que el mundo suspira…
Clara luz, clara belleza
y en todo fina hermosura,
la razón de mi locura
y el poder de mi tristeza,
pues que su blanca belleza
arranca del pecho mío
la razón de mi albedrío,
la voluntad que no tengo,
el mal del que me prevengo
y ese bien que ya no es mío.
Y morir por vos muriera,
ya que sois vos mi señora,
luz que me trajo la aurora,
verde en verde primavera.
Y, por ser vuestro, quisiera
gritar, como el vagabundo,
diciéndole a todo el mundo
las razones de esta herida
que el amor tiene encendida
con un corte tan profundo.

ESTAMPA V

Mesón de la villa. La mesonera dirige a sus dos mozas en el interior de mesón:

MESONERA-. Tres semanas llevo fuera
y hallo perdida la casa,
el polvo por los pasillos
y en los muros telarañas.
Cuando miro lo que hicisteis,
encuentro sucias las sábanas,
y no digamos la ropa.
MOZA 1-. Yo la lavé en agua clara.
MOZA 2-. Pues por lo visto era turbia.
MESONERA-. Mal la lavasteis, mas basta,
que, de aquí en lo sucesivo,
yo misma os veré lavarla.
MOZA 1-. No habéis contado, señora,
cómo queda vuestra hermana.
MOZA 2-. ¡Como si ese fuera asunto
que a nosotras importara!
MESONERA-. Mi hermana, después del trance,
de todo queda curada,
mas no quedaréis vosotras,
que no hacéis bien las coladas:
Que yo habré de castigaros,
pues que se os sabe alocadas,
y todo el pueblo lo grita,
y hasta los ciegos lo cantan.
Y, decidme, en estos días,
¿cómo ha estado la posada?
MOZA 2-. La posada bien señora,
mas la villa trastornada.
MOZA 1-. Acaso como nosotras.
MESONERA-. Si no valéis para nada,
que no acertáis con las cosas
que cada día se mandan.
Y, ya que sois de rumores,
porque nada se os escapa,
¿qué tal la vida en el pueblo?
MOZA 2-. Pues la verdad que animada.
MOZA 1-. Hay un asunto de amores
que tiene ya alborotada
a la gente de la villa.
MOZA 2-. Todos lo hablan en la plaza.

Llegan al mesón don Sancho y don Diego:

MOZA 1-. Señora, dos caballeros
han entrado en la posada,
que el vino querrán.
MOZA 2-. Seguro.
Iremos a por las jarras.

Las mozas van por todo lo necesario para servir a los huéspedes:

MESONERA-. Don Diego de Monteviejo
y del Villar de Carranza,
venís bien acompañado.
DON DIEGO-. Di que nos pongan dos jarras.

Inmediatamente les sirven.

MESONERA-. Es buen vino, señor mío,
que dicen que la garganta
se endulza con gusto suave
y el paladar que lo pasa.
DON DIEGO-. Bien lo sé, que lo he probado
y es de mi gusto.
MESONERA-. Esta casa
siempre os guarda el mejor vino.
DON DIEGO-. Bien lo sabe el que lo paga,
y es el caso que me gusta,
que por tomar otra jarra
vengo siempre satisfecho.
MESONERA-. Eso, don Diego, me agrada.

Las mozas y la mesonera se van a hacer sus labores.

DON DIEGO-. Te decía que estas cosas
suelen ser muy complicadas,
que nadie del mal de amores
podrá decir que se escapa.
Es perdición y es terrible,
y, pues es cosa tan mala,
bueno es decir qué es preciso
en la intención de curarla.
Pero, porque soy curioso,
que es cosa que a nadie espanta,
me diréis primeramente
quién es y cómo se llama.
DON SANCHO-. Sabedlo, pues es lo justo
deciros quién es la dama:
doña Aldonza de Fuenfría
es su nombre.
DON DIEGO-. Bella dama.
DON SANCHO-. ¿La conocéis?
DON DIEGO-. La conozco.
DON SANCHO-. Pues ella me roba el alma,
ella mi pecho destroza,
y, a decir verdad, me mata.
DON DIEGO (tras un trago)-. Mas noble es el vino añejo
que veis dentro de la jarra,
porque en grandes cantidades
a los borrachos engaña,
que el amor que se reduce
a unas falsas esperanzas
cuando es ella presumida,
que a los más nobles desarma.
DON SANCHO-. ¿Y no ha de amarme?
DON DIEGO-. No creo:
es orgullosa esta dama,
y dice que en lo más alto
está el linaje y las armas
que se ven en el escudo
que, a la puerta de su casa,
su grandeza y nombradía
con arrogancia amenaza.
DON SANCHO-. ¿Y no ha de quererme entonces?
DON DIEGO-. Olvidad las esperanzas,
porque no es ella señora
que pueda ser alcanzada.

Don Sancho vuelve a acompañarse del instrumento para disponerse a cantar:

DON SANCHO-. Quiere el amor ser tortura,
pues, negando su belleza,
se ha mostrado con dureza
cuando mi pecho se apura.
Y arde en esta quemadura
la esperanza que me niega
cuando su fuerza despliega,
con el ánimo insincero,
para indicarme que espero,
un regalo que no llega…
Y es preciso, en este trance,
confesar las emociones
que me llenan de pasiones
donde no existe un romance.
Y ya que no tiene alcance
su singular hermosura,
ya que la vida me apura
con su dulce ligereza,
quiero yo amar la belleza
si es que mi pecho tortura.
De este modo he de cantar
denunciando los rigores
que conmigo los amores
quieren, crueles, aplicar.
Y, pues he de soportar
el dolor de mi castigo,
será mi consuelo amigo
confesar estas pasiones,
que las lejanas naciones
sabrán servir de testigo.
Que ellas dirán la verdad
de todo mi sufrimiento
donde me falte el aliento
que me niega una beldad.
Y es rara oportunidad
poder hallar tal dolor,
pues es un rayo de amor
lo que se dice este rayo,
cuando causa mi desmayo
para darme más dolor.

Comienza a cantar:

Siempre ha de ser desdichado
el que enamorado vive,
que, si la flecha recibe,
también vive enamorado.
Triste del enamorado
que se pierde en su camino.
Pues es el amor mezquino,
cuando suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Que la esperanza de un beso
acaso es desesperanza,
porque nubla la confianza
cuando se torna en exceso.
Pues ese beso travieso
quiere ser amor ardiente.
Y, si es el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.
Y, en viendo que el amor mata,
en viendo que siempre hiere,
no es lo más justo que espere
clemencia a quien arrebata.
A su gusto nos maltrata,
si se convierte en destino.
Que es, de este modo, mezquino,
porque suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Y el que pide esos amores
que lo mire con prudencia,
que la prudencia es la ciencia
para evitar los errores.
Mala cosa los amores
son al decir de la gente.
Y, si es el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.
Que dicen del condenado
que padece en las galeras
que tristes son sus esperas
hasta verse liberado.
Y llora el enamorado
cuando mira su camino.
Pues, de este modo, es mezquino,
cuando suele, con su flecha,
encender alguna endecha
en quien llora peregrino.
Que en locura se derrama
la luz que se ve en la altura
cuando en sus brillos procura
ser retrato de una dama.
Enciende la viva llama
que no se sacia en la fuente.
Pues, siendo el amor doliente,
no será hermoso el desdén,
pues, negando el mayor bien,
hace la sed más ardiente.

TELÓN

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez