jueves, 10 de julio de 2014

Muerte del conde Villamediana I











Jornada primera de

“QUIERE EL AMOR SER DOLENCIA” O “LA MUERTE

DEL CONDE DE VILLAMEDIANA”

(Breve dramatización con tintes trágicos

sobre el notable suceso histórico,

acontecido durante el

Siglo de Oro en

Madrid)


 


ESTAMPA I



Interior del palacio del conde.



EL CONDE-. Pues arde el pecho maldito

y me hiere con despecho,

siento su fuego en el pecho,

triste mal, nunca descrito.

Y ella, que no es de granito,

está, en cambio, en tal altura,

que aspirando a su finura,

quiero aspirar a sus labios,

que pronuncian versos sabios

y los dicen con soltura.



Y es que el amor receloso

nos embarga con su juego,

porque, siendo niño ciego,

es su juego misterioso.

Con su gusto caprichoso

nos atrapa con su red,

que, negando su merced,

niega con gran osadía

el brillo del claro día

que ocaso vuelve a la vez.



Y es que quieren los amantes

esas noches de locura,

pues así, en la sombra oscura,

disfrutan breves instantes.

Y esas horas delirantes

llenan tardes y mañanas,

porque las horas tempranas

y el ocaso repentino

se mezclan al son divino

de esas locuras lozanas.



Pero es osado, escudero,

amar, como yo, bravío,

a quien tiene mayor brío,

si sospecha que la quiero.

Y lo sabrá el mundo entero

si lo dice la poesía,

que, al cantar la nombradía

de una dama destacada,

es reina de la alborada

la que me enciende y enfría.



Y, pues que lloro vencido,

quiero seguir tu consejo,

que, si en amor soy más viejo,

tal vez no más prevenido.

Y, en cuanto tengo entendido,

es tal pasión el amor,

que el sufrimiento mayor

no es el mayor sufrimiento,

porque, si duele el aliento,

duele también el valor.



Que es la reina alto picar,

y es ese imposible amor,

el que puede ser rigor

mayor que me puedan dar.

ESCUDERO-. Dejad, pues, de lamentar

esa queja dolorosa,

porque quien quiere esa rosa

que es hermosa y soberana

morirá por la mañana,

si decide hacer tal cosa.



Pues, si entiendo qué decís,

la locura que os entiendo

será lo que estoy oyendo

donde imprudente venís.

Y es ese espíritu gris,

melancólico y  dañino

el que os pierde, que adivino

vuestra falta de alegría

por una pasión sombría

que no tiene buen destino.



Y amar a una soberana

se hace caso peligroso,

siendo el monarca el esposo

de la belleza temprana.

EL CONDE-. Morirá Villamediana

si es que es preciso morir,

porque, dispuesto a sufrir,

sabe luchar, cuando quiere,

y hasta la muerte prefiere

que vivir un sinvivir.



Y, si el amor es locura,

como loco he de decir

que le he sabido escribir

la mejor literatura:



(Saca un pliego de la manga y lee en voz alta)



“Sois, señora, la apostura

que me llena de tristeza,

porque, al mirar la belleza

de vuestros ojos callados,

siento acaso desolados

mis ojos por su dureza.



Y es que es más duro, Isabel,

no confesar el amor

que morir en el dolor

de saberse preso en él.

Se hace amargo como hiel

ese labio de coral

cuando la luz es cristal

que mira en reflejo sabio,

pues hace de espejo el labio

con la gala matinal.”



(Dejando la lectura:)



Así digo en esta carta,

que la he escrito con paciencia,

pues el verso pide ciencia

cuando en el canto se ensarta.

Y, aunque la vida me parta

el rey con su autoridad,

debo decir la verdad

del amor y el sentimiento

que me arrancan el aliento

y también la dignidad.



ESCUDERO-. Quiere el amor, con su flecha,

conduciros a la muerte,

que es lo que quiere la suerte

de quien sucumbe a su flecha.

Porque del rey la sospecha

nunca sabe perdonar,

porque no es prudente amar

a quien ama el soberano,

y él de su dama está ufano.

EL CONDE-. Pues la habré de enamorar.



Que es ella la gloria mía,

la más alta majestad,

si sabe de mi humildad,

cuando en ella admiro el día.

Y es ella toda poesía,

que son  versos inspirados,

los de sus ojos callados,

rayo de clara esperanza,

pues quien los ve solo alcanza

a saberlos enojados.



Y, pues es amanecida,

sé del alba en su semblante

la sospecha delirante

la ansiedad más encendida.

Y quiero perder la vida,

porque por ella es perder

acaso el mayor placer,

que, rendido a su belleza,

siento tan honda tristeza

que es hermoso perecer…



Y esta pasión que describe

el que te dice dolores

ha de decir los amores

que la mirada concibe.

Pues es verso que se escribe

con tan gran facilidad,

que es decirle: “Majestad,

en vuestro amor me derramo,

porque si os digo que os amo,

no habrá conmigo piedad”.



Por eso quiero pedir

que le lleves el recado

del corazón resignado

que se siente ya morir.

ESCUDERO-. Señor conde, eso es decir

una insensata locura,

que parece una diablura

de un insensato mozuelo.

EL CONDE-. No quieras negarme el cielo:

tú ve como el rayo, apura.



ESCUDERO-. Pero no es, señor, prudente.

Hay que pensarlo despacio,

porque suele en el palacio

decir cosas mucha gente.

Pues acaso es más corriente

que se inventen mil rumores

a que callen los señores

que política comentan,

que con embustes inventan

y que cuentan mil amores.



EL CONDE-. Has de buscar a su dama

para que le dé el recado.

ESCUDERO-. Siento el ánimo apagado.

EL CONDE-. Lento el amor se derrama…

ESCUDERO-. Pero esa encendida llama

podrá apagarse al final.

EL CONDE-. Es un incendio mortal,

que ya me siento incendiado,

de la reina enamorado,

condenado a este final.



Y, pues ella será mía,

le diré que es la posada

de esta súbita alborada

que en claros ojos enfría.

Y diré que se encendía

desde la alta balconada,

el color de la alborada

noble en quien debe reinar

si se refleja en el mar,

esa llama alborotada.



Porque la dulce, Isabel,

no me sabe enamorado,

y soy hombre condenado

en su callado vergel.

Que doy este amor y en él

quiero ver nacer la noche

que desborde su derroche

sus brillos y claridades,

porque en sus oscuridades

busca el amor cada noche.



ESTAMPA II



Pórtico del palacio del rey.



ESCUDERO-. Disculpad que así me acerque,

pues que, mujer de alto fuero,

llena de dones y gracias,

a vuestros pies me presento.

Sois hija noble hidalgo,

y, sin ser señor muy viejo,

como viejo es venerable,

a costa de su abolengo.



Nuevas os traigo de un conde,

y os puedo decir que vengo

en su nombre por mandato

de su nobleza y su sello.

A vos, señora, me manda,

y por eso ante vos vengo,

pues esta carta que os traigo

acaso es asunto serio.



No es para vos el recado,

sino que la carta en verso

es para gente más alta,

de lo más alto del reino.

DAMA-. Vuestro recado es locura,

pues, según estoy oyendo,

ese mensaje es osado,

si es carta de amor el pliego.



ESCUDERO-. La manda Villamediana,

hombre de rancio abolengo,

famoso por su nobleza

y la gracia de su ingenio.

DAMA-. Dicen que es galán el hombre,

y sé bien de sus intentos,

pues Isabel, mi señora,

siente amores en su seno.



Si acaso le corresponde,

he de decir que no es bueno,

y causará  mayor daño

a quien lamenta el despecho.

El despecho, sí, que es caso,

donde malo es el remedio,

amar a Isabel, la reina,

mostrando tan loco empeño.



ESCUDERO-. Tan solo soy un mandado,

que no sé si entonces yerro,

pues os traigo este mensaje

y por ello nada espero.

Lo que contiene el mensaje

lo dicen ya los silencios

de los más aficionados

a rumores y comentos.



No es una prosa inocente,

y le siguen unos versos,

todos ellos inspirados

en la promesa de un beso.

Pueden costarnos la vida,

que no cabe en ello acierto,

que es deshonra de la reina

escuchar atrevimientos.



Pues es mi señor un loco,

a lo menos, yo lo entiendo,

que prende el amor pasiones

que no apaga el mismo hielo.

Y, pues lo sé, tengo dudas

sobre ser cómplice en esto,

porque fiel he de ser al conde,

pues es mi señor y dueño.



Mas os doy en fin en mano

la longitud de este pliego

que eleva al cielo las artes

con sus cantos y sus versos.

DAMA-. Supongo que son romances,

espinelas y sonetos,

todos ellos bien escritos

en ese estilo tan nuevo.



ESCUDERO-. Lo llaman nueva poesía

los que quieren el ingenio

de esas raras impresiones

que yo a veces no comprendo.

DAMA-. Tal es el culteranismo,

según lo llama Quevedo,

más tiene fina ocurrencia

y elegancia en cada verso.



ESCUDERO-. Yo soy, señora, de Lope,

mas mi señor es tan bueno

que al mismo Góngora emula,

y tiene tamaño mérito.

Conozco yo sus escritos

y admiro bien el talento

de las silvas que compone,

si no se va por tercetos.



Orgulloso de servirle,

ni Cervantes va primero,

ni el “Lazarillo de Tormes”,

de todo cuanto yo leo.

Yo, que admiro la poesía,

sé que es un hombre de ingenio

y pica bien los novillos

en las fiestas que hace el pueblo.



Tomad, por tanto, señora,

en vuestra mano estos versos,

que, con ser todo de amores,

no puede ser deshonesto.

DAMA-. Sabed que son estas cosas

asuntos muy traicioneros

que pueden costar la vida

a los nobles y plebeyos.



ESCUDERO-. No puede haber gran delito

donde, entre versos traviesos,

son los amores palabras

y la pasión embelecos.

DAMA-. Vuestra inocencia me admira,

que arde acaso como el fuego

la mecha que enciende el aire

en ese mísero pliego.



ESCUDERO-. Pues sabed, señora mía,

que la razón no comprendo,

pues es el amor más noble

y acaso el más bello espejo.

DAMA-. Decir eso os hace débil

y os muestra un muchacho ingenuo

que no sabe lo que dice

en tan gran atrevimiento.



ESCUDERO-. A costa de ingenuidad,

señora, sé que defiendo

los amores del buen conde,

puesto que en él se encendieron.

DAMA-. Pues en esto me haréis caso,

y es que debéis ser discreto,

porque el secreto lo pide

y es menester el silencio.



ESCUDERO-. Si el silencio es menester,

es justo cumplir con ello,

callando, si hay que callarse,

siendo así todo misterio.

DAMA-. Habéis de ser una tumba

en callado cementerio,

sin comentar a ninguno

lo que pasa ni aun en sueños.



ESCUDERO-. Será así lo que decís,

será así y sabré yo hacerlo,

pues al conde, desde niño,

sirvo yo como escudero.

DAMA-. Y más que escudero acaso

le servís de recadero

al venir con los mensajes

que se encienden como fuego.



Porque todo se murmura,

todo se dice entre el pueblo,

todo la gente comenta,

que no deja de saberlo.

Y, si se saben las cosas,

están las gentes muy lejos

de contener los rumores,

pues más leña echan al fuego.



Quiero deciros, en fin,

que, con ánimo soberbio,

las falsedades se mezclan

a la verdad y su precio.

Y ocurre en fuentes y plazas,

en mercados y comercios

donde se vende la seda

que se trajo de los puertos.



ESCUDERO-. Pues que así me lo decís,

por advertido me tengo,

y, si he de cortar mil lenguas,

no ha de sobrar el acero.

Pues no es el acero mío

la espada mejor del reino,

porque mejor es la espada

que luce el conde, mi dueño.



Y él es sabio como nadie,

y engalana su talento

cuando, al picar a los toros,

todos lo ven con contento.

DAMA-. Mas ya lo dicen algunos:

que el rey, con gran desaliento,

advierte que pica y alto,

pues quiere picar su lecho.



Y no es cosa muy segura

meternos en estos cuentos,

que es deshonrar al monarca

para todos alto riesgo.

ESCUDERO-. No dirán, señora mía,

que me callo porque temo,

aunque yo sabré callarme

como procede.

DAMA (tomando el pliego)-. Así espero.



ESCUDERO-. Haced, señora, el encargo.

DAMA-. No temáis, pues os prometo

que yo le daré el mensaje

y daré lectura al verso,

pues es gusto de la reina

que, cuando está atardeciendo,

se le reciten poesías

llenas de raros requiebros.



ESCUDERO-. Yo, que no soy hombre culto,

oigo que tienen ingenio

a los que estas cosas saben

sobre el arte del buen verso.

Y tiene fama el buen conde,

que, además de ser mi dueño,

es letrado y preparado,

mostrando su buen ingenio.



ESTAMPA III



Alcoba de la reina.



DAMA-. Quiere el buen Villamediana

que os entregue un raro envío.

ISABEL-. Es hombre lleno de brío.

DAMA-. Es un hombre impresionante.

ISABEL-. Tiene un aire interesante,

y es muy diestro el trovador,

que sus versos son amor

y contagian su alegría.

DAMA-. Y no es poca su osadía,

que tiene mucho valor..



ISABEL-. Dad a la carta lectura,

que, con ingenio perverso,

sabe el conde hilar el verso,

y sus conceptos apura.

DAMA (leyendo)-. “Sois, señora, la apostura

que me llena de tristeza,

porque, al mirar la belleza

de vuestros ojos callados,

siento acaso desolados

mis ojos por su dureza.



Y es que es más duro, Isabel,

no confesar el amor

que morir en el dolor

de saberse preso en él.

Se hace amargo como hiel

ese labio de coral

cuando la luz es cristal

que mira en reflejo sabio,

pues hace de espejo el labio

con la gala matinal.



Que, si sois amanecida,

quiero el alba en el semblante

que sospecha delirante

la ansiedad más encendida.

Que, por la pasión rendida,

vive el alma del que escribe

esta pasión que recibe

de tan hermosos enojos,

si son enojos los ojos

que la mirada concibe.



Por eso, señora mía,

pues sois alta majestad,

sed testigo a la humildad

de quien sufre cada día.

Que vuestra es toda poesía,

que, en inspirándola vos,

somos los dos ante Dios

raro brilla de esperanza,

si acaso Cupido danza

para juntar a los dos.”



ISABEL-. Es hombre de gran valor

y es hermoso tal escrito,

que no ha de ser de granito

mi blando pecho a su amor.

Y, por darle mi favor,

dice el rey que se despecha,

que ya pienso que sospecha

el callado sentimiento

en que el alma es alimento

del amor y de su flecha”.



DAMA-. Sigo leyendo, señora:

“Y, porque sois hermosura,

me doblego en la locura

de adorar la clara aurora.

Pues vuestra frente mejora

la clara luz del Oriente,

el sol bello que, luciente,

regala la luz divina

que por los cerros camina

con su llama incontinente.



Que, doliente, en este estado,

digo arder contra la ley,

que traición es contra el rey

lamentar mi duro estado.

Y es estar enamorado

una cosa peligrosa,

pero si el alma reposa

en amor tan encendido,

siendo mi dueño Cupido,

os debo entregar mi rosa.



La rosa de este jardín

donde encienden los amores

esos callados colores

de los que soy paladín.

Y traerá la muerte el fin

de esta llama de ilusiones

en que mienten las pasiones

que quieren ser puro sueño,

porque ya el amor es dueño

de dos pobres corazones.”



ISABEL-. Es hermosa esta poesía.

DAMA-. Sigue el verso: “Y es posada

esta súbita alborada

que en vuestros ojos se enfría.

Mas sé yo que se encendía

desde el más alto balcón,

cegada por la pasión,

noble en quien debe reinar

sin decir lo que es amar,

aunque sienta el corazón.



De esta manera, Isabel,

yo, de vos enamorado,

soy un hombre condenado

y es el amor mi vergel.

Tomad ese amor y en él

perderos cuando la noche

nos desborde en un derroche

de estrellas llenas de brillos,

que dos amores sencillos

pueden soñar cada noche.



De esta manera, mi amor,

atento a tanta belleza,

querré, con más ligereza,

ser vuestro fiel trovador.

Y, si sabéis del dolor

que de tanto amor recibo,

sabed que por vos yo vivo,

que vivo por vuestros ojos,

dichosos o con enojos,

si e mis versos los describo.”



ISABEL-. ¡Qué pluma tan elevada

al elevar la poesía

donde llega el alma mía,

si se siente alborotada!

DAMA-. Os compara a la alborada,

cuando en el Oriente nace,

cuando alegre se deshace

sobre la clara mañana,

cuando nos llega, temprana,

como claro desenlace.



Ya quisiera, majestad,

que sus versos tan hermosos

hablasen de mí, golosos

del amor y su verdad.

Mas no es tal malignidad,

sino envidia de la sana,

que os compara a una mañana

y a la llama de la aurora,

esa llama que atesora

vuestra gracia soberana.



ISABEL-. Seguid leyendo.

DAMA-. “Por eso

quiero robar la mirada

de la dama enamorada

que no puede dar su beso.

Y es que lo sueño travieso

donde el rey no lo sospecha,

pues a mi boca la flecha

vino incauta del amor

para negarme el favor,

si su veneno me acecha.”



ISABEL-. Es muy bella esta espinela.

DAMA-. Pero sigue, majestad.

ISABEL-. Seguid, si es que eso es verdad.

DAMA-. Sigo entonces, si os consuela:

“Es justo pedir que duela

este amor, raro delito,

y por eso en este escrito

os dice mi corazón

esta callada razón

y su secreto maldito.



Y, pues el amor lo pide,

es preciso que yo muera

donde el amor nos espera

y nuestra suerte decide.

Y raro será que olvide

mi nombre y escasa gloria

de los siglos la memoria

con haber amado tanto,

que sucumbe a vuestro encanto

la palabra de la historia.”



Os he de decir que a fe

son estos versos divinos,

con esos ecos tan finos

en los que el alba se ve.

ISABEL-. Lo sé, muchacha, lo sé,

que es el conde un hombre bravo

que se empeña en ser mi esclavo

con promesas de un amor

que será prometedor.

DAMA-. Y con esta estrofa acabo:



“Mi dulce reina Isabel,

pues es reina de mi amor,

de mi espada y mi valor

quien supo adueñarse de él,

es invisible el cordel

del amor que nos condena,

pero es dura su cadena,

que quien vive encadenado

no ha de negarse a su estado

y ha de morirse sin pena”.



Bellos versos trae consigo

este tal Villamediana,

pues que sois la soberana

de tan arrogante amigo.

Si de este amor soy testigo,

he de ser la más prudente.

ISABEL-. No ha de saberlo la gente,

porque el amor siempre quema

a quien no evita el problema

de que luego se comente.



ESTAMPA IV



Jardines del Palacio de la Zarzuela.



ISABEL-. Despierta ya en el pecho

del alma enamorada

la luz que va tornándose tristeza,

pues quiere el alma amores que no tiene

y nunca ha de encontrar donde los busque.

Tal vez sus raros ojos

pudieron engañarme,

que hay nobles burladores en la corte

y saben hechizar a las doncellas

con un mirar dejado al aire triste.



Aquella cacería

me expuso a mil peligros,

pues quise hacerle señas y no pude,

valiéndome del arte de las señas,

girando el abanico y elevándolo.

Y todo por ser vista

por ese ingrato alegre

que muestra altivo el ánimo y el gesto,

sabiendo que yo soy la soberana,

la dueña del imperio en el que vive.



Y sé que escribe cartas

a damas con alcurnia

que suelen sucumbir a sus encantos,

leyendo las estrofas que dedica

tal vez a esas doncellas siempre jóvenes.

Mas no soy menos bella,

y soy la reina y quiero

las liras, los sonetos, los tercetos

que nacen de su pluma alborotados

como un torrente raudo y trepidante.



¿No puede dedicarme,

si acaso soy la reina

romances y letrillas amorosas

que anuncien mi hermosura a las alturas

y hacerme en su jardín lucero albino?

¿No habrá de declararme

la rosa, siempre blanca

que brota de las ramas de rosales

que hieren con espinas delicadas

y manchan con amor sus suaves pétalos?



¡Quién fuera, entre las mozas

que habitan esta corte,

aquella que pudiera conquistarlo,

tener su adoración, hacerlo suyo,

vencerlo con los ojos más hermosos!

¡Pues es hombre gallardo,

y es diestro con la esgrima,

y sabe cabalgar por esas sierras

que ven correr, huyendo siempre tímidos,

los ciervos y venados a las frondas!



Felipe es hombre bueno

y es hombre poderoso,

mas no hay en él la luz que se adivina

en ese joven conde cuya pluma

agita los requiebros exaltados.

Domina el verso hermoso

y sabe de la métrica

que piden las canciones amorosas

y exigen los sonetos, cuando graves

nos hablan de la vida y de la muerte.



Son muchos los que dicen

que tiene tal soberbia

que abundan en la corte los que quieren

su muerte por entrar en la política

y denunciar, valiente, a los ladrones.

No falta hablar verdades,

pues muchos en la corte

conspiran por extraños intereses:

los nobles y los clérigos, que hay curas

que quieren beneficio a toda costa.



Si hiere a los que hiere,

no lo hace con mentira,

que no es injusto nunca, si es que ataca,

y tiene cada crítica que es suya

un ánimo mordiente, casi irónico.

Incluso el rey lo sabe,

y siente gran envidia

al ver las cualidades que distinguen

al buen Villamediana entre los otros,

que suelen criticarle, pero en vano.



Tal vez no es un Quevedo

con aires metafísicos,

mas hay plasticidad en esas letras,

y sabe ser filósofo, contando

verdades evidentes del destino.

Y es siempre tan sensible

el eco en su palabra

que siempre la poesía que compone

se torna como música elegante

que un Góngora no supo, con su altura.



Quién sabe si es que vive

perdido por amores

y quiere enamorarme y no se atreve,

pues siendo yo la reina, no es posible

que tenga atrevimiento a escribir versos.

El rey es receloso,

y es justo que así sea:

no en vano está en su honor el de la patria

y toda la nación está en su nombre,

pues es el soberano el gran Filipo…



Tendré que lamentarme,

tendré que verme triste,

soñando unos amores que no pueden

hallar mayor remedio que el que pueden,

pues no pueden tener mejor destino:

yo soy la reina debo

cumplir con mis deberes,

dejándome de sueños y de amantes

que solo traen problemas y rumores

que ha de levantar nunca una reina.



Mas sueño con sus versos,

adoro su poesía

y siento su mirar ante mis ojos

como una incitación, como un aviso

que quiere ser promesa de otra cosa.

Y poco sé del conde,

que suelen los comentos

que dicen por Madrid ser falsedades,

y es cierto que el malvado populacho

inventa mil leyendas de los próceres.



Pero arde ya en mi pecho

la llama que se enciende,

que incendia las entrañas con violencia,

pues ese fuego irradia con mentiras

la voz de una esperanza que no es buena.

Y sé que es imposible

que quiera el conde amarme,

mas quiero que me quiera y desespero

por esperar el bien de su cariño,

que en todo caso es mal tan peligroso.



Filipo ha de matarlo

si engendra la sospecha,

que no suelen callarse los rumores,

de que Villamediana me pretende,

y el caso es que yo quiero que sea cierto.

¿No es esto una locura?

¿No es esto temerario?

Los sueños pueden ser una amenaza,

si vienen con la flecha de Cupido,

forjada con la miel de su veneno.



Pues pretender amores

del buen Villamediana

es casi condenarle en un patíbulo

de intrigas y maldades, porque existe

maldad en estas cortes como antaño.

Mejor será que olvide

que tuve esta esperanza

y piense en otras cosas de provecho,

pues ha de ser así, ya que soy reina

y no me corresponden sus amores.



Quizás me han engañado

mi fe y mis años mozos,

pues es la juventud la que me gritan

las luces del espejo, si me miro,

y digo hallarme bella todavía.

No en vano, don Felipe,

me busca y me retiene,

que siento gran trabajo al apartarlo,

pues sabe bien mostrar los apetitos

que siente, si me quiere sobre el lecho.



Dejemos esos sueños

y las quimeras varias

que suelen ser engaño de las niñas,

pues una reina soy, y, si soy reina,

se espera que me muestre más madura.

Seré la soberana

que espera la realeza,

y habré de amar al rey, o de fingirlo,

pues es hombre cordial, y lo merece,

que nunca ha se ha mostrado mal esposo.



Mas no sé lo que hacer

con estos sueños bobos,

con estas fantasías que desgarran

un pecho de mujer en la derrota,

vencida en el amor más insolente:

la reina con un conde

hubiera sido el colmo,

y el rey se encontraría en el ridículo

delante de los miembros de la corte

y el mundo entero, lleno de maldades.



Y, en cambio, el sentimiento

se vuelve hacia ese conde

que arranca del instinto los amores

y hiere el corazón con el veneno

que inspira en sus conceptos la poesía.

Sus besos quiero pronto,

quién sabe, sus caricias,

pues vivo confundida en una duda,

dejada en el delirio más absurdo

que pudo sufrir nunca reina alguna.



¡No puedo remediarlo,

pues quiero su palabra,

sus versos inspirados y sus risas,

las horas imposibles a caballo,

huyendo hacia un amor que era locura!

¡Y quiero de sus labios,

su boca irreverente,

los besos que jamás me ha prometido,

quien nunca fue mi amante,

no siendo cada noche, cuando sueño!



ESTAMPA V



Pórtico del Palacio de la Zarzuela.



EL REY FILIPO-. Hallo, señora, colores

en vuestros bellos jardines,

donde alegres querubines

cantan tan altos amores.

Veros es ver resplandores,

porque inspiráis la poesía

a la clara luz del día,

mientras rompe la alborada

en los jardines la helada,

si es que tiene la osadía.



Y vengo a vos quejumbroso,

viendo que, con tal despecho,

parecéis temer el lecho

que os ofrece vuestro esposo.

Pero también amoroso

quiero decir la belleza

que alcanza la sutileza

de vuestro grato mirar,

pues si el asunto es amar,

amor soy sin aspereza.



Por eso, señora mía,

aunque rey, de vuestro amor,

quiero ser el trovador

y entregar la suerte mía.

Pues pronto la brisa fría

habrá de negar, con daños,

esos tiempos que, tacaños,

hilan vuestra mocedad,

porque sois vos, majestad,

el tesoro de mis años.



Que, si pensáis que es galante

este concepto cifrado,

el ingenio enamorado

ha de ser vuestro al instante.

Pues os miro delirante,

ya que quiere ser amor

acallar vuestro temor,

si es que la dulce Isabel

se digna a ser menos cruel

y a mostrar menos rigor.



Y es que el rey que se enamora

no ha de tener más destino

que amar el pecho vecino

que le entrega su señora.

Será vuestro pecho aurora

cuando, ya la noche entrada,

os admire enamorada,

porque ya en el lecho mío,

será el amor más bravío

en vuestra dulce mirada.



Y, si así queréis amor,

será nuestro amor hermoso,

sin negar a vuestro esposo

la pasión de su fulgor.

Que es que así vuestro señor

os viene a decir que hermosa

sabe admirar a la rosa

que se encrespa en su jardín

como el alto serafín

lleno de esencia olorosa.



ISABEL-. Mi señor y amado esposo,

digno del más alto cielo,

no habéis de tener desvelo

ni turbar vuestro reposo.

Dejad que siempre gozoso

os contemple mi mirar,

mas no me queráis turbar

con tanta galantería,

porque el sol del mediodía

suele a veces deslumbrar.



Y pues siempre os seré fiel,

lejos de albergar temores,

dad confianza a los amores

de vuestra fiel Isabel.

Porque sois vos el clavel

por el que el alma suspira

cuando siente que delira

en el pecho el corazón.

EL REY FILIPO-. Sois amor y sois razón,

sois verdad y sois mentira.



Porque el amor que yo quiero

no es un  discurso apagado,

sino el río desbordado

en que triste desespero.

Y quiero un amor sincero

de vuestro vientre fecundo,

que los conflictos del mundo,

sus raras complicaciones,

intereses y naciones

tienen un orden segundo.



Por eso, señora mía,

os pide humilde el peso

sentir el pecho oloroso

de tan alta nombradía.

Y esto es rendir pleitesía

con maneras cortesanas,

que las tempranas mañanas

habrán de ver pecho y pecho

revueltos donde mi lecho

ve llegar horas tempranas.



Y, si soy vuestro rosal,

vuestro lugar apartado,

vedme ante vos derrotado

y libradme de este mal.

ISABEL-. Es el amor algo igual

al hielo que cae del cielo,

pues arde a veces el hielo,

quemando aquello que toca,

pues a la fuerza provoca

sensación de desconsuelo.



Por eso, en vez de buscar

a la paloma que vuela,

dadla al aire, que consuela

verla en el aire volar.

Ya se dejará llevar

la paloma a vuestro nido,

pues, según he comprendido,

ha de llevarla el amor,

no debiendo ir con temor

su corazón encendido.



EL REY FILIPO-. Es algo que se hace extraño:

el amor es imperioso

y se vuelve desdeñoso

hasta el punto de hacer daño.

ISABEL-. Es el amor muy tacaño,

que, como veis, mi señor,

siendo el amor tal amor,

lo produce la belleza

y hasta hiere la realeza

con su fuerza y su rigor.



Y tanta gala y poesía

que traéis como oropel

hace amantes de papel

con tan grande nombradía.

Dejad tanta cortesía,

que, si sois de paz remanso,

será todo dar descanso

al alma que se acelera.

EL REY FILIPO-. Vos hacéis larga la espera

a quien es amante manso.



De esta manera os diré

que he de veros esta noche,

y os lo digo sin reproche,

que de reproches no sé.

ISABEL-. Está claro que no ve

vuestra clara majestad

en la turbia claridad

de ese sol que os ilumina,

puesto que el alma vecina

quiere calma y quiere paz.



Sabed vos que este lugar

donde tengo esparcimiento

es lugar donde me siento

muchas veces a pensar.

Es hermoso descansar

en estos bellos rincones

que relajan las pasiones

de quien vive enamorada,

pues el alma despejada

olvida sus desazones.



EL REY FILIPO-. No me habléis de desazón

cuando yo pensando vivo

porque acaso admiro esquivo

vuestro pecho con razón.

ISABEL-. Otra vez esa canción

que es la misma cantinela,

porque siempre se consuela

en la queja vuestro amor.

EL REY FILIPO-. Muerte se vuelve el dolor

y el invierno el alma hiela.



Mas esta noche, señora,

querré tener en mi lecho

vuestro amor, vuestro despecho,

vuestro rencor a deshora.

Y que nos mire la aurora,

encendidos y traviesos,

mezclando abrazos y besos,

uniendo así nuestros brazos

en los terribles abrazos

de quienes aman posesos.



ISABEL-. Pues que la reina os lo pide,

haréis, como habéis de hacer,

lo que os toca, y es ceder

a lo que el alma decide.

Porque el amor no se mide

en abrazos y caricias,

ni es menester que noticias

me den de la obligación

que no manda el corazón.

EL REY FILIPO-. Malas son esas albricias.



Os he dejar, señora,

llena el alma de tristeza,

pues os llenáis de aspereza

con quien de vos se enamora.

ISABEL-. Será el amor a deshora

si lo pide el corazón,

pero será desazón

querer a la fuerza el beso

que os daría travieso

el pecho con su razón.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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