José Ramón
Muñiz Álvarez
“EL
ORO QUE SE ENCIENDE CON ALARDE”
(Soneto
sobre tardes que desnudan
las
horas del crepúsculo
vencido,
si
ven que el sol se pierde en lo
lejano)
http://jrma1987.blogspot.com
La infancia corre rauda, con
apuro, dejando que los años se aceleren, dejando que los tiempos se acaloren en
un correr fatal a otras edades. Entonces no sospechan las criaturas que el beso
de la muerte es inminente y llega la vejez con sus achaques, quemando lo que
somos, lo que amamos. De niño, compartí las experiencias de ver un campo bello,
y cada prado mostró su lado amable, la aventura posible en ese tiempo y ese
espacio que quiso conquistar el alma noble que supo ver las cosas y
aprenderlas, dejando que el espíritu se agrande, si bebe de las fuentes más
sencillas.
Es cierto: los
otoños me con mueven, me gusta ver los pardos en los árboles, los grises en los
cielos y los oros cortando el horizonte con la aurora. Me agradan los otoños y
sus ecos, su ocaso, más temprano cada día, más triste y melancólico, más
tierno, como lo son los frutos ya maduros. Por eso habré de amar estos
rincones que inspiran la belleza en lo profundo del alma que se asoma a las
ventanas que ofrece la mirada que se agita. Por eso han de inspirarme estos
paisajes que encienden el amor en las entrañas, que hieren lo profundo y que me
incitan a hacer estos sonetos repentinos:
El sueño que
el helecho silencioso
dejó sobre el bostezo de la tarde
es oro que se enciende con alarde
en un otoño triste y perezoso.
Lo vieron los
ocasos y, gozoso,
su voz alzó, si, tímido y cobarde,
recorre las alturas, mientras
arde,
risueño y delirante, a su reposo.
La lluvia
sueña las melancolías
nacidas en el hondo desaliento
que
mira los castaños y maizales.
Las horas
de silencio se hacen frías
bajo
ese cielo, siempre ceniciento,
que
el ojo ve detrás de los cristales.
El aire sabe a
miel cuando refrescan las tardes del verano riguroso que hiere sin piedad,
desde que brilla la luz en cada campo y arde el cielo. Las brisas que se van
haciendo dulces, helando sus durezas calurosas, se vuelven como un beso en
pleno rostro, si quiere alguien su beso en el camino. Y el alma de la infancia,
tras perderse, regresa nuevamente, resucita, pidiendo el aire fresco de los años
de juegos y de libros, de excursiones, de sendas y de rutas sin destino,
buscadas al capricho, improvisadas en zonas donde autillos y mochuelos solían
dar conciertos cada noche.
2014 © José
Ramón Muñiz Álvarez
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