martes, 23 de febrero de 2016

La espada que rasgó la noche oscura

Soneto I
LA ESPADA QUE RASGÓ LA NOCHE OSCURA
(Soneto sobre espumas silenciosas
que llegan, moribundas,
a las costas
y mueren en las playas
candasinas)

            Quien siente los colores del paisaje como un dolor que vive en las entrañas comprende el desaliento del espíritu que aqueja a los románticos sin límite. Lo cierto es que hay quien ama las parcelas que vieron su niñez, los años mozos que hallaron las colinas siempre suaves y costas agresivas y gallardas. El caso es que quien mira, con el día, las olas a lo lejos, desde el puerto, pudiera comprender las emociones que habitan en las gentes lugareñas. La aurora suele ser el detonante, llenando el cielo todo con sus cambios, violentos unas veces, otras tenues, cuando la brisa corre los rincones.
            Y tornan a ser nuevos los colores que corren, con el mar, ante mi vista, jugando, caprichosos, a mostrarse como el espejo magno de los cielos. Y el cielo, que dibuja en esos lienzos azules encendidos, coralinos y brillos con pinceles alevosos se quiere retratar en ese espejo. El reino de los viejos pescadores es un imperio bello que me inspira, llenando cada sueño, si es que duermo; acaso el cristalino, si es que miro. Y entonces es preciso que la pluma describa, en el cuaderno envejecido, la imagen del paisaje en una rima que pueda decir algo de estos mares:

                                    El alba que despierta la mañana
                        bosteza, perezosa, donde el puerto,
                        callado, sabe triste ese desierto
                        de espuma que se agita soberana.
                                    El brillo ve la llama que, lozana,
                        se ufana con el raro desconcierto,
                        y grita con valor, al aire muerto,
                        la voz de la gaviota más temprana.
                                    El reino de los viejos pescadores
                        sospecha, en lo profundo, cada brillo,
                        cada color cuajado de hermosura.
                                    El fondo desconoce los colores
                        que quiso, derrotando su castillo,
                        la espada que rasgó la noche oscura.

            A veces hay belleza en esos mares que rugen con violencia cuando llegan los fuertes temporales del otoño, después de esos veranos siempre dulces. La brisa corre alegre cuando quiere, pues deja que los viejos, con sus lanchas, capturen a su gusto calamares, si quedan calamares en la zona. Las horas de la tarde también miran, allá en lo más lejano, los colores de botes que mecidos por las olas, disfrutan la aventura de la pesca. Pero es hermoso ver en los cantiles la furia de ese mar, cuando se agita y azota cada piedra con dureza, mostrando una dureza insuperable.

 2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las lanchas de los viejos pescadores





Soneto II
“LAS LANCHAS DE LOS VIEJOS PESCADORES”
(Soneto sobre brillos y colores que
quiere el alba clara
cuando besa
la arena de las playas de
Carreño)

            Septiembre es un mes lleno de contrastes: la luz del sol es débil y parece que muere ya el verano cuando llegan las tardes con cielos caprichosos. Entonces son las nubes las que azotan, con gana, los rincones del concejo, pues hieren con su lluvia cada zona  y habitan los paisajes de tristeza. Y hay gente que sabiendo de esa herida, prefiere esos momentos en que todo parece convertirse a un nuevo brillo, si sale el sol, después de la tormenta. El puerto, con la luz de la derrota, despide los momentos más dichosos que vieron los rigores estivales que saben de la calma del verano.
            Un halo melancólico nos llena si vuelve otro septiembre con su túnica de luces que son poco, cuando el viento disfruta y, agitándose, nos roza. Es esa sensación de haber nacido para mirar las hojas del helecho rendidas al bostezo de un otoño que se hace, cuando menos, inminente. Pero eso trae consigo la ventaja de darle al alma alada los espacios para que vuele alegre, a su capricho, gritando al mundo todo lo que quiera. Yo, en tanto, os doy un eco de mi espíritu, si escribo versos bellos de un Carreño que muere cuando pasan los veranos  llegan los otoños con nostalgia:

                                    La brisa que contempla, en lo lejano,
                        las lanchas de los viejos pescadores
                        admira las espumas, los colores
                        del mar bajo la calma del verano.
                                    La luz de la alborada, con su mano,
                         jugando con sus raros resplandores,
                        enseña los alegres surtidores
                        que corren sin temor el aire vano.
                                    Las llamas de la altura, con sus galas,
                        proyectan su belleza sobre un suelo,
                        que espera que la tarde las consuma.
                                    Y todo se hace bello bajo el cielo
                        que las arenas besa de las calas
                        que quieren otro beso de la espuma.

            Los cambios del paisaje se hacen bellos y es bello contemplarlos nuevamente, sabiendo que sacuden en los bosques los árboles que esperan su letargo. Y el mar también transforma su apariencia: se pronto son las olas más agrestes y el viento las agita con sus rizos, haciendo que levanten sus espumas. Los mares de Carreño son más bravos llegados los otoños a esta tierra que puede lamentar el poderío de un mar encabritado que se agranda. Las gentes del lugar saben del canto del viento cuando quiere la tormenta, buscando arremeter contra la roca que duerme su silencio en los cantiles.

 2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Capricho de la escarcha y osadía



Soneto III
“CAPRICHO DE LA ESCARCHA Y OSADÍA”
(Soneto sobre otoños que derrotan
las tardes encendidas
de otras veces
que nunca sospecharon las
heladas)

            Asturias es lugar privilegiado. Quien quiera caminar por los senderos que existen en las zonas de la costa, podrá mirar la luz de los otoños, saber que los inviernos se aproximan y todo sigue siendo igual de hermoso, pues algo vive en la naturaleza que anima los espíritus nostálgicos. Parece que el otoño es bello siempre tal vez en el concejo de Carreño: Carreño, con sus costas escarpadas, que sabe de las lluvias, del granizo, que aguarda el aguacero desde siempre, regala sus caminos de derrota que lloran el pasado que se esfuma, sabiendo del futuro que no llega.
            Candás, la capital, siente los oros del árbol moribundo en esos parques que esperan en silencio, si anochece, y el viento corre lento, perezoso, buscando en las praderas, las colinas, tal vez la imagen vaga de los montes que asoman a lo lejos, tras cordales que esconden otras sierras orgullosas. Y mira al mar, que suele mostrar ecos de furia en esos días del otoño que vienen con la lluvia y la tormenta, y agitan eucaliptos y castaños, sin asumir que el grito de los vientos que corren los lugares del olvido tan solo es una voz que nos inspira sonetos melancólicos y tristes:

                                    Las hojas que los viejos castañares
                        dejaron a los vientos del camino
                        sospechan el aliento peregrino
                        que llega con salitre de los mares.
                                    Y tienen como suerte los azares
                        de verse junto al barro si, mezquino,
                        la lluvia entierra el brillo mortecino
                        que llena el mes de octubre de pesares.
                                    Las horas silenciosas de la helada
                        podrán hablar al alma con despecho,
                        si el hielo ve nacer el nuevo día.
                                    Las voces llegarán de la alborada
                        que sabe de la muerte del helecho,
                        capricho de la escarcha y osadía.

            Son bellos los otoños asturianos: por todas partes nacen los colores que tiñen cada bosque en cada zona, con pardos y rojizos en los árboles. Son bellos sus colores y la vida que prende en la hojarasca que se suelta, dejando atrás las ramas del hayedo, tal vez de los castaños de la costa. Y es bello contemplar, tras la ventana, la lluvia que humedece, con sus llantos la voz de los colores del paisaje, que quiere denunciar su muerte lenta. Y a veces se hace triste, porque el hombre no escapa a ese destino que lo hiere, lo vence y lo derrota en la conciencia de que la muerte llega al fin y al cabo.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

El oro que se enciende con alarde


Soneto IV
“EL ORO QUE SE ENCIENDE CON ALARDE”
(Soneto sobre tardes que desnudan
las horas del crepúsculo
vencido,
si ven que el sol se pierde en lo
lejano)

            La infancia corre rauda, con apuro, dejando que los años se aceleren, dejando que los tiempos se acaloren en un correr fatal a otras edades. Entonces no sospechan las criaturas que el beso de la muerte es inminente y llega la vejez con sus achaques, quemando lo que somos, lo que amamos. De niño, compartí las experiencias de ver un campo bello, y cada prado mostró su lado amable, la aventura posible en ese tiempo y ese espacio que quiso conquistar el alma noble que supo ver las cosas y aprenderlas, dejando que el espíritu se agrande, si bebe de las fuentes más sencillas.
            Es cierto: los otoños me con mueven, me gusta ver los pardos en los árboles, los grises en los cielos y los oros cortando el horizonte con la aurora. Me agradan los otoños y sus ecos, su ocaso, más temprano cada día, más triste y melancólico, más tierno, como lo son los frutos ya maduros. Por eso habré de amar estos rincones que inspiran la belleza en lo profundo del alma que se asoma a las ventanas que ofrece la mirada que se agita. Por eso han de inspirarme estos paisajes que encienden el amor en las entrañas, que hieren lo profundo y que me incitan a hacer estos sonetos repentinos:

                                    El sueño que el helecho silencioso
                        dejó sobre el bostezo de la tarde
                        es oro que se enciende con alarde
                        en un otoño triste y perezoso.
                                    Lo vieron los ocasos y, gozoso,
                        su voz alzó, si, tímido y cobarde,
                        recorre las alturas, mientras arde,
                        risueño y delirante, a su reposo.
                                     La lluvia sueña las melancolías
                        nacidas en el hondo desaliento
                        que mira los castaños y maizales.
                                     Las horas de silencio se hacen frías
                        bajo ese cielo, siempre ceniciento,
                        que el ojo ve detrás de los cristales.

            El aire sabe a miel cuando refrescan las tardes del verano riguroso que hiere sin piedad, desde que brilla la luz en cada campo y arde el cielo. Las brisas que se van haciendo dulces, helando sus durezas calurosas, se vuelven como un beso en pleno rostro, si quiere alguien su beso en el camino. Y el alma de la infancia, tras perderse, regresa nuevamente, resucita, pidiendo el aire fresco de los años de juegos y de libros, de excursiones, de sendas y de rutas sin destino, buscadas al capricho, improvisadas en zonas donde autillos y mochuelos solían dar conciertos cada noche.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las nieves de las cumbres del granizo




Soneto V
“LAS NIEVES DE LAS CUMBRES DEL MACIZO”
(Soneto sobre cumbres alejadas
que miran las colinas del
concejo,
en tardes despejadas y
brillantes)

            A veces, caminando por los montes, se advierten las lejanas cordilleras, agrestes, levantadas y furiosas, que enseñan las nevadas en sus cimas. A veces, caminando las colinas, perdiéndome entre sendas y caminos, las densas arboledas dejan claros desde los que admirar tanta hermosura. Existe en las montañas asturianas un halo de leyenda, porque el monte se torna en la caliza que, desnuda, apunta con sus filos a los cielos. Y el cielo es un naufragio en que las nubes descargan, a su paso, las tormentas en zonas saturadas por las aguas que vienen de los ríos y torrentes.
            Es bello caminar por esta zona donde el castaño mezcla con el roble las pardas hojarascas que el otoño prefiere a los colores del verano. Pero eso da color a los espacios que llenan, saturando a los que miran, los ojos del que quiere ver los lienzos que nacen con el alba cada día. Tal vez la inspiración sepa decirme los versos que escribir en mi cuaderno, formando un álbum bello que recoge las raras impresiones de un paseo. El caso es que un soneto que lo diga parece muy oportuno y se me antoja la forma de dejar que el tiempo corra, si quiero entretener estos momentos.

                                    Las nieves de las cumbres del macizo
                        que admiran, a lo lejos, estos prados,
                        las suelen ver en días despejados,
                        tras tardes de aguaceros y granizo.
                                    La magia repentina se deshizo
                        en los paisajes tristes y escarchados
                        que saben de los meses apagados
                        que vieron cómo el hielo se deshizo.
                                     Las tardes volverán a ser brumosas,
                         y ocultarán los viejos castañares,
                         las sierras y el ocaso ceniciento.
                                     Aquellas crestas hablan orgullosas
                         lenguajes semejantes a esos mares
                        que suelen castigar, si quiere el viento.

            La nieve no es frecuente en el concejo y es bello contemplarla en lo lejano, pues siempre hay en la nieve la poesía que no tiene las escarcha de la helada. La escarcha de la helada es solo hielo que afila con dureza sus cristales, que muerde, no muy lejos de la orilla, los prados que se arriman al arroyo. La nieve, sin embargo, siempre es pura: es puro su color y la belleza que muestra, inmaculada en su descenso, al conquistar lugares tan inhóspitos como el desierto triste donde vive. Los picos que se ven en lo lejano y el Sueve y el Aramo, algunas veces, son reinos de silencios y de nieves.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Rumores del silencio y del exceso

Soneto VI
“RUMORES DEL SILENCIO Y DEL EXCESO”
(Soneto sobre auroras que despliegan
la luz de sus colores
encendidos,
y brillan ante el lienzo del
artista)

            Las voces que despiertan la alborada nos hablan del amor de los paisajes que vieron ese cielo alborotado de llamas encendidas a lo lejos. El beso de la aurora que despierta quizás es una dama cuya alcoba se viste de oro bello donde el viento comprende que se acaba otro horizonte. Carreño mira al mar y los colores que surgen en el mar por el Oriente, mezclando rosas blancas a las rojas, hiriendo con sus oros cada cabo, cada lugar hermoso, cada aldea que sabe madrugar, pues los labriegos no esperan, cuando toca levantarse, pues mucho es el trabajo de la zona.
            El alba inspira siempre a los que quieren amar esos paisajes de poesía, de fuego y de contrastes sorprendentes que dejan emociones en el pecho (aquellos que caminan los senderos tempranos del otoño la sorprenden y saben que en sus páginas calladas está el secreto mismo de lo hermoso). El alba plañidera nos conoce, nos mira y nos saluda cuando nace, mostrando sus afectos y su risa, pues es risueña siempre ante la brisa. Por eso, con sus aires presuntuosos, se muestra engalanada, despertando los altos sentimientos que quisieran plasmar en un soneto tanta magia.

                                    El viento corrió el aire que, travieso,
                         la noche oyó en la voz de los autillos,
                         ladridos y sonidos más sencillos,
                         rumores del silencio y del exceso.
                                    La orilla que alcanzaron con su beso
                         las olas, sus espumas y sus brillos
                         mostrar al alba pudo sus castillos,
                         reflejo de ese rayo en ellos preso.
                                    Y supo a mares una primavera
                         que el aire desató en otro verano
                         de luces y de llamas derramadas.
                                    Y quiso ante las olas ser quimera
                         el cielo engalanado, donde, en vano,
                         quebró un corcel de luz las madrugadas.

            Y quién fuera un pintor para pintarla, pues es el alba hermosa como el hielo, la nieve y las escarchas de la helada, las flores, cuando al fin la primavera salpica el mundo, llena de alegría, pues justo es ser alegre cuando nacen los gritos que, anunciando la mañana, nos abren ese pórtico del cielo. No en vano, los que quieren ser pintores disfrutan, caminando desde pronto, dejando atrás la casa, bien temprano, para poder copiar esos colores que deja descender sobre los cielos la llama de un corcel que raudo sigue la senda que siguieron otros muchos, abriendo el horizonte a nuevas luces.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

El puerto de Candás

Soneto VII
“HIRIÓ COMO UN CRISTAL LA MADRUGADA
(Soneto sobre el brillo incandescente
que luce cuando llegan
los inviernos
y gime el viento triste por la
helada)

            El cielo es un torrente, si amanece: sus brillos encrespados nos saludan donde arden las antorchas cuya llama convoca los colores a lo lejos, pues arden horizontes cuando llega su grito de alegría, su jolgorio, su afán risueño, quién sabe si atrevido, que quiere ser la página más clara. Y cierto que es la página más clara: destellos de color arden y ríen, mezclándose en el aire, dibujando su risa con las púrpuras que brillan, que anuncian otra vez una mañana, pues hay mañanas bellas que despiertan con ese beso alegre que la aurora colgó, con emoción, sobre su rostro.
            No hay nada como el cielo cuando nacen los brillos repentinos de la aurora: sus luces, sus dorados son el fruto de aquellas pinceladas que sabían mostrar los más expertos en las épocas más grandes, más hermosas y más nobles, en ese tiempo ambiguo, cuyo tránsito llevaba hacia el Barroco y su rareza. Lo cierto es que es hermosa la llamada del alba que convoca al nuevo día, lo mismo que el pincel que colorea las llamas de su fuego en las alturas. Al verla, caminando por el puerto, recuerda el alma tiempos alejados, los tiempos de los viejos pescadores que canta este soneto con su ritmo:

                                    Hirió como un cristal la madrugada
                         la llama con que nace el nuevo día,
                         el beso de la brisa, siempre fría,
                         la aurora que se enciende alborotada.
                                    El puerto de Candás, a la alborada,
                         mirando cómo todo se encendía,
                         bebió el color, la luz y la alegría
                         y el alba sintió tarde en la invernada.
                                    No puso ser que el mar acobardado
                         callara cuando el brillo ceniciento
                         su luz tornó en reflejo coralino.
                                    Las lanchas alcanzó, mas desolado,
                         aquel amanecer del desaliento
                         que el mar halló sereno, cuando vino.

            Y el caso es que es así: la aurora llega, rompiendo las cortinas de la noche, rasgándolas con todos los cristales que lucen sobre mares olvidados que no contempla el ojo que no quiere perderse hasta la nueva madrugada, y el tiempo, que revive, nos abraza, diciendo los relatos de otras gentes. Las gentes son las gentes que vivieron miserias y dolor en esta villa, los mismos que sufrieron las hambrunas, las tardes de galernas y de hastío, los mismos que entendieron que los mares son una herida abierta en pleno pecho, quemando el corazón, quemando el alma que llora con dolor ese desgarro.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

No existen más alientos que el granizo


Soneto VIII
“NO EXISTEN MÁS ALIENTOS QUE EL GRANIZO”
(Soneto de esperanzas agotadas
que dice la verdad de su
derrota
en los paisajes bellos de la
nieve)

            Sospecha de la muerte que se acerca, parece que el otoño es más otoño, y es tierno y es alegre ese momento que muestra el pardo, el ocre y los rojizos, mostrando sus colores en los árboles que hieren los alientos de noviembre, de octubre algunas veces, si hace frío, si mueren los follajes de los bosques. Quizás es el destino que se apura, que viene en cada ocaso melancólico, diciendo en alta voz esas palabras que no quieren saber los que resisten el paso pusilánime del tiempo, el eco doloroso de ese tiempo que corre hasta extinguirse en el instante que cierne ese final que nos agota.
            En todo caso, quiero comentaros que el alma relajada y la que sufre tormento en su interior son una misma, pues pronto hemos de unirnos a la danza, que el beso de la muerte, su promesa, y el canto de la muerte, su penuria, serán ese destino no querido que habremos de esperar como seguro. El ser no es infinito, porque el tiempo derrota sus más altas esperanzas. Por eso hay quien escribe en sus sonetos metáforas de luz que son oscuras. La escarcha va cubriendo cada prado y el beso de la noche se aproxima, mientras el oro tiende, en las alturas, los ecos de una música y un verso:

                                    No existen más alientos que el granizo
                        que llega con violencia a los cristales,
                        hiriendo las mañanas otoñales
                        con esa voz que alegre lo deshizo.
                                    La suya es la quimera y el hechizo
                        del tiempo de los viejos robledales,
                        febriles y adivinos si, mortales,
                        supieron del ejército invernizo.
                                    Y callará el arroyo alborotado
                        que todos los otoños nos advierte
                        las voces de tan árido desierto,
                                    que tiene el hielo ya su principado
                        en un otoño gris, aire de muerte,
                        capaz del más terrible desconcierto.

            La muerte es comparable, en ocasiones, al eco que susurra cada noche la voz del bosque triste donde el cárabo supone que su canto es oportuno, muy lejos de los claros donde suenan las aguas que no cesan en el cauce dormido del arroyo remansado, metáfora gastada de la vida. Después nos trae con galas la alborada los vagos desencantos de la vida que viven apegados a sus luces, si saben enseñarnos lo evidente: los árboles desnudos de sus ramas, los fríos que soportan los espíritus que sienten en la espalda ya la muerte y el verso aciago y triste del ingenio.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los cielos que se visten de blancura

Soneto IX
“LOS CIELOS QUE SE VISTEN DE BLANCURA”
(Soneto sobre el agua cristalina
que brota de la Fuente de
los Ángeles
y mira en las alturas la
alborada)

            Las aguas cristalinas de la fuente quisieron ser espejo de la altura tan pronto como el sol hirió la sombra que vino con sus risas y su dicha. Las llamas de ese fuego son hermosas como un corcel de luz que, vivaracho, recorre el cielo entero y sus azules, mostrando resplandores encendidos. También es cierto que arden las antorchas que vieron los crepúsculos callados que hubieron de firmar esa derrota fatal que dio paso al reinado de la noche. La noche es como un ángel melancólico que adora las estrellas temblorosas que dan luz a sus sombras y cortinas, pues no tiene la luz de la mañana.
            La luz del sol, el brillo en las alturas, el fuego incandescente que nos mira, las aguas como espejo de los cielos y acaso la humedad sobre los prados inspiran a la gente que contempla las nuevas estaciones, ese tiempo de luz y de belleza, que, bucólico, se admira en las aldeas carreñenses. Saliendo de Candás y su parroquia, no en vano, podéis ver esos lugares, esos rincones bellos y las playas que ven como las olas, de igual modo, admiran ese sol de la mañana que puede ser poesía en nuestra boca, pues solo es cosa ya de imaginarnos conceptos con que hacer otro soneto:

                                    Los cielos que se visten de blancura,
                         mostrando el alba clara en un torrente,
                         hirieron el reflejo que en la fuente
                         nos muestra alborotada el agua pura.
                                    El sol se enciende alegre y apresura,
                         la llama que arde como el sol luciente,
                         pues corre por el cielo transparente
                         y busca el arroyuelo que murmura.
                                    Y el canto del Noval es despacioso
                         al ver la aurora clara en esos cielos
                         que besan los dorados otoñales.
                                    El agua del riachuelo generoso
                         que corre sigiloso por los suelos
                         robó a los cielos todos sus corales.

            Y es bello ver los brillos luminosos, su luz, su fuego y toda su alegría, rozando el agua clara de las fuentes, el valle silencioso donde corre. La hierba, siempre verde, siempre viva, mantiene en las Asturias ese brío que llena de alegría la mirada de quien la ve nostálgico y se queja. Entonces es momento para el verso que endulza el alma tierna, que emociona los ojos que se pierden cuando el aire se torna en humedad para la tierra. La vida es vida aquí y es vida siempre, cuajada con la escarcha, si es invierno, si quieren las heladas darle el beso que luego arrancarán nuevos veranos.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

viernes, 19 de febrero de 2016

Introito prosístico para Alejandro García González

José Ramón Muñiz Álvarez
“SONETOS Y OTRAS TROVAS DE LOS SIGLOS”
PARA ALEJANDRO GARCÍA
GONZÁLEZ


“Introito prosístico para un amigo”

Los clásicos nos dictan sus palabras, y, en ellas, contenidos, encontramos extraños pensamientos de otras épocas. Los siglos han volado, como vuelan los negros estorninos por el aire que llora los otoños desolados. Y el paso de los siglos aun conserva la magia de esas voces que encendieron la luz que no fue dada a los más necios. No es cierto que este tiempo en que vivimos presente más nobleza que los días lejanos que admiraron a los césares. La voz de los imperios se ha apagado con los republicanos que nos compran con oro falso y falsas democracias. Las cosas más auténticas que hallamos nos llegan de unos tiempos tan remotos que habremos de dudar si son historia. Yo sé que tú conoces esos logros que hicieron que esta Europa empobrecida luciera con el brillo de mil soles. Yo sé que lo valoras, que no dudas, que te mantienes firme y que defiendes que tiene su valor el mundo antiguo. También lo digo yo, y, como lo sabes, comprendes que yo siempre me intereso por cosas que son viejas como el mundo.
La llama de los clásicos nos llega de un tiempo tan lejano que imagino que fue un momento duro, pero clave. Y quienes habitaron ese tiempo no hablaron con desprecio de los brillos que ofrece a los saberes la memoria: entonces los más jóvenes sabían seguir la explicación de los más viejos y amar en ellos viejas tradiciones. Quizás la vieja Roma mantenía la llama de una Grecia en decadencia que fue más grande en tiempo más lejano. Y aquella Roma es madre de estas tierras: el mundo del romance y los juglares nació de aquella herencia, sin saberlo. Los clérigos de entonces mantenían en viejos monasterios esos textos que habitan hoy las nuevas bibliotecas. Y todo ese saber es patrimonio que no sabe apreciar el estudiante que vive obnubilado con lo nuevo. Yo quiero recordar, como tú sueles, los tiempos más difíciles, los años de esfuerzo y de ilusión en las lecturas. No solo los romanos y los griegos, los viejos trovadores, por ejemplo, son parte que revive en nuestras voces.
Te puedo hablar, si quieres, de esas veces que pude amar, discreto, algún romance cantado en viejas zonas de mi tierra. También los escuché en esa Castilla que es árida y hermosa, pero parda, y huele a pan y a vino en cada parte. El fuego invita siempre, en bodegones, al canto de los viejos romanceros que vuelven a dar vida a los castillos. También te puedo hablar de aquellos siglos que ardieron con valor en las Américas, después de las hazañas del guerrero. Los viejos españoles, ambiciosos, hicieron de su imperio como un himno de gloria y decadencia al mismo tiempo. El siglo de sor Juana es ese siglo que pudo ver a Góngora y Quevedo reñir en verso bueno en la metrópoli. Y el caso es que, del modo en que ese Góngora, tal vez un buen Quevedo, Lope acaso, los clásicos latinos nos alientan. Igual que tú, conozco la poesía tejida con paciencia por Virgilio, si bien en traducciones mejorables. Y a Ovidio yo lo tengo por bandera, que es uno de los grandes, cuando cuenta relatos mitológicos curiosos.
No es esta época pobre y orgullosa, los años que nos tocan, por desgracia, momento para el auge en la cultura. ¡Quién no quisiera ver el Siglo de Oro, los griegos, los rapsodas que cantaron a Ulises al comienzo de las letras! ¡Y todo pese a Wolf, que suponía que nunca existió Homero, que las gentes hilaban los relatos del folclore! Tal vez haya una corte principesca de siglos venideros o pasados que acoja a los que sienten la poesía. Pero he de referirte, en este punto, que no es verdad que el tiempo que nos toca lo pone fácil al ingenio cauto. Lo digo porque amantes de las letras, cantores y prudentes en el arte de dar vida  a lo bello se abandonan. Hoy día nadie paga la poesía ni quieren escuchar ya los curiosos romances de las gestas legendarias: el Cid, el conde Dirlos y Guarinos acaso son palabra en el olvido. Y acaso don Quijote y su bravura son cosa de otro tiempo en estos días de ruidos y violentas discotecas. Y, huyendo de esos ruidos insolentes, prefiero imaginarte en los ensayos, cantando con tu grupo lo diverso.
En ese repertorio tan extraño parece haber belleza, y el folclore se mezcla con las músicas más cultas. Mas luego, en el retiro de tu casa, cansado tras jornadas tan intensas, un poco de lectura es algo bueno. Por eso he de ofrecerte estos sonetos: son signo de un amor a la cultura que va quedando atrás, triste y pacata: el viejo testimonio de maneras de hacer las trovas bellas con la rima, de hacer el verso hermoso y bien ritmado. Sonetos, espinelas, silvas blancas podrán entretener, si las aceptas, las horas más tediosas que da el ocio. Tal vez, benevolente, me respondas que soy capaz de hilar imitaciones de artistas que lo fueron otras veces. Algunos me dirán –quizás tú mismo- que no es justo robar un arte bello, pues ese es el jardín de los más grandes. Yo pienso que el ejemplo de esos clásicos no debe fatigarse a la deriva, perdido por los mares de la nada.
Serás lector, en fin, de estos sonetos, labrados no sin algo de trabajo, y algunos versos más que los arropan. Tú sabes que el soneto es buena cosa, que es bello hallar momentos solitarios y darse a la lectura del soneto. No importa si contienen estrambotes, si muestran el más alto epifonema o tienen más profundas reflexiones. Siguiendo los ejemplos del Barroco, paréceme correcto hacer sonetos, y hacerlos como hicieron esas gentes. Pero, si hay gran virtud en los sonetos, que son exhibición de cualidades, no quieras rechazar cosas distintas: en este caso, quiero que recibas, con los sonetos mismos, otras piezas diversas que pudieran divertirte. Y no has de ser severo si haces crítica: supón que todo cuesta algún trabajo, que nunca es cosa fácil la poesía. Las voces esmeradas de poetas lucharon por alzarse en la batalla con la palabra libre y levantisca. Queramos prisionera a la palabra en esa cárcel bella de la estrofa que canta con amor a lo perfecto.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Sonetos y otras trovas de los siglos”
“Introito prosístico para un amigo”