martes, 23 de febrero de 2016

El oro que se enciende con alarde


Soneto IV
“EL ORO QUE SE ENCIENDE CON ALARDE”
(Soneto sobre tardes que desnudan
las horas del crepúsculo
vencido,
si ven que el sol se pierde en lo
lejano)

            La infancia corre rauda, con apuro, dejando que los años se aceleren, dejando que los tiempos se acaloren en un correr fatal a otras edades. Entonces no sospechan las criaturas que el beso de la muerte es inminente y llega la vejez con sus achaques, quemando lo que somos, lo que amamos. De niño, compartí las experiencias de ver un campo bello, y cada prado mostró su lado amable, la aventura posible en ese tiempo y ese espacio que quiso conquistar el alma noble que supo ver las cosas y aprenderlas, dejando que el espíritu se agrande, si bebe de las fuentes más sencillas.
            Es cierto: los otoños me con mueven, me gusta ver los pardos en los árboles, los grises en los cielos y los oros cortando el horizonte con la aurora. Me agradan los otoños y sus ecos, su ocaso, más temprano cada día, más triste y melancólico, más tierno, como lo son los frutos ya maduros. Por eso habré de amar estos rincones que inspiran la belleza en lo profundo del alma que se asoma a las ventanas que ofrece la mirada que se agita. Por eso han de inspirarme estos paisajes que encienden el amor en las entrañas, que hieren lo profundo y que me incitan a hacer estos sonetos repentinos:

                                    El sueño que el helecho silencioso
                        dejó sobre el bostezo de la tarde
                        es oro que se enciende con alarde
                        en un otoño triste y perezoso.
                                    Lo vieron los ocasos y, gozoso,
                        su voz alzó, si, tímido y cobarde,
                        recorre las alturas, mientras arde,
                        risueño y delirante, a su reposo.
                                     La lluvia sueña las melancolías
                        nacidas en el hondo desaliento
                        que mira los castaños y maizales.
                                     Las horas de silencio se hacen frías
                        bajo ese cielo, siempre ceniciento,
                        que el ojo ve detrás de los cristales.

            El aire sabe a miel cuando refrescan las tardes del verano riguroso que hiere sin piedad, desde que brilla la luz en cada campo y arde el cielo. Las brisas que se van haciendo dulces, helando sus durezas calurosas, se vuelven como un beso en pleno rostro, si quiere alguien su beso en el camino. Y el alma de la infancia, tras perderse, regresa nuevamente, resucita, pidiendo el aire fresco de los años de juegos y de libros, de excursiones, de sendas y de rutas sin destino, buscadas al capricho, improvisadas en zonas donde autillos y mochuelos solían dar conciertos cada noche.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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