Soneto VII
Mirad en los castillos de la helada
la escarcha que derrite sus colores,
callada bajo claros resplandores,
si vence sus bastiones la alborada.
Mirad ese palacio y la nevada
que sabe de los altos miradores,
vecinos de los viejos surtidores
nacidos del deshielo y de la nada.
Mirad ese rincón donde el verano
vendrá para librar ese paisaje
cautivo del invierno de la sierra.
Castillos son en este mundo ufano,
si no palacios bellos de un linaje
que en hielo su rincón callado cierra.
Soneto VIII
El brillo de
un ocaso pendenciero
pudimos ver en donde, derrotados,
sus rayos se sintieron fatigados
después de recorrer tanto sendero.
El vuelo de
las llamas del lucero,
si corre por el cielo, entre
dorados,
nos muestra sus colores apagados,
heridos por el beso del enero.
La noche es el
abismo más profundo
que aguarda ese silencio que
bosteza
después de desplomar el occidente.
Y, viendo su
lucero moribundo,
sus luz rendida sobre la maleza,
el aire se hace triste de repente.
Soneto IX
La vieja
soledad de los caminos
nos llama nuevamente a su tristeza,
que somos, caminando la maleza,
en este valle raros peregrinos.
Tal vez como
viajeros anodinos
nos ven cruzar en pos de la certeza
que el desaliento quiso, la dureza
de vientos que se agitan
repentinos.
Mirad donde se
agita ese milano
dichoso si, al mirarnos desde
arriba,
veloz sigue su vuelo por la altura.
El aire
cruzará, correrá ufano,
sabiendo que, sin fe, la llama viva
miramos del ocaso que se apura.
Soneto X
No puede
seguir triste ese camino
que busca los umbrales de la muerte
el que se desespera donde advierte
los pasos que lo vuelven peregrino.
De la fortuna
gris se ve vecino
el necio caminante cuya suerte
en desfavorecido lo convierte,
torciendo de este modo su destino.
Por eso es el
amor rara esperanza
que sufren los que siguen el
sendero
en el que caminar es imprudencia.
Mirad que todo
gira y todo danza,
que sigue hacia ese sino
traicionero
que miente con su mal y con su
ciencia.
Soneto XI
No pudo ver
más nieve por los suelos
en medio de los viejos robledales,
que todo advirtió triste entre
cristales
callados bajo el brillo de los
cielos.
En cambio, al
escuchar los arroyuelos,
sus ecos, cuando quieren los
cordales
decirlos entre fuertes vendavales,
sus voces sospechó con sus
deshielos.
Y supo que las
nieves, su blancura,
su llamas y el color de su reflejo,
habrían de perder esos bastiones.
Y el verde
tomaría aquella altura,
señor de cada luz, si es oro viejo
prefiere reflejarse en sus
mansiones.
2015 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Sonetos y otras trovas de los
siglos”
Primera parte: “Sonetos”
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