sábado, 30 de junio de 2012

"LAS HIEDRAS EN LOS MUROS DE UNA TORRE" O "ESTAMPAS DE UNA TORRE EN DECADENCIA"


Los frutos de los árboles, maduros, quedaron por los suelos, esparcidos, y, helada, la caricia del otoño, llenó la brisa fresca con sus lluvias, en tanto que el camino de la fuente, vencido por las aguas abundantes, quedó en un barrizal impracticable para las gentes que iban a por agua. La brisa dulce y suave del verano, tan fresca y halagüeña, con la aurora, cedió al aire violento que, indignado, mostraba su rencor por cada calle, quebrando los tendales de las casas, rompiendo los paraguas de la gente, si acaso, con la lluvia, los vecinos tenían que salir con tiempo malo. Algunas, fueron tardes de delirio, sintiendo las familias, en sus cuartos, en la cocina acaso, aquellos truenos, la fuerza del granizo, la dureza del golpe de las olas en las rocas, no lejos de las playas aterradas por esa furia llena de coraje que elevan, cuando quieren, las espumas.


No es tiempo de que salgan los pesqueros, si vienen ya los meses de galerna, y el golpe de las olas arremete, ni es tiempo de salir por las callejas y hablar con los vecinos que regresan por las estrechas cuestas de la villa, sabiendo que en los próximos villorrios muy pronto iniciarán otra cosecha. Atrás queda el verano con su calma, con su mesura dulce, con sus besos, sus horas de calor y sus fatigas, a veces aliviadas con un baño, con un suspiro leve de la brisa, rozando las camisas y las blusas de gentes que se vienen de las fábricas o suben a la ermita, allá en el monte.


En cambio, sí es momento de reposo, de espera, mientras llueve y los cristales nos cantan la balada juguetona del agua en la ventana, del azote del viento encabritado contra nadie, gruñón, como lo es siempre, al repetirnos las viejas regañinas que acostumbra, de la que danza libre en el espacio. Pero es posible siempre una escapada de las mansiones tristes del mal tiempo, cuando el otoño quiere (si es que quiere) dejar, como un respiro, tardes buenas; y el sábado habrá sol, ese sol bajo tan típico, vencido ya setiembre, que muestra en cada brillo la tristeza que llama, melancólico, al estío.


Y, en esas tardes llenas de belleza, qué bello es sorprenderse por los prados, mirando el color pardo de las hojas, a punto de soltarse de las ramas, los densos amarillos en las copas de los castaños, siempre generosos, que esconden su tesoro todavía, para cuando noviembre se avecine. Y cierto es que, en otoño, son más bellas las densas arboledas del paisaje, que pronto perderán sus hojarascas, mas quieren invitarnos con sus frutos, promesa codiciada por los viejos, y acaso por los niños, cuando, un viernes, llegada ya la tarde, no hay colegio, y entonces van por higos y castañas. También hay otros ocios que practican los chicos en los fines de semana, como perderse, alegres en las rocas que están bajo el cantil y buscar bígaros de formas caprichosas en las piedras de calas tan recónditas que solo podréis allí llegar por los caminos y sendas que os ofrezcan mayor riesgo.


No importa que el otoño haya arrancado los cantos de las aves, de mañana, rompiendo, con sus voces, la penumbra que juega con las últimas estrellas, porque hay belleza aquí, donde las nubes recorren las alturas de los cielos, amenazantes siempre, caprichosas, dispuestas a arrojar otra tormenta. Y el pueblo sigue siendo tan hermoso como en la primavera, cuando encienden los campos su hermosura y los pesqueros se admiran con frecuencia en lo lejano, manchando el mar azul con sus colores, tan raros como vivos, tan lucientes como el color del alba cuando llega con un destello dulce en la mirada. Ha vuelto ya el momento de dejarse por fin al ejercicio de las piernas, de recorrer los campos y los montes, de divisar el sol en lo lejano desde que el alba arranca, y ser dichoso corriendo los caminos del concejo, las sendas, los caminos, los cantiles, llevando, en previsión, el chubasquero.


Tal vez en otro tiempo era más dado que hoy día a esas temibles caminatas, que no es capricho mío ser prudente, sabiendo que los años van corriendo, que pesan en las piernas y en el pecho, por lo que es bueno hacerse el humildito, sin demostrar valor en demasía, buscando, de momento, rutas cortas. De modo que, sacando del recuerdo de las que ya hice antaño, se me ocurre volver a repetir ese trayecto, que muestra el mar en toda su hermosura, llegados por la vera del paseo, que arranca, desde el pueblo hacia Coyanca, para perderse luego entre los prados y ver crecer los raros eucaliptos.


No son pocas las cuestas del paisaje, por lo que toda calma es conveniente, merced a las durezas de las muchas pendientes inclinadas que se encuentran, mientras, al caminar, se lleva un ritmo que no hay que abandonar, pues toda marcha nos pide un ejercicio mesurado, mas nunca interminable al peregrino. Me fueron conocidos, ya en la infancia, lugares tan recónditos que, a veces, parece uno perderse por los cuentos, leyendas y patrañas que las viejas contaban, junto al fuego, en otros siglos, hablando de las brujas de los pueblos, de sus hechizos raros y su magia, capaz de hacer que vuelen por los aires. Entonces iba yo con los amigos a recoger castañas, cada viernes, por más que son tempranos los ocasos, si va mediado el tiempo del otoño, y es justo recogerse pronto entonces, que así lo quieren esas buenas madres al darles a sus hijos las meriendas envueltas en papeles de cocina.


En cambio, la batalla es ya distinta, siguiendo, a mi capricho, esos instintos que llevan a los cuentos y leyendas que cuentan las ancianas pueblerinas con ojos más escépticos y sabios, quién sabe si, tal vez, menos románticos, cuando, parando a alguno, en pleno campo, me gusta conversar unos instantes. Un sábado cualquiera es buen momento para partir en busca de aventuras, oyendo el curso casi alborotado de fuentes y arroyuelos del camino. A veces son regueros, solamente, mas la costumbre quiere hacerlos ríos según cuentan las gentes de los pueblos que aguardan nuevas lluvias este otoño.


Cabalgará de nuevo el conde Olinos, y lo verá la mora que, en la fuente, callada, espera al bueno de don Bueso, que ignora que es la hermana que robaron los moros para Pascua, en primavera, si espera a su marido Catalina sentada en el laurel que ella tenía, no lejos de la casa, tras la guerra…


Es tierra bella y sabe a romancero la vasta pradería carreñense, que cuenta con bastiones orgullosos allí donde la piedra se hace muro: si en ella no hay castillos, a lo menos, se pueden divisar torres rendidas al peso de la edad desde el Medievo, guarida de mochuelos y de zorros. Y el Torruxón de Yavio es como un símbolo de lo que hay de perenne o bien de efímero, dormido entre las hiedras que lo cubren, de la que caminando, se divisa, como un árbol de formas regulares, acaso coronado por almenas, en actitud guerrera, tras milenios, vestigio de otras épocas pasadas.


La paz de estos lugares no recuerda los tiempos que admiraron con asombro las luchas de las gentes más osadas, cruzando las espadas con bravura, ni el grito de la guerra, siempre fiero, que consagrado a rudos espatarios, bañó esta zona idílica de sangre, de fuerza, de coraje y de grandeza. Y quién recuerda, en fin, aquellos nombres de gentes linajudas que forjaron la historia de estos campos singulares, de las veredas dulces que camino, si, al cabo, no han quedado más vestigios que torres orgullosas y casonas de hidalgos que ostentaron sus escudos sobre sus altas casas palaciegas.


2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

jueves, 28 de junio de 2012

PAISAJES SILENCIOSOS JUNTO AL FARO


PRIMERA PARTE

I

          Dejó la primavera que las lluvias cedieran, como siempre, al tiempo bueno, y el sol brilló en los cielos despejados. Son siempre tan hermosas esas horas que aplacan las locuras invernales, las horas de los vientos y el granizo… Y, al fin, junto a ese mar que no se acaba, la calma nos saluda con sosiego, brindándonos la paz de estos rincones.

II

          Y estamos a las puertas del verano, radiante como el cielo a mediodía, feliz como los niños inocentes. La hoguera de San Juan ya se ha apagado, sus brasas han dejado en la pradera la huella de luz, tres noches antes. Y siguen escuchándose, en la noche, los cantos del autillo y el mochuelo que habitan en las densas arboledas.

III

          Y no por ser verano van menguados cruzando, entre las tierras campesinas, los cauces del arroyo, en su descenso. Las lluvias, desde abril, fueron frecuentes y el prado sigue verde y encendido, como la hiedra asida al viejo tronco. Pero este reino es todo de la noche, que brilla, huraña, llena de belleza, colmada de tristeza, como suele.

SEGUNDA PARTE

I

          Las noches del verano son más claras, pues faltan en la bóveda celeste las nubes peregrinas del otoño. Así, los cielos, limpios, siempre puros, enseñan, a quien pasa, las estrellas, hermosas, luminosas a lo lejos. El mar es sólo entonces como el eco callado de un murmullo tierno y tímido que llora su canción entre las sombras.

II

          Las noches del verano son tranquilas, serenas como el mar y el aire fresco que invita al caminante a detenerse. Qué bello es ver entonces ese cielo de estrellas encendidas que saludan desde un espacio dulce y melancólico. A veces, los reflejos de la altura se miran en las aguas de los mares, hermanos de las brisas perezosas.

III

          Las noches del verano son románticas, y, llenas del perfume de las algas, respiran el salitre de la espuma. Las olas, cuando llegan a la costa, no muestran su despecho, pero dejan el vuelo de su aroma e el ambiente. No lejos de las playas apartadas, es grato respirar esa frescura que el mar regala al aire de la noche.

TERCERA PARTE

I

          Y el faro, por ser noche, está encendido, testigo de los barcos que navegan hacia otros reinos, yendo por los mares; el faro, el viejo faro que decora, sobre el acantilado, los paisajes agrestes como un grave desafío. También tiene su historia el viejo faro, que supo de galernas y tormentas en tiempos de miserias y de hambruna…

II

          Los barcos que se pierden por los mares contemplan la belleza de sus brillos, que avisa del peligro de las rocas: no debe el navegante, en estas aguas, dejarse a su placer, que el viejo faro previene los naufragios y las muertes. También los pescadores más humildes respetan la advertencia de los faros, sabiendo de tragedias más que nadie.

III

          El viejo faro es el protagonista de todas las historias que suceden en este cabo triste y olvidado. Los mares pueden ser antojadizos y amar al marinero, darle alientos para cruzar sus reinos infinitos. Mas es traidor en muchas ocasiones y quiere que le paguen el despecho de entrar en su morada con la vida.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

MEMORIAS DEL SENDERO DE QUEREÑO

       Esta es la historia de dos profesores amigos de la liebre y del ciervo, en las soledades del Puente de Domingo Flórez, allá por el curso 2009-2010.

       No suelen, en invierno, retrasarse los brillos del ocaso silencioso, cuando la tarde muere en lo lejano. Los cielos, encendiendo sus colores, enseñan en la altura esos bermejos que llenan de belleza la alta bóveda. No importa, sin embargo, que, a su antojo, desciendan los termómetros, pues siempre se puede caminar por las veredas. Y es bello caminar cuando la helada, tentada por eneros aburridos, regresa, cada noche a estos lugares. Los lunes suelen ser tan rutinarios como el manjar mezquino que les niegan los campos a las aves migratorias (difícil es amar las horas lánguidas del lunes miserable que condena los sueños del descanso del domingo). Resulta bello, en cambio, por la tarde, si suenan rumorosas las corrientes del Sil, al enlazar con el Cabrera. Y, al tiempo, en su fatal melancolía parece haber un halo de emociones que envuelve a los espíritus nostálgicos.
     La noche se ha instalado, impertinente, mientras, buscando la estación, con paso lento, desciendo sin apuro al puente nuevo. Se eleva sobre el Sil, donde los árboles, se lanzan, despechados, a la altura, quién sabe si queriendo saludarme. Aquí, como las aves, soy vecino de sus follajes pardos, malheridos por la maldad callada de otro otoño. Y, ya en Galicia, escucho esos rumores, dejando atrás los puentes que cruzaron en otro tiempo viejos peregrinos.
      Quereño tiene trenes, que no el Puente, sin tren, con carreteras comarcales dejadas al olvido de los mapas. Por eso vengo aquí, por eso espero, dejando atrás el Bierzo y La Cabrera, que llegue el tren que viene desde Vigo. Y Vigo está muy lejos: Pontevedra contempla el mar azul desde sus playas, románticas acaso, silenciosas. Y quedan solamente unos minutos para que el tren alcance esa parada que casi no es destino de ninguno. Por eso es bueno, acaso, entretenerse bebiendo un vino suave, si lo sirve Lucita, con sus risas inocentes. Lucita, vieja ya como los siglos, conserva la niñez en la mirada, mantiene la bondad dentro del pecho. Conversa amable con quien la visita, y escapa del terrible aburrimiento de tantas horas llenas de tristeza.
      El bar es muy pequeño, mas se admira su gris rusticidad, su encanto humilde, muy propio de los bares que son tienda. Y junto al fuego alegre de la estufa, que siempre se agradece, porque hay frío, se escucha conversar a los oriundos. No es mucha la clientela que ella tiene, y algunos son amigos de la caza que beben unas copas en la barra. También está Fidel, el de San Pedro, que pasa largas horas con Lucita, y ancianos que prefieren la baraja. Y un hálito fugaz que me ha invadido parece haber colado en la memoria recuerdos que no pueden ser los míos: es como si pudiera descubrirme, perdido en otro siglo, rescatando momentos de una vida que no es mía. Y se oye el tren por fin, que, retrasado, se acerca a los andenes de Quereño, cuando, sin prisas cruzo yo la puerta.
      El viento congelado por la helada fustiga sin piedad el pelo corto, la piel de la amplia frente y las orejas. El clima es interior, mas no muy seco, distinto de las tardes carreñenses, a las que estuve siempre acostumbrado. Acaso admiro, casi en la penumbra, bajar del tren a un tipo que sostiene una maleta enorme en una mano. Y entonces me saluda el argentino, con ese aire guasón, con picardía, feliz, dichoso, joven con sus años. El viejo profesor ha regresado tras un descanso largo, porque tiene que hacer media jornada solamente. Y empieza una aventura ya distinta, que no son ya momentos solitarios, al animar el alma las palabras.
      En un rincón tal vez insospechado para dos profesores interinos, la vida se ha hecho hermosa, de repente. El pueblo, sin un cine ni un teatro, no ofrece distracción a quienes vienen para ganarse el pan con la enseñanza. Pero una magia mística nos llena, porque, con poco, puede ser dichoso quien sepa disfrutar de este paraje. Pensar que ya conozco estos villorrios de dos años atrás, cuando me vine para hacer mi trabajo en Ponferrada… Y ya fui amante entonces del paisaje, de los largos caminos de Quereño, de las desnudas tierras de Las Médulas. Era el final del curso, y César Gómez el compañero fiel de caminata, llegadas ya las cinco de la tarde.
      Y, al fin, vamos camino de La Torre, donde vendrá la cena a nuestra mesa, pues se ha encargado liebre al cocinero. Mas antes, digo yo, será prudente tomarnos unos vinos en Los Arcos, el bar que tienen Carmen y Gustavo. (Mi amigo es un amante del Godello, que es vino que prefiere al Albariño, por más que tenga fama y muy buen nombre. El caso es consumir lo de la zona, pues tiene cada tierra cosas buenas que pueden encantar al forastero). La helada importa poco al que se atreve, y es grato congeniar con un amigo, si sabe de Carracci y Caravaggio. (También lo es criticar el tenebrismo mediocre de los lienzos de La Torre, de la que el vino bueno va menguando). La cena es generosa cada lunes, y la amistad no es menos generosa, para estos dos excéntricos tan lúcidos.
      Lugar donde tomar vino del bueno, que suele ser un gusto cada tarde, Los Arcos es local muy concurrido. Las gentes suelen ir por las mañanas, y toman el café, ya a medio día, las gentes que regresan del trabajo. No es raro entretener allí las horas, y es casi obligación, cuando hay mercado, comer allí los callos, tras el pulpo. Se toma allí el Godello de colores dorados como el sol que, tras la niebla, levanta su belleza con el alba. Y no faltan los tintos, favoritos de grandes bebedores, que no faltan en la región del Bierzo y La Cabrera. Sentados a la mesa discutimos mi amigo y yo del arte de estos tiempos, pues él defiende la pintura abstracta. A veces, opiniones de política parecen enfrentar a quienes sólo discuten por ser esto una terapia. Solemos defender puntos de vista contrarios por pinchar, por buscar algo que dé pie a discusiones encendidas. También dudo si es útil la lectura de tanta actualidad, pues los periódicos se mofan del lector con sus engaños.
      A veces recordamos ese martes maldito en que, perdidos, ya a la noche, buscábamos la casa de Socorro. Socorro es ya mayor y viene al Puente con regularidad a hacer sus compras, mas vive en el Villar, tierra de Orense. Un viernes coincidió que en la parada del autocar mi amigo habló con ella, pensando si comprarle algún cordero. Le dio su dirección, y, caminando, subimos al Villar, desde Quereño, por una cuesta acaso interminable. Porque el Villar está mucho más lejos de lo que imaginó mi amigo Carlos, y así cayó la noche, sorprendiéndonos. Y Carlos, como siempre asustadizo, me dice que la noche es peligrosa, temiendo que aparezcan los “currunchos”. Así llama mi amigo el argentino (de ancestros catalanes y gallegos), al bravo jabalí que anda los montes. E insisto muchas veces en que Eugenio, que, amable, nos mostró el largo camino, no tiene culpa del desaguisado. Y no hay temor alguno si se canta, por más que algún anciano se sorprenda, que Andrés se sabe todo el romancero. Gustavo es más callado, pero Carmen nos da conversación constantemente, cuando nos colocamos en la barra.
       Las horas pasan casi inadvertidas y es hora de cenar, porque en La Torre los lunes es frecuente que vayamos. Llegar pronto a La Torre es un pretexto para un vinillo más, y nos lo sirve, risueño y amigable, el viejo Berto. Allí están el sargento, el indio quichua, Simón, de convicciones peronistas, e xentes que nos falan en galego. Carliños sabe bien falar a lingua, que mezcla al catalán y a un castellano que tiene fuerte acento bonaerense. Y el fútbol, tema siempre socorrido, se instala sin pudor después del arte, la música, las letras, la poesía. Tomamos ya un Mencía, preparando la tripa para el tinto que acompaña las cenas, rebajado con gaseosa. Después queda sentarse ante la mesa del comedor que aguarda, iluminado, la entrada de corrientes comensales. El indio ecuatoriano cena solo, mas, al estar nosotros, se nos une, nos cuenta sus miserias y alegrías.
       El tiempo de la cena es oportuno para soñar proyectos ilusorios que pueden ser verdad un día cualquiera. Y Carlos, que es galaico, nos seduce con tradiciones propias de un galaico, pues quiere organizar una queimada. La cosa queda para primavera, y, al tiempo, retomando viejos temas, hablamos del trabajo y los muchachos. Algunos pueden ser más aplicados, por norma general hacen lo justo, sin merecer siquiera el suficiente. La cena no se acaba con los postres, que suelen ser variados, pero suelen servirnos un helado cada lunes. Después llega el café, y, sabiendo a pouco, tomamos “cuturrús”, que es un brebaje que suele degustarse en la comarca. Y luego, tras la cháchara dichosa que ya es ritual aquí con los que alternan, volvemos al camino de Quereño.
      Quereño, ya en Rubiá, porque es Orense, conoce nuestro vicio por los cantos y sabe bien de nuestros repertorios. Y Alicia sigue siendo esa muchacha perdida en las ciudades cristalinas del arquitecto extraño de los sueños, al tiempo que cantamos los fragmentos de aquellas operetas olvidadas que, un siglo atrás, gustaban en Europa. Oroza, “Las campanas de la muerte”, “La barca que se mece allá en la ría”, se mezclan, se recitan y se cantan. La charla seguirá con el camino, llegando hasta la ermita de Sobredo, mirando las farolas de San Pedro. Y nos saluda Salas a la vera del Sil, un viejo amigo, a nuestros ojos, que sabe conocer nuestros espíritus.

2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

MEMORIA DE LAS TARDES DE NEVADA


          –Qué bella es la mañana cuando llega–, se dijo al ver la luz y el horizonte.
        Mirar tras la ventana, al levantarse, quizás era ya un hábito corriente. Movió al fin la cortina, y, reflexivo, tomó los libros y salió de casa. El alba bostezaba en lo lejano, y, abriendo paso al sol débil y triste, mostraba sus dorados melancólicos. Diciembre viene siempre con los hielos y la tardanza propia de la aurora, que menos tarda en julio y en agosto.
        –Qué bella es la mañana cuando llega–, se dijo al caminar entre las sombras.
      Notó al cerrar la puerta, ya en la calle, que no era mucho el frío de otras veces, pues suelen las heladas ser intensas en este rincón bello junto al Bierzo. Y vio, mirando al cielo, aquella mota, tan frágil en el aire, casi un copo, sujeto de la mano de la brisa. El Bierzo es un lugar donde las nieves no suelen abundar como en los montes, subiendo por el curso del Cabrera.
        –Qué bella es la mañana cuando llega–, se dijo al tomar rumbo al instituto.
       Quitó los guantes, siempre necesarios, camino ya del centro de enseñanza, sabiendo que los grados bajo cero no habrían de atacar con su cuchillo. Y, entonces, sorprendido, vio, en el aire, volar, como pavesa de silencio, de nuevo aquellas motas danzarinas. Y pudo comprender que, a su capricho, la nieve rompe el frío de la escarcha que suelen las heladas impasibles.
    –Qué bellas son las nieves cuando vienen–, le oyeron murmurar viejos senderos. Y, haciendo su camino comúnmente, entró por fin, frotándose las manos, y a Loli saludó con su sonrisa, diciéndole que pronto nevaría. Los más madrugadores ya ocupaban su silla ante la mesa de la sala, minutos antes de empezar las clases. Y el cielo, más oscuro, de repente, dejó que las nevadas derramasen sus mantos por los campos de la villa.
       –Quedamos esta tarde a ver el fútbol–, le susurró Rimada por lo bajo.
     El Puente es un lugar aislado y triste, y, aquí, los profesores se aburrían, no habiendo cines, solo cuatro bares donde tomar acaso algo de vino. Y el cielo, casi negro, derramaba las sábanas de hielo por los suelo, mudando los paisajes y sus tonos. Los jóvenes alumnos modelaban esferas imperfectas con la nieve para formar extraños proyectiles.
      –Quedamos en el Thais sobre las cuatro–, propuso Carlos al marcharse a casa.
Esteban, un alumno serio y tímido se vio atacado entonces por Rimada, que le lanzó una bola tras el cuello, dejando sorprendido al buen muchacho. Mas este, al no ser tonto, decidido, correspondió al ataque belicista, lanzándole otra bola en plena frente. Después de algunas risas se marcharon, que el hambre aprieta siempre los estómagos, después de tantas horas en el centro. Y no quiso cesar la nieve hermosa, formando sus tejidos por los prados.
A veces, las durezas del invierno se tornan como un beso en plena boca, dejando su regusto tan extraño, que mezcla la alegría y la tristeza. La escarcha de la helada también tiene sus ecos de belleza, tornando en cristal blanco cada hierba. Las lluvias, al rozar las cristaleras, también prometen blandas emociones que traen ternura y calma a los espíritus.
        No suelen, por lo pobre de la zona, quedarse aquí a vivir los profesores. Lo usual es que se alquile en Ponferrada la casa de otras gentes que se han ido, que viven en España o en otra parte y alquilan sus viviendas entre tanto. De todos modos, en aquellos tiempos quedaron en el pueblo algunos pocos, cansados de una vida tan monótona. Por eso esta reunión era importante, y allí fueron, sin falta, a ver el fútbol, los cuatro profesores de que hablamos.
       El Thais está en la zona más moderna del Puente, que es la zona con más vida. Allí toman café los profesores al tiempo del recreo, si no hay guardias, o en esas horas que, entre y clase y clase, se puede escapar uno a tomar algo.
       Así, José Ramón salió de casa, llevando su paraguas en la diestra y habiendo de pisar con gran cuidado. Las nieves son, a veces, traicioneras y siempre patinar es grave riesgo, pisando las aceras o el asfalto. Y fue al llegar al Thais cuando, no lejos, halló un grupo de alumnos con sus chanzas. Gozaban del placer de ese regalo que suelen ser las nieves, un juguete que en manos de unos niños se hace magia, teniendo algo especial cuando se toca.
No estaba ya nevando para entonces y el agua de la nieve derretida formaba en el camino sus arroyos. Volvió a salir del bar y dio una vuelta, mirando aquellos montes, la apariencia de aquellas sierras altas y elevadas. Y al fin llegó Manuel, que alzó la mano:
     –¿Pero es que no han venido todavía?
     Y fueron hasta el Thais a tomar algo, tras ver que los demás tardaban mucho.
     –Nos queda poco ya para el partido–, llegó a decir Manuel con impaciencia, sin sospechar, acaso, que su amigo jamás tuvo pasión por el deporte.
Y luego ya llegaron los dos Carlos, envueltos en abrigos y con gorra, por eso de las nieves y los vientos. Mas, dentro del local no hacía frío, pues bien ardió la estufa aquella tarde de nieves hechizadas de belleza.
      –Qué bellas son las tardes cuando nieva–, pensó José Ramón, mirando fuera. Las tardes de diciembre duran poco y ya parece noche hacia las cinco, mas las farolas viejas de la calle mostraban gruesos copos en descenso.
      –Qué bellas son las nieves en el aire–, se dijo, ajeno a las conversaciones de aquel partido insulso y de las voces.
      Las gentes pasionales daban gritos tal vez por algún gol lanzado a puerta que no llegó a lograrse finalmente. Mas solo fue un momento de despiste, que no falta la cháchara si hay gente. Y suele la bebida alzar los ánimos, romper la timidez de los más tímidos y hacer hablar a los que son prudentes o tienen un carácter aburrido. Pues no faltaba vino y carajillos en un tiempo anterior a los recortes a los que los políticos son dados. Beber con los amigos es dichoso y en un pueblo pequeño sin más vida se vuelve un lujo casi imprescindible.
     Rimada se atrevió con un partido, retando a los pupilos de aquel año, que el viejo futbolín allí aguardaba. Escéptico, Ramón, que es más distante, lo vio marchar risueño con los chicos y unirse a sus jolgorios juveniles. Manuel y el otro Carlos lo animaron, mientras José Ramón, tras los cristales, miraba aquella nieve, ya más densa. Y pronto sintió ganas de ir al baño, donde aliviar, sereno, sus tensiones: después de haber bebido algunas copas, es siempre aconsejable esta costumbre, que nada reprochable nos parece.
      Y el caso es que, al salir, halló a Rimada, vencido, derrotado sobre el suelo, tras un golpe al azar, culpa de Esteban, que, si hemos de ser justos, nunca quiso mancar al profesor que enseña plástica. Pendiente de su profe, suspiraba, temiendo haber causado, sin quererlo, un daño irreparable al enseñante. Los otros apartaron a los chicos que se arremolinaban junto al hombre que, echado sobre el suelo, musitaba que le faltaba acaso un leve soplo de oxígeno llenando los pulmones. Mas pudo respirar, y, tras un rato, ya estaba alegremente con el fútbol.
     Las almas argentinas son extrañas. Lo comentó Joserra muy prudente, sabiendo que Rimada es, por su origen, gallego, catalán y americano. Habló de sus parientes de Argentina, su gusto por el fútbol más violento y el vicio de ir al campo con paraguas:
       –Allí el deporte es fiesta y es violencia–, aseguró risueño y con su fino carácter el genial Carlos Emilio.
      Después, Carlos Abad, el otro Carlos, habló de cómo hacer un alambique y fabricar cervezas con carácter, y prometió una cata a los presentes.
        –Te tomo la palabra–, le decía Manuel a Carlos, socarrón, a veces.
      Y, al fin, cesó la nieve y se hizo tarde, y, al irse, caminaron las aceras, cubiertas por las capas de las nieves escasas todavía, barruntando mayores espesores y más hielo para el siguiente día, cuando, acaso, los niños de transporte no pudieran venir desde los pueblos porque el tiempo lo quiso así, feliz como los niños que juegan a los dados en la calle.
      Cercanas ya las fiestas navideñas, era un primor la villa entre las sombras tomadas por el hielo blanquecino. Por eso, en vez de regresar y hacer la cena, quisieron posponer la vuelta a casa y fueron a Los Arcos, donde Carmen atiende bien a toda su clientela. Dudaron si tomar un carajillo, mas fue José Ramón quien, con ingenio, los supo convencer, al proponerles, tomar un irlandés, que más entona. Haciendo pues camino, entretuvieron la charla con alegres disparates y chistes de lo más desenfadado. Pero la nieve se hace traicionera. Por eso, tras un golpe, el buen Rimada, sufrió otro contratiempo, patinando.
      Optaron por llevarlo a ver al médico, no lejos de la vieja biblioteca, que está donde el Ayuntamiento nuevo. Pasaron solamente unos minutos y vino para verlo la doctora. Por suerte no fue nada y continuaron. Y, haciéndose unas fotos en la calle, pasaron luego a la cafetería, tomaron irlandés y discutieron como es común hablar con los amigos de la niñez más tierna y más profunda, si bien eran recientes conocidos.
       Después, ya tras la cena, cada copo volvió a poblar el aire, entre las sombras.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Memorias de las tardes de nevada”

viernes, 15 de junio de 2012

PARA JOSU HERNÁNDEZ OLABARRIETA

Soneto

         Las nieves y el granizo, con apuro,
bajaron de los montes hasta el llano,
y, triste, en el paisaje ayer lozano,
el cielo coronó el silencio oscuro:
         la herida de un otoño prematuro
sintió, con el crepúsculo temprano,
quien, alcanzando el fruto del verano,
el puerto vil halló, jamás seguro.
          Y fue el ocaso breve con su brillo
como esa luz que teje la alborada
que se alza, coronando su hermosura:
         si breve, si violento en la hondonada,
si raudo, si veloz en su castillo,
también como un destello de bravura.

2012 © José Ramón Muñiz Álvarez