sábado, 23 de octubre de 2021

I

 

 

          Manuel lo entendió pronto, y, al volverse, la luz de aquel crepúsculo lejano lo quiso convencer de lo innegable: la noche, con sus voces apagadas, sus cantos siempre lúgubres, en cambio, también nos muestra toda su belleza -pensad en las estrellas diminutas que tiemblan en la altura, en esas noches de nubes que declaran su osadía-. Y el claro de los bosques se confiesa, cantando sus hermosos catecismos, sus raros padrenuestros nocherniegos: la música que sabe darle fuerza tal vez a cada brisa que susurra nos puede hablar de paz y de tormento -la gente de la aldea, por ejemplo, sospecha que hay fantasmas en la noche, supone los fantasmas de la noche-. Soñad con esos tiempos ya perdidos de aquellos aldeanos inocentes que oían esos gritos con temores. Es fácil suponer que viene el lobo cuando la nieve cuaja en esos montes que llenan de belleza cada cima. Manuel lo suponía, y, caminando, reíase en el fondo de las épocas de fes confusas, tristes y atrasadas.

          Pero era ya el momento del crepúsculo, nacía en lo lejano aquel crepúsculo, sus luces alumbraban todo el valle. Los raros padrenuestros del arroyo cantaban la belleza del paisaje, lo mismo en un abril que en un diciembre. Y el sol moría triste, siempre débil, diciéndole a Manuel, en primavera, que el beso de la noche se acercaba. El beso de la noche se acercaba, ¡qué digo se acercaba!, se lanzaba sobre esos cielos vírgenes y bellos. Y en esos cielos vírgenes y bellos, mirábase la luz, ya malherida, buscando en el riachuelo su apariencia. De pronto, con las sombras todo ardía, cantando su silencio, en una pausa, capaz de helar el alma del valiente. Las voces de los pájaros cesaron, cesaron los susurros de la brisa y habló todo de muerte de momento. La noche convertía sus mansiones en un palacio falto de bondades, de calma amenazante y de temores. Manuel, que caminaba las veredas, amaba, sin embargo, aquella umbría de paz y de silencio, de deleites…

          Los oros, los dorados y los rojos hablaron con afán y ya la noche tendió su vieja capa sobre el mundo. Los grillos, con sus raras travesuras, retaban a las ranas de la charca y el aire acariciaba un nuevo junio. Los ecos del verano se hacen dulces, las noches no son frías y disfrutan, si, a veces, aceptamos su paseo. Manuel dijo que sí, tenía gana, y, andando por la zona, fue alejándose, dejando atrás la aldea silenciosa. Quizás unos ladridos despidieron al joven que seguía su camino, buscando las estrellas, tras las nubes. Buscando las estrellas, tras las nubes, soñaba muchas veces, caminante, por un paisaje oscuro y misterioso. Manuel, acostumbrado a la aventura, gozaba en los caminos solitarios, queriendo sorprender la martaleña, y el caso es que el raposo lo observaba, guardado en los bardiales de la zona, discreto siempre, siempre vigilante. Las voces de la noche, en todo caso, nos hacen suponer seres extraños quizás donde caminan los tritones.

          Manuel no tuvo miedo en esas noches calladas, de paseos prolongados, después de que el verano lo invitaba. Manuel era un amante de la brisa, quizás de aquella lluvia perezosa que viene refrescando tales noches. El campo rezumaba su belleza y el verde de los campos y los bosques, los viejos eucaliptos de la zona. Pensó en la gente vieja de la zona y en todos sus temores infundados -la gente no dejaba de tenerlos-. También se acordó entonces de su gente: había en su familia algún pariente que hablaba de costumbres ancestrales: “Quien oye los lamentos de las aves que vuelan por la noche no sospecha que escucha la amenaza de la muerte”.

          Y entonces se oyó el cárabo, a lo lejos.

 

2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

II

 


          El cárabo se esconde entre los robles, anida entre los robles y, entre robles, lamenta la tristeza de la tarde. El llanto de la tarde hace un crepúsculo de voces que se funden, y la noche sumerge el mundo todo en su silencio. De pronto, con la umbría, se le escucha: Manuel ama los cantos de las aves y siente esa llamada misteriosa. Los trenes de la zona se serenan oyendo, en la cochera, aquellas voces llegadas de entre bosques y espesuras. Lo sabe el eucalipto que, discreto, conoce esa llamada quejumbrosa que asusta al más pintado ante la luna. Y hoy es noche de luna, si la luna se asoma entre las nubes como suele, del modo en que en el palco alguna dama. Y el cárabo vocea en lo lejano, llamándonos al monte, convocándonos, amigo de la bruja y su aquelarre. Y el viento es aliado de sus voces y lleva a los paisajes los gemidos que alcanzan a Manuel en la vereda. Pensemos que la brisa del verano se quiere conciliar con esas noches que llegan ya más tarde, sin apuro.
          Manuel conoce al cárabo y sus voces, pues es observador y su paciencia lo lleva a conocer cada detalle. El cárabo es amigo de la muerte, según las malas lenguas de los pueblos: la gente le atribuye lo terrible. Pensad en los agüeros de otros días, temores de esas épocas pasadas que prenden en la gente más humilde. Manuel, en cambio, siente en esas voces un haz de poesía que despliega sus alas con el vuelo de la noche. El cárabo no es siempre lo funesto, ni el ave de la máscara nevada, cruzando cielos tristes, mortecinos. Manuel lo sabe bien y lo confiesa, pues halla en todo un halo sugerente que evoca lo romántico en la sombra. Sabed que sus paseos tienen mucho de versos y de prosas que se pierden, según el aire sigue su camino. Contad que su camino va perdiéndose, como sus pasos lentos, según corre la brisa volandera a su guarida. Y, en tanto, nuestro amigo sigue atento, dichoso como nadie, a cada canto que cruza los paisajes de la noche.
          Las noches de Manuel son aventura, si vamos contemplando su camino, distantes, para no ser sorprendidos. Manuel camina siempre, por la noche, por los lugares bellos que, entre sombras, proponen sinfonías diferentes: pensad en el arroyo y en la fuente, tal vez en el ladrido de los perros y el eco del silencio en lo lejano. Manuel, si bien se mira, es el poeta que canta a los arroyos y a las charcas, quizás a los meandros del riachuelo. La luna lo ve siempre en cada claro, manchando con el barro sus zapatos, las botas de otro tiempo, al fin ya viejas. Y siente cada brisa y, a su tiempo, conversa con la brisa y los helechos, que toman nueva vida en estos bosques. ¡Quién sabe escudriñar, si no es el genio febril y bandolero del muchacho, los raros alaridos de las aves! Son años ya que sigue su camino, buscando, vigilando, silencioso, capaz entre pinares y castaños. El monte se descubre entre las sombras y cada comadreja anda a lo suyo, como esas musarañas a deshora.
          Los árboles del bosque son distintos, debajo de la capa que se extiende por ese cielo de las madrugadas. Sus nombres, en la noche, se han mudado, y el árbol se abandona y desconoce, quizás, al caminante de la tarde. Manuel, que pone nombres a los árboles, no olvida lo que olvidan esos robles, los viejos eucaliptos, los castaños. Y sabe cada nombre, y les recuerda su nombre y apellidos a las ramas del árbol que se rinde ante la noche. Carballos hay que olvidan lo que fueron, unidos al bostezo de las horas que quieren descansar y no lo logran. Tal vez las aves tristes, en la noche, con vuelos sigilosos, los asustan, con salmos agoreros y macabros.
          Y el grito del mochuelo suena cerca.
2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

III

 


          Manuel escucha al pájaro en la noche, sabiendo imaginarse su sigilo, su calma en la labor, si va de caza. Y, en tanto, cada fuente reza credos que siguen repitiendo letanías que no se acaban nunca, que no cesan. Y el mocho, en una rama insospechada, convoca a los espíritus o avisa de que este territorio es solo suyo. Manuel siente en el aire la pureza que llega tras las lluvias, y las lluvias nos dan como regalo un aire limpio: parece que las densas humedades reclaman la presencia del batracio, de viejas salamandras y tritones. Y el canto de la fuente, en cada fuente, dibuja la sospecha de unos ojos que brillan bajo el brillo de la luna. Manuel, que no lo ignora, cuando mira, se siente como un gato que, al acecho, también siente las voces del mochuelo. Y todos los mochuelos son miagones, según los llaman todos en Asturias, que es tierra de leyendas ancestrales. Manuel y la humedad se han hermanado, se juntan en un beso silencioso que quiere dar más alas a la noche.
          Manuel es un romántico, un poeta, y el alma enajenada del poeta también ama las noches y sus horas. La noche tiene encantos misteriosos y afina nuestro oído, como suelen los búhos cada noche, en sus trabajos. Nos basta con susurros apagados: podemos percibir en el espíritu las voces de la noche que nos llaman. Manuel oye al miagón en el silencio, después de que los cárabos alegres lanzasen su amenaza desde el monte. Y el monte es una mancha verdinegra que muestra la silueta de eucaliptos serenos en la noche majestuosa. ¡Quién sabe lo que ocurre en el paraje, quién sabe lo que ocurre en cada párrafo callado de la noche en la espesura! Y el aire se hace denso por momentos, oyendo cada voz, cada quejido, perdido en los espacios de la sombra. Tal vez en sus mansiones se averigua la rara madrugada, entre las sombras, que dice los trabajos del labriego. Y todos los mochuelos son miagones y al cárabo lo laman el curuxo las gentes de esta tierra pueblerina.
          Manuel es un romántico que llora, Manuel es un romántico que siente, Manuel es un romántico que escribe: después de sus paseos por el monte, se va a su gabinete y elabora sus silvas y su extraño verso blanco. Y allí podéis hallar a los miagones, la voz de la lechuza y su alarido, que deja tembloroso al que lo escucha. Manuel compone versos inspirados, los versos inspirados de los locos que cantan a la noche y las estrellas:
 
          “Decid que las estrellas son hermosas,
          decid que lo es la luna que nos mira,
          decid que el alba clara por los valles”.
 
          Sus raros sentimientos hablan pronto del alba y de los valles, de la noche, de todas las estrellas y sus brillos:
 
         “ Decid que quiere el alba ese silencio
          que no quieren las fuentes que murmuran
          las cosas de la noche que no cesa.
          Decid que los mochuelos son los reyes
          del tiempo en que las nubes vaporosas
          discurren contemplando a los que duermen.
          Decid que la poesía brota alegre,
          sabiendo los misterios de la noche,
          gozando los misterios de la noche…”
 
          Los versos de Manuel son caprichosos -no dejan de mostrarse caprichosos los versos que imaginan los poetas-. Manuel, que es hombre bueno, se asincera, comprende que los versos que concibe no muestran ese mundo verdadero. Y hay algo mentiroso en la poesía, y hay algo que nos miente y nos engaña, pues eso es la poesía, pese a todo:
          -Los versos son engaño -ha de deciros, si un día lo paráis donde la tasca y habláis con él, tal vez tomando un vino.
          -Los versos son engaño -ha de deciros, si un día, caminando por los montes, lo halláis en el sendero más recóndito. Y es cierto que los versos son engaño, y en ello hallaréis siempre los secretos de aquello que contenga lo poético.
          Y tiene su momento la lechuza.

2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

IV

 


           Quien oye los lamentos de las aves que vuelan por la noche no sospecha que escucha la amenaza de la muerte. Y es triste hablar de muerte, si el crepúsculo nos deja bajo el yugo silencioso que quiere el manto negro de la sombra. La muerte es mensajera de la umbría, tal vez una metáfora sin rumbo que amarga la conciencia de la gente.  Y canta la lechuza con su aviso, con toda su belleza y su elegancia, vestida con su blanco entre tinieblas. La ñuética la llaman y la niétoba las gentes lugareñas, si la sienten, jugando en los desvanes de la casa. Y es que anda en los tejados de la aldea, los altos campanarios de los templos, los bosques apartados y callados. Y el caso es que estas aves solitarias dominan el paisaje de la gente, que no las suele ver en donde habitan: las noches van brindándoles cobijo, les abren la mansión de sus cortinas, oscuras como el beso de la nada. No hay sol que las sorprenda con el alba, quizás son aliadas del crepúsculo y juegan con los brillos del crepúsculo.
          Manuel sabe que es bella la lechuza, vestida con sus pardos y sus blancos, las alas azuladas por barriadas. Manuel lo dice siempre y lo repite:
          -Los pájaros que vuelan en la noche mantienen su belleza y su misterio.
          Y el ave de la noche, majestuosa, se lanza, sigilosa, en vuelo rápido, matando alguna rana, ante las charcas.
 
          “No puede ser que el cerco de la noche
          no muestre su belleza incomprendida
          ni al aire que acaricia el plenilunio.
          Y, en el caudal truchero, tras la pruva,
          que siempre fue frecuente en esta tierra,
          las raras humedades se reflejan:
          la hierba huele a hierba y el riachuelo
          nos dice la verdad con sus corrientes,
          cansadas del bostezo de la noche…”
 
          Manuel, que es un poeta, nos lo dice, lo dicen los arroyos y las truchas que saltan desde el fondo del arroyo, lo dicen los caudales y las lluvias, la pruva de la noche, cuando cesa, las densas humedades de la noche, las hierbas, el riachuelo y las corrientes, los mágicos bostezos de la noche, la ñuética y el cárabo en el monte…
 
          “Decid que cada fuente se confiesa,
          decid que cada claro corrobora
          las horas de silencio de la noche”.
 
          Manuel es un poeta y se repite, pues siempre los poetas se repiten, reinventan lo que dicen, si respiran:
 
         “ Decid que la alborada será bella,
          que el aire será bello con el alba,
          que el bosque dormirá al llegar la aurora.”
 
          Manuel es muy capaz de hacer que el mundo retome esa belleza que tenía, siguiendo atrás el tiempo varios siglos: los viejos caballeros, las cruzadas perdidas o ganadas por los príncipes, el mundo más bucólico y discreto… Manuel, malabarista de palabras, encuentra la poesía en esas cosas y el brillo de una estrella que no duerme. Y hay mundo, mucho mundo que se esconde detrás de las cortinas de la noche, de toda su belleza y su secreto. Soñad esas estrellas temblorosas, las nubes que las ven y los aullidos de pájaros que duermen por el día. Podéis mirar acaso en cada hueco del tronco de los robles y coníferas que llenan cada parte del concejo.
          Las aguas del arroyo siguen claras, mirándose en la luna, siendo espejo del rayo de la luna, si la mira. La brisa de la noche despaciosa parece acompañar este paseo, diciendo la verdad de lo que piensa. Y, al tiempo, la lechuza que nos mira, siguiendo sigilosos el paseo del creador de versos nocherniegos. La hierba huele a hierba y el riachuelo nos dice la verdad con sus corrientes, cansadas del bostezo de la noche, cansadas del ocaso ya perdido, del alba que aproxima sus colores, soñando nuevas gotas de rocío. Y el caso es que la ñuética lo sabe, lo sabe la verdad de su mirada, capaz de escudriñar el bosque todo.
          Pero ahora es el momento del autillo.
 
2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

V

 



          ¿Lo veis? Es el autillo, cuyo vuelo, callado y silencioso, queda oculto, secreto como todo en estos bosques. Fijaos que su vuelo nos persigue, nos miran esos ojos como discos que se abren a la noche, sorprendidos. Digamos que es un ángel de la noche, que canta con las voces melodiosas igual en las buhardillas que en los parques. ¿Hablamos del autillo? Los autillos son aves que nos llevan a saberlos amigos de los versos del poeta. Decir que los autillos son frecuentes en las composiciones de los vates que siguen caminando, cada noche, será como decir que los arroyos parecen sacerdotes que proponen liturgias volanderas con susurros. Y hablamos del autillo, por supuesto, la magia de su voz, de su reclamo, perdido en los rincones más oscuros. Porque esa voz recóndita nos mira, nos sabe vigilar desde la noche, nos llena de misterio con la noche. Y somos como intrusos en su mundo callado, de sonidos perezosos que no quieren que nadie los advierta.

          Porque ahora es el momento del autillo, de toda la poesía que desprende, mimético, embustero y tornadizo. Y sé que es el momento del autillo después de que su canto nos invada, después de que sus voces nos invadan. Son notas musicales tan perfectas que llenan el paisaje con su música, capaz de hipnotizar al más pintado. Manuel ama los cantos del autillo, celebra la belleza de sus brillos, como esas humedades en la hierba. Sabed que la humedad se hace brillante no lejos del amor de una farola que mancha los parajes con sus luces. La suya es una luz anaranjada, rojiza en todo caso, y, entre sombras, reflejo entre las briznas de la pruva. También la pruva sabe del autillo y escucha su canción interminable, buscando amor aquí y donde se tercie. También la pruva canta la poesía del bosque silencioso y de los pájaros que cazan en la noche y se enamoran. También los arroyuelos se enamoran, los juncos de la charca, donde Condres, la paz del Regueral y Piedeloro…

          El bosque silencioso de la noche despierta ante los pasos invasores y ve Manuel la pruva reflejada: las charcas, los hierbajos y el asfalto reflejan esa luz de las farolas, los brillos de la luna tras las nubes. Y todo es la poesía que se cierne sobre un paisaje lleno de poesía que canta su poesía a raras horas. El aire engalanado de frescura recuerda un mayo hermoso que, reciente, voló hacia algún lugar, a alguna parte. Y hay parques, hay rincones y caminos que saben recibir las bendiciones del aire que recorre los espacios. El aire engalanado de frescura nos llama, con su “Dóminus vobiscum”, hacia los andurriales del misterio. Y el bosque de eucaliptos, cada roble, la voz de los carballos y el helecho, las voces del helecho, nos convocan, queriendo compartir esa belleza, vencida, malherida por las quejas del agua de la pruva y del arroyo, los lánguidos suspiros de las charcas, las voces de las charcas, sus querellas dejadas a la noche que discurre.

          Manuel, el caminante de estos pagos, no piensa ya en las horas ni el camino, febril hasta el nacer de la mañana. Manuel, que se entretiene en los detalles, quisiera ser amigo de los seres que pueblan esa noche que investiga. Y, al ser como un hurón entre mustélidos, pudiera ser también, si bien se mira, la voz del lobo triste entre los lobos. Y el caso es que no hay lobos en la zona: los lobos bajan solo en el invierno, después de que las nieves los desplazan. El lobo puebla siempre los cordales, se olvida de las costas y colinas que callan su presencia, si viniere. En todo caso, quedan los raposos, astutos como nadie y, al acecho, detrás de los follajes y las matas.

          Y no se oyen las voces del gran duque.

 

2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

VI

 


          Los búhos, cazadores de conejos, habitan otras zonas, y, entre peñas, construyen sus imperios en la roca. Sus rémiges conocen esas noches que sienten el aliento de la helada, que sueñan el aliento de la helada. La piedra de las cumbres rasca el cielo, lidiando con las nubes y sus bríos son jóvenes, valientes, como el hielo. Las nieves son frecuentes todavía, llegado el mes de mayo, y, para junio, parece que el verano queda lejos. También habitan llanos y colinas, y algunos pueblan bosques silenciosos, callados, misteriosos como el nuestro. El caso es que los búhos son posibles en pueblos de la costa, donde, en cambio, es siempre inverosímil su presencia. Y es siempre inverosímil su presencia no lejos de las olas, de la espuma, que llena también noches prolongadas. En cambio, ya cercanos al solsticio, la luz del alba llega más temprano, queriendo bendecir cada quebrada. Las playas, los arroyos, los meandros suponen a esas horas las ausencias de pájaros que huyeron no hace tanto.
          Digamos que el gran duque está escondido, si llega el alba clara a la montaña, quizás a las dehesas donde habita. Y no es ave cobarde, pese a todo, y hubiéramos de verlo si la zona brindase a estas criaturas buena caza. Lo cierto es que estos pájaros les ceden quizás estos lugares a otras aves que cumplen sus labores de rapiña. Los cárabos, acaso las lechuzas, los mochos, los autillos son audaces, capaces de mostrar ese dominio. Y el búho, con sus gestos altaneros, monarca del roquedo, se retira a zonas más propicias a su gusto. Su instinto montañero le procura poder atalayar el mundo todo, como un emperador ante sus reinos. Y bien dice Manuel que es fascinante la rara vestimenta de su cuerpo, sus pardos leonados y sus oros. El búho es tan hermoso como el monte, camufla sus colores en el monte, se pierde entre los árboles más densos. Por eso nos fascinan sus colores, sus plumas afiladas, la mirada callada, misteriosa y hechicera.
          Los bosques de Manuel son otros bosques, poblados por helechos, castañares, por roble y algún pino repartido. Las gentes plantan muchos eucaliptos, queriendo arrancar algo de una tierra que el árbol estropea lentamente. Las noches son hermosas y nos faltan los duques que se ven en esas cimas que quedan más allá de nuestras lomas. En ellos canta el cárabo su réquiem, nos llama a su aquelarre la lechuza, nos dicen lo que sueñan los curuxos. Y dicen lo que sueñan los curuxos al viejo en la buhardilla de la aldea, si sabe suponer lo que se acerca. ¡Son tantas las leyendas de esta gente que hablaba de vedorios y fantasmas en un mundo de magia y fantasía! Y acaso los poetas, con su lírica -Manuel es uno de ellos, cuando quiere, se saben divertir con estas cosas-. No en vano, yo conozco a algún amigo que sabe de los duendes misteriosos, eternos forajidos de Carreño. La Fuente de los Ángeles lo sabe, pues beben de sus aguas cada noche, temiendo que los miren los humanos.
          Manuel, que no ve duendes misteriosos, conoce, sin embargo, las costumbres de duendes diferentes en la noche: los viejos roedores de los campos, acaso la culebra, alguna víbora, las martas a deshora, los hurones… Manuel, que no ve duendes misteriosos, escucha, sin poder ver sus siluetas, las voces de las aves en el bosque. Y, en tanto que los viejos ven espíritus en esas voces bellas de la noche, el halla la poesía necesaria. Pudiera hasta emprender proyectos serios, ensayos sobre el canto de las aves, discursos sobre el canto de la noche. Y el canto de la noche es un discurso que deben conocer los que desean tener, tal vez, vivencias sugerentes.
          Sus voces, en la noche, son hermosas.

 

2021 © José Ramón Muñiz Álvarez

VII

 


            También canta el Noval, pero sus voces, continuas y monótonas, confunden el brillo de la noche y las cortinas calladas de la noche, de esas horas que corren con apuro, entre los sueños, cantando pesadillas desde sendas rodeadas por un halo de tristeza, las voces melancólicas que quieren cantar a la belleza de la noche. Manuel también disfruta con la umbría, la luz artificial de las farolas  y el beso silencioso de la luna. La noche le sugiere muchos versos, mirando las estrellas, si conviene, gozando del “orbayu” de la zona. Y sabe disfrutar de los "orbayos", bañándose en extraños pensamientos -¿se puede bañar uno en pensamientos?-. Y quedan muchas horas para el alba, se escapan, pero queda mucho tiempo, y el tiempo nos invita a hacer camino. Y, siendo tantas horas para el alba, tampoco es importante que el cansancio nos haga sentir sueño, si no es hora: la luz escasa dice lo que siente, lo indican las llamadas de los bosques, los últimos ladridos de los perros:

           las voces de las aves de la noche,
          la densa oscuridad de los mochuelos
          y el valle dominado por la sombra,
          sus horas dominadas por la sombra,
          su aliento dominado por la sombra,
          sabiendo que el Noval descansa triste,
          cantando que el Noval discurre triste,
          queriendo confesarnos su tristeza…”
 
          Los versos de Manuel son cosa extraña, sus noches, sus paseos, su culto a las leyendas del antaño. Hay algo sugerente en cada escrito que guarda en el cajón de la derecha, después de los paseos, cuando escribe. Parece que el camino hace dictados con todos los poetas, los inspira, los llena de paciencia con su brisa. Y el verso, la palabra, los acentos no quieren resistirse, si es que el mundo se inspira en esa brisa y ese “orbayu”. De pronto, tras la tarde calurosa -pongamos que el verano se apresura-, la lluvia despaciada nos relaja. De golpe, nos relajan los ambientes callados de la noche, cuyas horas nos hacen meditar en la poesía.
 
          “Los últimos ladridos de los perros,
          las voces del mochuelo y el autillo,
          en medio de estas negras soledades,
          cantándole al amor en primavera,
          jugando a festejar, con su reclamo,
          las lluvias de la vida, que acontecen
          sobre estos rostros puros, amigables
          al mundo de la sombra y de la noche
          que asoma a las mansiones de los cárabos.
 
          Los últimos ladridos de los perros,
          la brisa que se antoja perezosa,
          en medio de la nada, al caminante,
          y el eco de los viejos caminantes,
          eternos peregrinos de la noche,
          amigos de la noche, sin descanso,
          que escuchan esa voz del arroyuelo,
          que sienten esa voz del arroyuelo,
          que viven esa voz del arroyuelo…”
 
          Manuel se baña siempre en pensamientos que tienen algo lírico y extraño, tan raro como el viento de la noche. Manuel escucha siempre los relatos má raros que se cuentan en la aldea, tan raros como el aire del sendero. Manuel habla de brujas y no cree, sabiendo que sus voces nos acechan, tan raro como el miedo que nos ronda…
          Y no se intuye el beso de la luna, cuando Manuel, ya en casa, sin apuro, escribe la poesía en su cuaderno: “Parece que la noche se ha obcecado”, nos dice con su gracia inteligente y haciendo buen alarde del estilo. ¿Parece que la noche se ha obcecado? Lo dice por las aves de la noche, lo dice por las sombras de la noche. Y es cierto que la noche se ha obcecado: se obcecan los arroyos, los caminos, las voces del paisaje que no entienden. Y, acaso al obcecarse con la noche, Manuel escribe versos y relaja la mucha fantasía que lo llena. La noche se ha obcecado y, con el alba, podremos escuchar lo razonable, si amanece con cantos diferentes la mañana.
          El canto de los gallos rompe al alba.