También canta el Noval, pero sus
voces, continuas y monótonas, confunden el brillo de la noche y las cortinas
calladas de la noche, de esas horas que corren con apuro, entre los sueños,
cantando pesadillas desde sendas rodeadas por un halo de tristeza, las voces
melancólicas que quieren cantar a la belleza de la noche. Manuel también
disfruta con la umbría, la luz artificial de las farolas y el beso silencioso de la luna. La noche le
sugiere muchos versos, mirando las estrellas, si conviene, gozando del “orbayu”
de la zona. Y sabe disfrutar de los "orbayos", bañándose en extraños pensamientos
-¿se puede bañar uno en pensamientos?-. Y quedan muchas horas para el alba, se
escapan, pero queda mucho tiempo, y el tiempo nos invita a hacer camino. Y, siendo
tantas horas para el alba, tampoco es importante que el cansancio nos haga
sentir sueño, si no es hora: la luz escasa dice lo que siente, lo indican las
llamadas de los bosques, los últimos ladridos de los perros:
las voces de las aves de
la noche,
la densa oscuridad de los
mochuelos
y el valle dominado por la
sombra,
sus horas dominadas por la
sombra,
su aliento dominado por la
sombra,
sabiendo que el Noval
descansa triste,
cantando que el Noval
discurre triste,
queriendo confesarnos su
tristeza…”
Los versos de Manuel son cosa
extraña, sus noches, sus paseos, su culto a las leyendas del antaño. Hay algo
sugerente en cada escrito que guarda en el cajón de la derecha, después de los
paseos, cuando escribe. Parece que el camino hace dictados con todos los
poetas, los inspira, los llena de paciencia con su brisa. Y el verso, la
palabra, los acentos no quieren resistirse, si es que el mundo se inspira en
esa brisa y ese “orbayu”. De pronto, tras la tarde calurosa -pongamos que el
verano se apresura-, la lluvia despaciada nos relaja. De golpe, nos relajan los
ambientes callados de la noche, cuyas horas nos hacen meditar en la poesía.
“Los últimos ladridos de los perros,
las voces del mochuelo y el autillo,
en medio de estas negras soledades,
cantándole al amor en primavera,
jugando a festejar, con su reclamo,
las lluvias de la vida, que acontecen
sobre estos rostros puros, amigables
al mundo de la sombra y de la noche
que asoma a las mansiones de los
cárabos.
Los últimos ladridos de los perros,
la brisa que se antoja perezosa,
en medio de la nada, al caminante,
y el eco de los viejos caminantes,
eternos peregrinos de la noche,
amigos de la noche, sin descanso,
que escuchan esa voz del arroyuelo,
que sienten esa voz del arroyuelo,
que viven esa voz del arroyuelo…”
Manuel se baña siempre en
pensamientos que tienen algo lírico y extraño, tan raro como el viento de la
noche. Manuel escucha siempre los relatos má raros que se cuentan en la aldea,
tan raros como el aire del sendero. Manuel habla de brujas y no cree, sabiendo
que sus voces nos acechan, tan raro como el miedo que nos ronda…
Y no se intuye el beso de la luna,
cuando Manuel, ya en casa, sin apuro, escribe la poesía en su cuaderno:
“Parece que la noche se ha obcecado”, nos dice con su gracia inteligente y
haciendo buen alarde del estilo. ¿Parece que la noche se ha obcecado? Lo dice
por las aves de la noche, lo dice por las sombras de la noche. Y es cierto que
la noche se ha obcecado: se obcecan los arroyos, los caminos, las voces del
paisaje que no entienden. Y, acaso al obcecarse con la noche, Manuel escribe
versos y relaja la mucha fantasía que lo llena. La noche se ha obcecado y, con
el alba, podremos escuchar lo razonable, si amanece con cantos diferentes la
mañana.
El canto de los gallos rompe al
alba.
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