martes, 24 de febrero de 2015

Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega

EL CANTO DE LAS VIEJAS ARBOLEDAS”
por José Ramón Muñiz Álvarez
Un escrito para Mael Muñiz Vega
y Jimena Muñiz
Fernández

Existen sentimientos que despiertan el alma en lo profundo, volviendo a revivir lo más lejano. Tal vez es el amor de dos abuelas, la lucha de los padres por los suyos, las tardes aburridas de colegio. Me quedan de ese tiempo mil heridas, también mil ilusiones, mil regalos que habré de agradecer a mi destino.
Y puedo revivir en arboledas momentos del pasado, esos momentos que encienden una magia muy concreta. Sabed que la nostalgia está en nosotros, prendida en lo más hondo de nosotros, que llena el interior de nuestra mente. Y todo el sotobosque y la maleza que vive entre los árboles más altos esconde esa belleza que se pierde.
Yo quiero confesaros impresiones que nacen cuando escucho el son del viento que canta nuestras vidas al oído. Mil veces yo bebí de aquella fuente, y hallé la brisa fresca en ese claro, y amé las aguas mágicas del río (quizás he dicho río y es arroyo, mas poco importará, pues para un niño las aguas de los ríos tienen algo. Y es algo intelectual lo que se oculta en esas aguas casi transparentes que pueden decir tanto de nosotros).
De pronto, entre quimeras y embelecos, descubro que hay un algo de poesía filtrado en mi interior, no cabe duda. Y no es escribir versos lo que quiero: aspiro a retratar las impresiones que nacen y que mueren en mi espíritu.
Será que ya soy viejo, que los días de fuego y de vigor se fueron yendo, que queda un solitario melancólico. Los tiempos de la infancia los conocen los viejos eucaliptos de la zona, los robles y castaños de los montes. Y saben que fui frágil, siendo niño, que acaso pude ser un árbol recio tan solo en apariencia, al ser más grande. Los árboles dictaron, con su ejemplo, las ganas de vivir, de hacerme fuerte, de hallar el cielo nunca despejado. Y acaso las tormentas de la vida forjaron la armadura más pesada.
A veces se me ocurre que soy solo la voz de un melancólico que gime por un tiempo perdido en lo lejano.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega


LA VOZ DE LOS FOLLAJES MALHERIDOS”
por José Ramón Muñiz Álvarez
Un escrito para Jimena
Muñiz Fernández
y Mael Muñiz
Vega

La voz de los follajes malheridos que sienten la llamada del otoño nos hablan de las nieves, siempre próximas. Las llamas del crepúsculo que muere, vencido por la noche, en lo lejano, nos dicta la tristeza de sus cantos. La brisa, que pronuncia versos tristes, callados como el gris en las alturas, sugiere la promesa de la muerte. Y yo, que los contemplo, siendo viejo, recuerdo esa niñez desenfadada que supo adivinar cada secreto: los árboles nos dicen, en silencio, verdades que no cuentan, en los pueblos, las torres elevadas de la iglesia. Los altos rascacielos, más modernos, no saben expresarnos la vivencia que enseña la razón de nuestro espíritu.
¿Es místico tal vez lo que imagino, mirando cómo el sol se va alejando, detrás del horizonte misterioso? Tan solo es la metáfora que quiere decir la voz herida del mochuelo y el canto del autillo temeroso. Las aves de la noche nos avisan, con esos gritos raros y macabros, de un miedo que cede sus mansiones. Y es triste imaginarse moribundo, saberse un ser mortal, falto de aliento, que habrá de ser ceniza entre la nada. Se vuelve melancólica y más frágil, tal vez, al sospecharlo, al contemplarlo, la voz que se derrama en la agonía. Y el humos de los bosques es acaso fachada suficiente, ese castillo que habita, doloroso, lo que muere.
El claro deja ver esa cascada que canta la metáfora serena que pudo pronunciar Jorge Manrique. Y es fácil recordar el genio claro que habita en la agudeza del barroco febril de aquellos tiempos depresivos: la muerte espera siempre a cada paso, y un halo de estoicismo es lo más lógico en este mundo nuestro que se agota. Las cosas han tenido ya su tiempo, y es justo que decaigan, entregándose al beso silencioso del vacío. Morir se nos antoja cosa triste, y es triste ese partir sin despedida que viene sin aviso a nuestro pecho. También podéis pensar que los segundos discurren, se apresuran avisando del peso inexorable del destino.
Yo vengo a este lugar, donde las nieblas nos muestran panoramas misteriosos en esta Asturias verde y colorida. Sospecho que un suspiro en lo lejano, mezclado a los ladridos de los perros, nos llama de ese sueño inhabitable. Supongo que, si el tiempo ha discurrido, no queda testimonio de los días que pude disfrutar de estos rincones. Y existe ese pasado en el recuerdo que vuelve a hacerse nada entre la nada, revuelto entre curiosos pensamientos. Después de haber vivido, uno recuerda los tiempos en que quiso ser osado, corriendo por aldeas y lugares. Jugar junto a la arena de la playa y amar los bosques verdes de castaño parece ser lo propio en esta tierra.
Mi juventud fue acaso montañesa, buscando, tras los mares y colinas, atisbos de las sierras más agrestes. Y acaso he de decirlo satisfecho: más cerca pude ver, en ocasiones, los bosques que escondieron al raposo. Los zorros habitaban sus guaridas, también los puerco-espines y las aves que escapan, en otoño, del invierno.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega

LA MAGIA MISTERIOSA DE LOS BOSQUES”
por José Ramón Muñiz Álvarez
Un escrito para Mael Muñiz Vega
y Jimena Muñiz
Fernández

El bosque del otoño y los helechos dominan los idiomas de los niños, llegando al corazón con su lenguaje: las hojas, malheridas por la brisa, cayeron, tiempo atrás, donde los barros las manchan con sus pardos singulares; su llanto por el suelo nos seduce, nos habla del dolor del aire triste y expresa pensamientos melancólicos. Quizás cuando el verano moribundo, risueño algunas veces, pero herido, nos habla de su marcha a alguna parte; quizás cuando el septiembre indecoroso se vuelve triste, serio y taciturno, y olvida sus promesas juveniles; tal vez cuando es octubre, pues octubre discurre entre nosotros silencioso, se anuncian los inviernos venideros. Y es bello, cuando acaban los veranos, soñar con las nevadas de otras veces, los cielos y la nube ennegrecida. Es bello cuando queda atrás la playa, los juegos en la arena y con las olas, si el agua alcanza acaso la cintura. Es dulce la esperanza de un regalo que venga cuando muera ya diciembre y el tiempo dé lugar a las heladas.
El bosque del otoño y los helechos conocen el dolor del estudiante que olvida ya sus días de reposo. El nuevo curso llega y, con el curso, se van el tiempo libre y los amigos, las tardes como un alma siempre libre. Pero es el bosque todo un escenario, llegados los otoños, si es que el juego se anima entre los chicos todavía. No importan los deberes, los exámenes vendrán de todas formas, pero un viernes pudiera ser recuerdo del verano. Y es bello disfrutar de los festivos, los puentes y los sábados que ofrecen momentos deliciosos a los jóvenes. Por eso está colgando ese columpio no lejos del camino de la fuente, pendiente de la rama del castaño. Y sé que los helechos moribundos adquieren el dorado de ese ocaso que vieron morir triste las montañas. Y existen horizontes que, encendidos, supieron de ese fuego que se pierde, dejando las estrellas de la noche; quizás ese lugar donde se admiran secretos de la luz que se derrama, dejándose llevar hacia el vacío.
Sabed que, en cada bosque, las ardillas, discretas como suelen, se preparan para el invierno duro y el letargo. Y no diréis que es falso que los niños, al verlas trabajar entre los árboles, no sienten sensaciones muy curiosas. Lo cierto es que, de golpe, la poesía parece derramarse en los adentros del alma de los niños sorprendidos. Yo supe del otoño y de los bosques, y pude ver a veces al milano, que vuela por la zona, vigilante; también supe del lobo en las montañas, mas solo vi a los zorros esconderse, prudentes, desde luego, si hay extraños. Y pude ver ardillas en los árboles, calladas, muchas veces, como acaso lo fue la timidez de los cobardes. Y así pude sentir aquella magia que enciende una emoción indescriptible, pues pocos adjetivos sabe un niño. Mas hoy puedo contarlo, y, al decirlo, no puedo renunciar a hablar de hechizos, de embrujos y de raros sortilegios. Me encanta ver la magia del paisaje que muere y resucita con la gracia que sabe como el agua del “orbayu”.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Friedrich Nietzsche/Karl Gustav Jung

DE LOS SUEÑOS Y LOS MITOS”

La idea de que los sueños son parte de un sistema en que lo profundo de nuestro interior, nuestro mundo onírico, se comunica con los niveles conscientes, está en íntima relación con las investigaciones de un médico moravo afincado en Viena y llamado Sigmund Freud, para quien el camino propuesto por su amigo y maestro Josef Breuer fue, desde un primer momento, una especie de obertura a una ciencia nueva que pretendía un nuevo modelo de psicoanálisis. Una de las obras de Freud, no en vano, se llama “Träum Deutung” o “La interpretación de los sueños”, asunto este que no ha quedado claro en lo más mínimo. La interpretación de los sueños sigue siendo, de hecho, un asunto bastante escabroso y que queda por demostrar, dado que quienes sostienen esta idea de que los sueños son interpretables se amparan en conjeturas que no pueden ser negadas ni confirmadas. En todo caso, es significativo que los primeros psicoanalistas fuesen judíos (Breuer, Freud, Luisa Gustavovna). Y es que los judíos son un pueblo de origen oriental para el que los sueños presentan claras reminiscencias mágicas, ya que, antes incluso de “Las mil y una noches”, tenemos en la Biblia los famosos sueños del faraón y las interpretaciones de Josué. Los sueños deberían saber interpretarse, según esto, si Jeová ayuda el ingenio del intérprete, desde un punto de vista místico, pero, a los ojos de un científico, debería suponerse, entonces, que los sueños son, como el vocabulario de un idioma, un sistema compartido por quienes sueñan, y que se puede inventariar (¿sería posible un diccionario de los sueños?).
Breuer fue el maestro de Freud, pero Freud lo fue de otros intelectuales. La que fuera amante de Nietzsche y de Paul Rèe, estuvo relacionada con el mundo del psicoanálisis, antes de ser la anciana a la que Rilke acompañó al castillo de Duino. Uno de los alumnos más prestigiosos de Freud fue Karl Gustav Jung, quien se interesó mucho por las técnicas freudianas, hasta llegar el momento en que decidió separarse de su maestro. La relación entre los maestros y los discípulos suele ser cordial hasta ese preciso instante en que los discípulos deben volar por su propio cielo, del mismo modo que un polluelo no puede quedarse siempre en el nido. Jung estaba interesado en el análisis del inconsciente y de los elementos que configuraban ese particular océano semiótico, ese mundo compartido, supraindividual, aunque no objetivo, donde una serie de miedos y tensiones reprimidas esperan a salir a la superficie, idea propuesta por Freud, pero amplificó esta idea, proponiendo que, en realidad, tras cada ser humano, existen unos símbolos oníricos, elementos básicos de su interioridad, compartidos con los demás seres humanos a través de un conjunto de arquetipos que se repiten de individuo a individuo, pero que, a su vez, son supraculturales. Estos arquetipos responden mucho menos a la cultura que presenta la superficie de las costumbres sociales (cristianismo) y apunta claramente al paganismo, a lo anterior. La existencia de estos arquetipos sería la clave de nuestros miedos interiores, de nuestro mundo sustancial inconsciente.
Sin embargo, no es necesario diseñar una teoría de los arquetipos para comprender que, esencialmente, las civilizaciones son algo más resistente y duradero de lo que en principio se podría pensar. Por esa razón, por ejemplo, el zarismo sigue siendo una estructura propia del servilismo ruso, ya que, si en tiempos del zar todo era del zar, en tiempos posteriores al zar, los rusos, acostumbrados ya a no ser dueños de lo suyo, admitieron siempre sin mayor problema que todos los bienes fueran estatales. La estructura subyacente es algo menos pasivo de lo que creemos: Roma está latente detrás de cada nuevo imperio que surgió, y, al menos para lo que es el mundo de Occidente, pese a que hubiera imperios anteriores o más extensos, los romanos crearon las bases sobre lo que es una estructura imperial que sigue viva donde en lugar de emperadores y reyes hay presidentes del gobierno. No solamente Estados Unidos es una estructura subyacentemente imperial, sino que también responden a un modelo tan jerarquizado, sorprendentemente, las naciones ligadas al sovietismo. De esta manera, a nivel de cultura, podríamos decir que todo es tan sumamente sincrético, que la cultura europea actual es sumamente impura y remite a lo más arcaico: al odinismo.
Los odinistas reciben ese nombre de Odín (también se habla de Wotan y de los wotanistas). Consideran que el cristianismo es algo meramente superficial, impuro, y que, por debajo, nuestro ser europeo no ha traicionado nuestro pasado ancestral, en el que están los valores de las viejas religiones. Es por eso que muchos de estos odinistas o wotanistas, algunos incluso acólitos al nacional-solcialismo (si bien no es necesario que lo sean siempre), sugieren que Jung fue el descubridor de una dimensión que, sin embargo, está más clara a niveles de antropología que a niveles de psicoanálisis. Baste pensar en la Virgen de Covadonga, en su pasado precristiano, porque la Virgen de Covadonga está menos vinculada al mundo cristiano que al anterior. En Cangas de Onís hay un megalito (concretamente un dolmen) en el interior de una iglesia, lo que es testimonio de que los primitivos pobladores anteriores a las migraciones que llegan con el hierro (indoeuropeos, muy probablemente celtas), habían levantado estructuras diversas (pinturas rupestres, megalitismo, petroglifos, Peña Tú…) que los posteriores habitantes incorporan a una religión nueva (dichas incorporaciones no son problemáticas para las conciencias politeístas). Después, está la vinculación del templo y el dolmen: la evangelización de Asturias no tuvo lugar hasta casi la época de Pelayo, siendo muy improbable que Asturias fuera cristiana ya en la época de Constantino. La Virgen de Covadonga (y también la de la Cueva en Infiesto) habría sido un tipo de ninfa, una náyade de las cuevas y los ríos, tal vez, una ondina, y quién sabe si no la habrían imaginado como una madre parturienta al modo de la Venus de Willendorf: la imagen de la madre que pare vida, la tierra regalando a los habitantes de la zona una nueva primavera, caza y prosperidad.
La hibridación cultural de la santería nos sorprende por lo variado que vemos y detectamos en la mezcla, algo que a un hispanoamericano de los lugares donde se practica no le llama la atención. Pero nosotros no percibimos, en un continente lleno de historia, que cada vez que damos una patada a una piedra, indudablemente, aparece el pasado. De esta manera, es preciso fijarse en la mitología asturiana y ver que, hasta prácticamente nuestros días, ha podido sobrevivir porque los campesinos vivían en un estado de atraso. Y ese conjunto de credos nos hace iguales a nuestros vecinos leoneses, cántabros y gallegos, alejándonos de muchos otros pueblos peninsulares y acercándonos a otras naciones de Europa. El cuélebre, los trasgos y “les xanes”, entre otros, se mantuvieron mientras tuvieron un significado que ahora es imposible por la mundialización vigente (este es un tiempo de ordenadores que iguala las naciones y las personalidades étnicas más distintas entre sí). Es curioso que, donde está nuestro ayer, está nuestra esencia, pero quizás no es ahí donde tenga ya lugar nuestro futuro.
Si en épocas`pretéritas la religión era el elemento central de la cultura, en la actualidad la ciencia ha permitido un desarrollo tecnológico muy distinto, de manera que estas épocas de ayer se distinguen necesariamente del tiempo actual en que, precisamente, el ser humano ha dejado atrás la fase ingenua de su conciencia. El hombre medieval era inocente como lo son los niños pequeños, capaces, qué duda cabe, de creerse todo aquello que les cuentan. La razón de Dios era central en el medievo y para Dios eran las catedrales, la adoración y los rezos, pero, al decir de Nietzsche, Dios ha muerto, cambio que, lejos de significar que hubo un tiempo en que Dios estaba vivo y que ha muerto, presenta la idea de que hubo un tiempo en que correspondía que la sociedad creyese en una fe que ya no puede ser posible. Esto quiere decir que el mundo ha cambiado, y en un mundo distinto, con conciencia positiva, no ha lugar a creencias posibles solo para la ingenuidad del infante: creer en Dios era lo más grande que tenía la cultura y se ha frivolizado, creer en Dios es como creer en el ratoncito Pérez, porque no hay un ligar para lo divino en la escala de valores del mundo actual. El hecho es que Dios ha sido reemplazado por lo mediático, además de que las televisiones y las radios no habían aparecido cuando los filósofos empezaron a hablar de la muerte de Dios.
La cultura pagana, competencia de las ideas de la evangelización con la que entró en sincretismo, está destinada a su devaluación inmediata, en tanto que las narraciones orales mueren. Mientras habitó los campos el hombre sencillo, el campesino rústico de siempre, eran posibles los trasgos, las meigas, los diaños y los trasnos de las zonas de Asturias y Cantabria, que, lejos de ser seres del averno, eran el último resto de una religión anterior, los famosos “daimones” de Grecia, que dan su nombre al demonio identificado con el Satán bíblico de los hebreos. ¿Pero sobrevivirán los arquetipos que estas figuras representan? ¿Supone la tecnificación un cambio en el inconsciente colectivo, suponiendo que ese inconsciente colectivo exista? ¿Debemos suponer sin más que es necesario que exista ese inconsciente colectivo del que hablaba Jung? En cualquier caso, estos arquetipos no son algo corroborado y forman parte de una compleja teoría que versa sobre abstracciones que dan forma a la fantasía. Pero la ciencia, con sus errores, genera fantasías, también, y habría que preguntarse hasta qué punto Jung no sería más que un hombre capaz de mezclar la realidad con lo maravilloso, mérito por el que, por ejemplo, juzgamos a García Márquez un gran narrador. Por lo pronto, los seres ancestrales serán un aliciente más, una especie de “souvenir” que vender a los turistas, en zonas desesperadas y con una economía hundida, puesto que no han resistido a la postindustrialización.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Sobre las "Danzas Húngaras" de Brahms

EL NACIONALISMO MUSICAL EN LA EUROPA CENTRAL”
(Un acercamiento a las músicas imperiales
austrohúngaras)
por José Ramón Muñiz
Álvarez

El concepto de nación ha sido reivindicado numerosas veces por comunidades que, queriendo vertebrar en torno a una lengua o cultura una entidad política, justifican sus aspiraciones en base a la identidad. La nación es, por lo tanto, algo esencial, espiritual y colectivo a la luz de las gentes que pretenden ensalzar esa razón primordial que une a los hombres de un pueblo en una esperanza común. El prisma romántico desde el cual se mira el alma de las naciones como un tesoro etnográfico ha sido una aportación de la cultura alemana, en buena medida, desde que los hermanos Grimm empezaron a recopilar cuentos breves en la tradición oral. Los nacionalismos están ahí, en el interés por lo diferencial de los pueblos que se habría forjado a lo largo de la Edad Media, corrompiéndose más y más en los tiempos modernos, pero conservándose mejor en los lugares más aislados, en el mundo rural.
Es curioso que, en realidad, los pueblos hayan existido desde la noche de los tiempos, y que fuera en una época no tan lejana, entre el siglo XVIII y el siglo XIX, cuando la conciencia de las naciones aflorara. De hecho, los pueblos alemanes estuvieron desunidos hasta la unificación de Bismark, que dejó fuera a los rivales, los contrincantes del Imperio del Este, expulsados de lo que quería ser una reunión de pueblos germánicos de la Europa Central. Y estos pueblos desunidos tenían una conciencia vaga de nación reivindicada por Fietzsche, en un tiempo en que la conciencia de nación estaba dificultada por el carácter rural de la zona (Alemania no fue zona industrial hasta la época finisecular del siglo decimonónico).
En todo caso, ¿tiene que ver el hecho de que una nación cualquiera precise de modernidad para ser consciente de su carácter? Los alemanes descubrieron que eran una nación casi cuando los españoles lo hicieron, como una reacción al mundo napoleónico y al orgullo chovinista de los franceses, que se sentían ciudadanos y seres superiores a un resto de la humanidad servil. Lo cierto es que el mundo feudal impide ver la verdadera realidad nacional a costa de limitar las posibilidades de visualización, acortando el mundo a los limites del señorío: uno nace en el pueblo y no se interesa mucho por lo que hay más allá de unos kilómetros.
Es más, el hombre que es vasallo no siente gran apego por los grandes ideales, en los tiempos medievales, ni es verdaderamente fiel a su señor, sino que su comportamiento es como el del perro que cambia de amo, pues, no en vano, lo mismo le da pagar los pechos a uno que a otro: el pueblo no participaba en las guerras, sino era algún iluso que quería ascender socialmente, nadie se preocupaba de si mandaba este noble o aquel prócer, porque la vida seguía siendo siempre lo mismo para los humildes. Muestra de ello es la conducta de los ingleses del reino de Wessex, capaces, en todo caso, de servir sin mayores problemas a un rey vikingo, Guthrum, durante el tiempo en que su rey hubo de esconderse y reorganizarse.
El nacionalismo es pues algo rabiosamente moderno. Para el hombre medieval, para el hombre anterior a una época decimonónica (podría haberse iniciado esta época en las postrimerías del XVIII en los países del norte), el nacionalismo no tiene sentido, la formulación que lo asemeja o acerca a otros hombres es de tipo religioso. Las costas astures y galaicas fueron asoladas, por poner un ejemplo, por vikingos, gentes no cristianas, enemigos de la fe en Cristo, por lo que los habitantes hispánicos los trataban de seres perversos y crueles, faltos de una religión verdadera, tan infieles como los agarenos, por ejemplo, y tan indignos como cualquier hereje. Un judío, un islamita y un noruego eran, en ese tiempo, la peor escoria para el mundo románico por razones religiosas, al margen de toda concepción racial. Nadie vería así a un soldado de Carlomagno, guerrero franco, rey de los francos, enemigo de los pueblos sajones a los que obligó con las armas a aceptar el cristianismo, por más que el comportamiento carolingio era en todo más sanguinario que el de los daneses en Gran Bretaña, en los tiempos de Alfredo el Grande. Porque, según parece, las mentalidades anteriores al XIX poco tienen que ver con los sentimientos nacionalistas.
Se nos habla de la globalización, fenómeno no completado, porque vivimos en un momento en que la humanidad no forma una unidad, por más que los bloques se hayan venido haciendo más grandes, lo cual no es una expresión sino de la necesidad de unirse para sobrevivir en un marco más complejo y difícil. Pero los sentimientos nacionalistas seguirán todavía siendo causa de nuevos enfrentamientos y de nuevas guerras en un mundo donde la tolerancia no es posible, pero menos por las afinidades patrióticas que por otras razones: al final el interés está siempre donde está el dinero, y las actitudes nacionalistas pierden muchas veces su carácter entrañable y bello a costa de ese espíritu prosaico que está siempre donde está el vil metal. Pero, como decíamos, es el mundo alemán el primero en formalizar una cultura nacionalista en el marco de su Romanticismo, su mentalidad nostálgica de los tiempos pasados, especialmente los tiempos medievales que cautivaron a Herder. La curiosidad por el pintoresquismo no puede separarse de la búsqueda de lo propio, y, por lo tanto, los alemanes, contagiaron su nacionalismo cultural y sus inquietudes a otras naciones, como ocurrió en el caso de España, donde Jacob Grimm realizó una recopilación de romances que fue publicada en 1815 en Viena. De otra parte, la literatura española había cautivado también a los escritores alemanes, admiradores de un Pedro Calderón de la Barca y de la poesía de nuestro Siglo de Oro.
El nacionalismo romántico es un sentimiento de gran inocencia que no se centra en uno mismo de una manera narcisista y enfermiza, sino que presenta una realidad compleja que debe ser comprendida desde la óptica más adecuada. El nacionalismo romántico es la convicción de que los pueblos tienen alma, una especie de carácter colectivo inmerso en la cultura, una serie de aspectos de la cultura que forman parte de un acervo que aúna a las gentes. La Edad Media permitió, tras desbaratarse el Imperio Romano, que se fuesen forjando pequeñas naciones y reinos europeos a la base de los caracteres que actualmente encontramos sobre el territorio. Y el estudio de estos retratos psicológicos es en sí llamativo, porque no hay pueblo indigno de ser retratado en sus esencias a través de lo que se manifiesta en su tierra, en su paisaje, en la belleza de sus costas, sus montes o llanuras, si no es el caso del paisanaje y su folclore.
En cambio, los libros de los historiadores suelen hablar de las corrientes nacionalistas como algo dañino, algo que, en suma, destruyó vidas injustificadamente. Pero lo cierto es que los señores feudales primero y los intereses de esta o aquella burguesía después fueron, más que las esencias nacionales, las causas de odios profundos, por no mencionar el efecto religioso, capaz de hacer unos estragos superiores a los de cualquier movimiento racista o intolerante. Por un lado, Italia y Alemania propenden a la unificación mientras que hay voluntad de desintegración en otros lugares: Austria era la bestia negra del nacionalismo italiano y del nacionalismo húngaro, si es que un nacionalismo húngaro es aceptable. Porque lo cierto es que se puede poner en duda que hubiera entre los húngaros una conciencia de estar oprimidos en el marco imperial, al menos las clases populares.
Primeramente, las clases cultas, entre ellas la nobleza, que suele tener algo de cultura por lo general, huyen las costumbres del pueblo, costumbre tan generalizada que hasta en Rusia los zares solían hablar en francés, aunque conocieran bien el ruso. Es que simplemente querían alejarse de su pueblo para señalar así su mayor rango. En el caso de la burguesía y de la nobleza de Hungría se señala especialmente una gran desconfianza ante una cultura popular que creen pobre e inferior frente a las propuestas literarias y musicales que la cultura alemana proporciona. Esto quiere decir que la nobleza que se volvió nacionalista y siguió al ambicioso conde Jula Andrasi, quien quería ser el rey húngaro, distaba mucho de un pueblo que no comprendía bien la política del momento y no compartía claramente esos arrojos. Puesto que ese pueblo, depositario de la verdadera cultura y lengua húngaras salía perjudicado si Hungría se independizaba: Austria tenía a estos ciudadanos en un estadio de derechos todavía superior al que hubiesen podido disfrutar si la clase terrateniente hubiese podido legislar para sus propios intereses.
En suma, que la moda por lo húngaro y la música húngara entre las clases sociales elevadas y cultas de Hungría, que eran el resorte del nacionalismo húngaro, casi no fue posible hasta que el gusto alemán lo impuso. Curiosamente, cuando los alemanes, muy atentos a sus propias tradiciones, pero nunca cerrados a otras culturas y aspectos esenciales de pueblos vecinos, lo consideraron oportuno, lanzaron la moda por la música húngara y bohema, que causó, en cierto modo, que los húngaros ricos empezasen a amar por fin las estructuras de una música húngara que era despreciada por estas clases hasta entonces. Y todo esto tiene que ver con el nombre de un compositor instalado en Viena, aunque de origen alemán, llamado Johannes Brahms, quien recopiló melodías de los cíngaros, en sus famosas “Danzas húngaras”. De ahí en adelante, el folclore húngaro se identificaría casi de una manera exclusiva con lo cíngaro, hasta que Bela Bartòk puso de relieve que existía música húngara no cíngara. Las danzas de Brahms, música gitana que arregló para piano y a la que sumó algunas piezas con melodías propias, son una música que creó escuela en tanto que fueron muchas las imitaciones.
Los compositores que nos llevan a la música húngara son imitadores de Brahms, un autor alemán, por lo general, en esta tarea folclórica, puesto que, siguiendo a Brahms, el mismo Lizst inició sus rapsodias húngaras, caso que es muy significativo, toda vez que Lizst era un personaje muy unido a la figura de Wagner, al que estaba muy enfrentado el ambiente al que Brahms pertenecía. Curiosamente, los nacionalistas musicales del Imperio Austriaco (después Austria-Hungría) son músicos admiradores de Richard Wagner, en su mayor parte, y educados en un refinado espíritu musical que atiende a la educación musical alemana, especialmente al gusto vienés de la época romántica. De manera que un gusto alemán por lo exótico que recorre, desde Brahms, el alma de los vieneses es lo que descubre a estos músicos que le están dando la espalda a su propia tradición y a su propio espíritu.
Los autores de música sinfónica se fijaron en esta época en una gran variedad de folclores diversos, pero de una manera tardía, se podría decir. Antes se habían cuidado los mismos vieneses de procurar una cierta antropología musical del suelo imperial, incluso antes que Brahms: pues composiciones como la polca eran frecuentes desde antes de Pammer y ya Lanner combinó sus valses con galopp que recuerda ciertas danzas húngaras por momentos (“Dampf Walzer”) y que ocupan el lugar de la coda. De otra parte, en la Viena Imperial de 1848, Johann Strauss hijo, que competía con la orquesta de su padre, necesitó atraer a las minorías, para las que hacía melodías y popurrís con músicas de diversas partes del dominio austriaco, que era inmenso. Y tampoco faltó su capacidad para cultivar, como muchos otros, el “csàrdàs”, un tipo de danza que aparece a veces en Brahms y en Liszt y que consta de varias partes, articulando tiempos lentos (“langsam”, en alemán, o “lassú”, en húngaro, voz relacionada con “Lasso” en rumano y emparentada con “lasso” en italiano) y rápidos, casi electrizantes (“frischka” o movimiento fesco). De hecho, desde “Klange der Heimat” (Segundo acto de “Die Fledermauss”) fueron algo frecuente en su repertorio, maxime al llegar a una de sus principales páginas operísticas: “Der Zigeunerbaron”. Precisamente, esta composición es una opereta cuyas partituras son parte de lo más bello del repertorio operístico internacional de todos los tiempos, pese a las aspiraciones menores de dicho género (valdría decir que cuyos frutos superaron tantas veces las pretensiones de una ópera más seria).
El descubrimiento de la música cíngara hizo que las composiciones gitanas antes denostadas se valorasen, gracias, sobre todo, a Johannes Brahms. Esta música está relacionada con los llamados verbunkos, unos bailes propios de los húsares. Pensemos que, por ejemplo, en “El Barón Cíngaro” (o “El Barón Gitano”) de Strauss, al estallar la Guerra de Sucesión Española (Carlos II el Hechizado había dejado el trono a un francés: Felipe de Anjou), los húsares reclutan soldados cantando y bailando estas piezas. Los “verbuncos” (palabra procedente del alemán “verbunk”, con el valor de “reclutamiento”), usados luego por los cíngaros, parecen hacer sido cantos de soldados para alistar gente en sus ejércitos, como en la Edad Media habían existido canciones de cruzada, tanto en España como en Austria (es conocido el “Palästinalied” de Walter von Vogelweide, sin ir más lejos).
Y, en este marco, surge la música nacionalista bohema, apoyada por Smetana, principalmente, y la eslovaca, representada por Antonin Dvorak, creador de la célebre “Sinfonía del Nuevo Mundo”. Ellos, en la pretensión natural de querer representar a sus países, cosa my digna y nada criticable, desde luego, contribuyeron a hacer más grande y variada también la música de un mundo imperial plural y abierto como lo era aquel Imperio Austríaco amenazado que podía romper en cualquier momento. Por otro lado, el camino iniciado con la obra de Strauss inspirada en Hungría se abría un camino en el terreno de la opereta que dejaba al margen lo puramente vienés y el mundo parisino y cosmopolita o la opereta rural: había una música que desentrañaba los confines ignotos de pueblos ligados a Austria que tuvo su continuación en “Ritter Pazman” y que dio lugar al gusto por lo húngaro y lo rumano en autores como Lèhar y Kàlman, cuyas operetas presentan el mundo del Mediterráneo, los Balcanes, diversos países eslavos, Hungría, Rumanía y el folclore ruso.
La despolitización de la música es en este caso una gran necesidad, puesto que la moda característica, el gusto por buscar los orígenes de los pueblos, más que una búsqueda tendenciosa en el campo de lo político, era una consecuencia indirecta del nacionalismo alemán y no de los pueblos que engrosaban el Imperio Austríaco. En este sentido, es significativo que, con la salvedad de Brahms, muchos de los creadores nacionalistas son altamente propensos a una expresión romántica más moderna en lo sinfónico, pues donde se consideraba ordinariamente que había que imitar a Beethoven (Brahms siempre miró al pasado y se opuso incluso al wagnerismo), muchos compositores de signo nacionalista eran una consecuencia de las innovaciones de Liszt, vanguardista hasta los tuétanos, por no decir que fue un auténtico rupturista en la música de su tiempo. Con este caldo de cultivo, los azares que hubo de sufrir un Bedrich Smetana fueron enormes: a su vuelta de Gotemburgo, el músico bohemo encontró la hostilidad de los músicos de la zona, poco dados al gusto alemán que subyacentemente había en su música bohema. Eran rivalidades profundas y grandes envidias, amparadas, las más veces, en falsos criterios italianizantes: la búsqueda de óperas líricas y no dramáticas, por ejemplo, y la sospecha que pesaba de wagnerismo sobre Liszt, nada falso, por cierto, si tenemos en cuenta que este compositor era amigo personal de Wagner, que además desposó a su hija Cósima Lizst tras un primer matrimonio de esta con el director de orquesta von Büllow, a la sazón, el fundador de la Orquesta Filarmónica de Berlín.
Debemos prestar atención a la música programática que se estaba popularizando en toda Europa como una novedad y que, sin embargo, no lo era tanto (no es voluntad de hacer decrecer la importancia del genial húngaro, aunque tan del gusto de los alemanes, que llegó a ser el músico de Weimer). Primeramente, la música es ante todo una dimensión del lenguaje humano, como arte que es, pues lo cierto es que las lenguas no son la única dimensión del lenguaje humano. Es lenguaje lo gestual, es lenguaje la danza, es lenguaje la mímica, es lenguaje la pintura, la música es lenguaje, porque todas las artes son un lenguaje, si es cierto que el lenguaje supera lo meramente verbal (comunicación lingüística, usos literarios) y es un marco de comunicación mucho más amplio donde tienen cabida más cosas. Por esa razón, desde Antonio Vivaldi al menos tenemos música programática, sin ceñirnos necesariamente a “Las Cuatro Estaciones”, que, sin embargo, son el mejor ejemplo de este tipo de comunicación. Por ejemplo, podemos hablar del Concierto titulado “La Notte”, que toma una melodía del movimiento del “Otoño” de las estaciones vivaldinas, parodiada, como aparición de fantasmas espectrales. Pero, de todas formas, la música programática está muy bien representada por “Las Cuatro Estaciones”.
Es ya a mediados del XVIII cuando el veneciano supo retratar cambios del paisaje, profundos cambios que tienen que ver con timbres y con tonalidades de la cuerda, pero también, qué duda cabe, a través de los pasajes de violín, que produce cantos de aves, presenta la huida de un raposo o simplemente acompaña el crepitar el fuego en el interior del hogar. Estos elementos no alcanzan lo meramente descriptivo, pero todo queda sugerido de una manera clara y expresado en unos sonetos, quizás no de gran calidad literaria, que presentan el programa y que probablemente no fueron creados por el mismo Vivaldi (o tal vez sí). El cuarteto mozartiano “La Caccia” o la “Sinfonía Pastoral” (Beethoven) dejaban abierto el camino para otros que quisieran seguir los procesos de un lenguaje capaz de sugerir algo más que emociones: la música podría presentar auténicas escenas, sin caer decididamente en la mera descripción, desde luego, pero dándole a esta un papel (piénsese en los cantos de aves al final del tiempo lento de la Sinfonía Nº6).
Así surgió una tendencia a la asociación de la música con determinados elementos visuales (la tormenta se puede representar en un lenguaje musical, pero también son posibles otras opciones, como pintar una alegre y despreocupada cacería con trompas y otros instrumentos de metal: la trompa recuerda el cuerno de los cazadores y evoca esas cacerías por bosques y praderas con el ladrido de perros, efectos que ya había querido Vivaldi con la cuerda en el tercer concierto de “Las Cuatro Estaciones”).
Pero los nuevos músicos rompen con todo, acaban con las viejas estructuras. Para Beethoven sería impensable una experiencia sinfónica fuera de los cauces de la sonata. Cierto que con él desaparecen el minueto y el vals a favor del scherzo, primero, luego los dos últimos movimientos se unen (Quinta y Sexta), hasta llegar a la sinfonía con coro, que fue lo más novedoso de toda su carrera. Ahora no se trata de sinfonías, sino de poemas sinfónicos, es decir, una experiencia más libre, en un movimiento por lo general (a veces en dos), que se liga al programa y deja atrás, como algo superado, la estructura de la sonata. Son los llamados “Symphonische Dichtum” en alemán. El poema sinfónico aparece con Liszt como una forma de expresión claramente liberada de las estructuras anteriores, proyecto ambicioso en que pintar un programa, que no es más que una pretensión de dar un nivel literario a lo que es música: la música narra, la música describe, supera su mera capacidad de contagiar emociones, añadiendo así nuevas sugerencias. Lanmartine fue un escritor francés que prestó programa para el poema sinfónico más recordado de Liszt: “Prèludes”, que, sin embargo, aprovechan un a obertura, pensada primero en piano, orquestada luego por Franz Doppler, para una cantata que nunca se llegó a componer. Pero eso es lo anecdótico: en su estreno podía ser una experiencia clara, una experiencia brillante, ante un público que identificaría el programa hallado a posteriori, con el fluir de una música tan sugerente, donde hallamos el arranque sobrio, la parte bucólica, el combate, una recapitulación eglógica y el jubiloso y triunfal final.
La música, ahora, acude a la asociación, como ocurría desde antes en Wagner: sus motivos o temas están asociados a distintas ideas y personajes, bien de manera arbitraria o de otra forma: en “El anillo” se representa el fuego, el fluir del agua del Rin, la bravura de los personajes, el carácter rudo de los gigantes… Wagner pretende hacer de la música una especie de pintura, una capacidad de complementar aquello que la poesía no acaba de decir, esto es, un complemento y un comentario al poema para hacerlo más poema, pues en su teoría pretende que el poema sea más poético gracias a la música. En la práctica, esta música de aparente desorden, propone también la onomatopeya sinfónica para lo que será la creación del poema sinfónico. Y el poema sinfónico, que es creación de un húngaro, pertenece al gusto alemán, siendo prueba de ello que, por ejemplo, fue uno de los modelos más frecuentados por Richard Strauss. Y es este gusto menos húngaro tal vez que alemán el que permite a los músicos húngaros y bohemos, que se sienten más nacionalistas, pero que, a la vez, se hacen más alemanes con ello, sumarse a la moda alemana de rescatar músicas de países cuyas músicas cultas dejaban de lado sus propias tradiciones y tesoros culturales. En este sentido, se destaca el atraso cultural de los países agregados a Austria, que son naciones que necesitaron este impulso para valorarse a sí mismas, que necesitaron de los alemanes para volver a aprender quiénes eran realmente, rescatando del acervo folclórico muchas de sus particularidades en su música culta: fue el gusto alemán el que verdaderamente reclamó unas esencias patrias, al margen de toda política.
Existe otro punto a tocar: toda esta música, como decimos, pertenece a distintos compositores de lo que entonces era el Imperio Austro-Húngaro, y, como decimos, unos eran austriacos y otros no, pero, en suma, esta música fue concebida para los austriacos antes que nada: así lo hizo Brahms antes de Dvorak y Smetana o Liszt plasmasen sus nacionalismos respectivamente con las “Danzas Eslovacas”, “Mi Patria” o las “Rapsodias”. En suma, esta música no era disonante entre el público vienés, cuando la música estrenada en Praga o en Budapest llegaba a la verdadera capital del Imperio. Había, por una parte, el gusto de las gentes que, por cuestiones laborales, vivían en Viena, siendo de estas otras zonas, estos países acoplados al Imperio, pero, además de los vieneses de nuevo cuño, llegados hasta de Rutenia, Valaquia o Moravia, el vienés de siempre, al que parecería que solamente habían de gustarle las tradicionales danzas de la zona (los “ländler”, los valses y las polcas de tipo alemán, rápidas o más reposadas) miraba esta música con gran curiosidad y con un regusto marcadamente etnicista, dentro de un marco aperturista y culto. Y esto no debe resultar extraño en una ciudad que tiene como suyo al mismo Mahler, que no era exactamente un vienés, pues era vienés de adopción, al proceder de tierras moravas.
El gusto por lo propio de las naciones que estaban en el marco austriaco o austro-húngaro, en aquel tiempo, no era, por cierto, una manifestación política de separatismo, desde luego, en el concierto de la música de un imperio con un desarrollo musical tan elevado que, gracias a la sensibilidad alemana, gracias indirectamente a Wagner, entre otros, pero principalmente a Brahms y a Liszt, por distintos que fueran entre sí estos tres compositores, ha quedado como un complemento más de lo que fue una música rica y plural. Austria, no en vano, a pesar de su carácter conservador y de su política un tanto antigua, incluso en el siglo XIX (nos referimos a la época posterior al Congreso de Viena y la Restauración, que dio de lado a las sucesivas oleadas liberales), tenía aldeas dejadas de la mano de Dios, custodios claros de su espíritu más propio y ancestral, pero también ciudades cosmopolitas, Viena la primera de ellas, capaces de asumir todas las sonoridades de un imperio tan vasto. Era un pluralismo formidable y sano que naciones más potentes, en época actual (los Estados Unidos, por ejemplo, a pesar de su hegemonía en todo lo que es espectáculo), pueden solamente envidiar. Porque, e cierta medida, admitiendo que no hay nada más vienés y más austriaco que un “Danubio Azul” o un “Cuentos de los bosques de Viena”, aquella fue una época de dominación y de expansiones imperiales que llegó a la contradicción en la Primera Guerra Mundial, y en esta grandeza era imposible que una capital, como lo había sido antes Roma y como también lo fue Londres en el XIX y luego en el XX, no asumieran las particularidades de los territorios absorbidos en su ámbito ciudadano. Las músicas periféricas de tales países habían de estar presentes de modo necesario.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Nietzsche: "Dios ha muerto"

LA MUERTE DE DIOS Y SU SENTIDO”
por José Ramón Muñiz
Álvarez

La idea de que Dios ha muerto no nos remite a la idea de muerte en un sentido literal, por lo que se hace preciso pensar en algo muy distinto cuando los filósofos hablan de cosa semejante, y, dado que la muerte de Dios no se refiere a que hubiera un Dios vivo que cesó en sus funciones vitales, entenderemos la expresión en su sentido metafórico. En sentido figurado se habla de lenguas muertas, pero dicha muerte, en lo tocante a la religión, no se refiere a Dios, sino a un cambio en la historia del hombre que fue olfateado por Nietzsche y explotado como una idea filosófica según la cual la humanidad está a las puertas de una época distinta, con unos conceptos morales, éticos y culturales que van a imponer una necesaria transformación. En este sentido, se podría decir que Dios ha muerto porque la sociedad ha abandonado la fe, la idea de Dios, el concepto de Dios o de los dioses, que se ha quedado inútil. Por eso la muerte de Dios, imagen metafórica capaz de asustar a los más pacatos, se presenta como un reto que debe superar el hombre capaz de la elaboración de una nueva moral, el creador de nuevas tablas de valores, un hombre pródigo y también un guerrero, distinto de la moral de esclavos que ha pretendido implantar en la gente el cristianismo. Y todo parte, sin embargo, de una idea anterior de otro filósofo muy distinto: Hegel, con quien Nietzsche entra tanto en contradicción. De todos modos, importa decir que la idea de muerte de Dios no solamente se ha popularizado con Nietzsche, sino que es Nietzsche el que le da trascendencia, dado que, en todo caso, cuando dicen que Dios ha muerto no se refieren a lo mismo. Así, la idea de muerte de Dios aparece en un libro de aforismos escrito por Nietzsche titulado “La Gaya Ciencia”, libro en el que aparece también una de las ideas más apetecibles que desarrollará posteriormente: el eterno retorno de lo idéntico. Pero su popularidad se debe al libro “Así habló Zarathustra”, en que, durante su prólogo, de pronto, Zarathustra, “se vuelve a su corazón y se dice que ese eremita del bosque, en su aislamiento, no sabe todavía que Dios ha muerto”.
Pero no es Nietzsche quien ha matado a Dios, ni tampoco es Zarathustra, sino que lo hemos matado todos, toda la humanidad, al haber abandonado la fe, al haber dejado atrás la idea de que Dios era el centro del mundo, que todo se regía por Dios. Es un asesinato, un acto brutal, el mayor magnicidio de la historia, que está descrito en boca de un loco que llega a un mercado sosteniendo un farol y diciendo a todos “¿dónde está Dios?”. Pero más allá del valor literario que tiene este segmento, la idea de la muerte de Dios resulta de lo más productiva. A lo largo de la Edad Media, la evangelización parece desplazar los últimos restos de las religiones paganas en todas las partes y Europa entra en una fase de pleno poder del cristianismo, de manera que Dios es el centro de toda la cultura, la vida de los pueblos gira en torno a las iglesias y los templos, y no tardarán en levantar esbeltas catedrales. Dios está en su máximo apogeo, puesto que Dios es el centro de todo, la medida de todas las cosas y la explicación de todo lo universal y humano: la teología es la doctrina más elevada, todas las demás ciencias son siervas de la teología, Dios es el bien, el alfa y el omega, el principio y el fin, a falta de las modernas teorías sobre el origen y el destino del Cosmos. Pero Dios es también el punto de inicio y de llegada para el hombre: su alma es fruto de Dios y cruza este valle de lágrimas para volver a Dios. El Renacimiento siguió creyendo en Dios y fue antropocéntrico solamente en parte, a pesar del gusto por el paganismo grecolatino y la recuperación de los mitos de obras como las “Metamorfosis” ovidianas. El barroco restauró la hondura de la fe y las corrientes ilustradas fueron algo muy vagoroso, en definitiva, y prácticamente no calaron en la sociedad: el pueblo siempre prefirió estar entre curas que entre enciclopedistas.
Por otra parte, el siglo XIX es un siglo que llega cargado de novedades, contando con una importante revolución científica que gira hacia lo histórico en lo lingüístico y en las ciencias sociales, pero también en el orden de los estudios de la naturaleza. Dios deja de tener cabida en el mundo humano cuando aparece la ciencia, cuando la ciencia y el conocimiento lo destierran, cuando el hombre común europeo aprende que el jardín de Adán es pura fantasía, que no existe Dios y que tampoco es necesario para explicar el origen de la naturaleza o del hombre, pues ahora existen las teorías de Darwin. Básicamente, la Edad Media se ha acabado de golpe, por más que los libros de los historiadores sitúen un Renacimiento como fin de ese proceso, puesto que ese renacer es una moda, una mera moda que no abría paso a modernidad alguna. Por lo que se refiere a los llamados Siglos de Oro, deberíamos considerar que estos pertenecen a una época superior del medievo, pero Vasari se adelantó, creando la etiqueta para diferenciarla de lo más moderno antes de tiempo. El Renacimiento es, en realidad, algo no más trascendente de lo que podríamos suponer haciendo caso a los que escriben historia, puesto que no inicia una Edad Moderna, o puede ser tan laxo como cuando se habla, en pleno medievo, de un renacimiento carolingio. En suma fue solamente una moda, una mera moda, porque el verdadero final del mundo medieval, para el pueblo, para la generalidad de la sociedad, al margen de las modas urbanitas y cortesanas, viene en el siglo XIX. Pero para entender hasta qué punto la muerte de Dios es un proceso de alto grado de interés que permite esta interpretación, ha de bastarnos entender que todavía la Edad Media sigue vigente, y la prehistoria también: si caminamos de la desembocadura al nacimiento de ríos como el Orinoco o como el Amazonas, por poner un ejemplo, la prehistoria sigue estando vigente en esos lugares, y los islamitas, que siguen mezclando cada asunto cotidiano de la vida con la religión son evidentemente medievales. En este mundo de globalización, a pesar de la devaluación de la religión en países occidentales, conviven formas muy variadas de civilización y se entiende de un modo muy diverso la existencia. Resulta muy difícil establecer cuándo empieza una época histórica. A este respecto, la fecha de 1492 dice demasiado y no debería decir nada.
La pérdida de Dios abre un nuevo período, porque es más que la pérdida de Dios, es la pérdida de esa ingenuidad propia de los niños pequeños, que, durante el medioevo se enseñoreaba también de la gente adulta. Porque no es solamente Dios, sino que son los últimos vestigios de la superstición, encarnada primero por los seres variopintos que habitan el folclore de los europeos y que nos llega de antes de la Edad Media, como un testimonio de un sistema de creencias que algún día tuvo vida, y la muerte de toda una legión de divinidades entendidas luego como duendes diversos y dotados de ciertos poderes. Porque el ser humano ha tenido siempre la necesidad de explicar todo lo que tiene en torno: el porqué de las cosas, cuestión lógicamente difícil para la conciencia actual y más para las primitivas, es la base de lo que realmente interesa saber a cualquier criatura que tenga esa sed de saber que define al hombre, esto es, saber quiénes somos y saber también, por supuesto, dónde estamos, cómo hemos venido a parar aquí. El destino, la supervivencia a la muerte, la explicación del origen ya son algo que intentan ofrecer a las gentes más antiguas los mitos que ya entonces se contaban. Y, de golpe, la credulidad se ha esfumado y, al no hacer falta, ese credo se dispersa, se pierde, va desapareciendo poco a poco, muriendo lentamente, perdiéndose en el vacío. Pero con ello se pierde una totalidad y es necesaria otra distinta y nueva, si es que estamos dispuestos a aceptar que en esos estadios anteriores se podía hablar de totalidades, totalidades que resultan del hecho de que la religión lo es todo y lo condiciona todo en la vida y en las costumbres. El mundo está ante el reto de una nueva época que es una nueva época sin Dios, sin superstición, sin los duendes que antaño amenazaban a las conciencias incultas, para irritación del padre Feijoo, por ejemplo. Porque las gentes de nuestro tiempo, olvidándose de las misas, descubriendo la maldad y los vicios en el clero de nuestros días, más que nunca, han aprendido a vivir sin Dios, pero no han aprendido a vivir con la modernidad que se instaura y la frivolidad se ha apoderado de ellos, quizás por los poderosos medios de comunicación, capaces de brindar cada vez más entretenimientos.
En este mundo sin Dios, este nuevo mundo de libertades y temores, el hombre se ve arrastrado a una profunda crisis, sin saberlo, cuando debe pensar lo que no es posible evitar pensar, es decir, el destino. Y, visto que todos estamos en la certidumbre de un destino tremendo, que es el de la muerte, hemos de considerar que significan nuestra muerte y nuestra vida, qué sentido tienen, qué sentido tiene decir que yo me muero o decir qué sentido tiene que yo haya vivido. Es, de nuevo, la lucha existencial de los siglos medievales a través de la herencia del tópico latino del “vanitas”, la suposición de que la muerte y la vida giran en medio de una vanidad de vanidades donde todo cae en el más terrible de los vacíos, en el más triste de los absurdos. Porque el hombre que vivía sin libertad y al amparo de Dios tenía todas las certezas y el hombre moderno, consciente de su modernidad, necesariamente zozobra y se siente confundido, perdido, dejado en la confusión más mortificante, la misma que lleva al estado del arrebato a Segismundo, príncipe de Polonia, cuando no sabe quién es, por qué está preso, por qué sueña que era príncipe y que un día lo perdió todo. La necesidad de reorganizarnos, de saber lo que hacemos aquí, y pensar que, una vez hemos nacido, todo puede ser una fuente de placer (hedonismo) resulta inútil por lo lúdica e infantil que resulta. Pues existe en cada persona la imperiosa tensión generada por la necesidad, la ansiedad de que todo se oriente a un fin. Al final, nadie tiene muy claro, si va a morirse, para qué todo lo ganado, todo lo aprendido, todo lo que uno sufre y lo que uno disfruta.
En la linealidad histórica, Nietzsche explica la vida humana como algo fragmentario. El hombre es solamente un fragmento del destino, no una totalidad, cada vida es así como una especie de eslabón en la más amplia cadena de la historia, de manera que no puede ver la totalidad en la que se inserta como parte de un absoluto. Y esta es una gran frustración, una limitación de la que solamente puede provenir la infelicidad, la insatisfacción. A su vez, el universo se repite de manera constante, y lo hace por la limitación del mundo ante la infinitud del tiempo en un eterno retorno de lo idéntico, porque no solo es que un día hemos de volver a respirar este aire, a contener el mismo aire, átomo por átomo en los pulmones, sino que ya hemos estado aquí, ya hemos vivido aquí, ya hemos sido, y lo hemos sido infinidad de veces… Y, con esta idea poética y consoladora que hasta se podría tomar en serio, aparece de nuevo el problema de la misma limitación, de la contradicción de ser un fragmento que no abarca el todo. Esa imposibilidad es capital para el ser humano que sufre y se siente agotado, lacerado, maltratado por su propio destino, ya que quién no conoce la finalidad de su vivir es inconsciente de su propio sentido y se siente absurdo. De esta manera, con Nietzsche, con la muerte de Dios, ya solamente es posible un camino para el valiente y no para el cobarde: los hombres están obligados a tener una valía excepcional que no está al alcance de todos para sobrellevar esta modernidad poco igualitaria. No es que Nietzsche odie a los débiles, sino que una filosofía así solamente puede ser dirigida a los más grandes, a los más fuertes, a los que están dispuestos a ese salto al vació a un mundo sin fe, un mundo para gente voluntarista que pueda instituir una nueva moral, una moral que resulta ser la moral del amor a uno mismo antes que al prójimo.
La dureza de la muerte de Dios para una sociedad todavía creyente hizo que las ideas del autor tuvieran un grave rechazo ya en su tiempo, pero la idea no podía sino fructificar, era necesario que fructificase, desde luego, porque en esa idea está condensado todo el avance que ha supuesto la ciencia del XIX, ya desde su primera mitad, con Darwin. Pero después adquirió matices más graves, ya que Nietzsche, un hombre de salud quebrada, por cierto, anunciaba a todos los enfermos una gran desesperanza, puesto que no hay un lugar en su nuevo mundo moral sino para los valientes, y esas esperanzas como ir a Lourdes y a Fátima son una superstición milagrera y un engaño más, una trampa cruel y abyecta de los transmundanos, los creyentes, los enemigos de lo real, del sentido de la tierra al que se debe ligar todo lo sano. Por eso no ha sido difícil la interpretación de la obra nietzscheana en clave nacionalsocialista, viendo un precedente del desastre que luego tuvo lugar en los países germanos, si bien es esta ya una idea muy superada: Nietzsche, de hecho, defendió, a diferencia de su hermana, a los judíos, no como esa cultura cuyos valores detestaba, pero sí como individuos talentosos. Este rechazo se une al carácter polémico que ya de por sí tiene su obra y a la voluntad de trastocar sus escritos o reinterpretarlos, desde que su obra empezó a coger fama (esto sucedió con Georg Brandes, un filósofo danés de origen judío, por cierto). Sin embargo, la mayoría de los pensadores ven en ese nihilismo nietzscheano algo desolador, y lo que el escritor de Roecken am Namburg presenta como una oportunidad para los fuertes ha sido criticada por filósofos que fueron, por parte, muy nietzscheanos, Heidegger uno de ellos: para Martin Heidegger se producirá un regreso de Dios o de los dioses, una vuelta de la humanidad a las pautas, a lo establecido, al orden roto por el fenómeno de la muerte de Dios, y eso será, según explica, bueno.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

domingo, 15 de febrero de 2015

El canto del autillo



"El canto del autillo en la buhardilla"

        Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.
        El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
        De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
        Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.
        No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.
        Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
        La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.
        El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.
        No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.
        Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.
        Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.
        En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.
        Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia.  Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.
        Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.
        Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.
        El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
        Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
        El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez: “Los arqueros del alba”

Carnavale

 José Ramón Muñiz Álvarez
"Las carnestolendas"

http://jrma1987.blogspot.com

       Llega el tiempo más dichoso,
en que, tomando solaz,
viste el mundo su disfraz
y carne come goloso.
Y, pues se hace delicioso
lo que de los hornos sale,
dicen: "doppo di Natale,
è carnavale".
       Que por eso el mundo entero
disfruta con alegría,
oyendo la algarabía
de tanto ritmo festero.
Que, llegado ya febrero,
no hay fiesta alguna que iguale
la que "doppo di Natale,
è carnavale".

       Y con sátira valiente
habla el esclavo al señor,
y el condenado al amor
muestra su gesto sonriente.
Y pues le gusta a la gente,
ya que sabe lo que vale,
gritan: "doppo di Natale,
è carnavale".
       Que sabe el enamorado
que, si sirve los amores,
sufrirá tristes solores
y morirá encadenado.
Y justo es que el viento airado
grandes cosas nos regale
cuando "doppo di Natale,
è carnavale.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Romance

José Ramón Muñiz Álvarez
DEJÓ SUS NOBLES MANSIONES
QUIEN EN LA SENDA
DEL RÍO”
(Romance del enamorado que
cazaba con su halcón
para olvidar las
tristezas
que suelen los más
mozos)

http://jrma1987.blogspot.com

Dejó sus nobles mansiones
quien en la senda del río,
escuchando los rumores,
buscó descanso tranquilo.
Sus torres dejó y los muros
de su orgulloso castillo,
para perderse, a caballo,
por el callado camino.
Las aves mira a lo lejos
porque los sigue atrevido,
si no lo lleva en el puño,
el viejo halcón peregrino.
Pues es un pájaro noble,
pues es un regalo digno,
que el rey se lo puso al puño,
con tan solo ser un niño.
¿Dónde vas en tu caballo
por amores pensativo?
Voy buscando mi consuelo,
y el aliento del olvido.
¿Mas qué espíritu malvado
quiso cebarse, dañino?
El amor, que siempre duele
a quien deja su castillo.
¿Y cómo el tiempo entretienes
para olvidar tu destino?
Por los campos voy a caza
y me pierdo en el camino.
¿Y cómo a la noche triste
la calma das a tus bríos?
Escuchando los romances
que se cantan desde siglos.
Pasó corriendo la aurora,
y la alborada sus brillos
agotó en el horizonte,
viendo extinguirse el hechizo.
Y se admiraron nevados
los montes tristes, dormidos
bajo las nieves y escarchas
que dan letargo al olvido.
Y transcurrió el mediodía,
y la tarde, con su frío,
un saludo en lo lejano
dio al crepúsculo vencido.
Y, volviendo a su palacio
con el halcón peregrino,
por estar fría la noche,
en su lecho sintió frío.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez