martes, 24 de febrero de 2015

Sobre las "Danzas Húngaras" de Brahms

EL NACIONALISMO MUSICAL EN LA EUROPA CENTRAL”
(Un acercamiento a las músicas imperiales
austrohúngaras)
por José Ramón Muñiz
Álvarez

El concepto de nación ha sido reivindicado numerosas veces por comunidades que, queriendo vertebrar en torno a una lengua o cultura una entidad política, justifican sus aspiraciones en base a la identidad. La nación es, por lo tanto, algo esencial, espiritual y colectivo a la luz de las gentes que pretenden ensalzar esa razón primordial que une a los hombres de un pueblo en una esperanza común. El prisma romántico desde el cual se mira el alma de las naciones como un tesoro etnográfico ha sido una aportación de la cultura alemana, en buena medida, desde que los hermanos Grimm empezaron a recopilar cuentos breves en la tradición oral. Los nacionalismos están ahí, en el interés por lo diferencial de los pueblos que se habría forjado a lo largo de la Edad Media, corrompiéndose más y más en los tiempos modernos, pero conservándose mejor en los lugares más aislados, en el mundo rural.
Es curioso que, en realidad, los pueblos hayan existido desde la noche de los tiempos, y que fuera en una época no tan lejana, entre el siglo XVIII y el siglo XIX, cuando la conciencia de las naciones aflorara. De hecho, los pueblos alemanes estuvieron desunidos hasta la unificación de Bismark, que dejó fuera a los rivales, los contrincantes del Imperio del Este, expulsados de lo que quería ser una reunión de pueblos germánicos de la Europa Central. Y estos pueblos desunidos tenían una conciencia vaga de nación reivindicada por Fietzsche, en un tiempo en que la conciencia de nación estaba dificultada por el carácter rural de la zona (Alemania no fue zona industrial hasta la época finisecular del siglo decimonónico).
En todo caso, ¿tiene que ver el hecho de que una nación cualquiera precise de modernidad para ser consciente de su carácter? Los alemanes descubrieron que eran una nación casi cuando los españoles lo hicieron, como una reacción al mundo napoleónico y al orgullo chovinista de los franceses, que se sentían ciudadanos y seres superiores a un resto de la humanidad servil. Lo cierto es que el mundo feudal impide ver la verdadera realidad nacional a costa de limitar las posibilidades de visualización, acortando el mundo a los limites del señorío: uno nace en el pueblo y no se interesa mucho por lo que hay más allá de unos kilómetros.
Es más, el hombre que es vasallo no siente gran apego por los grandes ideales, en los tiempos medievales, ni es verdaderamente fiel a su señor, sino que su comportamiento es como el del perro que cambia de amo, pues, no en vano, lo mismo le da pagar los pechos a uno que a otro: el pueblo no participaba en las guerras, sino era algún iluso que quería ascender socialmente, nadie se preocupaba de si mandaba este noble o aquel prócer, porque la vida seguía siendo siempre lo mismo para los humildes. Muestra de ello es la conducta de los ingleses del reino de Wessex, capaces, en todo caso, de servir sin mayores problemas a un rey vikingo, Guthrum, durante el tiempo en que su rey hubo de esconderse y reorganizarse.
El nacionalismo es pues algo rabiosamente moderno. Para el hombre medieval, para el hombre anterior a una época decimonónica (podría haberse iniciado esta época en las postrimerías del XVIII en los países del norte), el nacionalismo no tiene sentido, la formulación que lo asemeja o acerca a otros hombres es de tipo religioso. Las costas astures y galaicas fueron asoladas, por poner un ejemplo, por vikingos, gentes no cristianas, enemigos de la fe en Cristo, por lo que los habitantes hispánicos los trataban de seres perversos y crueles, faltos de una religión verdadera, tan infieles como los agarenos, por ejemplo, y tan indignos como cualquier hereje. Un judío, un islamita y un noruego eran, en ese tiempo, la peor escoria para el mundo románico por razones religiosas, al margen de toda concepción racial. Nadie vería así a un soldado de Carlomagno, guerrero franco, rey de los francos, enemigo de los pueblos sajones a los que obligó con las armas a aceptar el cristianismo, por más que el comportamiento carolingio era en todo más sanguinario que el de los daneses en Gran Bretaña, en los tiempos de Alfredo el Grande. Porque, según parece, las mentalidades anteriores al XIX poco tienen que ver con los sentimientos nacionalistas.
Se nos habla de la globalización, fenómeno no completado, porque vivimos en un momento en que la humanidad no forma una unidad, por más que los bloques se hayan venido haciendo más grandes, lo cual no es una expresión sino de la necesidad de unirse para sobrevivir en un marco más complejo y difícil. Pero los sentimientos nacionalistas seguirán todavía siendo causa de nuevos enfrentamientos y de nuevas guerras en un mundo donde la tolerancia no es posible, pero menos por las afinidades patrióticas que por otras razones: al final el interés está siempre donde está el dinero, y las actitudes nacionalistas pierden muchas veces su carácter entrañable y bello a costa de ese espíritu prosaico que está siempre donde está el vil metal. Pero, como decíamos, es el mundo alemán el primero en formalizar una cultura nacionalista en el marco de su Romanticismo, su mentalidad nostálgica de los tiempos pasados, especialmente los tiempos medievales que cautivaron a Herder. La curiosidad por el pintoresquismo no puede separarse de la búsqueda de lo propio, y, por lo tanto, los alemanes, contagiaron su nacionalismo cultural y sus inquietudes a otras naciones, como ocurrió en el caso de España, donde Jacob Grimm realizó una recopilación de romances que fue publicada en 1815 en Viena. De otra parte, la literatura española había cautivado también a los escritores alemanes, admiradores de un Pedro Calderón de la Barca y de la poesía de nuestro Siglo de Oro.
El nacionalismo romántico es un sentimiento de gran inocencia que no se centra en uno mismo de una manera narcisista y enfermiza, sino que presenta una realidad compleja que debe ser comprendida desde la óptica más adecuada. El nacionalismo romántico es la convicción de que los pueblos tienen alma, una especie de carácter colectivo inmerso en la cultura, una serie de aspectos de la cultura que forman parte de un acervo que aúna a las gentes. La Edad Media permitió, tras desbaratarse el Imperio Romano, que se fuesen forjando pequeñas naciones y reinos europeos a la base de los caracteres que actualmente encontramos sobre el territorio. Y el estudio de estos retratos psicológicos es en sí llamativo, porque no hay pueblo indigno de ser retratado en sus esencias a través de lo que se manifiesta en su tierra, en su paisaje, en la belleza de sus costas, sus montes o llanuras, si no es el caso del paisanaje y su folclore.
En cambio, los libros de los historiadores suelen hablar de las corrientes nacionalistas como algo dañino, algo que, en suma, destruyó vidas injustificadamente. Pero lo cierto es que los señores feudales primero y los intereses de esta o aquella burguesía después fueron, más que las esencias nacionales, las causas de odios profundos, por no mencionar el efecto religioso, capaz de hacer unos estragos superiores a los de cualquier movimiento racista o intolerante. Por un lado, Italia y Alemania propenden a la unificación mientras que hay voluntad de desintegración en otros lugares: Austria era la bestia negra del nacionalismo italiano y del nacionalismo húngaro, si es que un nacionalismo húngaro es aceptable. Porque lo cierto es que se puede poner en duda que hubiera entre los húngaros una conciencia de estar oprimidos en el marco imperial, al menos las clases populares.
Primeramente, las clases cultas, entre ellas la nobleza, que suele tener algo de cultura por lo general, huyen las costumbres del pueblo, costumbre tan generalizada que hasta en Rusia los zares solían hablar en francés, aunque conocieran bien el ruso. Es que simplemente querían alejarse de su pueblo para señalar así su mayor rango. En el caso de la burguesía y de la nobleza de Hungría se señala especialmente una gran desconfianza ante una cultura popular que creen pobre e inferior frente a las propuestas literarias y musicales que la cultura alemana proporciona. Esto quiere decir que la nobleza que se volvió nacionalista y siguió al ambicioso conde Jula Andrasi, quien quería ser el rey húngaro, distaba mucho de un pueblo que no comprendía bien la política del momento y no compartía claramente esos arrojos. Puesto que ese pueblo, depositario de la verdadera cultura y lengua húngaras salía perjudicado si Hungría se independizaba: Austria tenía a estos ciudadanos en un estadio de derechos todavía superior al que hubiesen podido disfrutar si la clase terrateniente hubiese podido legislar para sus propios intereses.
En suma, que la moda por lo húngaro y la música húngara entre las clases sociales elevadas y cultas de Hungría, que eran el resorte del nacionalismo húngaro, casi no fue posible hasta que el gusto alemán lo impuso. Curiosamente, cuando los alemanes, muy atentos a sus propias tradiciones, pero nunca cerrados a otras culturas y aspectos esenciales de pueblos vecinos, lo consideraron oportuno, lanzaron la moda por la música húngara y bohema, que causó, en cierto modo, que los húngaros ricos empezasen a amar por fin las estructuras de una música húngara que era despreciada por estas clases hasta entonces. Y todo esto tiene que ver con el nombre de un compositor instalado en Viena, aunque de origen alemán, llamado Johannes Brahms, quien recopiló melodías de los cíngaros, en sus famosas “Danzas húngaras”. De ahí en adelante, el folclore húngaro se identificaría casi de una manera exclusiva con lo cíngaro, hasta que Bela Bartòk puso de relieve que existía música húngara no cíngara. Las danzas de Brahms, música gitana que arregló para piano y a la que sumó algunas piezas con melodías propias, son una música que creó escuela en tanto que fueron muchas las imitaciones.
Los compositores que nos llevan a la música húngara son imitadores de Brahms, un autor alemán, por lo general, en esta tarea folclórica, puesto que, siguiendo a Brahms, el mismo Lizst inició sus rapsodias húngaras, caso que es muy significativo, toda vez que Lizst era un personaje muy unido a la figura de Wagner, al que estaba muy enfrentado el ambiente al que Brahms pertenecía. Curiosamente, los nacionalistas musicales del Imperio Austriaco (después Austria-Hungría) son músicos admiradores de Richard Wagner, en su mayor parte, y educados en un refinado espíritu musical que atiende a la educación musical alemana, especialmente al gusto vienés de la época romántica. De manera que un gusto alemán por lo exótico que recorre, desde Brahms, el alma de los vieneses es lo que descubre a estos músicos que le están dando la espalda a su propia tradición y a su propio espíritu.
Los autores de música sinfónica se fijaron en esta época en una gran variedad de folclores diversos, pero de una manera tardía, se podría decir. Antes se habían cuidado los mismos vieneses de procurar una cierta antropología musical del suelo imperial, incluso antes que Brahms: pues composiciones como la polca eran frecuentes desde antes de Pammer y ya Lanner combinó sus valses con galopp que recuerda ciertas danzas húngaras por momentos (“Dampf Walzer”) y que ocupan el lugar de la coda. De otra parte, en la Viena Imperial de 1848, Johann Strauss hijo, que competía con la orquesta de su padre, necesitó atraer a las minorías, para las que hacía melodías y popurrís con músicas de diversas partes del dominio austriaco, que era inmenso. Y tampoco faltó su capacidad para cultivar, como muchos otros, el “csàrdàs”, un tipo de danza que aparece a veces en Brahms y en Liszt y que consta de varias partes, articulando tiempos lentos (“langsam”, en alemán, o “lassú”, en húngaro, voz relacionada con “Lasso” en rumano y emparentada con “lasso” en italiano) y rápidos, casi electrizantes (“frischka” o movimiento fesco). De hecho, desde “Klange der Heimat” (Segundo acto de “Die Fledermauss”) fueron algo frecuente en su repertorio, maxime al llegar a una de sus principales páginas operísticas: “Der Zigeunerbaron”. Precisamente, esta composición es una opereta cuyas partituras son parte de lo más bello del repertorio operístico internacional de todos los tiempos, pese a las aspiraciones menores de dicho género (valdría decir que cuyos frutos superaron tantas veces las pretensiones de una ópera más seria).
El descubrimiento de la música cíngara hizo que las composiciones gitanas antes denostadas se valorasen, gracias, sobre todo, a Johannes Brahms. Esta música está relacionada con los llamados verbunkos, unos bailes propios de los húsares. Pensemos que, por ejemplo, en “El Barón Cíngaro” (o “El Barón Gitano”) de Strauss, al estallar la Guerra de Sucesión Española (Carlos II el Hechizado había dejado el trono a un francés: Felipe de Anjou), los húsares reclutan soldados cantando y bailando estas piezas. Los “verbuncos” (palabra procedente del alemán “verbunk”, con el valor de “reclutamiento”), usados luego por los cíngaros, parecen hacer sido cantos de soldados para alistar gente en sus ejércitos, como en la Edad Media habían existido canciones de cruzada, tanto en España como en Austria (es conocido el “Palästinalied” de Walter von Vogelweide, sin ir más lejos).
Y, en este marco, surge la música nacionalista bohema, apoyada por Smetana, principalmente, y la eslovaca, representada por Antonin Dvorak, creador de la célebre “Sinfonía del Nuevo Mundo”. Ellos, en la pretensión natural de querer representar a sus países, cosa my digna y nada criticable, desde luego, contribuyeron a hacer más grande y variada también la música de un mundo imperial plural y abierto como lo era aquel Imperio Austríaco amenazado que podía romper en cualquier momento. Por otro lado, el camino iniciado con la obra de Strauss inspirada en Hungría se abría un camino en el terreno de la opereta que dejaba al margen lo puramente vienés y el mundo parisino y cosmopolita o la opereta rural: había una música que desentrañaba los confines ignotos de pueblos ligados a Austria que tuvo su continuación en “Ritter Pazman” y que dio lugar al gusto por lo húngaro y lo rumano en autores como Lèhar y Kàlman, cuyas operetas presentan el mundo del Mediterráneo, los Balcanes, diversos países eslavos, Hungría, Rumanía y el folclore ruso.
La despolitización de la música es en este caso una gran necesidad, puesto que la moda característica, el gusto por buscar los orígenes de los pueblos, más que una búsqueda tendenciosa en el campo de lo político, era una consecuencia indirecta del nacionalismo alemán y no de los pueblos que engrosaban el Imperio Austríaco. En este sentido, es significativo que, con la salvedad de Brahms, muchos de los creadores nacionalistas son altamente propensos a una expresión romántica más moderna en lo sinfónico, pues donde se consideraba ordinariamente que había que imitar a Beethoven (Brahms siempre miró al pasado y se opuso incluso al wagnerismo), muchos compositores de signo nacionalista eran una consecuencia de las innovaciones de Liszt, vanguardista hasta los tuétanos, por no decir que fue un auténtico rupturista en la música de su tiempo. Con este caldo de cultivo, los azares que hubo de sufrir un Bedrich Smetana fueron enormes: a su vuelta de Gotemburgo, el músico bohemo encontró la hostilidad de los músicos de la zona, poco dados al gusto alemán que subyacentemente había en su música bohema. Eran rivalidades profundas y grandes envidias, amparadas, las más veces, en falsos criterios italianizantes: la búsqueda de óperas líricas y no dramáticas, por ejemplo, y la sospecha que pesaba de wagnerismo sobre Liszt, nada falso, por cierto, si tenemos en cuenta que este compositor era amigo personal de Wagner, que además desposó a su hija Cósima Lizst tras un primer matrimonio de esta con el director de orquesta von Büllow, a la sazón, el fundador de la Orquesta Filarmónica de Berlín.
Debemos prestar atención a la música programática que se estaba popularizando en toda Europa como una novedad y que, sin embargo, no lo era tanto (no es voluntad de hacer decrecer la importancia del genial húngaro, aunque tan del gusto de los alemanes, que llegó a ser el músico de Weimer). Primeramente, la música es ante todo una dimensión del lenguaje humano, como arte que es, pues lo cierto es que las lenguas no son la única dimensión del lenguaje humano. Es lenguaje lo gestual, es lenguaje la danza, es lenguaje la mímica, es lenguaje la pintura, la música es lenguaje, porque todas las artes son un lenguaje, si es cierto que el lenguaje supera lo meramente verbal (comunicación lingüística, usos literarios) y es un marco de comunicación mucho más amplio donde tienen cabida más cosas. Por esa razón, desde Antonio Vivaldi al menos tenemos música programática, sin ceñirnos necesariamente a “Las Cuatro Estaciones”, que, sin embargo, son el mejor ejemplo de este tipo de comunicación. Por ejemplo, podemos hablar del Concierto titulado “La Notte”, que toma una melodía del movimiento del “Otoño” de las estaciones vivaldinas, parodiada, como aparición de fantasmas espectrales. Pero, de todas formas, la música programática está muy bien representada por “Las Cuatro Estaciones”.
Es ya a mediados del XVIII cuando el veneciano supo retratar cambios del paisaje, profundos cambios que tienen que ver con timbres y con tonalidades de la cuerda, pero también, qué duda cabe, a través de los pasajes de violín, que produce cantos de aves, presenta la huida de un raposo o simplemente acompaña el crepitar el fuego en el interior del hogar. Estos elementos no alcanzan lo meramente descriptivo, pero todo queda sugerido de una manera clara y expresado en unos sonetos, quizás no de gran calidad literaria, que presentan el programa y que probablemente no fueron creados por el mismo Vivaldi (o tal vez sí). El cuarteto mozartiano “La Caccia” o la “Sinfonía Pastoral” (Beethoven) dejaban abierto el camino para otros que quisieran seguir los procesos de un lenguaje capaz de sugerir algo más que emociones: la música podría presentar auténicas escenas, sin caer decididamente en la mera descripción, desde luego, pero dándole a esta un papel (piénsese en los cantos de aves al final del tiempo lento de la Sinfonía Nº6).
Así surgió una tendencia a la asociación de la música con determinados elementos visuales (la tormenta se puede representar en un lenguaje musical, pero también son posibles otras opciones, como pintar una alegre y despreocupada cacería con trompas y otros instrumentos de metal: la trompa recuerda el cuerno de los cazadores y evoca esas cacerías por bosques y praderas con el ladrido de perros, efectos que ya había querido Vivaldi con la cuerda en el tercer concierto de “Las Cuatro Estaciones”).
Pero los nuevos músicos rompen con todo, acaban con las viejas estructuras. Para Beethoven sería impensable una experiencia sinfónica fuera de los cauces de la sonata. Cierto que con él desaparecen el minueto y el vals a favor del scherzo, primero, luego los dos últimos movimientos se unen (Quinta y Sexta), hasta llegar a la sinfonía con coro, que fue lo más novedoso de toda su carrera. Ahora no se trata de sinfonías, sino de poemas sinfónicos, es decir, una experiencia más libre, en un movimiento por lo general (a veces en dos), que se liga al programa y deja atrás, como algo superado, la estructura de la sonata. Son los llamados “Symphonische Dichtum” en alemán. El poema sinfónico aparece con Liszt como una forma de expresión claramente liberada de las estructuras anteriores, proyecto ambicioso en que pintar un programa, que no es más que una pretensión de dar un nivel literario a lo que es música: la música narra, la música describe, supera su mera capacidad de contagiar emociones, añadiendo así nuevas sugerencias. Lanmartine fue un escritor francés que prestó programa para el poema sinfónico más recordado de Liszt: “Prèludes”, que, sin embargo, aprovechan un a obertura, pensada primero en piano, orquestada luego por Franz Doppler, para una cantata que nunca se llegó a componer. Pero eso es lo anecdótico: en su estreno podía ser una experiencia clara, una experiencia brillante, ante un público que identificaría el programa hallado a posteriori, con el fluir de una música tan sugerente, donde hallamos el arranque sobrio, la parte bucólica, el combate, una recapitulación eglógica y el jubiloso y triunfal final.
La música, ahora, acude a la asociación, como ocurría desde antes en Wagner: sus motivos o temas están asociados a distintas ideas y personajes, bien de manera arbitraria o de otra forma: en “El anillo” se representa el fuego, el fluir del agua del Rin, la bravura de los personajes, el carácter rudo de los gigantes… Wagner pretende hacer de la música una especie de pintura, una capacidad de complementar aquello que la poesía no acaba de decir, esto es, un complemento y un comentario al poema para hacerlo más poema, pues en su teoría pretende que el poema sea más poético gracias a la música. En la práctica, esta música de aparente desorden, propone también la onomatopeya sinfónica para lo que será la creación del poema sinfónico. Y el poema sinfónico, que es creación de un húngaro, pertenece al gusto alemán, siendo prueba de ello que, por ejemplo, fue uno de los modelos más frecuentados por Richard Strauss. Y es este gusto menos húngaro tal vez que alemán el que permite a los músicos húngaros y bohemos, que se sienten más nacionalistas, pero que, a la vez, se hacen más alemanes con ello, sumarse a la moda alemana de rescatar músicas de países cuyas músicas cultas dejaban de lado sus propias tradiciones y tesoros culturales. En este sentido, se destaca el atraso cultural de los países agregados a Austria, que son naciones que necesitaron este impulso para valorarse a sí mismas, que necesitaron de los alemanes para volver a aprender quiénes eran realmente, rescatando del acervo folclórico muchas de sus particularidades en su música culta: fue el gusto alemán el que verdaderamente reclamó unas esencias patrias, al margen de toda política.
Existe otro punto a tocar: toda esta música, como decimos, pertenece a distintos compositores de lo que entonces era el Imperio Austro-Húngaro, y, como decimos, unos eran austriacos y otros no, pero, en suma, esta música fue concebida para los austriacos antes que nada: así lo hizo Brahms antes de Dvorak y Smetana o Liszt plasmasen sus nacionalismos respectivamente con las “Danzas Eslovacas”, “Mi Patria” o las “Rapsodias”. En suma, esta música no era disonante entre el público vienés, cuando la música estrenada en Praga o en Budapest llegaba a la verdadera capital del Imperio. Había, por una parte, el gusto de las gentes que, por cuestiones laborales, vivían en Viena, siendo de estas otras zonas, estos países acoplados al Imperio, pero, además de los vieneses de nuevo cuño, llegados hasta de Rutenia, Valaquia o Moravia, el vienés de siempre, al que parecería que solamente habían de gustarle las tradicionales danzas de la zona (los “ländler”, los valses y las polcas de tipo alemán, rápidas o más reposadas) miraba esta música con gran curiosidad y con un regusto marcadamente etnicista, dentro de un marco aperturista y culto. Y esto no debe resultar extraño en una ciudad que tiene como suyo al mismo Mahler, que no era exactamente un vienés, pues era vienés de adopción, al proceder de tierras moravas.
El gusto por lo propio de las naciones que estaban en el marco austriaco o austro-húngaro, en aquel tiempo, no era, por cierto, una manifestación política de separatismo, desde luego, en el concierto de la música de un imperio con un desarrollo musical tan elevado que, gracias a la sensibilidad alemana, gracias indirectamente a Wagner, entre otros, pero principalmente a Brahms y a Liszt, por distintos que fueran entre sí estos tres compositores, ha quedado como un complemento más de lo que fue una música rica y plural. Austria, no en vano, a pesar de su carácter conservador y de su política un tanto antigua, incluso en el siglo XIX (nos referimos a la época posterior al Congreso de Viena y la Restauración, que dio de lado a las sucesivas oleadas liberales), tenía aldeas dejadas de la mano de Dios, custodios claros de su espíritu más propio y ancestral, pero también ciudades cosmopolitas, Viena la primera de ellas, capaces de asumir todas las sonoridades de un imperio tan vasto. Era un pluralismo formidable y sano que naciones más potentes, en época actual (los Estados Unidos, por ejemplo, a pesar de su hegemonía en todo lo que es espectáculo), pueden solamente envidiar. Porque, e cierta medida, admitiendo que no hay nada más vienés y más austriaco que un “Danubio Azul” o un “Cuentos de los bosques de Viena”, aquella fue una época de dominación y de expansiones imperiales que llegó a la contradicción en la Primera Guerra Mundial, y en esta grandeza era imposible que una capital, como lo había sido antes Roma y como también lo fue Londres en el XIX y luego en el XX, no asumieran las particularidades de los territorios absorbidos en su ámbito ciudadano. Las músicas periféricas de tales países habían de estar presentes de modo necesario.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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