“EL
NACIONALISMO MUSICAL EN LA EUROPA CENTRAL”
(Un
acercamiento a las músicas imperiales
austrohúngaras)
por
José Ramón Muñiz
Álvarez
El
concepto de nación ha sido reivindicado numerosas veces por
comunidades que, queriendo vertebrar en torno a una lengua o cultura
una entidad política, justifican sus aspiraciones en base a la
identidad. La nación es, por lo tanto, algo esencial, espiritual y
colectivo a la luz de las gentes que pretenden ensalzar esa razón
primordial que une a los hombres de un pueblo en una esperanza común.
El prisma romántico desde el cual se mira el alma de las naciones
como un tesoro etnográfico ha sido una aportación de la cultura
alemana, en buena medida, desde que los hermanos Grimm empezaron a
recopilar cuentos breves en la tradición oral. Los nacionalismos
están ahí, en el interés por lo diferencial de los pueblos que se
habría forjado a lo largo de la Edad Media, corrompiéndose más y
más en los tiempos modernos, pero conservándose mejor en los
lugares más aislados, en el mundo rural.
Es
curioso que, en realidad, los pueblos hayan existido desde la noche
de los tiempos, y que fuera en una época no tan lejana, entre el
siglo XVIII y el siglo XIX, cuando la conciencia de las naciones
aflorara. De hecho, los pueblos alemanes estuvieron desunidos hasta
la unificación de Bismark, que dejó fuera a los rivales, los
contrincantes del Imperio del Este, expulsados de lo que quería ser
una reunión de pueblos germánicos de la Europa Central. Y estos
pueblos desunidos tenían una conciencia vaga de nación reivindicada
por Fietzsche, en un tiempo en que la conciencia de nación estaba
dificultada por el carácter rural de la zona (Alemania no fue zona
industrial hasta la época finisecular del siglo decimonónico).
En
todo caso, ¿tiene que ver el hecho de que una nación cualquiera
precise de modernidad para ser consciente de su carácter? Los
alemanes descubrieron que eran una nación casi cuando los españoles
lo hicieron, como una reacción al mundo napoleónico y al orgullo
chovinista de los franceses, que se sentían ciudadanos y seres
superiores a un resto de la humanidad servil. Lo cierto es que el
mundo feudal impide ver la verdadera realidad nacional a costa de
limitar las posibilidades de visualización, acortando el mundo a los
limites del señorío: uno nace en el pueblo y no se interesa mucho
por lo que hay más allá de unos kilómetros.
Es
más, el hombre que es vasallo no siente gran apego por los grandes
ideales, en los tiempos medievales, ni es verdaderamente fiel a su
señor, sino que su comportamiento es como el del perro que cambia de
amo, pues, no en vano, lo mismo le da pagar los pechos a uno que a
otro: el pueblo no participaba en las guerras, sino era algún iluso
que quería ascender socialmente, nadie se preocupaba de si mandaba
este noble o aquel prócer, porque la vida seguía siendo siempre lo
mismo para los humildes. Muestra de ello es la conducta de los
ingleses del reino de Wessex, capaces, en todo caso, de servir sin
mayores problemas a un rey vikingo, Guthrum, durante el tiempo en que
su rey hubo de esconderse y reorganizarse.
El
nacionalismo es pues algo rabiosamente moderno. Para el hombre
medieval, para el hombre anterior a una época decimonónica (podría
haberse iniciado esta época en las postrimerías del XVIII en los
países del norte), el nacionalismo no tiene sentido, la formulación
que lo asemeja o acerca a otros hombres es de tipo religioso. Las
costas astures y galaicas fueron asoladas, por poner un ejemplo, por
vikingos, gentes no cristianas, enemigos de la fe en Cristo, por lo
que los habitantes hispánicos los trataban de seres perversos y
crueles, faltos de una religión verdadera, tan infieles como los
agarenos, por ejemplo, y tan indignos como cualquier hereje. Un
judío, un islamita y un noruego eran, en ese tiempo, la peor escoria
para el mundo románico por razones religiosas, al margen de toda
concepción racial. Nadie vería así a un soldado de Carlomagno,
guerrero franco, rey de los francos, enemigo de los pueblos sajones a
los que obligó con las armas a aceptar el cristianismo, por más que
el comportamiento carolingio era en todo más sanguinario que el de
los daneses en Gran Bretaña, en los tiempos de Alfredo el Grande.
Porque, según parece, las mentalidades anteriores al XIX poco tienen
que ver con los sentimientos nacionalistas.
Se
nos habla de la globalización, fenómeno no completado, porque
vivimos en un momento en que la humanidad no forma una unidad, por
más que los bloques se hayan venido haciendo más grandes, lo cual
no es una expresión sino de la necesidad de unirse para sobrevivir
en un marco más complejo y difícil. Pero los sentimientos
nacionalistas seguirán todavía siendo causa de nuevos
enfrentamientos y de nuevas guerras en un mundo donde la tolerancia
no es posible, pero menos por las afinidades patrióticas que por
otras razones: al final el interés está siempre donde está el
dinero, y las actitudes nacionalistas pierden muchas veces su
carácter entrañable y bello a costa de ese espíritu prosaico que
está siempre donde está el vil metal. Pero, como decíamos, es el
mundo alemán el primero en formalizar una cultura nacionalista en el
marco de su Romanticismo, su mentalidad nostálgica de los tiempos
pasados, especialmente los tiempos medievales que cautivaron a
Herder. La curiosidad por el pintoresquismo no puede separarse de la
búsqueda de lo propio, y, por lo tanto, los alemanes, contagiaron su
nacionalismo cultural y sus inquietudes a otras naciones, como
ocurrió en el caso de España, donde Jacob Grimm realizó una
recopilación de romances que fue publicada en 1815 en Viena. De otra
parte, la literatura española había cautivado también a los
escritores alemanes, admiradores de un Pedro Calderón de la Barca y
de la poesía de nuestro Siglo de Oro.
El
nacionalismo romántico es un sentimiento de gran inocencia que no se
centra en uno mismo de una manera narcisista y enfermiza, sino que
presenta una realidad compleja que debe ser comprendida desde la
óptica más adecuada. El nacionalismo romántico es la convicción
de que los pueblos tienen alma, una especie de carácter colectivo
inmerso en la cultura, una serie de aspectos de la cultura que forman
parte de un acervo que aúna a las gentes. La Edad Media permitió,
tras desbaratarse el Imperio Romano, que se fuesen forjando pequeñas
naciones y reinos europeos a la base de los caracteres que
actualmente encontramos sobre el territorio. Y el estudio de estos
retratos psicológicos es en sí llamativo, porque no hay pueblo
indigno de ser retratado en sus esencias a través de lo que se
manifiesta en su tierra, en su paisaje, en la belleza de sus costas,
sus montes o llanuras, si no es el caso del paisanaje y su folclore.
En
cambio, los libros de los historiadores suelen hablar de las
corrientes nacionalistas como algo dañino, algo que, en suma,
destruyó vidas injustificadamente. Pero lo cierto es que los señores
feudales primero y los intereses de esta o aquella burguesía después
fueron, más que las esencias nacionales, las causas de odios
profundos, por no mencionar el efecto religioso, capaz de hacer unos
estragos superiores a los de cualquier movimiento racista o
intolerante. Por un lado, Italia y Alemania propenden a la
unificación mientras que hay voluntad de desintegración en otros
lugares: Austria era la bestia negra del nacionalismo italiano y del
nacionalismo húngaro, si es que un nacionalismo húngaro es
aceptable. Porque lo cierto es que se puede poner en duda que hubiera
entre los húngaros una conciencia de estar oprimidos en el marco
imperial, al menos las clases populares.
Primeramente,
las clases cultas, entre ellas la nobleza, que suele tener algo de
cultura por lo general, huyen las costumbres del pueblo, costumbre
tan generalizada que hasta en Rusia los zares solían hablar en
francés, aunque conocieran bien el ruso. Es que simplemente querían
alejarse de su pueblo para señalar así su mayor rango. En el caso
de la burguesía y de la nobleza de Hungría se señala especialmente
una gran desconfianza ante una cultura popular que creen pobre e
inferior frente a las propuestas literarias y musicales que la
cultura alemana proporciona. Esto quiere decir que la nobleza que se
volvió nacionalista y siguió al ambicioso conde Jula Andrasi, quien
quería ser el rey húngaro, distaba mucho de un pueblo que no
comprendía bien la política del momento y no compartía claramente
esos arrojos. Puesto que ese pueblo, depositario de la verdadera
cultura y lengua húngaras salía perjudicado si Hungría se
independizaba: Austria tenía a estos ciudadanos en un estadio de
derechos todavía superior al que hubiesen podido disfrutar si la
clase terrateniente hubiese podido legislar para sus propios
intereses.
En
suma, que la moda por lo húngaro y la música húngara entre las
clases sociales elevadas y cultas de Hungría, que eran el resorte
del nacionalismo húngaro, casi no fue posible hasta que el gusto
alemán lo impuso. Curiosamente, cuando los alemanes, muy atentos a
sus propias tradiciones, pero nunca cerrados a otras culturas y
aspectos esenciales de pueblos vecinos, lo consideraron oportuno,
lanzaron la moda por la música húngara y bohema, que causó, en
cierto modo, que los húngaros ricos empezasen a amar por fin las
estructuras de una música húngara que era despreciada por estas
clases hasta entonces. Y todo esto tiene que ver con el nombre de un
compositor instalado en Viena, aunque de origen alemán, llamado
Johannes Brahms, quien recopiló melodías de los cíngaros, en sus
famosas “Danzas húngaras”. De ahí en adelante, el folclore
húngaro se identificaría casi de una manera exclusiva con lo
cíngaro, hasta que Bela Bartòk puso de relieve que existía música
húngara no cíngara. Las danzas de Brahms, música gitana que
arregló para piano y a la que sumó algunas piezas con melodías
propias, son una música que creó escuela en tanto que fueron muchas
las imitaciones.
Los
compositores que nos llevan a la música húngara son imitadores de
Brahms, un autor alemán, por lo general, en esta tarea folclórica,
puesto que, siguiendo a Brahms, el mismo Lizst inició sus rapsodias
húngaras, caso que es muy significativo, toda vez que Lizst era un
personaje muy unido a la figura de Wagner, al que estaba muy
enfrentado el ambiente al que Brahms pertenecía. Curiosamente, los
nacionalistas musicales del Imperio Austriaco (después
Austria-Hungría) son músicos admiradores de Richard Wagner, en su
mayor parte, y educados en un refinado espíritu musical que atiende
a la educación musical alemana, especialmente al gusto vienés de la
época romántica. De manera que un gusto alemán por lo exótico que
recorre, desde Brahms, el alma de los vieneses es lo que descubre a
estos músicos que le están dando la espalda a su propia tradición
y a su propio espíritu.
Los
autores de música sinfónica se fijaron en esta época en una gran
variedad de folclores diversos, pero de una manera tardía, se podría
decir. Antes se habían cuidado los mismos vieneses de procurar una
cierta antropología musical del suelo imperial, incluso antes que
Brahms: pues composiciones como la polca eran frecuentes desde antes
de Pammer y ya Lanner combinó sus valses con galopp que recuerda
ciertas danzas húngaras por momentos (“Dampf Walzer”) y que
ocupan el lugar de la coda. De otra parte, en la Viena Imperial de
1848, Johann Strauss hijo, que competía con la orquesta de su padre,
necesitó atraer a las minorías, para las que hacía melodías y
popurrís con músicas de diversas partes del dominio austriaco, que
era inmenso. Y tampoco faltó su capacidad para cultivar, como muchos
otros, el “csàrdàs”, un tipo de danza que aparece a veces en
Brahms y en Liszt y que consta de varias partes, articulando tiempos
lentos (“langsam”, en alemán, o “lassú”, en húngaro, voz
relacionada con “Lasso” en rumano y emparentada con “lasso”
en italiano) y rápidos, casi electrizantes (“frischka” o
movimiento fesco). De hecho, desde “Klange der Heimat” (Segundo
acto de “Die Fledermauss”) fueron algo frecuente en su
repertorio, maxime al llegar a una de sus principales páginas
operísticas: “Der Zigeunerbaron”. Precisamente, esta composición
es una opereta cuyas partituras son parte de lo más bello del
repertorio operístico internacional de todos los tiempos, pese a las
aspiraciones menores de dicho género (valdría decir que cuyos
frutos superaron tantas veces las pretensiones de una ópera más
seria).
El
descubrimiento de la música cíngara hizo que las composiciones
gitanas antes denostadas se valorasen, gracias, sobre todo, a
Johannes Brahms. Esta música está relacionada con los llamados
verbunkos, unos bailes propios de los húsares. Pensemos que, por
ejemplo, en “El Barón Cíngaro” (o “El Barón Gitano”) de
Strauss, al estallar la Guerra de Sucesión Española (Carlos II el
Hechizado había dejado el trono a un francés: Felipe de Anjou), los
húsares reclutan soldados cantando y bailando estas piezas. Los
“verbuncos” (palabra procedente del alemán “verbunk”, con el
valor de “reclutamiento”), usados luego por los cíngaros,
parecen hacer sido cantos de soldados para alistar gente en sus
ejércitos, como en la Edad Media habían existido canciones de
cruzada, tanto en España como en Austria (es conocido el
“Palästinalied” de Walter von Vogelweide, sin ir más lejos).
Y,
en este marco, surge la música nacionalista bohema, apoyada por
Smetana, principalmente, y la eslovaca, representada por Antonin
Dvorak, creador de la célebre “Sinfonía del Nuevo Mundo”.
Ellos, en la pretensión natural de querer representar a sus países,
cosa my digna y nada criticable, desde luego, contribuyeron a hacer
más grande y variada también la música de un mundo imperial plural
y abierto como lo era aquel Imperio Austríaco amenazado que podía
romper en cualquier momento. Por otro lado, el camino iniciado con la
obra de Strauss inspirada en Hungría se abría un camino en el
terreno de la opereta que dejaba al margen lo puramente vienés y el
mundo parisino y cosmopolita o la opereta rural: había una música
que desentrañaba los confines ignotos de pueblos ligados a Austria
que tuvo su continuación en “Ritter Pazman” y que dio lugar al
gusto por lo húngaro y lo rumano en autores como Lèhar y Kàlman,
cuyas operetas presentan el mundo del Mediterráneo, los Balcanes,
diversos países eslavos, Hungría, Rumanía y el folclore ruso.
La
despolitización de la música es en este caso una gran necesidad,
puesto que la moda característica, el gusto por buscar los orígenes
de los pueblos, más que una búsqueda tendenciosa en el campo de lo
político, era una consecuencia indirecta del nacionalismo alemán y
no de los pueblos que engrosaban el Imperio Austríaco. En este
sentido, es significativo que, con la salvedad de Brahms, muchos de
los creadores nacionalistas son altamente propensos a una expresión
romántica más moderna en lo sinfónico, pues donde se consideraba
ordinariamente que había que imitar a Beethoven (Brahms siempre miró
al pasado y se opuso incluso al wagnerismo), muchos compositores de
signo nacionalista eran una consecuencia de las innovaciones de
Liszt, vanguardista hasta los tuétanos, por no decir que fue un
auténtico rupturista en la música de su tiempo. Con este caldo de
cultivo, los azares que hubo de sufrir un Bedrich Smetana fueron
enormes: a su vuelta de Gotemburgo, el músico bohemo encontró la
hostilidad de los músicos de la zona, poco dados al gusto alemán
que subyacentemente había en su música bohema. Eran rivalidades
profundas y grandes envidias, amparadas, las más veces, en falsos
criterios italianizantes: la búsqueda de óperas líricas y no
dramáticas, por ejemplo, y la sospecha que pesaba de wagnerismo
sobre Liszt, nada falso, por cierto, si tenemos en cuenta que este
compositor era amigo personal de Wagner, que además desposó a su
hija Cósima Lizst tras un primer matrimonio de esta con el director
de orquesta von Büllow, a la sazón, el fundador de la Orquesta
Filarmónica de Berlín.
Debemos
prestar atención a la música programática que se estaba
popularizando en toda Europa como una novedad y que, sin embargo, no
lo era tanto (no es voluntad de hacer decrecer la importancia del
genial húngaro, aunque tan del gusto de los alemanes, que llegó a
ser el músico de Weimer). Primeramente, la música es ante todo una
dimensión del lenguaje humano, como arte que es, pues lo cierto es
que las lenguas no son la única dimensión del lenguaje humano. Es
lenguaje lo gestual, es lenguaje la danza, es lenguaje la mímica, es
lenguaje la pintura, la música es lenguaje, porque todas las artes
son un lenguaje, si es cierto que el lenguaje supera lo meramente
verbal (comunicación lingüística, usos literarios) y es un marco
de comunicación mucho más amplio donde tienen cabida más cosas.
Por esa razón, desde Antonio Vivaldi al menos tenemos música
programática, sin ceñirnos necesariamente a “Las Cuatro
Estaciones”, que, sin embargo, son el mejor ejemplo de este tipo de
comunicación. Por ejemplo, podemos hablar del Concierto titulado “La
Notte”, que toma una melodía del movimiento del “Otoño” de
las estaciones vivaldinas, parodiada, como aparición de fantasmas
espectrales. Pero, de todas formas, la música programática está
muy bien representada por “Las Cuatro Estaciones”.
Es
ya a mediados del XVIII cuando el veneciano supo retratar cambios del
paisaje, profundos cambios que tienen que ver con timbres y con
tonalidades de la cuerda, pero también, qué duda cabe, a través de
los pasajes de violín, que produce cantos de aves, presenta la huida
de un raposo o simplemente acompaña el crepitar el fuego en el
interior del hogar. Estos elementos no alcanzan lo meramente
descriptivo, pero todo queda sugerido de una manera clara y expresado
en unos sonetos, quizás no de gran calidad literaria, que presentan
el programa y que probablemente no fueron creados por el mismo
Vivaldi (o tal vez sí). El cuarteto mozartiano “La Caccia” o la
“Sinfonía Pastoral” (Beethoven) dejaban abierto el camino para
otros que quisieran seguir los procesos de un lenguaje capaz de
sugerir algo más que emociones: la música podría presentar
auténicas escenas, sin caer decididamente en la mera descripción,
desde luego, pero dándole a esta un papel (piénsese en los cantos
de aves al final del tiempo lento de la Sinfonía Nº6).
Así
surgió una tendencia a la asociación de la música con determinados
elementos visuales (la tormenta se puede representar en un lenguaje
musical, pero también son posibles otras opciones, como pintar una
alegre y despreocupada cacería con trompas y otros instrumentos de
metal: la trompa recuerda el cuerno de los cazadores y evoca esas
cacerías por bosques y praderas con el ladrido de perros, efectos
que ya había querido Vivaldi con la cuerda en el tercer concierto de
“Las Cuatro Estaciones”).
Pero
los nuevos músicos rompen con todo, acaban con las viejas
estructuras. Para Beethoven sería impensable una experiencia
sinfónica fuera de los cauces de la sonata. Cierto que con él
desaparecen el minueto y el vals a favor del scherzo, primero, luego
los dos últimos movimientos se unen (Quinta y Sexta), hasta llegar a
la sinfonía con coro, que fue lo más novedoso de toda su carrera.
Ahora no se trata de sinfonías, sino de poemas sinfónicos, es
decir, una experiencia más libre, en un movimiento por lo general (a
veces en dos), que se liga al programa y deja atrás, como algo
superado, la estructura de la sonata. Son los llamados “Symphonische
Dichtum” en alemán. El poema sinfónico aparece con Liszt como una
forma de expresión claramente liberada de las estructuras
anteriores, proyecto ambicioso en que pintar un programa, que no es
más que una pretensión de dar un nivel literario a lo que es
música: la música narra, la música describe, supera su mera
capacidad de contagiar emociones, añadiendo así nuevas sugerencias.
Lanmartine fue un escritor francés que prestó programa para el
poema sinfónico más recordado de Liszt: “Prèludes”, que, sin
embargo, aprovechan un a obertura, pensada primero en piano,
orquestada luego por Franz Doppler, para una cantata que nunca se
llegó a componer. Pero eso es lo anecdótico: en su estreno podía
ser una experiencia clara, una experiencia brillante, ante un público
que identificaría el programa hallado a posteriori, con el fluir de
una música tan sugerente, donde hallamos el arranque sobrio, la
parte bucólica, el combate, una recapitulación eglógica y el
jubiloso y triunfal final.
La
música, ahora, acude a la asociación, como ocurría desde antes en
Wagner: sus motivos o temas están asociados a distintas ideas y
personajes, bien de manera arbitraria o de otra forma: en “El
anillo” se representa el fuego, el fluir del agua del Rin, la
bravura de los personajes, el carácter rudo de los gigantes…
Wagner pretende hacer de la música una especie de pintura, una
capacidad de complementar aquello que la poesía no acaba de decir,
esto es, un complemento y un comentario al poema para hacerlo más
poema, pues en su teoría pretende que el poema sea más poético
gracias a la música. En la práctica, esta música de aparente
desorden, propone también la onomatopeya sinfónica para lo que será
la creación del poema sinfónico. Y el poema sinfónico, que es
creación de un húngaro, pertenece al gusto alemán, siendo prueba
de ello que, por ejemplo, fue uno de los modelos más frecuentados
por Richard Strauss. Y es este gusto menos húngaro tal vez que
alemán el que permite a los músicos húngaros y bohemos, que se
sienten más nacionalistas, pero que, a la vez, se hacen más
alemanes con ello, sumarse a la moda alemana de rescatar músicas de
países cuyas músicas cultas dejaban de lado sus propias tradiciones
y tesoros culturales. En este sentido, se destaca el atraso cultural
de los países agregados a Austria, que son naciones que necesitaron
este impulso para valorarse a sí mismas, que necesitaron de los
alemanes para volver a aprender quiénes eran realmente, rescatando
del acervo folclórico muchas de sus particularidades en su música
culta: fue el gusto alemán el que verdaderamente reclamó unas
esencias patrias, al margen de toda política.
Existe
otro punto a tocar: toda esta música, como decimos, pertenece a
distintos compositores de lo que entonces era el Imperio
Austro-Húngaro, y, como decimos, unos eran austriacos y otros no,
pero, en suma, esta música fue concebida para los austriacos antes
que nada: así lo hizo Brahms antes de Dvorak y Smetana o Liszt
plasmasen sus nacionalismos respectivamente con las “Danzas
Eslovacas”, “Mi Patria” o las “Rapsodias”. En suma, esta
música no era disonante entre el público vienés, cuando la música
estrenada en Praga o en Budapest llegaba a la verdadera capital del
Imperio. Había, por una parte, el gusto de las gentes que, por
cuestiones laborales, vivían en Viena, siendo de estas otras zonas,
estos países acoplados al Imperio, pero, además de los vieneses de
nuevo cuño, llegados hasta de Rutenia, Valaquia o Moravia, el vienés
de siempre, al que parecería que solamente habían de gustarle las
tradicionales danzas de la zona (los “ländler”, los valses y las
polcas de tipo alemán, rápidas o más reposadas) miraba esta música
con gran curiosidad y con un regusto marcadamente etnicista, dentro
de un marco aperturista y culto. Y esto no debe resultar extraño en
una ciudad que tiene como suyo al mismo Mahler, que no era
exactamente un vienés, pues era vienés de adopción, al proceder de
tierras moravas.
El
gusto por lo propio de las naciones que estaban en el marco austriaco
o austro-húngaro, en aquel tiempo, no era, por cierto, una
manifestación política de separatismo, desde luego, en el concierto
de la música de un imperio con un desarrollo musical tan elevado
que, gracias a la sensibilidad alemana, gracias indirectamente a
Wagner, entre otros, pero principalmente a Brahms y a Liszt, por
distintos que fueran entre sí estos tres compositores, ha quedado
como un complemento más de lo que fue una música rica y plural.
Austria, no en vano, a pesar de su carácter conservador y de su
política un tanto antigua, incluso en el siglo XIX (nos referimos a
la época posterior al Congreso de Viena y la Restauración, que dio
de lado a las sucesivas oleadas liberales), tenía aldeas dejadas de
la mano de Dios, custodios claros de su espíritu más propio y
ancestral, pero también ciudades cosmopolitas, Viena la primera de
ellas, capaces de asumir todas las sonoridades de un imperio tan
vasto. Era un pluralismo formidable y sano que naciones más
potentes, en época actual (los Estados Unidos, por ejemplo, a pesar
de su hegemonía en todo lo que es espectáculo), pueden solamente
envidiar. Porque, e cierta medida, admitiendo que no hay nada más
vienés y más austriaco que un “Danubio Azul” o un “Cuentos de
los bosques de Viena”, aquella fue una época de dominación y de
expansiones imperiales que llegó a la contradicción en la Primera
Guerra Mundial, y en esta grandeza era imposible que una capital,
como lo había sido antes Roma y como también lo fue Londres en el
XIX y luego en el XX, no asumieran las particularidades de los
territorios absorbidos en su ámbito ciudadano. Las músicas
periféricas de tales países habían de estar presentes de modo
necesario.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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