“LA
VOZ DE LOS FOLLAJES MALHERIDOS”
por
José Ramón Muñiz Álvarez
Un
escrito para Jimena
Muñiz
Fernández
y
Mael Muñiz
Vega
La
voz de los follajes malheridos que sienten la llamada del otoño nos
hablan de las nieves, siempre próximas. Las llamas del crepúsculo
que muere, vencido por la noche, en lo lejano, nos dicta la tristeza
de sus cantos. La brisa, que pronuncia versos tristes, callados como
el gris en las alturas, sugiere la promesa de la muerte. Y yo, que
los contemplo, siendo viejo, recuerdo esa niñez desenfadada que supo
adivinar cada secreto: los árboles nos dicen, en silencio, verdades
que no cuentan, en los pueblos, las torres elevadas de la iglesia.
Los altos rascacielos, más modernos, no saben expresarnos la
vivencia que enseña la razón de nuestro espíritu.
¿Es
místico tal vez lo que imagino, mirando cómo el sol se va alejando,
detrás del horizonte misterioso? Tan solo es la metáfora que quiere
decir la voz herida del mochuelo y el canto del autillo temeroso. Las
aves de la noche nos avisan, con esos gritos raros y macabros, de un
miedo que cede sus mansiones. Y es triste imaginarse moribundo,
saberse un ser mortal, falto de aliento, que habrá de ser ceniza
entre la nada. Se vuelve melancólica y más frágil, tal vez, al
sospecharlo, al contemplarlo, la voz que se derrama en la agonía. Y
el humos de los bosques es acaso fachada suficiente, ese castillo que
habita, doloroso, lo que muere.
El
claro deja ver esa cascada que canta la metáfora serena que pudo
pronunciar Jorge Manrique. Y es fácil recordar el genio claro que
habita en la agudeza del barroco febril de aquellos tiempos
depresivos: la muerte espera siempre a cada paso, y un halo de
estoicismo es lo más lógico en este mundo nuestro que se agota. Las
cosas han tenido ya su tiempo, y es justo que decaigan, entregándose
al beso silencioso del vacío. Morir se nos antoja cosa triste, y es
triste ese partir sin despedida que viene sin aviso a nuestro pecho.
También podéis pensar que los segundos discurren, se apresuran
avisando del peso inexorable del destino.
Yo
vengo a este lugar, donde las nieblas nos muestran panoramas
misteriosos en esta Asturias verde y colorida. Sospecho que un
suspiro en lo lejano, mezclado a los ladridos de los perros, nos
llama de ese sueño inhabitable. Supongo que, si el tiempo ha
discurrido, no queda testimonio de los días que pude disfrutar de
estos rincones. Y existe ese pasado en el recuerdo que vuelve a
hacerse nada entre la nada, revuelto entre curiosos pensamientos.
Después de haber vivido, uno recuerda los tiempos en que quiso ser
osado, corriendo por aldeas y lugares. Jugar junto a la arena de la
playa y amar los bosques verdes de castaño parece ser lo propio en
esta tierra.
Mi
juventud fue acaso montañesa, buscando, tras los mares y colinas,
atisbos de las sierras más agrestes. Y acaso he de decirlo
satisfecho: más cerca pude ver, en ocasiones, los bosques que
escondieron al raposo. Los zorros habitaban sus guaridas, también
los puerco-espines y las aves que escapan, en otoño, del invierno.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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