“LA
MAGIA MISTERIOSA DE LOS BOSQUES”
por
José Ramón Muñiz Álvarez
Un
escrito para Mael Muñiz Vega
y
Jimena Muñiz
Fernández
El
bosque del otoño y los helechos dominan los idiomas de los niños,
llegando al corazón con su lenguaje: las hojas, malheridas por la
brisa, cayeron, tiempo atrás, donde los barros las manchan con sus
pardos singulares; su llanto por el suelo nos seduce, nos habla del
dolor del aire triste y expresa pensamientos melancólicos. Quizás
cuando el verano moribundo, risueño algunas veces, pero herido, nos
habla de su marcha a alguna parte; quizás cuando el septiembre
indecoroso se vuelve triste, serio y taciturno, y olvida sus promesas
juveniles; tal vez cuando es octubre, pues octubre discurre entre
nosotros silencioso, se anuncian los inviernos venideros. Y es bello,
cuando acaban los veranos, soñar con las nevadas de otras veces, los
cielos y la nube ennegrecida. Es bello cuando queda atrás la playa,
los juegos en la arena y con las olas, si el agua alcanza acaso la
cintura. Es dulce la esperanza de un regalo que venga cuando muera ya
diciembre y el tiempo dé lugar a las heladas.
El
bosque del otoño y los helechos conocen el dolor del estudiante que
olvida ya sus días de reposo. El nuevo curso llega y, con el curso,
se van el tiempo libre y los amigos, las tardes como un alma siempre
libre. Pero es el bosque todo un escenario, llegados los otoños, si
es que el juego se anima entre los chicos todavía. No importan los
deberes, los exámenes vendrán de todas formas, pero un viernes
pudiera ser recuerdo del verano. Y es bello disfrutar de los
festivos, los puentes y los sábados que ofrecen momentos deliciosos
a los jóvenes. Por eso está colgando ese columpio no lejos del
camino de la fuente, pendiente de la rama del castaño. Y sé que los
helechos moribundos adquieren el dorado de ese ocaso que vieron morir
triste las montañas. Y existen horizontes que, encendidos, supieron
de ese fuego que se pierde, dejando las estrellas de la noche; quizás
ese lugar donde se admiran secretos de la luz que se derrama,
dejándose llevar hacia el vacío.
Sabed
que, en cada bosque, las ardillas, discretas como suelen, se preparan
para el invierno duro y el letargo. Y no diréis que es falso que los
niños, al verlas trabajar entre los árboles, no sienten sensaciones
muy curiosas. Lo cierto es que, de golpe, la poesía parece
derramarse en los adentros del alma de los niños sorprendidos. Yo
supe del otoño y de los bosques, y pude ver a veces al milano, que
vuela por la zona, vigilante; también supe del lobo en las montañas,
mas solo vi a los zorros esconderse, prudentes, desde luego, si hay
extraños. Y pude ver ardillas en los árboles, calladas, muchas
veces, como acaso lo fue la timidez de los cobardes. Y así pude
sentir aquella magia que enciende una emoción indescriptible, pues
pocos adjetivos sabe un niño. Mas hoy puedo contarlo, y, al decirlo,
no puedo renunciar a hablar de hechizos, de embrujos y de raros
sortilegios. Me encanta ver la magia del paisaje que muere y resucita
con la gracia que sabe como el agua del “orbayu”.
2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
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