Para Maripi Muñiz Muñiz.
Y el sueño de la bruma se hizo beso, flotando en la neblina del Cantábrico, cubriéndonos a todos con sus sábanas. Y vimos que, alejándose en el agua, partía hacia otros reinos, otras tierras, dormidas entre voces melancólicas. Y, entonces, la supimos en el aire, callada con el aire de la tarde, que duerme su silencio misterioso.
Y nadie pensó en guerras ni en batallas, después de aquella lucha con la sombra que cobra los imperios de la noche. Pero ella nos habló desde el crepúsculo, sabiendo pronunciar la despedida que se hace más amarga, cuando llueve. Y es cierto que es amarga, cuando llueve, la voz que se despide como un barco que busca ser abrazo con el cielo.
Tal vez el horizonte nos recuerde que queda siempre un soplo en la memoria, que siempre se hacen verso los recuerdos. Después de todo, el alma, si es que existe, no debe ser distinta de esa brisa que besa nuestros rostros en verano. Y al recordar el nombre de la brisa, la hallamos en orbayos diferentes, en pruvas insistentes que no cesan.
Y es cierto que nos habla de las playas, del mar, de las espumas, de los mares su voz desde el recuerdo, como entonces: nos habla de los viejos precipicios; de raras aventuras, cuando niña; de bígaros callados, de corales, de arenas y guijarros en la cala que sabe los secretos de los faros que enuncian su rumor en plena noche.
Y, ahora, en los rumores de la noche, querremos, solitarios, su palabra, la voz de aquellas tardes que se fueron. De pronto, es soledad lo que nos queda y el aire triste y frío del invierno que apunta, siendo marzo, a su silencio. Y siento los murmullos de las olas, que saben repetirse, que conocen el nombre de su espíritu, ya libre.
Pues ella es una concha entre la arena menuda y es la roca del pedrero que siente las batidas de la espuma. La puedes sospechar en cada nube, y el grueso de la nube la contiene, si tiene por mansión mil nubaradas. No ignores que los días de galerna podrá ser en el viento un sueño tuyo que sigue vigilándote, de nuevo.
¡Pero ella era muy joven, sin embargo! Y huyó como las luces de un ocaso, movido por la prisa del momento: de pronto, un sol cobarde se retira, se va a sus aposentos en la nada, se duerme al otro lado del Atlántico… Nosotros vemos ese mar callado que quiere abrir sus brazos a la noche que llega silenciosa, entre las nubes.
Y, ya encendido el faro, la tristeza, la voz de la tristeza, nos avisa de los senderos tristes de la noche. El faro, en San Antonio, que comulga con otros, profiriendo su discurso de luces en los mares de la sombra. Su llama repentina, que no es llama, que sabe dialogar con otras luces lejanas en la noche de los cabos.
De modo que los años van corriendo y el pueblo se transforma lentamente, perdiendo aquel embrujo de otros días. La tienda está cerrada y esa tienda la pudo ver entonces, cuando niña, feliz, despreocupada, era dichosa. No importa la pobreza de esos tiempos, oscuros y más fríos que el presente -las lluvias eran más y las heladas.
Y empiezo a sospechar que todo vuela, y el Nodo no es el mismo del entonces, ni lo es la Baragaña de estos días. No lo es el puerto ya y, entre el recuerdo, las piedras que se ven entre la arena nos hablan de un pasado miserable: los viejos boniteros ya no existen, no existen ya las redes del antaño, las viejas que cosían esas redes…
Y siento que la voz de la memoria nos sabe condenar y nos advierte del tiempo que se escapa entre los dedos. Y siento el aire triste del entonces, como ella lo sintió, volando lejos, perdiéndose en la bruma de la noche. Perdiéndose en la bruma de la noche, sabrás sentir que, como el viejo faro, se pierde y se confunde con el aire.
Parece que se van aquellos tiempos.
Soneto I
La espada alzó el coraje con su aliento,
luchando por el aire, al querer vida,
poniendo fuerza y fe, en cada batida,
atenta a la esperanza de su intento.
El aire se hizo duro y quiso el viento
mostrarse con dureza, si, vencida,
la antorcha derrotó donde, encendida,
la respetó el granizo más violento:
el verso de la helada, en su coraje,
soñando en el palacio de la nada,
le trajo al fin el beso de la muerte.
Su beso vino con la cuchillada
del aire que, callado en el paisaje,
le trajo, con su filo, aquella suerte.
Soneto II
Las playas de Carreño y los pedreros
mantienen su presencia en bajamares,
mostrándola marina en los altares
de cantiles recios y altaneros.
Lleváronla consigo los arqueros
a navegar muy lejos, a otros mares,
a cielos muy recónditos, lugares
donde soñar con viejos boniteros.
Y el hielo de la tarde trazó el beso
callado de la muerte en cada playa
serena del Cantábrico rendido.
La voz de la marea en su regreso
nos habla y
se repite, cuando calla,
sabiéndola en su sueño dolorido.
Soneto III
La brizna de cristal era escarchada,
la luz del sol cuajaba al alba fría,
la llama en que la herida se encendía,
después de ser reflejo de la nada.
El verso del capricho de la helada
también supo callar cuando nacía
la luz de un marzo débil que corría,
jurado darle fin a la invernada.
Y vino abril alegre con su cielo,
llenando los tapices de este mundo
de aromas que llenaron el paisaje.
Y, viendo deshacerse tanto hielo,
su falta recordó el dolor profundo,
después de haber luchado con coraje.
Soneto IV
De pronto, al ver las nubes peregrinas
que alcanzan en la altura a ser viajeras,
recuerdo las lejanas primaveras,
las lluvias en la tierra repentinas.
Las aguas del arroyo cristalinas
cantaban su alegría y, volanderas,
jugaban en el aire las primeras
piruetas de las prontas golondrinas.
Y en esas nubaradas tan lejanas
supuse aquella aurora venturosa,
que trajo a las quebradas los colores.
Y supe allí, entre llamas soberanas,
tu espíritu feliz, cuando, gozosa,
dejaste atrás el mal y los dolores.
Soneto V
No puede tu recuerdo, entre la espuma,
fundirse en el silencio de la nada,
sabiendo que, tras esa nubarada,
tu voz es como el alma que rezuma.
Te siento muchas veces en la bruma,
callada y silenciosa, destronada,
sabiendo de las cumbres la nevada
que muere en el deshielo al que se suma.
También tu fuiste al sueño silencioso,
dejando el feudo extraño de los mares,
las playas que te oyeron otras veces.
El vuelo de la brisa presuroso
te extraña en esas playas y lugares
que entrañan el aliento en que te meces.
No lejos de los cantiles
No lejos de los cantiles
escucho la voz del agua
que se repite de nuevo,
llamando a la brisa clara.
Y, mientras llama a la brisa,
mientras a la brisa llama,
llama también a las nubes
que en los cielos se derraman.
Y a los viejos boniteros
que, ya con la madrugada,
se perdían a lo lejos,
testigos de la alborada.
Y, por pronunciar un nombre,
viendo despuntar el alba,
tu nombre pronuncia triste
la voz de la mar salada.
Y me dicta versos nuevos
que forman viejas palabras
que saben llorar la ausencia,
cuando se nota que faltas.
Cuando falta el alma tuya,
cuando el espíritu escala
el aire, por ser el aire,
buscando mansiones altas.
Y así dejas cada cabo,
y las playas y las calas,
y las fuentes de tu tierra,
y el rumor dulce del agua.
Y me dictan versos nuevos
con tan antiguas palabras,
que parece que las dices
por su boca desgastada.
Que no hay voz más insistente
que la de las lluvias mágicas
que irrumpen en el crepúsculo,
apagando así su llama.
Pero eres tú la que parte,
la que el rumbo sigue y vaga
en un vuelo que se pierde
por encima de las playas.
Soñando libertades imposibles.
Te sigo sospechando
por los paisajes bellos
que tienen nuestras costas,
amiga de la tarde, como siempre;
dichosa con la tarde, como siempre,
si quieres, con la tarde
perderte en lo lejano,
fundirte en lo lejano con los faros,
soñando libertades imposibles.
Y sigo suponiendo
la voz de la poesía
donde antes pronunciabas
relatos de los barcos, como entonces;
palabras sobre lanchas, como entonces,
si quieres ser la tarde,
volar como la tarde,
perderte en lo lejano con los faros,
soñando libertades imposibles.
Y sigo replicando
a todos los pedreros
que mienten cuando dicen
que ya no los visitas, como siempre;
que ya no los frecuentas, como entonces,
si, alzando el alto vuelo,
te vas con la gaviota,
dejándote a la noche de los faros,
soñando libertades imposibles.
Y, libre de la herida
y de las puñaladas
que hienden esos males,
te miro volar alto, como siempre;
te siento volar lejos, como entonces,
mirando hacia el ocaso,
sabiendo en el ocaso
las luces de los faros en la noche
que sueñan libertades imposibles.
Y no he de despedirme,
me quedo con tu risa
y el eco de un relato
de aquellos días fríos, como siempre;
de aquellas tardes frías de domingo,
cantando los romances,
sabiendo sospechar, con cada faro,
que existen libertades imposibles...
2022 © José Ramón Muñiz Álvarez