miércoles, 15 de julio de 2015

Los cristales bellos de la helada




No es fácil alejarse del bucolismo bello que siente el alma triste entre las frondas, si mira, entre los árboles, las fuentes cristalinas y en ellas ve la vida de los bosques: es bello caminar esos caminos, perderse en el paisaje, deleitarse mirando los castaños y los robles que sufren el otoño en la vereda. Quizás el pensamiento parece derrumbarse por ese reino umbrío donde los cantos dulces de las aves parecen más hermosos y el aire de la brisa corre aprisa. Entonces el espíritu suspende sus miedos, sus tensiones y recuerda que el bosque, a media tarde, es la morada que ofrece reflexión al que la busca. Pues quiere el caminante paisajes donde pueda buscar, escudriñar en los misterios, saber de los enigmas que suelen fascinarnos y ofrecen soluciones tan difíciles, pues todo el mundo ignora si el destino nos mira y si la vida nos ofrece la suerte de un sentido, o si es acaso, la pura sinrazón para la nada.

El existencialismo ya quiso decir algo de todo lo que somos y soñamos, negando abiertamente las viejas ilusiones que traen supersticiones halagüeñas. Pero el camino ofrece sus ejemplos en el otoño cruel que ve el ocaso callado y colorido de las hojas que vuelven a ser barro por el suelo. Por eso he de deciros que en estas experiencias se encara uno valiente a su crepúsculo, que no es la voz callada del alma que suspira si ven llegar los bosques otras lluvias. También el hombre muere, también sufre las llagas del otoño, que se ceban en ese amor que siente por la vida, pues corre el tiempo siempre presuroso. Y, desde el alba misma, supone uno un destino, supone ese crepúsculo al que llega, con ánimo cansado, tal vez en la fatiga que vuelve más amarga la derrota. Y sirve poco entonces ese brillo, dichoso como el gesto alegre y cálido, de un niño que, burlón, quiere acercarse y hallar la luz del sol tras la ventana.

Por eso somos todos oscura metafísica que bulle, venenosa, en nuestra mente, diciendo la mentira que sabe consolarnos con ese mal febril de la esperanza. Tened otra esperanza al ver el tiempo, y hablad de la vejez de otra manera, pues tiempo y vida fluyen a un ocaso que no quiere más vida en sus adentros. Y el ángel filosófico que llega de la altura corona a tanto necio, a tanto imbécil, que puede uno sentirse milagro y santidad, un alma que bendice lo más alto. Y un alma que bendice lo más alto traiciona su verdad y las esencias que existen en su ser, en el dominio callado de su ser, cuando camina. Ya es vieja la metáfora: la vida se nos huye, quizás el tiempo corre en nuestra contra, que, ajándonos, matándonos, dejándonos perdidos es ese sueño triste de la nada. La muerte es lo más cierto que tenemos y nuestro amor febril hacia la vida, por eso quiero ser aurora bella, brillar con la alborada en las alturas.

Yo sé que, en esta vida, la voz de la esperanza, la voz de los temores que nos hieren, pudieron ser conciencia de un algo inasumible que pueden comprender al fin los vivos: la vida es la nostalgia que se siente cuando los años corren y se fugan, y un algo de nosotros con los años, un algo de nosotros que no es nada. Por eso el desaliento que gime en el barroco tendrá luz en mis versos, y, por eso, las voces del destino con ecos tan románticos serán anacronismo que predique, pues es este el desierto donde hacerlo, que el suelo de la vida es algo hermoso y es fértil su terreno para el sabio, si quiere pronunciar sus pensamientos. Y quiero ese papel que dice pregonero que nada hay más hermoso que la vida que corre a su destino, que pierde su momento, sus luces, las auroras de otras veces. Yo os digo que los brillos de la aurora nos quieren saludar con su optimismo, nos quieren regalar esa alegría que se hace imprescindible en esta ruta.

Pues esa metafísica que quiere la metáfora que explica la belleza del ocaso, sus brillos, sus dorados, sus luces, sus colores, es solamente un cuento, una mentira, la estafa que consuela a los más débiles que habrán, junto a los fuertes, de hallar ese descanso que quisieran dejar de lado los que peregrinan. Y el caso es que no somos sino esos peregrinos que buscan un albergue en que hospedarse, sabiendo que este mundo, la tierra en que transitan es el albergue nuestro en que vivimos. La fe nos da valor si es verdadera, que no la religión, la fe en la vida, la vida que se acaba, que se agota porque la senda muere sin saberlo. Con todo, si la vida se vive con conciencia, la vida es la conciencia de la muerte, mas no vale del desánimo por estos vericuetos que sigue la tristeza de uno mismo. La vida es la conciencia de la vida, la vida es la conciencia, mientras dura, de la aventura bella en que existimos en aras de la muerte inexorable.

Y es esta la verdad que anuncio con palabras al mundo, al hombre triste, a las mujeres que paren a la vida los frutos de una muerte que habrá de venir antes de que quieran. Mas hay algo en la vida que es hermoso, que bulle en la hermosura en esta vida, que alcanza a los espíritus sensibles y llena de poesía a los que sienten. Mas yo os diré que acaso la luz de la poesía subsiste a esas tormentas a deshora que vienen con violencia, como ráfagas de fuego que destruyen cada sueño. Y es eso lo que vale, a fin de cuentas, la luz de la poesía, de la aurora, si brilla de mañana y nuestros ojos la ven nacer lejana, pero dulce. Y, mientras respiremos el aire que el espacio nos quiere conceder en su baluarte, y el tiempo nos conceda los pasillos que llevan al castillo de su feudo, la imagen de los versos más hermosos será el claro regalo que nos llene de dicha en este mundo de tristezas que vive desolado y que se amarga.

Por eso es necesario, dejando atrás tristezas, salir por los caminos, sin apuro, mirando las estrellas que brillan en la noche, siguiendo las veredas de la zona. Después, llegará el alba, con sus brillos, las luces fascinantes, la sonrisa que dice sí a la vida, que la afirma, la pide con sus gritos y su fuerza. Pues es bella la luz que prende la mañana, dejando a sus corceles por los prados, paciendo con sosiego, mirando sierras bellas que duermen entre escarchas silenciosas. Acaso los cristales de la helada podrán romper la cárcel que los tiene sujetos, prisioneros de un capricho que sabe reflejar el nuevo día. Sabed que estos otoños que mueren lentamente son bellos ante el fuego de la aurora que deja sus colores en restos de la helada y en campos donde duermen viejas lluvias. La luz del sol nos toca con su aliento, nos muestra los colores de sus rosas, la imagen del jazmín que, blanco siempre, perfuma cada gota de rocío.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

martes, 7 de julio de 2015

Viento helado

Soneto I

              El viento helado que rozó el cabello,
Llenándolo de escarcha y de blancura,
No osó matar su hechizo, su ternura,
Sus luces, sus bellezas, su destello:

              Manchado de granizo fue más bello,
Más puro que la nieve cuando, pura,
Desciende de los cielos, de la altura,
Tan diáfano que el sol luce en su cuello.

              Hiriéronla los años, la carrera,
El rápido correr hacia el vacío,
Más no perdió la luz de su alegría.

              Sus risas, floración de primavera,
Fluyeron como, rápida en el río,
El agua en su correr, helada y fría.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros del alba"