lunes, 28 de diciembre de 2015

Fugacidad

José Ramón Muñiz Álvarez
DE LA FUGACIDAD DE LA EXISTENCIA
(Paisajes del invierno que se
extingue)
           Miró, tras el cristal de la ventana, la luz de las estrellas en la noche, dudosas, temblorosas, gemebundas. Febrero iba cobrando sus dominios, alzando sus castillos orgullosos, domando los paisajes con su paso. Los bosques, despojados del follaje, podrían ser abrazo de la muerte, mirados desde aquel segundo piso. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, los brillos de la escarcha y de la nieve que cubre, a su capricho, las malezas. Sus brillos, entre brumas y silencios, hallaron su color en cada brizna, como un palacio claro en la enriscada. Y, en esas sierras mágicas y jóvenes, las cumbres levantadas contra el aire, quebraron la grisalla de las nubes. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, las sábanas cansadas del sosiego que quiso allí el aliento de la noche: ni un ave se escuchó en las cordilleras, los bosques, los hayedos solitarios que esperan, en sus sueños melancólicos, sabiendo que los viejos azulones mudaron de lugar, y, en otros lagos, hallaron esa paz que les faltaba. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, paisajes siempre blancos y un espejo cuajado de pureza, limpio siempre. Y, dándole a los cielos el hachazo que suele, cuando besa el horizonte, mostró su cruel bostezo, su pereza, como un palacio gris e indiferente con la maldad hiriente del invierno, que agita, con orgullo, sus cuchillos.
           El resto era un murmullo incomprensible de brillos pronunciados por la aurora, que suele derramarse melancólica. Aquella luz, embuste de los ciegos, no hablaba al alma, no era del espíritu, como lo son los llantos del que gime. El viento, emperador de mil fronteras, gritaba su victoria en la penumbra de aquel amanecer febril e inútil. Muy pronto, los deshielos harán mella de la mansión febril y solitaria que habitan, apartados de la vida. Y no habrá más invierno ni más nieves en esos valles raros y quebradas que suelen contemplar desde la altura. La barra de algún bar y tres cervezas dijeron que se irían de la zona los besos de los hielos apagados. Lo cantan los arroyos, lo pregonan las voces de la gente en el mercado, lo gritan los más altos rascacielos, hasta esa soledad tan inhumana que se hizo diosa dulce e inalcanzable, mortal como el metal del arponero, la que hizo que nevase en los caminos que llevan a las cimas apartadas y al fondo de los mundos abisales. Pero él estaba triste, sin embargo, al ver tan desolada la arboleda, vencida como él mismo, por el tiempo: los años apretaban sus espaldas, su cuello, su cintura, sus rodillas, después de tantas sendas caminadas. Y recordó los años escolares, las clases de los viejos profesores que vio ejercer su oficio siendo un niño.
           Y fue su voluntad entretenerse, dejar de meditar sobre estas cosas, pues era dolorosa aquella idea: saberse viejo al fin, al fin rendido por esa certidumbre que se acerca sin forma ni color, amenazante. La muerte es en la vida lo más cierto, lo propio, ya llegado a unas edades, y todo ha de inclinarse hacia su ocaso. Por eso recordó, no cabe duda, los versos de un ingenio sevillano que fue tejiendo versos sobre el tema. Y el caso es que la silva de la rosa, prendida en su memoria desde antiguo, sonaba musical y hasta agradable. La flor nacía llena de alegría, sabiendo, sospechando su destino: apenas era un breve y veloz vuelo. Y él mismo, frágil ya como las flores que arranca el viento fuerte de diciembre, solía deleitarse en las lecturas. Amaba los sonetos y las silvas de clásicos del siglo diecisiete, quizás por ser también un pesimista. Quién no juzgó terrible que la muerte llegase alguna vez a liberarnos de esta prisión absurda que es la vida… Después volvió asomarse a la ventana de aquel baluarte altivo en los cordales, y echó a la brisa triste un breve guiño, como un balandro que arde entre las olas, después del abordaje del pirata que busca su tesoro en el Caribe, pidiendo la clemencia que suplican aquellos que, dejados al olvido, se hielan en la luz de sus mansiones.
           “Naciste ayer para morir temprana”, le oyó en una ocasión un joven Góngora, que hablaba de lo efímero de todo. Y recordó mil versos de Quevedo, filósofo al decir en mil sonetos que todo fin es algo inexorable. Y al viejo Calderón y lo engañoso que mezcla el sueño inane a la apariencia, fingiendo la ilusión el universo. Plasmar tanto saber en un soneto quizás era imposible, pues, ya viejo, tenía machacadas las neuronas. Si hubiese escrito alguno, imaginaba que habría de buscar la alegoría de aquel invierno suave pero trágico. Su vida era la angustia del invierno que, haciendo los ocasos evidentes, le hablaba de la muerte con murmullos. “Catorce versos dicen que es soneto”, le hubiera dicho Lope, que risueño, sabía de tristezas y amarguras. Pero él tuvo una vida más completa, quizás no más dichosa, pero osada: soldado y escritor, amante y cura. Y el tiempo de los grandes escritores quedaba ya muy lejos de nosotros, de nuestro siglo insípido y tan frívolo. Morir, no en vano, debe ser más fácil que estar envejeciendo cada día con este pensamiento de la muerte. Pero es inevitable pensar tanto, que no es sencillo hallar más distracciones para asumir las cosas innegables. Qué cómodo es dejar estos problemas y darse al alborozo y hasta el júbilo de ver que uno está vivo todavía.
        Él era un catedrático cualquiera, sabido en las cuestiones más librescas, la mente siempre llena de latines, la cita presta, si era su momento, mostrando su saber con dicción pulcra, que es lógico en ambientes académicos, lugar donde estas cosas impresionan, como impresiona el verbo más inútil si nace sentencioso de los sabios. Tras la jubilación pensó en mudarse, comprando aquella casa en una aldea lejana de las gentes de las urbes. Pensó en fray Luis, pero hizo mal negocio, pues esta soledad le consumía, mirándose alejado de los suyos. Y es cierto que él odiaba las ciudades que fueron escenario de su vida, los gritos, los bullicios y los ruidos. Atrás quedaban años de enseñanza, de muchos sacrificios dedicados al arte de escribir gruesos artículos. Y todos los dineros que guardaba quedaban para un muchachuelo sin vergüenza que nunca le hizo caso en ningún modo. Muy pocos, a su muerte acudirían a ver el funeral y a dar el pésame quién sabe a quién, no habiendo más familia.
           –Los hay que no se aguantan a sí mismos–, se confesaba a veces en el baño, mirándose al espejo, al afeitarse. Ya nada conseguía al apartarse de calles luminosas y de voces que no respetan nunca los horarios. Y es cierto que ya todo le causaba fastidio, aburrimiento y mil molestias, pues era de carácter muy difícil…
           Miró el cristal y vio tras la ventana la luz de la mañana que nacía, los brillos encendidos de la aurora. Los árboles desnudos del invierno lloraban sus lamentos elegiacos soñando con la nueva primavera. Entonces respiró profundamente, y, al ver el castañar aletargado, creyó que ya su espíritu era escarcha. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, los brillos de la escarcha y de la nieve que cubre, a su capricho, las malezas. Sus brillos, entre brumas y silencios, hallaron su color en cada brizna, como un palacio claro en la enriscada. Y, en esas sierras mágicas y jóvenes, las cumbres levantadas contra el aire, quebraron la grisalla de las nubes. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, las sábanas cansadas del sosiego que quiso allí el aliento de la noche: ni un ave se escuchó en las cordilleras, los bosques, los hayedos solitarios que esperan, en sus sueños melancólicos, sabiendo que los viejos azulones mudaron de lugar, y, en otros lagos, hallaron esa paz que les faltaba. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, paisajes siempre blancos y un espejo cuajado de pureza, limpio siempre. Y, dándole a los cielos el hachazo que suele, cuando besa el horizonte, mostró su cruel bostezo, su pereza, como un palacio gris e indiferente con la maldad hiriente del invierno, que agita, con orgullo, sus cuchillos.
           “De la fugacidad de la existencia”
            2012  José Ramón Muñiz Álvarez

viernes, 4 de diciembre de 2015

El Cuélebre de Pablo Queipo

El sol alumbra el mundo con sus llamas,
mostrando, con su ardor, sus altos bríos,
que eleva los más altos desafíos
filtrando sus colores por las ramas.

El Cuélebre retuerce sus escamas
igual que el agua fresca de los ríos,
si baña los callados señoríos
que saben de la siesta de las damas.

Y vuelven a ser bellos los salones
que sienten el sonido desatado,
lugares consagrados a la danza.

El genio toma ya los corazones,
la música es un áspid despiadado
y al débil corazón con fuerza alcanza.



 2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

No quiso mostrar clemencia


 “NO QUISO MOSTRAR CLEMENCIA

           No quiso mostrar clemencia
el destello en la mirada
de la dama más hermosa
que conoce la quebrada,
           porque, al verla el caballero,
sintió enmudecida el alma,
la razón de su despecho
y el desgarro de la helada,
           que, a costa de hallarla fría,
y a costa de ser bizarra,
no bastó con un saludo,
cuando quiso saludarla:
           -Díganlo bien vuestros ojos,
ya que son dos esmeraldas
que dan muerte a quien os mira,
puesto que estáis hechizada.

           Y, porque el buen caballero,
al bajar de su alazana,
dijo el amor en su pecho
a los colores del alba;
           y, porque, viendo sus luces
sobre las claras escarchas,
dijo en su pecho el veneno
a la mañana más clara;
           y, porque allí sus querellas,
con sus versos declaraba,
por entonar las endechas
que se fugan con sus lágrimas,
           oyó el bosque tales quejas,
entre lo dulces y amargas,
por donde corre el arroyo,
por donde suspira el agua.

           Y, porque siendo enojosa
como lo suelen las damas,
no quiso mostrar los verdes
de las claras esmeraldas;
           y, porque, con mucho brío,
supo mostrarse malvada,
no perdonando el amor
en quienes ya la idolatran;
           y, porque, con gran dureza,
clavar quiso la mirada
como quien hiere valiente
al atacar con la espada;
           oyó su dolor el bosque,
su queja desconsolada,
por donde los valles lloran,
por donde las brisas callan.

         Y oyendo el triste lamento
de los amores que alcanzan
a decir su desventura
y a gozar con publicarla;
         Y oyendo tantos dolores,
tantos males que se agarran
al pecho del dulce hidalgo
que sueña con conquistarla;
         Y viéndolo quejumbroso,
porque en sus quejas declara
los amores que lo hieren,
respóndele la muchacha:
         -No habrán de amaros mis ojos
por más que queráis su llama,
que no ha de alcanzar tal joya
ningún mortal, aunque osara.

         Y, pues cerca de la fuente,
montando blanca alazana,
cantó el triste caballero
sus tristes desesperanzas;
         y, pues, oyendo su canto,
se quejaba el agua clara
de la fuente, junto al río,
que sus penas contestaba;
         y, pues lo supo al momento
el claro color del alba,
porque el alba más hermosa
de mañana madrugaba,
        se oyó también al jilguero,
y se oyó como en la rama
contaba las desventuras
del caballero y la dama.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

Tomó la espada en su mano

           Tomó la espada en su mano,
que, al sacarla de la vaina,
brilló como puro acero
ante las luces del alba.
           Empuñar la espada supo,
que, viendo que la blandía,
en su acero ardió el destello
de los colores del día.
           Que, con mostrar gran arrojo,
sobre su yegua avanzaba,
pisando el granizo blanco
y las más claras escarchas.
           Que, al avanzar con apuro,
pues que a caballo venía,
no importó pisar el suelo
ni quebrar la nieve fría.
           Y dijo, lleno de furia,
a los vientos sus palabras,
que de su pecho a la boca
los arrojó con gran saña.
           Y escuchó su voz la aurora,
que las cosas que decía,
de los valles a los bosques
rauda arrastraba la brisa:
           -Pues pide el combate fiero
que acuda yo con mi espada,
un nombre gritaré terco,
diciendo: “viva mi amada”.
           Y, pues quiere el enemigo
que allá vaya con la vida,
al combate iré gritando:
“¡que viva la dama mía!”

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez


No fue generoso el cielo


NO FUE GENEROSO EL CIELO

           No fue generoso el cielo
ni el color de la mañana,
cuando el agua de la fuente
sus rigores reflejaba.
           Pero lo fueron las hojas
de los árboles que guardan
con sus follajes la sombra
que mantuvo fresca el agua.
           Y, porque va a recogerla
cada día la muchacha,
siempre que iba a la fuente,
las aguas frescas probaba.
           Y halló en ellas el consuelo
al calor de la mañana,
cuando no el del mediodía,
porque entonces más abrasa.

           -Nunca vi frente más bella,
nunca más clara mirada,
nunca un azul tan hermoso
entre las negras pestañas.
           Nunca vi tanta hermosura
en las mejillas rosadas
a costa de ser tan suaves
como los brillos del alba.
           Y, pues que nunca lo viera,
siente vencida ya el alma
la fuerza que alberga el pecho
debajo de la coraza.
           Que sois un ángel, señora,
para ser tan viva lanza,
la de un mortal enemigo
que me diera una estocada.

           -Vos, que sois un caballero,
respetaréis lo temprana
que es la edad en las mejillas
como en mi abuela las canas.
           Y, pues que sois hombre digno,
gente de nobleza rancia,
que así lo grita el escudo,
podréis respetar mi calma.
           Pues mirad que soy doncella,
aunque no sea una dama,
que un molino es mi palacio
bajo el cual se alegra el agua.
           Y que, si soy mujer pobre,
no dejo de ser honrada,
si bien no tengo riquezas
ni apariencia cortesana.

           -No penséis, señora mía,
que es mi intención amenaza
o que quiero haceros daño,
con alabar vuestra gracia.
           Y porque no quiera nunca
dañaros, señora, en nada,
dejadme que os acompañe
de regreso a vuestra casa.
           Y pensad que es lo prudente,
que no siempre la compaña
es buena, en aquestos pagos
para mujeres y damas.
           Pues que suele haber tunantes
que gustan de andar en danza,
y en yendo con vos, señora,
os protegerá mi espada.

           -Sabed vos, buen caballero,
que no habrán de hacerme falta
de tanta voz los halagos
y tanta mano las armas:
           Estos pagos me conocen,
y, al conocerme, las hadas,
los duendecillos y enanos
me tienen bien vigilada.
           Ellos, que ya me conocen,
custodiar saben la calma
de estos viejos castañares
por los que se fuga el agua.
           Y, pues ellos me protegen,
no hacéis falta vos en nada,
supuesto que puedo ir sola
cuando regreso a mi casa.

           Esto una niña le dijo
al que, guardando la espada,
echó sobre el suelo triste
la más mezquina mirada.
           Porque el alma dijo enferma,
con una voz embargada
que parecía la muerte,
si la brisa la llevaba.
           Y al seguir triste el camino
sobre la yegua alazana,
lanzó el joven un suspiro
que oyó el pájaro en las ramas.
           Y el ruiseñor, que es prudente,
cantaba aquella balada
que después hizo romance
el dulce correr del agua.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

Letra


 “QUISO LA ROSA CUAJADA

           Quiso la rosa cuajada
de su color y pureza
ver al alba la belleza
misteriosa de la helada.
Y, pues se supo arrojada
a perderse en el camino,
dijo, con melancolía,
ser un ser para el destino.
           Y no quiso la esperanza
dar descanso a sus razones,
pues con estas desazones,
triste la helada la alcanza.
Y, entendiendo esta mudanza,
al perderse en la maleza,
dijo, llena de penuria,
ser dolor en la tristeza.
           Pero el pétalo callado
del jazmín de la mañana
la helada supo temprana
y advertióse fatigado.
Y, al saberse condenado
a sufrir la misma suerte,
dijo, con honda tristeza,
ser un ser para la muerte.
           Así que, al estar rendido,
falto ya de toda fe,
no dijo ya su por qué
y declaróse rendido.
Y, pues lo supo vencido
a llegar, la brisa fría
dijo, con hondos pesares,
ser la rosa que moría.
           De modo que los jazmines,
como la rosa febril,
son, con nacer en abril,
tan extraños paladines.
Y la muerte, en los jardines,
al morir la madrugada,
dice, con graves dolores,
ser escarcha entre la nada.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

La princesa


HALLÓ EL DUQUE A LA PRINCESA

           Halló el duque a la princesa,
pisando la helada escarcha,
no muy lejos de la torre,
donde las damas estaban.
           -No habrá de sentir la dicha
quien hallare en la mirada
de vuestros ojos traidores
la esperanza de la nada.
           -Tampoco habrá de sentirla
la que hallare la palabra
que pronuncian, maliciosos,
vuestros labios en venganza.
           -Sabed que vuestra belleza
es el veneno que abrasa
con amor, si al amor hiere,
sin amor, si el amor mata.

           -Pues para ser tal veneno,
el que decís, sé que es daga
la lengua que en esa boca
con su dureza apuñala.
           -El fuego del amor quiere
que diga cosas que espantan
a las damas maliciosas
que me enamoran y engañan.
           -Paso a paso, joven duque,
que esa actitud es bizarra
en quien no acude al combate
y lucha con una dama.
           -Si por el amor no fuese,
ya entraría en la batalla,
donde la muerte no importa
supuesto que no se ama.

           -Pues ya que sois tan osado,
desenvainad ya la espada,
matad al amor con ella
y partid hacia otra patria.
           -Si el amor es carcelero
nunca quiera que me vaya,
pues nunca querrá que pierda
encontrar de vos la gracia.
           -La gracia nunca, que quiero
no ser falsa en la palabra
cuando os digo que mi pecho
vuestros amores rechazan.
           Esto pronunció la boca
de la princesa, que, osada,
al duque, con voz cortante,
le dirigió sus palabras.


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

No muy lejos de la villa


 “No muy lejos de la villa

           No muy lejos de la villa,
halló, al despuntar el alba,
el paladín a la niña,
que ante la fuente lloraba.
           Y allí, con melancolía,
al correr de la mañana,
también escuchó la brisa
esas lágrimas cansadas.
           Y por amores corrían,
y por amores volaban
de los ojos de la niña
a las transparentes aguas.
           Y pues la razón decía
y sus motivos cantaba,
sus estribillos seguía
quien las letras apenadas.

           Y el paladín y la brisa,
cuando supieron la causa,
por consolar sus desdichas,
le dicen estas palabras:
           -Muy malos son, si se fían
las inocentes  muchachas,
los amores cuya guía
las hace llorar mil lágrimas.
           Y porque es cruel la osadía
de quien gusta de engañarlas,
querré vengar la mentira
que a vuestros ojos agravian.
           Mas respondió la chiquilla
(que era solo una muchacha),
que nunca el amor pedía
saciarse con la venganza.

           Y, acercándola a la villa,
sobre su negra alazana,
el paladín la tenía,
el paladín la acercaba.
           Y la gente que solía
verla partir, de mañana,
a por agua, le decía:
“Vas hoy en buena compaña”.
           Y, en viéndola de esta guisa
quien sus lágrimas causaba,
los celos sintió, que ardían
en su pecho y su garganta:
           -¡Dios santo, por qué hablaría
de querer de mí apartarla,
siendo la bella chiquilla
una tan dulce muchacha!


2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

Für professor Erich Schagerl


Soneto a Viena

El cielo es siempre puro en el verano
en esta Viena hermosa que visito,
y el hielo se adivina de granito
en un invierno gris pero lejano.
La escarcha tomará ese suelo llano,
el viento que se lanza con su grito,
la lluvia repentina en un escrito
que versa de este tiempo más lozano.
No habrán de derrotarla las nevadas,
pues es ciudad que vive del hechizo,
del arte de la música más pura…
Y vientos que sugieren las heladas
y tiempos para el llanto y el granizo
no habrán de arrebatar esa hermosura.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez



Soneto a Viena

Sospecha de un septiembre, pero esquiva,
la brisa alcanza el suelo, los cristales,
la imagen de barrocos ventanales
que la hacen decadente, pero altiva.
La Viena de otros siglos sigue viva
entre esas hojarascas imperiales
que saben de calores estivales,
si van, como un otoño, a la deriva.
El sol se pierde y todo es oro viejo
que busca el sueño, el eco y el reposo
en una noche bella y estrellada.
Y siguen reflejando con su espejo
las aguas del estanque silencioso
la iglesia de San Carlos, su fachada.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez


Doña Aldonza


José Ramón Muñiz Álvarez
“La maldad de doña Aldonza” o “el dolor de don Hernando”
(breve dramatización en
verso)

DON HERNANDO-. Sabed, señora, que el día
no muestra su claridad
para encontrar la verdad,
sino vuestra bizarría.
DOÑA ALDONZA-. No mostráis gran cortesía
con las damas, según  veo,
pues sabed que, a lo que creo,
no es digno hablar de ese modo.
DON HERNANDO-. Señora, sabed que en todo
manifiesto mi deseo.

Y es mi deseo decir
que hay gran bizarría en vos.
DOÑA ALDONZA-. Bizarra me quiso Dios
para poder repetir
que os acabo de decir
que no sois hombre cortés.
DON HERNANDO-. Diré bizarro, después,
que sois mujer de hermosura,
mas diré vuestra bravura
de la cabeza a los pies.

DOÑA ALDONZA-. Pues ya que sois esmerado
para tales gallardías,
hablando de bizarrías,
os quedáis acobardado.
DON HERNANDO-. Obedezco yo al mandado
que dicta que un caballero
se muestre siempre primero
prudente, que es buen hacer.
DOÑA ALDONZA-. Decid vos, pues soy mujer,
si eso está escrito en un fuero.

Mas sé yo, señor, que vos,
queréis acaso engañarme.
DON HERNANDO-. No habré de precipitarme
con ello aunque quiera Dios,
pero sabemos los dos
que nadie os ha de engañar.
DOÑA ALDONZA-. Para quien sabe lidiar
con la palabra en la boca,
mentir bien a vos os toca,
si acaso sabéis luchar.

DON HERNANDO-. Pues que sois tan atrevida,
quiero rendirme a los pies
de quien me quiere cortés
y amoldado a su medida.
DOÑA ALDONZA-. No está la ocasión perdida,
por vencer se os advierte
deseoso, que sois fuerte,
como nunca fue ninguno.
DON HERNANDO-. Me parece inoportuno
que penséis vos de esa suerte.

Mas, estando de esta guisa,
buena cosa debe ser.
DOÑA ALDONZA-. Abusáis de una mujer
al mostrar enorme prisa,
que, si mudáis la camisa,
más el ingenio mudáis.
DON HERNANDO-. Es preciso que digáis
la razón que os ha traído,
si no es hallarme vencido,
pues vencido me encontráis.

DOÑA ALDONZA-. Vencido vos no lo creo,
que sois hombre de saber,
y puede el ingenio hacer
lo que pida su deseo.
DON HERNANDO-. Es mi cabeza trofeo
del amor que aquí me niega
la que de sí me despega
con esa dureza cruel.
DOÑA ALDONZA-. Callad, que infeliz de aquel,
que miente ya, según llega.

El caso es que la mentira
se hace bella en vuestro amor.
DON HERNANDO-. Si no sé mentir mejor,
quizás este que suspira
pueda decir que respira
por el amor consagrado.
DOÑA ALDONZA-. Tened, amigo, cuidado
con eso que me decís,
porque mentir que mentís
es un mentir redoblado.

DON HERNANDO-. Pues os diré la razón
que me trajo a vuestra casa,
mientras el tiempo se pasa
en vuestra grata mansión,
DOÑA ALDONZA-. Decidlo sin dilación
y este discurso acabad,
que entre mentira y verdad,
siempre es bien acabar antes.
DON HERNANDO-. Del sol los altos brillantes
os dan ya su claridad:

he de decirme en amores
por vuestra clara belleza.
DOÑA ALDONZA-. Ya vuestra lengua tropieza,
porque son pocos favores
los que espera el que en amores
fía su suerte y su fe.
DON HERNANDO-. Bueno, el caso es que os diré
que el amor es duro lance
y que he compuesto un romance
que al cabo os recitaré.

DOÑA ALDONZA-. Un romance es poca cosa
para ganar un amor,
que no suele el trovador
dar la joya más valiosa.
DON HERNANDO-. Puede ser apetitosa,
si lo quiere el pensamiento,
que yo por amores siento
un amor nunca sentido.
DOÑA ALDONZA-. Pues, con veros encendido,
de escucharos me arrepiento:

qué curiosa sinrazón
la de quien viene con esto.
DON HERNANDO-. Sabed, señora, que apuesto
mi vida y mi corazón
a que vuestra devoción
cede, si escucha mi canto.
DOÑA ALDONZA-. Atacáis con el encanto
del ingenio que me mata,
pero es algo que desata
mi desdén y mi atraganto.

DON HERNANDO-. Malhaya, que, desdichado,
triste y solo me he de ver,
dejado de mi señora,
pues que en ella está mi bien.
Y que la quiero amoroso,
que la quise defender
y la vida hubiera dado,
y hubiera dado mi fe.
Sino que siento la pena
que desgraciado me ve,

cuando en ella voy pensando
a lomos de mi corcel.
Que a lomos voy pensativo
recordando su desdén,
la belleza de sus ojos,
la grandeza de su ser.
Y, pues que penando vivo,
si acaso es penar vivir,
triste estoy si voy a caza,
por mis penas sacudir.

Y, pues así las sacudo,
digo en voz baja, ay de mí,
mil versos a mi señora,
pues es dulce y es gentil.
Que, pues ella no me mira,
poco queda que decir
de los amores que siento,
que en hora mala la vi.
Pues vivo en amor cautivo,
preso estoy en el abril

de su mirar caprichoso,
que es el principio y el fin.
Y, pues entre llantos tristes
podéis ver que de amor muero,
sabed que os dejo en herencia
la tristeza de mi ejemplo.
Que es el ejemplo albacea
de este necio pensamiento,
un amor en que me agoto
por daros mejor consejo.

Aprended en mi fatiga
lo que sufre un prisionero,
si el amor a sus grilletes
se empeña en tenerlo preso.
Y haced caso a vuestro juicio,
que, olvidando el amor fiero,
sabrá vencer, si es que puede,
las locuras de su empeño.
Estas palabras le oyeron,
con la primera del día,

a don Hernando, vencido,
por amores que sentía.
Estas palabras le oyeron,
puesto que el alma cautiva,
queriendo volar, fue libre,
viendo que se consumía.
Y, pues estas cosas dijo,
a la dama que lo hería
le cantaron los jilgueros,
aquella mañana fría:

-Tenéis corazón de hielo
-parece que le decían-,
que se muere don Hernando,
lleno de melancolía.
Tenéis corazón tan duro,
señora, tan vil y cruel,
que se muere don Hernando,
que cabalga en su corcel.
Y, pues la dama orgullosa
quiso, mostrando su hiel,

que el caballero muriera,
entregó el conde su fe,
su aliento dio a la mañana
y quiso volar con él
a las alturas del cielo,
huyendo al alba también.
Queda sola la doncella,
que doña Aldonza os diré
que fue la ingrata y dio muerte
con el puñal del desdén.

DOÑA ALDONZA-. Pues sois, señor, tan artero,
permitid que os felicite,
que es menester que os invite
a debatir, como quiero.
DON HERNANDO-. Si sabéis que de amor muero,
como canta este romance,
entenderéis que me alcance
este dolor singular.
DOÑA ALDONZA-. Sois trovador y juglar
contando un extraño lance.

El caso es que han de morir
esos sueños delirantes.
DON HERNANDO-. Vivirán unos instantes,
pues es preciso vivir,
que respetar el sentir
del amor es lo prudente.
DOÑA ALDONZA-. Será mi desdén doliente,
que todo es decir verdad,
para tanta necedad
que contáis tan sabiamente.

DON HERNANDO-. Dejad, señora, el relato
como lo que es tontería,
pues quiso la pluma mía
llevarse de su arrebato.
DOÑA ALDONZA-. Pues es perder el recato
decir tal, y es que imagino
que seguís raro camino
cuando sois tan insistente.
DON HERNANDO-. Seréis, señora, consciente
de que estoy en desatino.

Algo se está apresurando
en esta torpe cabeza.
DOÑA ALDONZA-. No penséis que con dureza
quiero trataros, Hernando,
mas os estoy escuchando
y sé que queréis burlar.
DON HERNANDO-. Decir eso es acabar
con todas mis esperanzas,
que vuestras tristes venganzas
fundís en mi sin cesar.

DOÑA ALDONZA-. Sabed que el amor es cosa
que llega, como la muerte,
callada, que no se advierte
y que es harto dolorosa.
DON HERNANDO-. ¿No he de amaros? Sois preciosa,
porque cada vez que os miro,
de amor siento que deliro
y que flaquea la fe.
DOÑA ALDONZA-. Amigo, según yo sé,
pierdo el aire que respiro.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez

 “El crepúsculo doliente

Y no se dio al desaliento,
que, si he decir verdad,
fue, ante la dificultad,
más arrojado que el viento.
Y el aire lo vio violento
y las estrellas vehemente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente

Y quiso seguir camino,
tras una larga andadura,
como quien va a la aventura,
en su yegua peregrino.
Y, buscando su destino,
hubo de ser insistente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente.

Y cruzó montes y valles,
que fueron valles y montes,
alejados horizontes
y ciudades y sus calles.
Y, después de tantos valles,
los mares y su corriente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente.

Y por fin halló el castillo
alejado de la amada,
que, cuajado por la helada,
mostraba su claro brillo.
Y, con su paso sencillo,
avanzó donde la fuente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente.

Y todo envuelto en el hielo
y por la nieve cuajado
mostraba el color helado
de su triste desconsuelo.
Y, tendida sobre el suelo,
vio a la amada, dulcemente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente.

Y, con callada tristeza,
quiso tomarla en sus brazos
con delicados abrazos,
respetando su pureza.
Pero era tal la dureza
de aquella vida ya ausente,
que quiso seguir, valiente,
buscando, con osadía,
el lugar donde moría
el crepúsculo doliente.

2015 © José Ramón Muñiz Álvarez