sábado, 21 de julio de 2012

WIENER PHILHARMONIKER

     El brillo del color de la alborada,
nacido entre las sombras y los hielos,
dibuja, con los suaves violonchelos,
la cuerda del violín alborotada.
      La música se eleva a su morada,
ligera como el aire, hacia los cielos,
y sienten su caricia los deshielos,
anuncio del final de la invernada.
      Y un halo de virtud teje, dichoso,
y afina, matemático, el talento
en el tapiz del arte, cuando suena:
      El beso de la música es hermoso
y el alma lleva al alto firmamento
la Orquesta Filarmónica de Viena.

2012 © José Ramón Muñiz Álvarez

viernes, 20 de julio de 2012

EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA

Para María Dolores Menéndez López

          Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.
          El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
          De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
          Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.
          No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.
          Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.
          La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.
          El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.
          No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.
          Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.
          Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.
          En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.
          Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia. Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.
          Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.
          Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.
          El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos de la zona recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
          Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
          El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.


2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
"EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA”
Todos los derechos reservados

LOS ARQUEROS DEL ALBA

Para María Dolores Menéndez López
 
Soneto I
 
        El viento helado que rozó el cabello,
Llenándolo de escarcha y de blancura,
No osó matar su hechizo, su ternura,
Sus luces, sus bellezas, su destello:
        Manchado de granizo fue más bello,
Más puro que la nieve cuando, pura,
Desciende de los cielos, de la altura,
Tan diáfano que el sol luce en su cuello.
        Hiriéronla los años, la carrera,
El rápido correr hacia el vacío,
Más no perdió la luz de su alegría.
        Sus risas, floración de primavera,
Fluyeron como, rápida en el río,
El agua en su correr, helada y fría.
 
Soneto II
 
        Un ángel vi de niño en la mirada
De aquella anciana dulce y cariñosa,
Más bella que la aurora perezosa
Cuando apagó su voz de madrugada.
        En su cabello blanco la nevada
Hirió el color luciente de la rosa,
Y el pardo de sus ojos hizo hermosa
De su mirar la luz, alma hechizada.
        De niño vi en su rostro la dulzura
De aquella vieja a la que, agradecido,
Besaba con amor en la mejilla.
        Su voz hablaba llena de ternura,
Amable siempre, en tono suspendido,
Mostrando, con amor, su alma sencilla.
 
Soneto III
 
        La orilla alborotó un mar coralino
Y el cielo asaltó, puro y despejado,
Aquel caballo raudo que, embrujado,
Pincel se hizo del aire cristalino.
        Y hallaste, al avanzar en el camino,
Crepúsculos sin voz, un mar dorado,
Y pudo descansar, ya fatigado,
Tu aliento, firme ayer, hoy peregrino.
        La noche vino larga y duradera
Con el amanecer, robando el día,
Su luz, su brillo, toda la hermosura:
        Mi pecho será luz, y, dondequiera,
Habrá de iluminarte cuando, fría,
Te aceche, sin pudor, la noche oscura.
 
Soneto IV
 
        No oiréis correr de nuevo el arroyuelo
Que, alegre, se lanzaba a su caída,
Ni al dulce ruiseñor, cuya venida
La bóveda alumbró del alto cielo.
        Dolores era hermosa como el vuelo
Que alcanza las antorchas de la vida,
Luciente como el alba que, encendida,
Cuajaba en sus cabellos el deshielo.
       Mi espíritu poblaron las malezas
Dejándome en las sombras misteriosas
Que llenan hoy mis versos de tristezas.
       Sus ojos son estrellas luminosas,
Sus luces, altas torres, fortalezas,
Alegres sus sonrisas perezosas
 
Soneto V
 
       A cambio de tus besos silenciosos
Un reino he de entregar, tierra olvidada,
Aire sin voz, llegando a la morada
De todos los misterios y reposos.
       Los guiños de tus ojos cariñosos
Allí me encontrarán, alma cansada,
Lleno de amor, de entrega fatigada
De anhelos y de esfuerzos dolorosos.
       Habré llegado a ti desde la vida
Para volverte vida entre mis brazos,
Y habremos de emprender el largo viaje.
       Del sueño volverás del que, dormida,
Pretenden despertarte mis abrazos,
Que abrieron a tu amor tanto coraje.
 
La aurora de la muerte
 
       Los prados humedecidos
Que, besados por la helada,
Con la misma madrugada
Yacían adormecidos,
Escucharon los gemidos
Llegados del firmamento,
Que, rozados del aliento
De la aurora blanquecina,
Apartaron la neblina,
Densa en las alas del viento.
       Y aquella mancha de plata
Que el sol trajo en su carruaje
Iluminaba el paisaje,
Mezclando al blanco escarlata,
Que, aunque tímida, sensata,
De agotarse temerosa,
Rasgó la caricia hermosa
Al rayar en la mañana,
Como caricia temprana,
Llena de luz, olorosa.
       El arroyo, sin apuro,
Aún su cauce empobrecido,
Murmuraba su sonido
Al cruzar el valle oscuro,
Siguiendo el curso seguro
Que, en su descenso tranquilo,
Avanzaba con sigilo
Entre las cómplices sombras,
Regando secas alfombras,
Buscando mayor asilo.
       De las aguas transparentes,
Su curso lento, sencillo,
Se saciaba el cervatillo
Que bebió de las corrientes,
Reflejándose en las fuentes
Donde las juncias brotaban,
Y en las alturas hallaban
La copia de su hermosura,
El sosiego y la frescura
En las nubes que flotaban.
       Y entonces te despertaron
De aquel sueño perezoso,
Con el beso más gozoso
Que jamás imaginaron,
Los colores que llegaron
A las alturas de un cielo
Que alcanzaste, alzando el vuelo,
Al nacer de la mañana,
Donde la llama temprana
La escarcha halló sobre el suelo.
 
Soneto VI
 
       Heraldo de bondad fue su semblante,
Más puro que la luz de la alborada,
La gracia de su rostro, la mirada,
Sincera siempre, bella a cada instante.
       En ella la ternura era constante,
Más clara que el granizo y la nevada,
Hermosa como el sol, jamás nublada
La frente cuyo rostro hizo brillante.
       Más pura fue su piel que la azucena
Que brota en primavera por los prados,
Más cándida y más bella, siempre buena.
       Recuerdo que sus párpados cansados
Tendían a cerrarse, aunque sin pena,
Buscando sueños siempre reposados.
 
Soneto VII
 
       Un mar navegarás donde, brumosos,
Negando al sol la luz, llama escarlata,
Los vientos, sombra gris, noche insensata,
El cielo cerrarán avariciosos.
       Después de los umbrales cavernosos
Del sueño que en la noche se dilata,
Tus ojos se abrirán, perla de plata,
Buscando los paisajes luminosos.
       Y todo mostrará su luz dorada,
El cielo, el sol, el mar y las orillas,
Para escuchar tu voz, ayer callada.
       Risueñas nuevamente tus mejillas
La brisa sentirán más que hechizada,
La leña dando al alba y sus astillas.
 
Soneto VIII
 
       El despertar más dulce y placentero
Cubrió su rostro cuando, de mañana,
Cruzaba, aventurero, su ventana
El sol del mediodía pendenciero.
       Robábale los sueños su lucero,
Valiente y atrevido, pues, lozana,
La luz la despertaba, con desgana,
Besándola, al llevarle aquel platero.
       Después iluminaba el cuarto oscuro
Corriendo la cortina, que, luciente,
Dejaba gala al oro y su belleza.
       Alzábase del lecho y, sin apuro,
Serenos, de su boca, lentamente,
Brotaban los bostezos con pereza
 
Soneto IX
 
       Dejaste transcurrir la hora temprana,
Palacio que en el sueño se escondía,
Y vio volar la luz la brisa fría,
Después de bien corrida la mañana.
       Manchada por la luz, halló lozana
La risa que en tu rostro se encendía,
Tan clara como el sol al mediodía,
Que el cielo hizo del aire soberana.
         Montó, en un cielo lleno de belleza,
La noche su corcel de madrugada,
Las crines sujetando con firmeza.
       Mas no encontró más luz en tu mirada
Que aquel amanecer vuelto en tristeza,
Que el prado halló cubierto por la helada.
 
Soneto X
 
       No vueles, ruiseñor, hacia los cielos
Que se hacen más azules en verano,
Ni escapes, golondrina, de mi mano,
Llevada por la brisa y sus desvelos.
       No corras, herrerillo, aunque tus vuelos
Te dejen alcanzar lo más lejano,
Ni escales, carbonero, el aire en vano
De donde caen las nieves y los hielos.
       No partas, ave blanca, si tu nido
Lo tienes junto a mí, donde la tierra
Se alegra de tu voz y tu sonido.
       Amor serán los bosques y la sierra,
Los árboles y el prado que, dormido,
Se olvida de la helada que lo encierra.
 
El alba despertaba
 
       El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
Corrieron lentamente a las alturas
Las llamas de aquel sol que se encendía
Con paso lento, débil y cansado,
Al tiempo que los mares,
Rozados por la brisa,
Dejaban que las olas se escapasen
Como un caballo blanco por la sierra.
       El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
Temblaron los rosales que la escarcha
Rasgaba sin pudor, cuando, inclemente,
Su hielo sobre el pétalo, lo hería
Con un cuchillo fino,
Acaso cristalino,
Veloz, cada mañana de diciembre,
Como un caballo blanco por la sierra.
       El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
De nuevo salpicaron los arroyos
Los prados, las orillas, los alisos
Desnudos de las hojas de sus ramas
Que, en tardes otoñales,
Perdieron sin remedio,
Llevándolas las brisas invisibles
Como un caballo blanco por la sierra.
       El alba despertaba
Sobre las sombras tristes,
Y, oyendo su bostezo,
La luna y las estrellas retiraron
Su luz hermosa, débil y cansada,
Al tiempo que la noche se escondía,
Volando hacia otros reinos,
Fugaz como las horas
Que corren como el viento, como el aire,
Como un caballo blanco por la sierra.
 
Soneto XI
 
       La luz sobre las sombras se deshizo
Un viernes de noviembre donde, bella,
En el fogón ardía una centella
Que alzó la magia rara del hechizo.
       La lluvia dejó paso al invernizo
Susurro de los vientos, su querella,
Cansados de quejarse, pues aquella
Más dura sonó en boca del granizo.
       Las lluvias y los vientos sacudieron
Con toda su dureza los tejados,
Luciendo, firmes, su perseverancia.
      Las brasas, sin embargo, resistieron
A los chubascos, viendo preparados
Viruta, carbón, leña en abundancia.
 
Soneto XII
 
       Sus manos delicadas, temblorosas,
Ya débiles, estaban siempre frías,
Mas no sus ojos, cuyas alegrías
Lucieron en el fuego de dos rosas.
       Sus piernas caminaban temerosas
De algún tropiezo, pero ciertos días
Andaba con soltura si, en las mías,
Sus manos se apoyaban jubilosas.
       Y, júbilo febril, me dio el hechizo
Que pueden dar los ángeles del cielo,
Hasta que su sonrisa se deshizo.
       La luz del sol cortaba el blanco hielo
Que el prado hirió, con nieves y granizo,
Pincel de la mañana sobre el suelo.
 
Soneto XIII
 
       El sol buscó un crepúsculo callado
Detrás de las montañas y cordales,
Las luces, las estrellas celestiales
Que al orto dan, desde su principado.
       El oro fue en los mares reflejado
Y el vuelo alzaste, yendo a los cristales,
Del alba, cuyos brillos celestiales
Ardieron en un cielo despejado.
       El árbol deshojado de tu risa
Las noches desnudaron sin apuro,
Las horas, las auroras y la brisa.
       Desnuda pudo verte el aire puro,
Errante voladora tu sonrisa
Donde cayó, a la noche, un sol oscuro.
 
El brillo incandescente
 
       Dejad que nazca,
En la lejanía,
El brillo incandescente
Que llena de colores las alturas,
Y que, rompiendo las sombras,
Corran los campos azulados del firmamento,
Siempre a sus anchas,
Los corceles de la mañana.
       Mas no venga la muerte en su galope.
       Corriente sobre corriente,
Abrazarán las aguas de los mares.
       Corriente sobre corriente,
Las de los lagos y arroyos.
       Corriente sobre corriente,
Las de los montes, las de los valles.
       Y, pronunciando su claridad atrevida,
Arrancarán la noche de un zarpazo,
Hiriendo el cielo con sus relinchos,
Con su alegría repentina,
Llenando de bullicio
Las horas que se desperezan.
       Mas no venga la muerte en su galope.
       Corriente sobre corriente,
Alcanzarán los reinos que bostezan,
Los de las sierras dormidas,
Los del estanque, los de las playas.
       Y, pronunciando su claridad atrevida,
Derrotarán las huestes de la noche,
Borrando, a su paso, las estrellas,
Dejando al aire las crines
Lucientes como el oro
Que vuelve a despertarnos.
       Mas no venga la muerte en su galope.
       Dejad que nazca,
En la lejanía,
El brillo incandescente
Que llena de colores las alturas,
Y que, rompiendo las sombras,
Corran los campos azulados del firmamento,
Siempre a sus anchas,
Los corceles de la mañana.
 
Soneto XIV
 
       La sombra que borró su rostro bello
Volviéndolo cenizas en la nada
Negar quiere mi voz, cuando, callada,
Se rinde al alumbrarla en un destello.
       La nieve que fue antorcha en su cabello
Haciéndolo más claro, a la alborada,
Recuerdo pudo ser, donde, apagada,
Revive, al recordarla en todo aquello.
       Hirió su voz sin lucha el sinsentido
Que arranca de los pechos el aliento
Que ceden, quejumbrosos, su sonido.
       La muerte arrebató su sentimiento,
Y el hielo sus rosales hizo olvido,
Hiriéndola con fuerza el raudo viento.
 
Soneto XV
 
       Prendieron las antorchas su belleza,
Las luces, el color y la hermosura,
Las llamas de una súbita ternura
Que ardió sobre su frágil fortaleza.
       Voló un suspiro al aire y, sin torpeza,
Cruzó el silencio triste, y su figura,
Serena, fue buscando otra postura,
Librando en su bostezo la pereza.
       Sus ojos se entreabrieron y miraron
Con dulce claridad, nunca con prisa,
Gozando de la siesta y su reposo.
       Las llamas de una estrella dibujaron
La bella mariposa de su risa
En su semblante dulce y cariñoso.
 
2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros del alba"
Todos los derechos reservados por el autor.

LOS ARQUEROS DEL ALBA (II)


Para María de los Dolores Menéndez López
 
Soneto XVI
 
       La espuma que rizaba tu cabeza
Manchaba los cabellos blanquecinos,
Hermosos como mares coralinos
Que dejan en la costa su pereza.
       Tu rostro fue bandera de nobleza,
Los ojos vivarachos, peregrinos,
Atentos a los brillos cristalinos
Del aire que enseñaba su pureza.
       Halló en tu pecho un rico posadero
La luz de tu cariño y tu ternura,
Nacida de tu voz, raro lucero.
       Jamás bebió tu voz de la amargura
Ni el brillo ardió en tus ojos sin esmero,
Mas tu cabello heló la nieve pura.
 
Soneto XVII
 
       De nuevo alejará las sombras muertas
La alcoba de la noche mortecina,
Las sábanas oscuras, la cortina
Que ve las horas tristes y desiertas.
       Las luces de otro sol verán abiertas
Los pórticos que aún cubre la neblina,
Y lenta, temerosa, peregrina,
La aurora cruzará sus anchas puertas.
       Un cielo despejado traerá el día
Por donde vuela libre el aire sano,
Extraño mensajero de alegría.
      Vendrá la luz del reino más lejano,
Más no te encontrará en la brisa fría
Ni el sol verá el bostezo más temprano.
 
Soneto XVIII
 
       No escondas la mirada luminosa
Que alcanza, vivaracha, la alegría,
Que el brillo que se enciende cada día
Envidia tu alborada generosa.
      Enséñanos tus ojos y, graciosa,
Irrádianos de luz donde, sombría,
Renace con tristeza, helada y fría,
La aurora que despierta perezosa.
       Y muéstrate feliz, que tu sonrisa
Compite con la luz de las estrellas
Que guarda el cielo al alba siempre aprisa.
       No escondas tus miradas si son bellas,
Enséñanos tu luz clara, imprecisa,
Y olvida, si las tienes, las querellas.
 
La lluvia de diciembre
 
       Mirad, tras los cristales,
La lluvia de diciembre,
Que vuelve, sin apuro,
Manchando las mañanas,
Las tardes y las noches con su beso
Amargo, silencioso y peregrino,
Sereno y apagado
Como una pincelada que las sombras
Dejaron en un lienzo
Callado como el sueño del arroyo.
       Mirad, tras los cristales,
La lluvia de diciembre,
Que vuelve, sin apuro,
Dejando atrás el brillo
Del fuego del crepúsculo temprano,
Sereno, resignado, sentencioso,
Cansado de agotarse,
Ahogado entre las trenzas de la noche,
Cuyas estrellas saben
Del curso rumoroso del arroyo.
       Mirad, tras los cristales,
La lluvia de diciembre,
Que vuelve, sin apuro,
Los recuerdos tristes
De cómo la sonrisa de la abuela
Se fue apagando, casi sin saberlo,
Porque la edad la pudo,
Porque los años fatigosos derrotaron
Su vida malherida
Por el cansancio amargo del camino.
 
Soneto XIX
 
       Existe un sueño intenso y tan profundo
Que sueña en él aquel que, adormecido,
Sumerge su conciencia y, abatido,
Exhala su suspiro más rotundo.
      El cielo alcanzó el oro en un segundo,
Un reino de colores que, encendido,
De músicas se llena y de sonido,
El ánimo mudando en vagabundo.
       Allí reposas hoy, triste el aliento,
La vida y la esperanza en lo lejano,
También la luz, el oro ceniciento.
       Dejando sólo un eco del verano,
Cayó del árbol, al correr del viento,
El fruto generoso del manzano.
 
Soneto XX
 
       Fue el fruto silencioso del manzano
De aquel color, al tiempo que dormía,
La luz que despertó la brisa fría
De aquel diciembre gris pero lozano.
       La luz del sol nacía en lo lejano
Y el verde de los mares presumía
De verse tan hermoso, pues el día,
Madrugador, alzóse aún más temprano.
       La lumbre se apagaba en tu mirada,
Rendida ya a la sombra, que, al acecho,
Borrar quiso su hoguera resignada.
       Así calló tu voz, cedió tu pecho,
Dejó de respirar y, derrotada,
Un féretro de rosas fue tu lecho.
 
Cruza las nubes valiente
 
       Vuela, mi amor, a la altura
Y conquista el ancho cielo,
Que, alcanzado de tu vuelo,
Se rendirá a tu hermosura.
Abre las alas y apura
La brevedad de tu viaje.
No temas, ve con coraje
Donde habitan las estrellas,
Brillos vagos y centellas
Que alumbran hoy el paisaje.
       Cruza las nubes, valiente,
Y, en las lejanas mansiones,
Corona sus torreones,
Vuelve estandarte tu frente.
Antes que verte doliente,
Álzate, bella, en el viento.
Se llama en el firmamento
Y en el aire primavera,
Aunque diciembre quisiera
Quebrar tu voz y tu aliento.
       No te apartes del camino
Cuando vayas a la altura,
Mientras, lleno de amargura,
Ves nuestro llanto vecino.
En el aire peregrino
Serás un gorrión pequeño.
Regálate, pues, al sueño,
Cuando, gala a tu belleza,
Quiere ser oro y pureza,
El sol que tomas por dueño.
 
Soneto XXI
 
       Rindió el bastión sus torres y su muro,
Sus piedras y su fuerza, y, generoso,
El cielo se hizo claro y espacioso,
Soltando sus corceles sin apuro.
       La sombra desmintió su velo oscuro
Dejando que bullera, luminoso,
Un sol febril, acaso temeroso
Del hielo de la noche, el aire puro.
       El mar halló el pincel que, con el día,
Manchaba con sus fuegos el paisaje,
Llenándolos de luz y de belleza.
       Cansada de esperar, tu voz dormía,
El alma presta, lista para el viaje,
Helado el pecho, viva la tristeza
 
Soneto XXII
 
       Recuerdo tu mirar, que, perezoso,
A veces quejumbroso de la vida,
Los párpados cerraba, si, dormida,
Buscabas un descanso más gozoso.
       Sentada en la butaca, con reposo,
Solías ver las horas, su partida,
Corriendo a la aventura, y, aburrida,
Salvabas un bostezo generoso.
       El sueño era en tus carnes un consuelo
Que siempre tus plegarias suplicaron
Aquellas tardes grises y otoñales.
       Soñabas, y tus sueños eran cielo,
Descanso a los dolores que segaron
Sonrisas, otras veces, con sus males.
 
Soneto XXIII
 
       Dejaste este rincón cuando la aurora
Lucía sus mayores hermosuras,
Sus luces y sus galas, donde, oscuras,
Las sombras la supieron vencedora.
       Llegaba la mañana que, sonora,
Los pájaros halló en las espesuras,
Alegres de encontrarte en las alturas,
Un ángel resignado que no llora.
       Luciérnaga que brilla sin apuro
El tiempo que se escapa traicionero,
Los cielos liberó del viejo muro.
       Será llorar tu falta al mundo entero
Buscar consuelo, como el aire puro,
Allí donde se apaga tu lucero.
 
Soneto XXIV
 
       Despierta en el recuerdo de tu aliento,
Tu voz resuena, brilla la mirada,
Canción de amor que llena la alborada
Y el cielo corre, alada como el viento.
       Testigo de la luz de aquel momento
Que pudo ver tu llama ilusionada,
La tarde luminosa derramada
Hallé en tu voz, tu amor, tu sentimiento.
       Partió, sin avisar, hacia otros mares,
Acaso temeroso, fugitivo,
Tu espíritu, buscando otros lugares.
Pudiera izar la vela estando vivo,
Como un aventurero a los altares,
Mi aliento hacia tu voz, volando esquivo.
 
Soneto XXV
 
       No pierdas en el reino de lo oscuro
La gracia de los besos pronunciados,
Que fueron con cariño regalados
Para aliviar tu rostro limpio y puro.
       La sombra del ocaso será un muro
Que no podrán cruzar cuando, callados,
Los diga tristes, débiles, cansados,
Viajeros en el alba con apuro.
       En mí retengo todos los momentos
Que no repetirá, al correr, la historia,
Tesoro de mis horas y mis días.
       Tu ausencia cobra un mar de sentimientos,
Mas no te borrará de la memoria
Ni en penas ni en dolor ni en alegrías.
 
Las campanas de la muerte.
 
       Dejad que, suave y sereno,
Roce su mejilla hermosa
El aire que la desposa
Besando su rostro bueno,
Aunque la llene el veneno
Que le ha arrancado la vida,
Que la lanzó a esta partida
La edad, su sueño pesado,
El tiempo que, fatigado,
Abrazó la despedida.
       Dejad que, bello y tranquilo,
Duerma su semblante hermoso,
Que disfrute del reposo
Que, silencioso, vigilo,
Porque se va con sigilo
Aunque quiera retenerla,
Que no puede detenerla
La luz que, tras los cordales,
Ve las galas matinales
Que pudieron defenderla.
       Dejad que, afligido el pecho,
Descanse el aliento herido
Del dolor que ha consumido
Su impotencia y su despecho,
Porque, la sombra al acecho,
No cabe esperar que acierte
Los designios de la suerte
El silencio que bosteza,
Si marchitan la belleza
Las campanas de la muerte.
       Dejad que, blanca y callada,
Alcance la aurora bella
La altura de aquella estrella
Que admira la madrugada,
Que ya la noche cansada
Ve el despertar de los cielos
Pues nieve derrite y hielos,
El granizo blanquecino,
Bullicioso en el camino
Que alborotan los riachuelos.
       Dejad que, tierna y ligera,
Tome su mano la brisa,
Y, en el aire, su sonrisa
Vuele libre donde quiera,
Que otro palacio la espera
Después de ese largo viaje
Que hoy emprende en un carruaje
Digno de llevarla encima,
A otro lugar, otra cima,
Otro reino, otro paisaje.
 
Soneto XXVI
 
       Más triste, en el azul del firmamento,
Volar podrá su risa, cuando, en vilo,
La luz de la alborada enseñe el filo
De su puñal callado y ceniciento.
       Los años correrán sobre el aliento
Helado que escapó al aire tranquilo,
Buscando hallar en él un nuevo asilo,
Palacio levantado para el viento.
       Será encontrar su rostro en una estrella
Al tiempo que la noche helada y fría
Retira su corcel de madrugada.
       Y la recordaré, siempre tan bella,
Amable, cariñosa cada día,
Paciente en la vejez, tal vez cansada.
 
Soneto XXVII
 
       Halló de madrugada aquel aliento
Al deshojar las flores de la vida,
El aire malherido que, dormida,
Borró en su rostro todo el sufrimiento.
       Un cielo azul, un nuevo firmamento
Dejó volar tus alas, y, perdida,
El cielo se hizo grande, pues, vencida,
Tu voz esparció en él la luz del viento.
       La luz del sol rayó la lejanía,
Gorrión dorado, rápido estandarte
Que bellos horizontes encendía.
       Fue cruel la madrugada con besarte
Cuando el azul del cielo descubría
Un sol que iluminaba cada parte.
 
Soneto XXVIII
 
       La luz del sol fue bella en tu mirada,
Haciendo sus antorchas más sencillas,
Mirándose en tus ojos, si es que brillas
Más pura que el granizo y la nevada.
       Hermosas sobre el mar, a la alborada,
Las luces enseñaron las orillas,
Un ángel que, besando tus mejillas,
Tu rostro arrebató de madrugada.
       Calláronse los labios, que, gozosos,
Ardieron con la brisa un breve instante
Para apagarse luego, silenciosos.
      Fue hechizo de coral, raro brillante,
Puñal de plata y oro luminosos,
Luciendo su belleza en tu semblante.
 
Los ruiseñores
 
       No veréis el arroyuelo
Que, apurando su camino,
Corre alegre y peregrino,
Después de ver el deshielo,
Si, libres los pies del suelo,
Salta al abismo y, valiente,
Deja volar su corriente
Al lanzarse en la cascada,
Desde la roca elevada
Que cabalga, transparente.
       No hallaréis los ruiseñores
Que, en la callada espesura,
Cantan, con tierna dulzura,
Su reclamo y sus amores,
Desde que ven los albores
Dibujarse en lo lejano,
Cuando los valles, el llano,
Los cordales y la sierra,
Sienten que vive la tierra
Y el sol se enciende lozano.
       Hoy nos falta la belleza
De su aliento fatigado,
De su mirar animado,
Sus bostezos, su pereza,
Al dejarnos con tristeza,
Pues ella, llena de vida,
Como una aurora encendida
Que hubiera robado al cielo,
Era luz, era consuelo,
Rosa del tiempo vencida.
 
La aurora alzó los ojos
 
       La aurora alzó los ojos
Con un bostezo mágico,
Cruzando las orillas
Del mar desconocido,
Y, entonces recordé aquel sol cobarde
Que supo ser jinete en sus corceles,
Cuando las rosas bellas
Morían en sus manos,
Marchitas del abrazo de la escarcha.
       La aurora alzó los ojos
Con un bostezo mágico,
Cruzando las orillas
Del mar desconocido,
Y, entonces recordé tu rostro bello,
Llevado hasta los cielos por el alba,
Que vino, con apuro,
En esos días grises
Que no avanzaron nunca en el camino.
       La aurora alzó los ojos
Con un bostezo mágico,
Cruzando las orillas
Del mar desconocido,
Y, entonces, la maldije por tu ausencia,
Sabiendo reprocharle las mentiras
Que arranca el desengaño
De su ropaje bello,
Tan claro como el aire que regresa.
 
Soneto XXIX
 
       En la constelación de tus mejillas,
Hermoso carrusel, llama de plata,
Vive una flor, sonrisa que desata
Tu espíritu jovial, sus maravillas.
       Se suman las estrellas y así brillas
En esa noche clara, pues, sensata,
Vano de amor, la luna se dilata
Con luces apagadas y sencillas.
       Y sigue vivaracho tu semblante
Y prende tu sonrisa cariñosa,
Amable a cada rato, a cada instante.
       Es la constelación que te hace hermosa,
La noche clara y bella que, incesante,
Mostró en tu rostro aquella mariposa.
 
Soneto XXX
 
       Las noches de los viernes otoñales
Pasábamos las horas juntamente,
Las brasas encendidas, llama ardiente,
Dormida en las cenizas minerales.
       El viento acariciaba los cristales
Buscando el fuego, cuya luz paciente
Asaba las castañas lentamente,
Detrás de aquellos viejos ventanales.
       La lumbre calentaba las estancias
De la buhardilla vieja que habitaron
Los brillos de los guiños de la abuela.
       El fuego alzó sus mágicas fragancias,
Virutas que, al arder, iluminaron
Las brasas del hollín que, libre, vuela.
 
El mar alborotado
 
       El mar alborotado
Dejó que, ensortijadas,
Corriesen sus espumas,
Bajo el color dorado que encendía
La luz de la alborada silenciosa,
Que vio el carruaje bello
Que te arrastró hacia un cielo luminoso,
Y fueron en mis ojos
Las lágrimas brotando,
Al ver el resplandor de la mañana.
       La muerte se hizo dueña
De la sonrisa alegre de tu rostro,
El oro y la hermosura
Que ardían, a menudo, en tu retrato,
Alegre como el fuego
Que, sobre el horizonte,
El aire iba poblando de colores,
De luces encendidas que cerraban
Los pórticos callados
Del reino que hacen claro las estrellas.
       Por eso, cada día,
Verás que, emocionado,
Irá mi pensamiento
Buscando las caricias de otras veces,
Los besos encendidos de otro tiempo,
Cuando, sin apurarse,
Las horas navegaban los arroyos
Del aire envejecido
Que me hallará forzando
Los remos de una barca hasta encontrarte.
 
Soneto XXXI
 
       Un brillo de emoción y de ternura
Enciende la memoria en las entrañas,
El mar donde, serena, al fin te bañas,
Si no es el arroyuelo que murmura.
       El cielo azul se llena de dulzura,
Naciendo el sol detrás de las montañas,
Y, viva siempre en él, rosas extrañas
Recoges sobre el viento que se apura.
        Si un guiño a tus sonrisas celestiales
Es poco para hablar de tu belleza,
Mis lágrimas serán raros cristales.
       Tu voz en mis adentros aún bosteza
Con el amanecer cuyos puñales
Rindieron hoy tu frágil fortaleza.
 
2005 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Primera parte: "Los arqueros del alba"
Todos los derechos reservados por el autor.