sábado, 7 de julio de 2012

EL CANTO DE LOS CÁRABOS DEL MONTE (III)


José Ramón Muñiz Álvarez
EL CANTO DE LOS CÁRABOS DEL MONTE
(Los ecos de las aves que se escuchan,
llegadas ya las horas de
la noche)

“EL CANTO DE LOS CÁRABOS DEL MONTE”

I

Previa

          No solo con el alba son hermosas las luces que se encienden en los cielos: los brillos que se admiran al ocaso también muestran sus ecos de belleza. Son notas melancólicas que suenan lejanas como un canto de agonía que suele preludiar la muerte triste, destino inevitable para todos.
          El alba es el encanto de la vida que arranca, que comienza sus bostezos tras una noche incierta, desbordante que esconde cuanto existe entre la sombra. En cambio, es el ocaso la metáfora que canta a las imágenes que vienen a despertar temor en quienes viven pensando en el recuerdo de la muerte.
          No en vano, en las aldeas, en invierno, solían, con temor, los pobladores, en puertos de montaña y otras zonas, el grito quejumbroso de los cárabos, no bien llegaba el halo de granizo, los vientos impetuosos, la nevada que cubre las campiñas y las cumbres con sábanas tan limpias como puras.
          Las voces del crepúsculo, aunque tristes, no dejan de tener sus hermosuras: se mezclan mil rumores que, lejanos, avanzan por el aire transparente, nadando en esa brisa vespertina que quiebra toda calma, y el ladrido del perro, el bello trino de los pájaros se funden al sonido del arroyo.
          Y suelen ser frecuentes los rumores, el ruido de la lluvia en la ventana, cuando, al llegar por fin la primavera, se sienten sus caricias, sus aromas: las luces del ocaso se retrasan algunas horas porque crece el día, y, entonces, los paseos solitarios se tornan algo más apetecibles.
          La noche se hace bella desde entonces.

II

Las églogas que cantan las lechuzas

          Las voces que escucháis antes del alba las cantan al amor viejos autillos que suelen esconderse en los follajes que visten con sus verdes los abriles, pues llaman a las hembras para el rito ya viejo del cortejo, cada noche, después de procurarse el alimento al lado de la orilla del arroyo.
          Las voces que escucháis antes del alba, como un susurro triste, acongojado, quién sabe si hasta lúgubre, en la noche, no es una voz maligna que convoque las brujas para nuevos aquelarres, sino que son los versos amorosos que invocan los amores de las damas con un vocabulario delicado.
          Las voces que escucháis antes del alba y alcanzan a inspiraros tantos miedos son una voz hermosa y sugerente que rinde culto a la naturaleza: jamás oséis mirarlas con recelo ni habléis de su belleza y de sus brillos con el desprecio propio de las gentes que sienten el temor de la ignorancia.
          Las voces que escucháis antes del alba pudieran conmover al más sensible, si hubiera forma de poder hallarles la justa traducción, porque sus ecos repiten nuevamente a cada brisa, rompiendo los silencios, entre sombras, que ya llegó por fin la primavera que no sabe de heladas y granizos.
          Las voces que escucháis antes del alba debieran ser amadas como nadie, pues son las mensajeras más dichosas que avanzan las noticias del verano que bebe del deshielo y hace ricos los cauces del arroyo y del riachuelo que funden en su beso cada afluente para reverdecer las praderías.
          Las voces que escucháis antes del alba…


III

Tratado de “coruxas e coruxos”
          El reino de las noches pertenece, sin duda, a las lechuzas, cuyo vuelo jamás percibiréis entre las sombras calladas de la noche en primavera. Son ellas las que gimen, las que lloran con cantos agoreros en las fábulas que cuentan las abuelas de otros tiempos, sentadas junto al fuego a horas tardías.
          Y, en viejos cementerios olvidados, donde hay alguna anciana que visita tal vez a algún pariente fallecido, aguardan a las horas de la noche, pacientes, cautelosas, como siempre, para libar los néctares sabrosos que brinda a su placer, en raras lámparas, el jugo del aceite contenido.
          Los bosques son el feudo del mochuelo, que, oculto, a la mañana, en algún tronco, se deja, se abandona al sueño intenso, para cobrar su mundo en el crepúsculo: lo llama el sol poniente y, vivaracho, comienza su labor, matar insectos, roedores y batracios de las charcas que duermen, solitarias, en el claro.
          El pardo de los cárabos hermosos pudiera ser un canto a lo siniestro: los cárabos dominan densos bosques y cazan por el día, si hace falta. Robustos y aguerridos, son valientes, y atacan con sus garras a los hombres osados que se acercan a sus nidos. Jamás turbéis el sueño de los cárabos…
          También la noche advierte otros rumores que pueden confundirse con los cantos callados, lastimeros de estas aves: veréis allí al tritón, junto a las fuentes, al sapo con verrugas, una rana y, acaso salamandras atrevidas que cruzan los caminos a deshora, siguiendo los dictados del instinto.
          La noche quiere extraña su belleza…

IV
Los búhos hechiceros del antaño

          Los búhos son las aves más hermosas: lo dice su belleza, sus colores, la luz amarillenta de sus ojos, en plena oscuridad, cuando la noche permite su violento desenfreno y advierten a estos seres las estrellas que miran, siempre fijas, en la altura, sus formas tan curiosas y atractivas.
          Habitan en los altos farallones, en los cordales viejos y en las sierras, también en las estepas y llanuras donde la encina crece sin apuro. Las liebres y conejos bien les sirven, si existen en sus amplios cazaderos, lugar que no comparten, porque sienten gran celo por su extenso territorio.
          Y miran, majestuosos, en la altura, posados en las ramas de los árboles, tal vez entre las rocas de un picacho, donde las cumbres rozan blancos hielos que quedan de las últimas nevadas que quiso el tardo invierno a su capricho. Parecen solitarios, melancólicos, en un paisaje lleno de silencios.
          Imagen repentina de la muerte dirán que son los ojos de estas aves las gentes ignorantes de la aldea que miran con recelo a tales pájaros. Existen mil leyendas y atributos de augurios misteriosos, viejos mitos que ven en estos seres al demonio, salido de sus antros infernales, si no toma la forma de carnero.
          Pudieran ser amigos de las brujas.

V

Las voces desgarradas de la noche

          Los cantos gemebundos de los pájaros que vuelan libremente cada noche debieran ser temidos por sus presas, sobre las que se abaten con gran furia. Hablemos del hurón, del ratoncillo que deja cada noche la guarida, buscando el alimento necesario por esa densidad de la maleza…
          La vieja comadreja se desliza también con gran soltura, y, despiadada, voraz, sabe dar muerte a los bichejos que cruzan el sendero a raras horas. La noche es de los fuertes, como el día, y es lógico temer tantos peligros que suelen esconderse tras las sombras que dan amparo al grito desgarrado.
          Y es cuando las arañas tejen rápido sus telas invisibles a las moscas. Y cuando, por los prados y caminos, se admira a los raposos al acecho. Es bello ese animal, es listo el zorro, que pintan tantas fábulas malvado. La astucia es su valor más importante y engaña a los demás en cada bosque.
          Los viejos cazadores lo conocen y no hay una alimaña que no tema sus pasos sigilosos como el viento, su aliento silencioso y sin jadeos que corre como el agua del arroyo, cuando besa las aguas de la orilla suspirando. El zorro, la marfusa de otro tiempo, que tal nombre le dieron otros siglos.
“El canto de los cárabos del monte”
2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.

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