lunes, 16 de julio de 2012

DESPUÉS DE QUE LA LLUVIA


DESPUÉS DE QUE LAS LLUVIAS

Después de que las lluvias repentinas
hirieron, sobre el barro humedecido,
la escarcha de las tardes del invierno,
sentí tu voz, predije tu presencia,
que trajo, con sus brisas, las heladas;
supuse que eras tú, y, adivinándote,
te imaginé risueña en los portales
del alba, cuando llega el nuevo día.
Y el reino del invierno tejió, alegre,
aquel amanecer, de cuya llama
se quejan los rosales, ya marchitos,
mordidos por los vientos inclementes
que ignoran, entre tanto, los dictados
que me hacen, al tener que contemplarte,
mendigo del azul de tus pupilas,
donde entregarme, acaso, prisionero.
Llegaste con el hielo de la aurora
que rompe sus pinceles, que despierta
corales en el aire, ya bermejo,
sin sucumbir jamás ante las sombras
que, alzando sus castillos a la noche,
quebrando sus mansiones de silencio,
huyeron, temerosas, a otros reinos
en los que alzar efímeros palacios.

NO HALLÉ TRAS EL CRISTAL

No hallé, tras el cristal de la ventana,
el hielo en los callados pastizales,
heridos por el beso del granizo.
Tras una madrugada milagrosa,
el alba desnudaba su blancura,
manchando con su luz el horizonte.
Y acaso galoparon, aguerridos,
los bellos resplandores de oro viejo,
hiriendo las murallas de la sombra.
Tampoco hallé el rojizo del helecho
entre las arboledas del camino,
que vieron otras veces los senderos.
Los vieron, en su rumbo fatigoso,
las nubes, a su paso, por el aire,
cuando un otoño cálido tornaba.
Tal vez los pudo ver, con vuelo raudo,
el ojo del cernícalo que vuela
los prados circundantes del villorrio.
Mas ya no tuve vista para el campo,
el rojo del helecho, los dorados
que vierten las auroras al vacío.
No tuve vista ya para los oros,
la llama del granizo ni las nieves
que visten las parcelas de los montes.
Tampoco para el agua cristalina
que nace de la fuente, reflejando
las gamas de color en sus espejos.
Tan sólo pude ver, bajo las sábanas,
heridas por su roce, siempre suave,
las líneas de tu piel, clara y rosada.
Mis ojos fueron sólo para el pecho
que, como un pedernal endurecido,
formaba valles llenos de belleza.
La vista se fijó en las altas sierras
que alzaban en el lecho tus caderas,
jugando con los pliegues de las mantas.
Y, amante, como siempre, de tus ojos,
no pude, aunque lo quise, adivinarlos,
debajo de los párpados vencidos.
Y, uniendo a tu hermosura, mi coraje,
trocó mi pensamiento en bizarría,
soñando el imposible de domarte.
Pues eres como un potro que se apura
gritando libertad al viento mismo,
con la bandera hermosa de tus crines.
Y la imaginación, descabellada,
no pudo detenerse, apresurándose
como el pincel que tiñe el blanco lienzo.
Y quise dibujar, imaginando,
tu cuerpo bajo aquellos cobertores,
bastión a la mirada peregrina.
Y pude imaginar, y te hice hermosa,
soñando la belleza de las nieves
que no alcancé a mirar tras los cristales.
Y fueron los cristales mis amigos
cuando, al mirar de nuevo la ventana,
el mundo pronunció tu nombre bello.
Los prados te llamaban, y los bosques,
los lagos y las viejas cordilleras,
el prado humedecido por la lluvia.
Y el alba te llamó con la mañana
que no te despertó con sus colores,
vencida por el sueño y el cansancio.
Y dije ser tu amor a las estrellas
que ya se retiraban de los cielos,
por donde vuelan hoy los azulones.
Y el ánade graznó burlonamente
cuando mi amor juré a los elementos,
igual que el viejo cárabo del bosque.
Porque soñé que tú eras la princesa
que habita, secuestrada en mis dominios,
los hielos melancólicos del alma.
Y entonces comprendí que, siempre mía,
habrás de ser la esclava que imagino,
cuando, despierto, sueño que me quieres.
Dirás que soy un pobre enloquecido
que juega con los sueños y esperanzas
en esas cumbres de los pensamientos.
Yo, en cambio, he levantado las mansiones
que puedes habitar como una reina
que vive prisionera de un capricho.

MI REINO EN LA BATALLA

Podréis hallar un día,
mi reino en la batalla,
los bosques silenciosos,
hiriendo, a cada paso,
las hojas de los árboles dormidos
que duermen bajo un lago
profundo y cenagoso,
testigo del silencio de los cárabos
que saben el camino a los castillos
de la penumbra oscura de la noche
que, en ráfagas de escarcha,
combate a los arcanos de la muerte.
Baluartes hallaréis,
acaso los palacios
que un sol lleno de vida
custodia con prudencia
en las regiones tristes de lo ignoto,
pues, nunca conocidos,
jardines de oro viejo,
los cubre el horizonte y los protege,
haciéndolos extraños y secretos,
como el silencio mismo cuando calla,
si puede ser que calle
la voz de los silencios anegados.
Pero el estanque duerme
bajo las brumas densas
que flotan en el aire,
y, al tiempo, la lechuza
reclama con sus gritos agoreros
las sombras que, cerrando
sus mágicas cortinas,
empañan otra luna con veneno,
ponzoña misteriosa que las brisas
sabrán llevar, quizás, a su capricho,
cuando la noche duerme
y aguarda el alba más de lo esperado.
Y el alba, rencorosa,
no quiere levantarse,
herida del azote
que suele, en el otoño,
con fuerza propinarle cada bosque,
rompiendo los colores
que bullen en las junglas
que, moribundas forman, en el suelo
las hojas desprendidas de las ramas,
rojizas unas veces, pardas otras,
manchadas por el barro
que supo de coprinos y de níscalos.
Porque hay lugares raros
que nunca el sol alcanza,
sin irse a los paisajes
de noches abisales;
lugares que los ojos nunca vieron,
lugares que no hallaron
los rayos de la aurora,
cuando, soltando alegres sus caballos,
los deja galopar por cada sierra,
los hace derramar desde sus crines
el oro de la vida,
la luz de tantos brillos y destellos.
Las raras salamandras
que juegan, siempre torpes,
encienden su reflejo
en aguas más oscuras
que las que admira cada madrugada
en los paisajes bellos
que en su arcones guardan
el beso repentino de un espíritu
callado y sin pinceles que decoren
la madrugada límpida y herida
por el orgullo imberbe
del cuerpo del otoño ayer desnudo.

TU VOZ

Tu voz pronunció el viento, reclamando
tu nombre, cuando las contraventanas
cerró con  fuerza y, al llegar el día,
no entró la luz febril de la alborada
en esa alcoba triste que llenaron
las horas con sus muchas soledades,
las tardes aburridas de los sábados,
las noches solitarias, melancólicas.
Tu voz pronunció el viento, reclamando
tu nombre, tu presencia, tu belleza.

NO HIRIÓ LA LUZ SU CUERPO

No hirió la luz su cuerpo con la aurora,
ni hubiera reprochado a su belleza
la luz del alba, con mostrarse pura,
su alegre presunción, aunque discreta,
porque era su belleza como el viento,
como las nubes mismas, como el aire.
Jamás la hirió la brisa que camina
senderos en la madrugada anónima.
No pudo, no, ni quiso hacerle daño.
No hirió la luz del alba, a la mañana,
la gloria del cabello que cubría
su rostro, helado siempre, siempre suave,
porque era luz la llama de sus labios
y luz era también esa mirada
que enciende, en las alturas, sus reflejos.
No pudo herirla el alba, jamás pudo
con el volcán azul de sus pupilas,
tan claras como el agua del arroyo
que juega a contemplarla, tras los años.
Diréis que no es tan bella como el brillo
que prende en las alturas la mañana.
Diréis que no es tan bella como el aire
que vuela, sin ser visto, acariciando
del árbol la corteza moribunda.
Tras siglos de hermosura, su hermosura
podrá ser siempre joven, como un día,
en los lejanos tiempos olvidados,
aquel entonces en que su silencio
jugaba a delatar esos amores
que siente con pudor la adolescencia.
¿Acaso imagináis lo que os he dicho?
No hirió la luz del alba, a la mañana,
la gloria del cabello que cubría su rostro,
helado siempre, siempre suave,
porque era luz la llama de sus labios
y luz era también esa mirada
que enciende, en las alturas, sus reflejos.

MIENTRAS QUIERA EL SILENCIO

Mientras quiera el silencio percherones al alba
que alboroten los cielos y se enciendan lejanos,
con sus trotes alegres y dorados dichosos;
sin temor del milano, volarán, a sus anchas,
esas aves que, entonces, levantaron su vuelo.
Y, si ves cómo el grévol ha mudado el plumaje,
caminando los valles donde quiere la brisa
respetar los castillos que conservan las nieves;
el pigargo en la roca mostrará su belleza,
como un cisne que quiere enseñar su hermosura.

LOS ARCES Y LOS PINOS

Los arces y los pinos nos contemplan
en medio de este bosque que el verano
llenó de verdes densos y preciosos.
Muy pronto has de mirar cómo los frutos
que crecen y maduran en las ramas
cansadas del manzano soñoliento
encienden su color, que, nuevamente,
la luz toman del alba enrojecida,
como quien sospechase sus colores.
Parecen la mañana silenciosa,
en medio de este bosque, los caminos,
acaso cuando el viento se aderece
en esos bailes bellos y elegantes
que suele, sin ser visto, la hojarasca
el suelo buscará, los barros húmedos,
la tierra seca, en los domingos calurosos.
Mas quién quisiera hablar de barros húmedos,
domingos calurosos, tardes muertas,
pinares, arces, bosques y veranos,
teniéndote a ti cerca, disfrutándote,
gozándote, queriendo hacerte suya
sobre las blancas sábanas del lecho.
Pero las blancas sábanas del lecho
serán para la noche, y solo el verde
podrá darnos asiento, si buscamos,
entre las frondas densas esa calma
que piden los que quieren desnudarse.
No niegues que el deseo nos apura:
el tiempo correrá, se irán las horas,
y no regresarán las que tenemos:
los arces y los pinos nos contemplan
en medio de este bosque que el verano
llenó de verdes densos y preciosos.

MUY JUNTOS MIRAREMOS LOS ESPACIOS

Muy juntos miraremos los espacios:
Las olas de los mares, las espumas,
los vientos que se agitan, los corales,
la roca silenciosa donde el bígaro
espera bajameres en silencio,
las aguas cristalinas de los pozos,
allí donde se esconden camarones
y  donde el verde esculpen, con pinceles,
las algas vegetales que el salitre
no puede, corrosivo, haber quemado.
Pero también los fósiles de siglos,
acaso de milenios, cuando emergen
después que marejadas sin clemencia
remuevan ese suelo, a veces pardo,
algunas veces gris, suelo de grava…
Guijarros, regodones, piedrecillas…
Los fósiles también, que, caprichosos,
habrán de reflejarse en tu mirada
poblada de veleros de las costas.
Muy juntos miraremos los espacios.

SUPUSE EN TU MIRADA

Supuse en tu mirada la hermosura
de mares, cuyas olas, encrespándose,
se lanzan sobre playas y arrecifes,
rompiendo las bellezas coralinas
en el granizo blanco de la espuma
que ya no fue, llegada a las arenas,
cristal azul de risas insondables
que el alma atrapa en ocles sumergidos.
Supuse en tu mirada la hermosura
de mares, cuyas aguas arremeten
en los acantilados, en las rocas,
en los lugares llenos de tristeza,
quebrando sus bellezas con su golpe,
su furia incontrolada, pero pura,
enérgica ante el brillo de la aurora
que admira los pesqueros de tus ojos.
Supuse en tu mirada la hermosura
de valles que se esconden, sumergidos,
sobre la grava blanca de los fondos,
incógnita que queda reservada
a bancos de pescado y calamares
que saben apreciar su bucolismo,
si acaso, con sus fauces, no los sigue,
voraz, la despiadada tintorera.
Supuse en tu mirada la hermosura
del raro batiscafo de mis ojos,
en ella inmersos, siempre a la conquista,
tan ávidos de ti, de tu belleza,
de tu mirar febril y de ese hechizo
que llena de peligros las sabanas
pobladas por las algas submarinas,
por rémoras y rápidos escualos.


2012 ©  José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.

No hay comentarios:

Publicar un comentario