DESPUÉS DE QUE LAS LLUVIAS
Después de que las lluvias repentinas
hirieron, sobre el barro humedecido,
la escarcha de las tardes del invierno,
sentí tu voz, predije tu presencia,
que trajo, con sus brisas, las heladas;
supuse que eras tú, y, adivinándote,
te imaginé risueña en los portales
del alba, cuando llega el nuevo día.
Y el reino del invierno tejió, alegre,
aquel amanecer, de cuya llama
se quejan los rosales, ya marchitos,
mordidos por los vientos inclementes
que ignoran, entre tanto, los dictados
que me hacen, al tener que contemplarte,
mendigo del azul de tus pupilas,
donde entregarme, acaso, prisionero.
Llegaste con el hielo de la aurora
que rompe sus pinceles, que despierta
corales en el aire, ya bermejo,
sin sucumbir jamás ante las sombras
que, alzando sus castillos a la noche,
quebrando sus mansiones de silencio,
huyeron, temerosas, a otros reinos
en los que alzar efímeros palacios.
NO HALLÉ TRAS EL CRISTAL
No hallé, tras el cristal de la ventana,
el hielo en los callados pastizales,
heridos por el beso del granizo.
Tras una madrugada milagrosa,
el alba desnudaba su blancura,
manchando con su luz el horizonte.
Y acaso galoparon, aguerridos,
los bellos resplandores de oro viejo,
hiriendo las murallas de la sombra.
Tampoco hallé el rojizo del helecho
entre las arboledas del camino,
que vieron otras veces los senderos.
Los vieron, en su rumbo fatigoso,
las nubes, a su paso, por el aire,
cuando un otoño cálido tornaba.
Tal vez los pudo ver, con vuelo raudo,
el ojo del cernícalo que vuela
los prados circundantes del villorrio.
Mas ya no tuve vista para el campo,
el rojo del helecho, los dorados
que vierten las auroras al vacío.
No tuve vista ya para los oros,
la llama del granizo ni las nieves
que visten las parcelas de los montes.
Tampoco para el agua cristalina
que nace de la fuente, reflejando
las gamas de color en sus espejos.
Tan sólo pude ver, bajo las sábanas,
heridas por su roce, siempre suave,
las líneas de tu piel, clara y rosada.
Mis ojos fueron sólo para el pecho
que, como un pedernal endurecido,
formaba valles llenos de belleza.
La vista se fijó en las altas sierras
que alzaban en el lecho tus caderas,
jugando con los pliegues de las mantas.
Y, amante, como siempre, de tus ojos,
no pude, aunque lo quise, adivinarlos,
debajo de los párpados vencidos.
Y, uniendo a tu hermosura, mi coraje,
trocó mi pensamiento en bizarría,
soñando el imposible de domarte.
Pues eres como un potro que se apura
gritando libertad al viento mismo,
con la bandera hermosa de tus crines.
Y la imaginación, descabellada,
no pudo detenerse, apresurándose
como el pincel que tiñe el blanco lienzo.
Y quise dibujar, imaginando,
tu cuerpo bajo aquellos cobertores,
bastión a la mirada peregrina.
Y pude imaginar, y te hice hermosa,
soñando la belleza de las nieves
que no alcancé a mirar tras los cristales.
Y fueron los cristales mis amigos
cuando, al mirar de nuevo la ventana,
el mundo pronunció tu nombre bello.
Los prados te llamaban, y los bosques,
los lagos y las viejas cordilleras,
el prado humedecido por la lluvia.
Y el alba te llamó con la mañana
que no te despertó con sus colores,
vencida por el sueño y el cansancio.
Y dije ser tu amor a las estrellas
que ya se retiraban de los cielos,
por donde vuelan hoy los azulones.
Y el ánade graznó burlonamente
cuando mi amor juré a los elementos,
igual que el viejo cárabo del bosque.
Porque soñé que tú eras la princesa
que habita, secuestrada en mis dominios,
los hielos melancólicos del alma.
Y entonces comprendí que, siempre mía,
habrás de ser la esclava que imagino,
cuando, despierto, sueño que me quieres.
Dirás que soy un pobre enloquecido
que juega con los sueños y esperanzas
en esas cumbres de los pensamientos.
Yo, en cambio, he levantado las mansiones
que puedes habitar como una reina
que vive prisionera de un capricho.
MI
REINO EN LA BATALLA
Podréis
hallar un día,
mi reino
en la batalla,
los
bosques silenciosos,
hiriendo,
a cada paso,
las hojas
de los árboles dormidos
que
duermen bajo un lago
profundo
y cenagoso,
testigo
del silencio de los cárabos
que
saben el camino a los castillos
de la
penumbra oscura de la noche
que, en
ráfagas de escarcha,
combate
a los arcanos de la muerte.
Baluartes
hallaréis,
acaso
los palacios
que un
sol lleno de vida
custodia
con prudencia
en las
regiones tristes de lo ignoto,
pues,
nunca conocidos,
jardines
de oro viejo,
los
cubre el horizonte y los protege,
haciéndolos
extraños y secretos,
como el
silencio mismo cuando calla,
si puede
ser que calle
la voz
de los silencios anegados.
Pero el
estanque duerme
bajo las
brumas densas
que
flotan en el aire,
y, al
tiempo, la lechuza
reclama
con sus gritos agoreros
las
sombras que, cerrando
sus
mágicas cortinas,
empañan
otra luna con veneno,
ponzoña
misteriosa que las brisas
sabrán
llevar, quizás, a su capricho,
cuando
la noche duerme
y
aguarda el alba más de lo esperado.
Y el
alba, rencorosa,
no
quiere levantarse,
herida
del azote
que
suele, en el otoño,
con
fuerza propinarle cada bosque,
rompiendo
los colores
que
bullen en las junglas
que,
moribundas forman, en el suelo
las
hojas desprendidas de las ramas,
rojizas
unas veces, pardas otras,
manchadas
por el barro
que supo
de coprinos y de níscalos.
Porque
hay lugares raros
que
nunca el sol alcanza,
sin irse
a los paisajes
de
noches abisales;
lugares
que los ojos nunca vieron,
lugares
que no hallaron
los
rayos de la aurora,
cuando,
soltando alegres sus caballos,
los deja
galopar por cada sierra,
los hace
derramar desde sus crines
el oro
de la vida,
la luz
de tantos brillos y destellos.
Las
raras salamandras
que
juegan, siempre torpes,
encienden
su reflejo
en aguas
más oscuras
que las
que admira cada madrugada
en los
paisajes bellos
que en
su arcones guardan
el beso repentino
de un espíritu
callado
y sin pinceles que decoren
la
madrugada límpida y herida
por el
orgullo imberbe
del
cuerpo del otoño ayer desnudo.
TU
VOZ
Tu voz
pronunció el viento, reclamando
tu
nombre, cuando las contraventanas
cerró
con fuerza y, al llegar el día,
no entró
la luz febril de la alborada
en esa
alcoba triste que llenaron
las
horas con sus muchas soledades,
las
tardes aburridas de los sábados,
las
noches solitarias, melancólicas.
Tu voz
pronunció el viento, reclamando
tu
nombre, tu presencia, tu belleza.
NO
HIRIÓ LA LUZ SU
CUERPO
No hirió la luz su
cuerpo con la aurora,
ni hubiera reprochado
a su belleza
la luz del alba, con
mostrarse pura,
su alegre presunción,
aunque discreta,
porque era su belleza
como el viento,
como las nubes mismas,
como el aire.
Jamás la hirió la
brisa que camina
senderos en la
madrugada anónima.
No pudo, no, ni quiso
hacerle daño.
No hirió la luz del
alba, a la mañana,
la gloria del cabello
que cubría
su rostro, helado
siempre, siempre suave,
porque era luz la
llama de sus labios
y luz era también esa
mirada
que enciende, en las
alturas, sus reflejos.
No pudo herirla el
alba, jamás pudo
con el volcán azul de
sus pupilas,
tan claras como el
agua del arroyo
que juega a
contemplarla, tras los años.
Diréis que no es tan
bella como el brillo
que prende en las
alturas la mañana.
Diréis que no es tan
bella como el aire
que vuela, sin ser
visto, acariciando
del árbol la corteza
moribunda.
Tras siglos de
hermosura, su hermosura
podrá ser siempre
joven, como un día,
en los lejanos tiempos
olvidados,
aquel entonces en que
su silencio
jugaba a delatar esos
amores
que siente con pudor
la adolescencia.
¿Acaso imagináis lo
que os he dicho?
No hirió la luz del
alba, a la mañana,
la gloria del cabello
que cubría su rostro,
helado siempre,
siempre suave,
porque era luz la
llama de sus labios
y luz era también esa
mirada
que enciende, en las
alturas, sus reflejos.
MIENTRAS QUIERA EL SILENCIO
Mientras
quiera el silencio percherones al alba
que
alboroten los cielos y se enciendan lejanos,
con sus
trotes alegres y dorados dichosos;
sin
temor del milano, volarán, a sus anchas,
esas
aves que, entonces, levantaron su vuelo.
Y, si
ves cómo el grévol ha mudado el plumaje,
caminando
los valles donde quiere la brisa
respetar
los castillos que conservan las nieves;
el
pigargo en la roca mostrará su belleza,
como un
cisne que quiere enseñar su hermosura.
LOS
ARCES Y LOS PINOS
Los
arces y los pinos nos contemplan
en medio
de este bosque que el verano
llenó de
verdes densos y preciosos.
Muy
pronto has de mirar cómo los frutos
que
crecen y maduran en las ramas
cansadas
del manzano soñoliento
encienden
su color, que, nuevamente,
la luz
toman del alba enrojecida,
como
quien sospechase sus colores.
Parecen
la mañana silenciosa,
en medio
de este bosque, los caminos,
acaso
cuando el viento se aderece
en esos
bailes bellos y elegantes
que
suele, sin ser visto, la hojarasca
el suelo
buscará, los barros húmedos,
la
tierra seca, en los domingos calurosos.
Mas
quién quisiera hablar de barros húmedos,
domingos
calurosos, tardes muertas,
pinares,
arces, bosques y veranos,
teniéndote
a ti cerca, disfrutándote,
gozándote,
queriendo hacerte suya
sobre
las blancas sábanas del lecho.
Pero las
blancas sábanas del lecho
serán
para la noche, y solo el verde
podrá
darnos asiento, si buscamos,
entre
las frondas densas esa calma
que
piden los que quieren desnudarse.
No
niegues que el deseo nos apura:
el
tiempo correrá, se irán las horas,
y no
regresarán las que tenemos:
los
arces y los pinos nos contemplan
en medio
de este bosque que el verano
llenó de
verdes densos y preciosos.
MUY
JUNTOS MIRAREMOS LOS ESPACIOS
Muy
juntos miraremos los espacios:
Las olas
de los mares, las espumas,
los
vientos que se agitan, los corales,
la roca
silenciosa donde el bígaro
espera
bajameres en silencio,
las
aguas cristalinas de los pozos,
allí
donde se esconden camarones
y donde el verde esculpen, con pinceles,
las
algas vegetales que el salitre
no
puede, corrosivo, haber quemado.
Pero
también los fósiles de siglos,
acaso de
milenios, cuando emergen
después
que marejadas sin clemencia
remuevan
ese suelo, a veces pardo,
algunas
veces gris, suelo de grava…
Guijarros,
regodones, piedrecillas…
Los
fósiles también, que, caprichosos,
habrán
de reflejarse en tu mirada
poblada
de veleros de las costas.
Muy
juntos miraremos los espacios.
SUPUSE
EN TU MIRADA
Supuse en tu mirada la hermosura
de mares, cuyas olas, encrespándose,
se lanzan sobre playas y arrecifes,
rompiendo las bellezas coralinas
en el granizo blanco de la espuma
que ya no fue, llegada a las arenas,
cristal azul de risas insondables
que el alma atrapa en ocles sumergidos.
Supuse en tu mirada la hermosura
de mares, cuyas aguas arremeten
en los acantilados, en las rocas,
en los lugares llenos de tristeza,
quebrando sus bellezas con su golpe,
su furia incontrolada, pero pura,
enérgica ante el brillo de la aurora
que admira los pesqueros de tus ojos.
Supuse en tu mirada la hermosura
de valles que se esconden, sumergidos,
sobre la grava blanca de los fondos,
incógnita que queda reservada
a bancos de pescado y calamares
que saben apreciar su bucolismo,
si acaso, con sus fauces, no los sigue,
voraz, la despiadada tintorera.
Supuse en tu mirada la hermosura
del raro batiscafo de mis ojos,
en ella inmersos, siempre a la conquista,
tan ávidos de ti, de tu belleza,
de tu mirar febril y de ese hechizo
que llena de peligros las sabanas
pobladas por las algas submarinas,
por rémoras y rápidos escualos.
2012 © José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.
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