lunes, 16 de julio de 2012

PARECE QUE DESPUNTA LA MAÑANA



PARECE QUE DESPUNTA LA MAÑANA

–Parece que despunta la mañana–,
se dijo, al respirar el aire puro.
Dudó si eran normales esos ocios
a los que tomó gusto desde niño:
entonces caminaba alegremente
por entre matorrales, y los campos
se le antojaban un imperio enorme,
cercado por los bosques numerosos
de aquellas tierras llenas de humedades…
–Parece que despunta la mañana–,
pensó, mientras miraba lo lejano.
Llevaba la escopeta siempre al hombro,
cansado tras las horas de autopista.
Y se sentó, no lejos de los troncos
cortados por la sierra, no hace mucho,
sobre una piedra gris, que, silenciosa,
brotaba, aunque manchada por el musgo,
naciendo de entre el barro removido,
donde el lugar encuentran las lepiotas,
los níscalos, los blancos champiñones.
–Parece que despunta la mañana–,
creyó, al mirar, cansado, todo el valle.
Y dio un suspiro al aire, descansando
después de aquella larga caminata:
Llenando la mañana con sus luces,
manchando el firmamento con sus brillos,
fingiendo su bostezo perezoso,
el alba despertó sobre los bosques
manchados por el beso de la escarcha,
por las heladas blancas que la noche
dejó sobre las hierbas malheridas,
vencidas por el soplo de los aires
callados como el filo de un cuchillo.
–Parece que despunta la mañana–,
se convenció, mirando al sol lejano.
La luz del sol, corriendo las mansiones
del cielo y despojándolas de sombras,
llenándolas de tantas claridades,
acaso acariciaba, entre las ramas,
las hojas del robledo, las cortezas
de cada aliso amigo, cada encina,
tal vez de cada brizna, entre las hierbas
del prado siempre verde, si en las fuentes
brotaba el agua fresca en abundancia.
–Parece que despunta la mañana.
Miraban los arroyos peregrinos
el paso de labriegos, ganaderos,
de gentes que madrugan con el día,
sin prisa entre las densas arboledas,
sin gana por colinas y por prados,
por montes sin abrigo, por los cerros,
al tiempo que, quemando el oro viejo,
la llama del sol nuevo, abiertamente,
llamaba a cada anciano por su nombre.
–Parece que despunta la mañana–,
oyendo la llamada de las olas.
Y el alba despertó sobre los bosques,
sobre el arroyo dulce y peregrino,
sobre los prados verdes y colinas;
también sobre los mares, sobre puertos
heridos de pobrezas y de orgullos,
sobre las barcas de los pescadores.
Y vino la mañana con bostezos
a las ciudades, cuyo ritmo lento
volvió a ser repentino y apurado.
–Parece que despunta la mañana–,
se dijo, al asomarse a los cantiles:
Las lanchas, sobre el agua, descansaban
en la ensenada triste de los puertos,
hablando del pasado no lejano,
del hambre y la miseria pueblerinas
de un tiempo ya olvidado por los jóvenes,
y aquellas piedras viejas, de otros siglos,
alzaban su valor, su fiero orgullo,
jugando al desafío con las olas,
que suelen abrazarlas en sus golpes.

NO LEJOS, EN EL PUERTO, LAS GAVIOTAS

No lejos, en el puerto, las gaviotas
armaban singular algarabía,
cruzando el cielo, alegres y agitadas.
La espuma de los mares saludaba
la luz del alba, siempre perezosa,
jugando con el aire en el espacio.
Las olas, derrotadas, perecían,
llegadas a la arena, con rumores
ajenos a las gruesas marejadas.
La bajamar formaba, entre las piedras,
pequeños charcos de aguas cristalinas,
poblados por las algas y alevines.

LA AURORA

La aurora, misteriosa, se agitaba.
Y halló la luz el tono blanquecino
de la pared callada de las casas
que quedan junto al huerto de la iglesia,
subiendo las callejas, cuesta arriba.
El suelo, no cubierto por asfalto,
solía, con las densas humedades,
formar, en los senderos, anchos charcos
y densos barrizales en sus tramos.
La aurora, vanidosa, se enseñaba.
Detrás de aquella villa tan pequeña,
subiendo el monte, ardían los colores
variados del otoño en los castaños,
los robles, las encinas apagadas.
Un mar de tonos puede, en el otoño,
llenar de luz paisajes moribundos
con rojos encendidos y con pardos
que ven llegar la muerte del helecho.
La aurora, presuntuosa, suspiraba.
Y vio, desde la altura, miradores
heridos del aliento de diciembre,
hermosos miradores, cuando escuchan
también el eco triste de los mares.
Y el mar es ese reino donde el viento
recorre, a su capricho, las distancias,
rozando las espumas con su cuerpo,
jugando con salitres y tristezas.
La aurora, fabulosa, se inundaba.
Y hallaron su hermosura los pesqueros
que corren viejos mares y se enfrentan
al golpe destructivo de las olas
coléricas que buscan playas blancas.
Los viejos marineros contemplaron
sus luces, blanquecinas y doradas,
rosadas otras veces, dibujando
senderos en las aguas agitadas.
La aurora, pretenciosa, se agotaba.
Y todos alabaron su venida,
su fiel retorno a un reino que las sombras
hubieran condenado sin remedio,
jugando a ser verdugos de los hombres.
No sólo el campesino que sustenta
su vida miserable con fatigas
adora su blancura de mañana:
codicia es de los rudos marineros.
La aurora, luminosa, se apagaba.
El sol se despegó del horizonte,
y aquel juego de luces se extinguía
cediendo a la mañana su terreno,
fugándose de aquellos mares tristes.
De nuevo fue verdad aquel milagro,
de nuevo aquel regalo tan humilde,
tan mágico, tan lleno de grandeza,
como es el contemplar la nueva aurora.
Y vino la mañana nuevamente…

DESPUÉS DE QUE LAS LLUVIAS

Después de que las lluvias repentinas
hirieron, sobre el barro humedecido,
la escarcha de las tardes del invierno,
sentí tu voz, predije tu presencia,
que trajo, con sus brisas, las heladas;
supuse que eras tú, y, adivinándote,
te imaginé, risueña, en los portales
del alba, cuando llega el nuevo día.
Y el reino del invierno tejió, alegre,
aquel amanecer, de cuya llama
se quejan los rosales, ya marchitos,
mordidos por los vientos inclementes
que ignoran, entre tanto, los dictados
que me hacen, al tener que contemplarte,
mendigo del azul de tus pupilas,
donde entregarme, acaso, prisionero.
Llegaste con el hielo de la aurora
que rompe sus pinceles, que despierta
corales en el aire, ya bermejo,
sin sucumbir jamás ante las sombras
que, alzando sus castillos a la noche,
quebrando sus mansiones de silencio,
huyeron, temerosas, a otros reinos
en los que alzar efímeros palacios.

2012 ©  José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.

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