José Ramón Muñiz Álvarez
“DE LA FUGACIDAD DE LA EXISTENCIA”
(Paisajes del invierno que se
extingue)
Miró, tras el
cristal de la ventana, la luz de las estrellas en la noche, dudosas,
temblorosas, gemebundas. Febrero iba cobrando sus dominios, alzando sus
castillos orgullosos, domando los paisajes con su paso. Los bosques, despojados
del follaje, podrían ser abrazo de la muerte, mirados desde aquel segundo piso.
Y el alba sorprendió, llena de embrujo, los brillos de la escarcha y de la
nieve que cubre, a su capricho, las malezas. Sus brillos, entre brumas y
silencios, hallaron su color en cada brizna, como un palacio claro en la
enriscada. Y, en esas sierras mágicas y jóvenes, las cumbres levantadas contra
el aire, quebraron la grisalla de las nubes. Y el alba sorprendió, llena de
embrujo, las sábanas cansadas del sosiego que quiso allí el aliento de la
noche: ni un ave se escuchó en las cordilleras, los bosques, los hayedos
solitarios que esperan, en sus sueños melancólicos, sabiendo que los viejos
azulones mudaron de lugar, y, en otros lagos, hallaron esa paz que les faltaba.
Y el alba sorprendió, llena de embrujo, paisajes siempre blancos y un espejo
cuajado de pureza, limpio siempre. Y, dándole a los cielos el hachazo que
suele, cuando besa el horizonte, mostró su cruel bostezo, su pereza, como un
palacio gris e indiferente con la maldad hiriente del invierno, que agita, con
orgullo, sus cuchillos.
El
resto era un murmullo incomprensible de brillos pronunciados por la aurora, que
suele derramarse melancólica. Aquella luz, embuste de los ciegos, no hablaba al
alma, no era del espíritu, como lo son los llantos del que gime. El viento,
emperador de mil fronteras, gritaba su victoria en la penumbra de aquel
amanecer febril e inútil. Muy pronto, los deshielos harán mella de la mansión
febril y solitaria que habitan, apartados de la vida. Y no habrá más invierno
ni más nieves en esos valles raros y quebradas que suelen contemplar desde la
altura. La barra de algún bar y tres cervezas dijeron que se irían de la zona
los besos de los hielos apagados. Lo cantan los arroyos, lo pregonan las voces
de la gente en el mercado, lo gritan los más altos rascacielos, hasta esa
soledad tan inhumana que se hizo diosa dulce e inalcanzable, mortal como el
metal del arponero, la que hizo que nevase en los caminos que llevan a las
cimas apartadas y al fondo de los mundos abisales. Pero él estaba triste, sin
embargo, al ver tan desolada la arboleda, vencida como él mismo, por el tiempo:
los años apretaban sus espaldas, su cuello, su cintura, sus rodillas, después
de tantas sendas caminadas. Y recordó los años escolares, las clases de los
viejos profesores que vio ejercer su oficio siendo un niño.
Y fue su voluntad
entretenerse, dejar de meditar sobre estas cosas, pues era dolorosa aquella
idea: saberse viejo al fin, al fin rendido por esa certidumbre que se acerca
sin forma ni color, amenazante. La muerte es en la vida lo más cierto, lo
propio, ya llegado a unas edades, y todo ha de inclinarse hacia su ocaso. Por eso
recordó, no cabe duda, los versos de un ingenio sevillano que fue tejiendo
versos sobre el tema. Y el caso es que la silva de la rosa, prendida en su
memoria desde antiguo, sonaba musical y hasta agradable. La flor nacía llena de
alegría, sabiendo, sospechando su destino: apenas era un breve y veloz vuelo. Y
él mismo, frágil ya como las flores que arranca el viento fuerte de diciembre,
solía deleitarse en las lecturas. Amaba los sonetos y las silvas de clásicos
del siglo diecisiete, quizás por ser también un pesimista. Quién no juzgó
terrible que la muerte llegase alguna vez a liberarnos de esta prisión absurda
que es la vida… Después volvió asomarse a la ventana de aquel baluarte altivo
en los cordales, y echó a la brisa triste un breve guiño, como un balandro que
arde entre las olas, después del abordaje del pirata que busca su tesoro en el
Caribe, pidiendo la clemencia que suplican aquellos que, dejados al olvido, se
hielan en la luz de sus mansiones.
“Naciste ayer para
morir temprana”, le oyó en una ocasión un joven Góngora, que hablaba de lo
efímero de todo. Y recordó mil versos de Quevedo, filósofo al decir en mil
sonetos que todo fin es algo inexorable. Y al viejo Calderón y lo engañoso que
mezcla el sueño inane a la apariencia, fingiendo la ilusión el universo.
Plasmar tanto saber en un soneto quizás era imposible, pues, ya viejo, tenía
machacadas las neuronas. Si hubiese escrito alguno, imaginaba que habría de
buscar la alegoría de aquel invierno suave pero trágico. Su vida era la
angustia del invierno que, haciendo los ocasos evidentes, le hablaba de la
muerte con murmullos. “Catorce versos dicen que es soneto”, le hubiera dicho
Lope, que risueño, sabía de tristezas y amarguras. Pero él tuvo una vida más
completa, quizás no más dichosa, pero osada: soldado y escritor, amante y cura.
Y el tiempo de los grandes escritores quedaba ya muy lejos de nosotros, de
nuestro siglo insípido y tan frívolo. Morir, no en vano, debe ser más fácil que
estar envejeciendo cada día con este pensamiento de la muerte. Pero es
inevitable pensar tanto, que no es sencillo hallar más distracciones para
asumir las cosas innegables. Qué cómodo es dejar estos problemas y darse al
alborozo y hasta el júbilo de ver que uno está vivo todavía.
Él era un
catedrático cualquiera, sabido en las cuestiones más librescas, la mente
siempre llena de latines, la cita presta, si era su momento, mostrando su saber
con dicción pulcra, que es lógico en ambientes académicos, lugar donde estas
cosas impresionan, como impresiona el verbo más inútil si nace sentencioso de
los sabios. Tras la jubilación pensó en mudarse, comprando aquella casa en una
aldea lejana de las gentes de las urbes. Pensó en fray Luis, pero hizo mal
negocio, pues esta soledad le consumía, mirándose alejado de los suyos. Y es
cierto que él odiaba las ciudades que fueron escenario de su vida, los gritos,
los bullicios y los ruidos. Atrás quedaban años de enseñanza, de muchos
sacrificios dedicados al arte de escribir gruesos artículos. Y todos los
dineros que guardaba quedaban para un muchachuelo sin vergüenza que nunca le
hizo caso en ningún modo. Muy pocos, a su muerte acudirían a ver el funeral y a
dar el pésame quién sabe a quién, no habiendo más familia.
–Los hay que no se aguantan a sí mismos–, se confesaba a veces
en el baño, mirándose al espejo, al afeitarse. Ya nada conseguía al apartarse
de calles luminosas y de voces que no respetan nunca los horarios. Y es cierto
que ya todo le causaba fastidio, aburrimiento y mil molestias, pues era de
carácter muy difícil…
Miró el cristal y vio tras la ventana la luz de la mañana que
nacía, los brillos encendidos de la aurora. Los árboles desnudos del invierno
lloraban sus lamentos elegiacos soñando con la nueva primavera. Entonces
respiró profundamente, y, al ver el castañar aletargado, creyó que ya su
espíritu era escarcha. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, los brillos de
la escarcha y de la nieve que cubre, a su capricho, las malezas. Sus brillos,
entre brumas y silencios, hallaron su color en cada brizna, como un palacio
claro en la enriscada. Y, en esas sierras mágicas y jóvenes, las cumbres
levantadas contra el aire, quebraron la grisalla de las nubes. Y el alba
sorprendió, llena de embrujo, las sábanas cansadas del sosiego que quiso allí
el aliento de la noche: ni un ave se escuchó en las cordilleras, los bosques,
los hayedos solitarios que esperan, en sus sueños melancólicos, sabiendo que
los viejos azulones mudaron de lugar, y, en otros lagos, hallaron esa paz que
les faltaba. Y el alba sorprendió, llena de embrujo, paisajes siempre blancos y
un espejo cuajado de pureza, limpio siempre. Y, dándole a los cielos el hachazo
que suele, cuando besa el horizonte, mostró su cruel bostezo, su pereza, como
un palacio gris e indiferente con la maldad hiriente del invierno, que agita,
con orgullo, sus cuchillos.
“De la fugacidad de la existencia”
2012 José Ramón Muñiz
Álvarez
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