viernes, 13 de julio de 2012

SOIRANA Y PUERTO DE VEGA

BAJABAN DICHOSAS

         Bajaban dichosas
las gentes del pueblo,
al son de las gaitas
y el tamborilero,
         mostrando sus galas,
que las viera el pueblo,
las mozas más bellas
y los casaderos.
         Barriles de tinto
y del vino añejo,
de la mejor sidra,
con el tiempo bueno,
         al ser los sanjuanes,
alegres bebieron
los viejos marinos,
los mozos labriegos.
         Y toda Soirana
era un hervidero
de gran alegría,
y cantos tejieron,
         al son de los bailes,
los mozos del pueblo
tras echar las redes
del amor primero.
         Mas, algo agitado,
el cura del pueblo,
sabiendo de chismes,
queriendo remiendos,
         buscaba a la niña
con gran desconsuelo,
sospechando el llanto
que sabe en los celos.
         Y, por encontrarla,
dos duros y medio,
que son capitales
porque son dineros,
         a quien la encontrara
iba prometiendo,
aunque era la aldea
un rincón pequeño.
         La noche cerrada
se fue deshaciendo,
rasgando cortinas
que alegres tejieron
         las sombras más densas
que, al cubrir los cielos,
bordaron estrellas
de leves reflejos.
         La joven vencida
guardaba el sendero,
y, bajo las piedras,
con sus pensamientos,
         jugaba la espuma
con aires inquietos,
que, siendo la noche,
el aire es más fresco.
         Las luces del alba
rozó, con su beso,
las brisas tocando,
no lejos del puerto,
         y el dulce suspiro
que cantan sus versos
de amores infieles
que son traicioneros.
         Los mares calmados,
con rumores bellos,
con cánticos suaves,
hablaban al viento,
         y, siendo las olas
su acompañamiento,
la arena rozaron
y luego murieron.
         Y allí las miraba,
hermana del viento,
del silencio amargo,
del callado cielo,
         la desamorada
que el amor primero
dejó en el olvido,
matando su pecho.
         Que, esperando el día,
herida del hielo
que quiere la fresca
con esos reflejos
         que pronto iluminan
los fuegos primeros,
al alba sus quejas
contaba en silencio.
         Y, oyendo su llanto,
que, siempre gimiendo,
cantaba tristezas
de quebrados pechos,
         la llama cuajada
del astro más bello,
allí se detuvo,
a su queja atento.
         Pues ella cantaba
amores inciertos,
sinsabores varios
de varios momentos
         en que triste estaba,
junto al viejo puerto,
dejando a los mares
correr sus lamentos.
         Pues, siempre dolida,
con ácidos versos,
la mentira acusa
y el negro veneno,
         que, hiriéndole el alma,
herido su cuerpo
encuentra si roba
la vida en su pecho.

2009 © José Ramón Muñiz Álvarez

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