sábado, 7 de julio de 2012

EL CANTO DE LOS CÁRABOS DEL MONTE (IV)



VI
Las voces de la noche y el silencio
          Caminos que discurren lentamente, que siguen por el llano junto al río, sintiendo sus murmullos, sus canciones dejadas a la brisa de la noche, que sabe acariciar muy suavemente las ramas del cerezo que dejaron desnudos los otoños que corrieron hacia otro nuevo invierno y sus heladas…
          Se admira el leve son del airecillo, los cantos de las aves en la noche, silbidos casi místicos que vuelan, que siguen, que recorren los parajes como el lamento triste y quejumbroso que puede producir un alma en pena si queda ya quien piense que estas almas se quedan condenadas en el mundo.
          Y el clima es indeciso, pues refresca no lejos del embalse de Quereño, no lejos de la casa de Lucita, que duerme ya, que ignora que los búhos, el cárabo, el autillo y la lechuza son los custodios dignos de ese reino que canta, entre las sombras, a la vida, pues es la vida misma entre tinieblas.
          Las voces de la noche y el silencio conjugan su violencia en estas tierras lejanas, apartadas de ciudades, distantes de ruidosas autopistas, y solo los ladridos de los perros parece confundirse, en lo lejano, con voces que ya son ecos ignotos de lo que no ha de ser reconocido.
          Muy lejos queda el Barco y Ponferrada está a mayor distancia todavía. La senda que camina hacia Quereño es cúmulo de ruidos alejados, si no se escucha al gato que, famélico, se queja del dolor que está en sus tripas o tejen su concierto los autillos, sopranos de veladas tan extrañas.
VII
Después del curturrús, raro brevaje

          Pero una noche todo se hizo extraño: después del cuturrús, que es un brebaje que beben los oriundos, caminamos las rutas silenciosas respetuosos. Y el canto del autillo se hizo pronto un eco misterioso que anunciaba la bella primavera inevitable que no pudo tardar, que estaba presta.
          Y Carlos, que ignoraba esos rumores románticos que tienen esas noches cuajadas de misterios tan curiosos, me vino a preguntar qué eran sus ecos. Aquella sinfonía bulliciosa, llenando el valle verde, se sumaba, con lánguido rumor al Sil dormido, que sueña, mientras corre hacia el Atlántico.
          Pasaron otras noches y otros días, y Carlos, que es curioso, mencionaba los cantos que escuchaba cada noche, si andábamos la senda de Quereño. Gustaba hablar del moucho, porque Carlos hablaba allí en gallego muchas veces. El caso es que el autillo no es el moucho, que tal nombre reciben los mochuelos.
          Contándole mil cosas de estas aves, le hablaba del “curuxu” y la “curuxa”. Atento a mi discurso, relajado, sintió tal vez la magia de las sombras, de los misterios raros de mi infancia, dejada atrás, después de tantos años. Y, hablando de las aves de la noche, volvía a recordar a mis abuelas.
          El cárabo, el autillo y el mochuelo llenaron muchas horas de paseos cuando los dos amigos caminábamos en un lugar perdido allá en Galicia. No sé si eran amigos o enemigos. Lo más seguro es que, a su manera, mirasen, en la noche, a los dos locos que, juntos, recorrían la comarca.
          El canto del autillo era precioso.
VIII
El canto del autillo en la buhardilla

          La madre de mi madre, en su buhardilla, dejaba que explorase, cada noche, las sombras intentando sorprenderlas, que aquellas aves eran sugerentes, dotadas de valores atractivos, románticos acaso, un algo lúgubres, como un gemido triste a medianoche que pide que lo auxilien en la nada.
          No sé si tuve culpa de enviciarlo, causándole obsesión, pues yo de niño sentía gran pasión por esos pájaros que nunca dejan ver densas tinieblas. Y el caso es que pasábamos atentos, pendientes del lugar donde cantaban, con voces gemebundas, su reclamo, siguiendo los dictados naturales.
          Pero el rumor discreto del autillo cedió luego el lugar a viejos cárabos. El cárabo es un ave que se esconde y llama con su voz amenazante, borrando con sus gritos repentinos los ecos del autillo pusilánime. Los suyos son rituales agresivos que llaman, que convocan a la guerra.
          Son estas aves los depredadores que alcanzan ratoncillos y batracios. En esa oscuridad donde no vemos ni el suelo que pisamos entre sombras. El cárabo es valiente y corajudo, guerrero con sus garras afiladas, capaces de dañar al más pintado, pues pueden hasta herir a un hombre adulto.
          Tal vez nos ignorasen, simplemente, y, atentos a su vida y sus cuestiones, dejasen que pasáramos de largo como un observador que nada importa. Quién puede adivinar lo que pensaron las aves de dos viejos profesores, amantes del Godello y el Mencía, perdidos en parajes tan hermosos.
          Nosotros adorábamos sus gritos.
IX

Dejando los caminos de Quereño

          Cantar las melodías de Puccini, tener mil discusiones sobre Wagner, hablar de Schubert y de la “Incompleta” se hacía sugerente en el entorno. Rimada trajo un disco con canciones que él mismo componía y que cantaba, y hablábamos de Oroza, de su genio, su raro surrealismo y sus imágenes.
          También todo lo bueno finaliza, de modo que hubo fin a aquellos tiempos: diré que son momentos que recuerdo con gran felicidad y con nostalgia, pues fui dichoso estando allí en el Puente, rincón en la memoria más querida, que quiero visitar en un futuro por todo lo que obtuve de esa tierra.
          El caso es que Rimada, en poco tiempo, dejó, por su salud, estos lugares, teniendo que tomar la baja médica, tras una operación que tuvo riesgo. El Puente y los caminos de Quereño se hicieron aburridos nuevamente, faltando aquel amigo, aquel hermano de extrañas correrías en la noche.
          Pero el contacto no se pierde nunca donde hay una amistad acogedora.          Tras el verano aquel, me llamó un día y hablamos de lo humano y lo divino, sabiendo uno del otro, desde entonces. Después me comentó que, emocionado, pasaba en tren, al lado de Quereño, paraje predilecto a nuestros ojos.
          Y un día me pidió que le escribiera quién sabe si una prosa, algún soneto de aquellos tiempos dulces de locura, cuando éramos dos niños en el Puente: quería que le hablara de los cárabos, del “moucho” y el autillo entre las ramas, sus cantos y sus quejas lastimeras, y aquella primavera que no olvido.
          Por eso os dejo escritas estas líneas.
X

Dejando atrás el Sil y la Cabrera

          Es toda una experiencia ver nevados rincones que no suelen tener nieve, y el Bierzo es más hermoso si las mantas de nieve y de granizo lo atenazan. Pero ha pasado ya el momento justo, la lógica estación para las nieves, los hielos caprichosos, las heladas que quiso otro diciembre ya lejano.
          Al fin, cuando florecen los cerezos, cuando el camino es barro de humedades que trajo abril con vientos y aguaceros, el aire cristalino está más limpio, más puro en el rincón de la Cabrera que ve correr el Sil hacia Galicia, no lejos del solar que los romanos cribaron al robar oro a la tierra.
          Es tiempo de experiencias diferentes: quitarse ya el abrigo, sin embargo, parece ser más propio de atrevidos, porque las noches suelen ser muy frescas. El Puente tiene un raro microclima, de modo que más vale al forastero que sepa suponer que los termómetros descienden, por la noche, sin pudores.
          Entonces me contó que allá en Ushuaia los vientos corren más que los caballos, los hielos pueden más que la alborada, las brisas son cuchillos asesinos. Y, hablando de los grados bajo cero, tras una cena llena de alegría, llegábamos felices a Sobredo, por el camino estrecho de la zona.
          Pero corrió el invierno y, agotado, llegó, por fin, la nueva primavera, la dama presuntuosa de las luces, los brillos y las flores encendidas. Y aquella tradición siguió vigente sin esa escarcha que, ya con la tarde, llenaba cada brizna en las praderas, cada lugar dormido en el asfalto.
Y al fin se fue el invierno, a su capricho.


“El canto de los cárabos del monte”

2011
© José Ramón Muñiz Álvarez
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.

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