martes, 29 de abril de 2014

La España de Olivares



“LA ESPAÑA DE OLIVARES”

La España de Olivares
regresa, tras los siglos,
con ese aspecto triste, decadente,
que vieron los hidalgos
que hallaron los sonetos
y escritos de las plumas distinguidas.
Los tiempos en que Flandes
alzaba sus pendones
contra un imperio débil, cuyas arcas
quedaron sin dineros,
en una guerra absurda
que no le devolvió lo arrebatado.

La España de Olivares
es una España triste,
un reino de bandidos que no paran,
que arrancan a los otros
la tierra en la que viven,
los cuartos que trabajan con esfuerzo.
Y todos los cuatralbos
nos traen a la miseria,
diciendo que es Europa la culpable,
al tiempo que son ellos
los que hunden esos buques
que paga la inocencia de las gentes.

Pensad que son los mismos
los cacos que nos roban,
pues vuelven en la sangre de sus hijos
las ánimas perversas
que hundieron el pasado,
chupando nuestra sangre en el presente.
También Felipe Cuarto
quería que volvieran
los tiempos de la gloria que mantuvo
su abuelo, que, no obstante,
mandó, con gran bravura,
sus barcos a la costa de Inglaterra.

España, traicionada,
espera, sin justicia,
y llora la miseria que le imponen
los vástagos que lucen
corbatas por gorgueras,
y quieren ser los príncipes de antaño.
Y no es por nada bueno:
querrán llevar el oro,
la plata que llegó de las Américas,
si es cierto que, de nuevo,
volvió de las Américas
el oro de los siglos olvidados.

La España del presente
suspira en el martirio,
colgando de una cruz, sacrificada
por esas falsedades
que teje, con malicia,
la boca nunca limpia del político.
Sabed que el pesimismo
es la verdad amarga
que expresa, sin piedad, el desaliento
que impone la condena,
pues esto hemos escrito,
subiendo los peldaños de la Historia.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Sabed que la poesía es experiencia


 
José Ramón Muñiz Álvarez
Sabed que la poesía es experiencia" o "los versos que nos hablan del
paisaje"




             Sabed que la poesía es experiencia que llena de placeres elevados el alma que paciente la redacta: los versos, como en una sinfonía, parecen ordenar bellos compases y explican sensaciones asombrosas. No en vano, la poesía es la hermosura que brota del idioma como un eco que apela al pensamiento más profundo.
             Diréis que es importante la falacia que escribe con ingenio el hombre claro que quiere iluminar a la conciencia. Mas hay mucha mentira en los filósofos, que ignoran que los surcos de la vida los traza cada verso en línea recta.
             La gota de rocío, cuando el alba la puso sobre la hoja del helecho, nació en cantos hermosos, no en ensayos. Y el eco de los sueños que nos dicen que el mundo en que vivimos es hermoso, si no dicen que es tenso, no es la ciencia.
              Dejad pues que la vida abra sus alas al verso que contiene los misterios que no desterrarán siglos y siglos. El mundo es un milagro y lo es la vida para quien ve ese mundo y se sorprende de tanta variedad y su belleza.
             Y si el conocimiento no es sorpresa, si no es afán ni vida, será cierto que no tiene valor y que no sirve. Porque antes que los gustos académicos, la vida debe ser, en todo caso, un descubrir el cosmos en que somos.
             Y acaso los conceptos que define la ciencia con afanes tan excéntricos no sirven a este sano vitalismo, carente de esas vanas pretensiones que se hacen, a la par, inaprensibles para el que no es capaz de amar el viento.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Dios ha muerto



 
¿QUÉ QUIERE DECIR QUE DIOS HA MUERTO?

             La idea de la muerte de Dios tiene un carácter metafórico, como es obvio, al referirse más al abandono de la fe por parte de las diversas épocas históricas que a la muerte de Dios en un sentido biológico, puesto que Dios es visto como un concepto y no como un ente que pueda morir. Sin embargo existe una filosofía que dice que Dios ha muerto. En palabras de Nietzsche, que fue el que más popularizó esta imagen, “todos lo hemos matado”, con lo que se subraya el hecho de que aquella sociedad geocéntrica y medieval quedó atrás, vencida por el Renacimiento, por el escepticismo religioso y anticlerical del espíritu dieciochesco, y, ya en el XIX, desterrado por el darwinismo. Y una sociedad que se queda sin Dios es una sociedad en la que se avecina un profundo cambio moral.
            Dios ha muerto, de modo que el hombre es más libre que antes, no está sometido a mandamientos y puede desnudar su mente de los prejuicios que antes lo condicionaban. Pero Dios deja un vacío, y ese vacío tiene que ser superado por el valor del hombre superior, capaz de crear nuevos valores que vengan a sustituir lo que ha quedado atrás, abandonado como viejo. Estos valores son algo que está por determinar, algo que inaugura una nueva época de libertad, pero una libertad conquistada a base de nihilismo. El nihilismo es la aclaración de la vacuidad que está detrás de esos principios más ensalzados y tenidos como más sagrados que han de quedar atrás desde ahora. La de Dios es una muerte trágica y es también una muerte positiva con la que se acaba el candor de antaño.
                La muerte de Dios es una época de mayor plenitud en el desarrollo humano, más maduro que antes.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

La jungla



 José Ramón Muñiz Álvarez
LA JUNGLA DONDE EL AIRE”

La jungla donde el aire
despierta de su sueño,
bañado por las brisas solitarias,
esconde, en sus adentros,
el eco del espíritu
que sabe sospechar, en la maleza,
la lástima que sienten
las hojas de los árboles,
meciéndose con calma mientras corre,
dichoso pero raudo,
un resto del rocío
que abrió sus ojos hoy, al ver el alba.

Y dices que te gusta
el mar en que sumerjo
la paz en que reposa, siempre plácida,
la voz de la poesía,
en esos mares llenos
de raras caracolas que confunden
las algas con la piedra
eternamente limpia
del fondo de los mares ignorados;
un reino que se oculta
al ojo de las gentes
que llenan las ciudades de bullicio.

Mas pienso que los versos
que suenan son acaso
la música que dicta, sin apuro,
lamentos que se callan,
secretos que se gritan,
si no son las pasiones que se encienden,
al ver que el tiempo corre
y que es incertidumbre
este sendero extraño de la vida,
que ofrece, con sus frutos,
los tramos trabajosos
que hieren nuestros pies, si van desnudos.

Y entonces te recuerdo
que nunca la poesía
fue un grito de dolor, pues sus palabras
son gestos insinceros
que salen de la boca
como la pincelada del artista
que el lienzo manchó alegre
con el retrato hermoso
de aquella amada triste de otras veces,
cuando el amor creía
que duraría un siglo,
llegando a prolongarse tras la muerte.

Pues vivo en esa lógica
que aplasta con su paso
la mística nacida de los sueños,
el eco de poesía
que nace libremente
de quienes imaginan un sendero
distinto al que se cruza
en esa vida diaria
que avanza en el asfalto pusilánime,
sinónimo del tiempo
que nunca retrocede,
si mira atrás, con pena, la memoria.

Y, en este sinsentido,
escribo mis sonetos,
las décimas, las silvas caprichosas
que vienen a mi mente
sin rima, como prosas
que nacen espontáneas del adentro
que dice sin querer
aquello que, nos dicen,
las silvas que han nacido repentinas,
carentes de doctrina,
de lógica en las quejas
que suelen expresar mis cantos tristes.

Pero un materialista
que ve que Dios ha muerto
no pide un mundo nuevo para Reyes,
si no lo necesita,
si no le es necesario
un mundo donde todo esté mentido,
con reyes y con príncipes,
dragones y condesas
que puede uno inventar en sus romances
como un juglar de siglos
que ya no volverán
a verse en esta patria desolada.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los cantos encendidos de la sierra


 
José Ramón Muñiz Álvarez
"LOS CANTOS ENCENDIDOS DE LA SIERRA"
(“Locus amoenus”)



             Tal vez desde las cumbres que despiertan, con un bostezo triste al ver el alba, los pueblos más pequeños, los villorrios parecen pinceladas que, sin orden, salpican los paisajes y los valles, los montes, las colinas y las vegas, en un lugar de arroyos que discurren, buscando los riachuelos sin apuro.

             Tal vez desde las cimas que bostezan al ver la luz del día, tras los montes, las sendas más discretas, los caminos dibujan ese trazo que, sinuoso, se adapta a los caprichos más abruptos que quieren, entre bosques y arboledas, las lomas, los oteros que levantan su aliento sobre el llano que lo mira.

             Lo cierto es que, al mirar desde la altura, las cosas que se ven en la distancia, en esa pequeñez, parecen frágiles, acaso de cristal, porque pudieran quebrarse, si la brisa los tocara con ese beso amargo que no puede mirar el ojo agudo que lo busca, sabiendo que es un hálito invisible.

             Tal vez entre picachos encrespados se mira más azul el mar que ruge no lejos, en los pueblos de la costa, lugares para puertos marineros donde el pesquero aguarda la mañana para perderse en reinos infinitos, para perderse en zonas peligrosas que entierran cada furia en las espumas.

             Los montes son rincones olvidados, y en ellos, orgullosos, los labriegos no olvidan que la nieve es un regalo que hiela su carácter y los torna mohínos pero nobles, porque saben amar ese trabajo que alimenta su espíritu encendido y el carácter honrado de las gentes de la sierra.

             El mundo ha preferido las ciudades, y la comodidad de sus servicios, acaso su tumulto y su locura, dejándose llevar a la alharaca, y, al cabo, en las aldeas, en los pueblos, el viejo sabe acaso, con la noche, sentir la voz de la naturaleza, que vive en el aullido de los lobos.

             Y, porque existe un mundo solitario que ofrece sus caminos, sus senderos, sus furias y quietudes, es posible soñar con esos montes y esos ríos que hirieron la mirada del artista, que hicieron que la música más noble sonase y que los versos describiesen lo mismo que un pincel plasmó con óleo.

             Yo quiero formar parte del paisaje que el águila miró, donde volaba, que sospechó a los buitres en la altura, que supo de las cumbres aguerridas a las que caminar, sin apurarse, subiendo por las cuestas, descendiendo por las laderas verdes de los picos en donde el oso esconde sus parajes.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

martes, 8 de abril de 2014

Für Erich Schagerl, ernste geige in Wiener Philharmoniker


DEDICATORIA:
Los versos hechizados del Danubio
Poemas
ofrecidos al profesor Erich Schagerl, primer
violín de la prestigiosa
Orquesta
Filarmónica de
Viena

(Sonetos y madrigales, además
de algún romance
a modo de
aderezo)


Obertura

Las aguas rumorosas
que miran a los cielos
susurran, con sus voces perezosas,
los cantos de otras épocas,
los cantos de otros siglos,
canciones olvidadas que sugieren
los versos hechizados del Danubio.
Parece que esa música
recuerda repertorios
cantados por sopranos que supieron
mostrar esa belleza
que el canto liderístico
esconde en esas páginas sencillas
de versos hechizados del Danubio.
Y siempre las estrellas
escuchan el concierto,
compases que se siguen, que aceleran
el curso que despierta,
besado por las brisas,
al halo de otra luz que oyó, lejanos,
los versos hechizados del Danubio.

Soneto I

No cabe duda de que uno de los momentos más hermosos de la vida se da cada mañana de otoño, porque el otoño tiene connotaciones mágicas de llegada y de despedida: las flores de los jardines van ajándose, se marchitan como recuerdo de una verdad indudable que nos disgusta, pues sabido es que, como las flores, hemos de apagarnos algún día; pero no es menos cierto que el otoño promete sus frutos. Pero los oros del otoño podrán bien envidiar esa belleza primaveral a la que siempre cantaron los poetas, esa estación de vida, de sol, de deshielo y de dicha. Pues dicen que invita al amor esa estación que se hace metáfora indudable de una juventud desbordada, imprudente, que no mide el derroche de sus energías y que, violenta, canta a la vida como emergiendo de la temeraria borrachera de la voluntad. La sagrada alegría de la juventud siempre promete algo, siempre ofrece algo, siempre sueña con algo y siempre suspira por algo. Vaya con ella, pues, este canto:

Los prados de los bosques más hermosos
se encienden cuando el aire deja en Viena
un eco que en los árboles resuena,
si cantan los gorriones bulliciosos.
Quizá los cantos arden generosos
al ver un cielo en que la luna llena
destierra el alba, mágica azucena
que enseña los jardines luminosos.
Pues siempre una velada mozartiana
parece dar más luz al aire helado
del bosque, la campiña y las colinas.
Y luego los aplausos oye ufana
del pueblo campesino que, nevado,
las horas ve que escapan peregrinas.

Soneto II

Las durezas del invierno no perdonan nunca, y así, desde los meses que dan inicio a los rigores del otoño, se nos anuncia la severidad del hielo, que desciende, amenazante de las cumbres, preludio, tal vez, de una romántica ópera con final infeliz que pudo haber sido compuesta en un tiempo indeterminado por un genio desconocido, pero, en los Alpes, la presencia de la nieve se torna poesía y allí los amaneceres se tornan en algo verdaderamente extraño, pues los brillos son repentinos y aparecen con violencia, manchando cada parcela de cielo con esos oros encendidos que hallan el mejor de los espejos: la nieve no se derrite por encima de las alturas más inaccesibles, donde, desde el amanecer, la luz se refleja, con bravura, en una aventura gloriosa que inaugura al día más brillante que se pudo imaginar jamás. Los lugareños lo saben, y saben que ese brillo tardío no es más débil en los meses de menos sol. Esa es una luminosidad hermosa, salvo en los días de tempestad. Amémosla:

El hielo dominó el paisaje alpino,
llenando, con blancura y osadía
los reinos perezosos donde el día
el brillo ve morir, ya mortecino.
Y duerme ya el granizo en el camino
que esconde, en la fatal melancolía,
el sueño que derrama la valía
del reino del imperio peregrino.
Las mismas nieves viven a lo lejos,
si invaden otros sitios con dureza,
y el blanco de ese brillo que se admira:
el alba ve nacer, entre bermejos,
en Viena, los bostezos, la pereza
del alma que la luz ve que suspira.

Silva I

También arde en el delirio la madrugada cuando la noche sabe encoger en sus sombras esa violencia que lo torna todo en muerte. Porque es difícil que no se torne en desierto todo ese poso de dolor que sienten los árboles de hoja caediza al aletargarse. Como el sol crepuscular, se despiden de la vida, pero no sin envida de coníferas tristes que sienten que se extinguen. Sucumbe el bosque, sucumbe el prado, sucumbe la vida, sucumbe el aliento del espíritu que dio poesía a la naturaleza. Y el bosque virgen despierta a la claridad de otro sueño, porque es sueño todo lo que revive en esa atmósfera que gusta del amor y del viento de una primavera cálida que queda en la distancia de los meses. Entre tanto, el aire está helado y estos pagos son territorio e la tormenta que arrasará los viñedos y helará los estanques, porque la muerte se esconde en cada suspiro de vida, y así será hasta que el ojo de los habitantes de este suelo contemple, dichoso, la llegada de los azulones.

El velo de la noche
llegó como la helada,
discreta y silenciosa, pero fría,
dispuesta a darle muerte
al reino de viñedos solitarios
que no quieren saber del viento triste.
Su beso de azabache
rozó los bosques vírgenes,
con su caricia cruel, ácida y mala,
agriando la arboleda
que arranca del lugar cuyos caminos
se extienden por llanuras y colinas.
El bosque sucumbió,
vencido por el hielo,
que supo desatarse en las orillas
calladas del estanque,
no lejos del abeto y de los montes
donde los bosques pierden la hojarasca.
Pues la primavera
recuerdo de otro tiempo,
tal vez una promesa en el olvido,
queriendo renacer,
volver al reino hermoso del recuerdo
que dicta lo que son expectativas.
Y es Austria de las nieves
que tejen la hermosura
que sabe vincular a sus cadenas,
los árboles vencidos
por soplos del aliento de los vientos
que no tendrán piedad con el paisaje.
El velo de la noche
llegó como la helada,
discreta y silenciosa, delirante,
herida por la envidia
que enciende el sol al alba, si reluce
y muestra su vigor sobre los cielos.

Soneto III

Nada como la luminosidad del alba clara cuando se refleja en las aguas de ese río enorme que recorre Europa entera, presumiendo de un azul que solamente existe en la mente de los poetas, los artistas y los locos, porque ese color es más bello cuando, mezclando los ocres arcillosos de las aguas con el sol y sus primeros resplandores, las aguas del Danubio se hacen doradas, profundamente doradas y bellas, tan hermosas como el oro que resplandece en la piel de esas cariátides que presumen de su perfección escultórica en la sala más amada de la ciudad de Viena. Los distintos colores que se desprenden de la antorcha que enciende el día se vuelven un resplandor mágico y hechizado sobre el río, que, como la nieve, es espejo de las alturas y de sus extrañas y caprichosas vicisitudes. Austria es más hermosa a la luz de su sol lejano, ese sol dorado y débil que no deslumbra, que no insulta con su fuerza la delicadeza de los ojos que lo miran. Contemplad esas alturas y comprobadlo:

Las llamas ven las tierras danubianas
que habitan los más nobles campesinos
que el oro ven, la luz en los caminos
del alba con las horas más tempranas.
El brillo vio la luz de las mañanas,
los oros de sus labios peregrinos,
si acaso en su carrera, mortecinos,
buscaron otras tierras más lejanas.
Que vive prisionera de un suspiro
la luz del alba clara, engalanada
en un invierno cruel y sin ternura.
Y el brillo ve del alba en raro giro
el clásico reflejo que la helada
enciende a la mañana en su blancura.


2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los versos hechizados del Danubio