martes, 8 de abril de 2014

Für Erich Schagerl, ernste geige in Wiener Philharmoniker

Romance III



Las aves, buscando lugares mejores para vivir, suelen partir de estas zonas, cuando el brillo del alba ve en los paisajes del norte los bosques y los campos malheridos por el hielo terrible de un invierno duro. Es por eso que no se oye el canto canoro de los pájaros en la soledad apartada de los bosques, que duermen su letargo o se desperezan, enterrados, casi, en gruesas capas de nieve. Quién no quiere ver renacer la vida nuevamente, porque una explosión de alegría que anunciara la primavera sería, desde luego, un consuelo para las gentes. En primavera se ven llegar las bandadas de azulones que se fueron con el final del verano, cuando los vientos traían copos de las cimas, avisando que era el tiempo de partir a otros lugares. Gansos y cisnes volverán también a las estepas azuladas de ese cielo cambiante y la primavera dejará un aliento de vida en ese imperio de luz que quiere ser jovial y risueño con quienes habitan la comarca.



La alborada vio en el aire,

en los paisajes del norte,

manchados por el deshielo,

la soledad de los bosques.

Esos bosques silenciosos

donde las nieves innobles

niegan la vida a las aves,

que buscan otros rincones.

Y por eso allí el silencio

provoca esas sensaciones

que son de tedio y tristeza,

al llegar allí las noches.

Y por eso allí se espera

que de lejanas regiones

vuelva al fin el avefría

y tornen los azulones.

Que se deshacen los hielos

en los últimos bastiones

del invierno más violento,

prometiendo nuevos goces.

Y es de todos la esperanza

ver en el bello horizonte

los dorados de un sol nuevo

y sus extraños colores.



Soneto XIII



Suele haber una gran brevedad en los brillos luminosos que avanzan, con la alborada, hacia los corredores de una mañana que busca cielos limpios. Y nada hay más puro que esos cielos cándidos y hermosos que nos hablan de ese verano amigo que deja libres los prados de las prisiones de las escarchas más severas. Es ahora cuando florece todo, es ahora cuando van crecidos los arroyuelos, cuando se precipitan, con gana, desde la altura, los violentos torrentes que proceden de los glaciares de las montañas más altas. La primavera vino y dio paso a una estación nueva, tras dejarnos en ese verano de promesas que ya no durará mucho: nada es, en definitiva, duradero. Podéis imaginar los árboles, llenos de hojarasca, hermosos como nunca, pero también las calles bulliciosas donde la gente camina, contemplando precios en los escaparates. La vida es alegre cuando regresa la mañana y su alegría es contagiosa en campos y ciudades:



Los bosques contemplaron la mañana

y el alba que en los cielos silenciosos

sus besos dejó, siempre cadenciosos

si en Viena un sol más claro se engalana.

La luz vino del alba con desgana,

oyendo esos sonidos que, graciosos,

oyeron, en los bosques jubilosos,

al ver una alborada soberana..

Las nieves saben que esa melodía

robada fue al rumor triste del viento

que llora con tristeza al ver el día.

La música da fuego al pensamiento,

sabiendo, al ver correr la brisa fría,

que no durará mucho ese momento.



Soneto XIV



Gusta siempre la nieve de sorprendernos : sus copos son el silencio inadvertido que cruza el aire con un aliento fresco que no quiere despertar a los que duermen, y sorprende a los que duermen, si se asoman a la ventana con el primer bostezo del día, cuando despiertan de ese sueño profundo y callado en que están inmersos. El reflejo del alba suele ser algo delirante en esos palacios de hielo que tejen nieves, escarchas y granizos. Pero, en ocasiones, las aguas aprisionadas en el hielo pueden escapar, si un bendito rayo los desata con su caricia bondadosa. Precipitándose en la cascada, quieren volver a su origen, ser parte del lago, fundirse con los piélagos marinos… La senda es contemplada cuando el sol no se atreve, casi, a deshacer las cortezas que la helada deja cada noche, convertidas en hermoso cristal de una pureza incomparable. El hielo es rey de esos imperios cuando arrecia el viento, cuando el viento calla, cuando la helada quiere.



El brillo que ilumina en el camino

las tardes del invierno sin consuelo

encienden los colores de ese hielo

que el rayo quiebra con su desatino.

No lejos del arroyo cristalino

la cima ve las horas de deshielo,

si cruza felizmente el ancho cielo

el rayo de la aurora peregrino.

El beso traicionero del granizo,

las aguas del arroyo, transparentes,

tornar quiso de nuevo a sus prisiones.

Y el hielo, sin embargo, se deshizo,

pues fueron encendidos y lucientes

las llamas de otro sol en sus mansiones.




Silva VII



La primavera, promesa tan esperada, invita a los caminantes. Y no son pocas las horas de espera, junto al fuego, anhelando ese momento sagrado en que puede uno subir a los montes y ver los bosques encendidos, a punto de la incandescente fragancia de las primeras floraciones que se presentan en un parto incontenible. La estación es prolífica como la pluma de los poetas, como la inventiva de los artistas, como el canto de los músicos. Y vuelven a verse las flores, y cantan las aves en las ramas, y el agua de los ríos, de los arroyos y de los regueros vuelve a correr, esta vez con prisa, pues las aguas se ven libres del hielo en que permanecían presas. La brisa es fresca con el amanecer y llena de belleza los parajes de los bosques de Viena. El sol muestra su sonrisa a los campesinos en ese mundo en que todo incita a la vida y a la alegría de estar vivo. Es momento de un brindis, es hora de abrir el vino que aguardaba esta celebración.



De nuevo pueden verse

las flores en los prados

y el bosque que, encendido, se despierta

del sueño de un invierno

que supo a soledades y nostalgias.

De nuevo se adivinan

las aves en las ramas

que elevan a los cielos esos cantos

sentidos cuya música

resuena agradecida entre los árboles.

De nuevo corre el agua

los cauces de los ríos,

que, en un descenso rápido, se tornan

torrentes peligrosos

que escapan de las nieves de las cimas.

De nuevo se contemplan

las brisas de la aurora,

risueñas como el sol que nace alegre

y muestra su sonrisa

al mundo que ilumina con sus rayos.

De nuevo corre el aire

que besa los rincones,

que, heridos por la escarcha, malheridos,

retornan a la vida

que les negaba el hielo del invierno.

De nuevo el bosque bello

en Viena se hace gala,

y entonces se descorchan las botellas

que alegran los violines

en esos merenderos de otro tiempo.



Soneto XV



El despejado cielo vienés es un cielo que habla de helada a las tardes del invierno. Al día siguiente, el alba despertará ante un paisaje cuajado, pues el hielo fragua y el aliento fresco mantiene ese halo glaciar que corta el rostro de quien sale de su casa. Los jardines de los palacios conocen ese frío asesino y la escarcha sabe adornar la belleza de cada rincón. El reflejo de las llamas del amanecer encienden, aunque tardíamente, su bravura, porque el sol del invierno ni siquiera presume de ser madrugador. Es un paisaje de vida, por más que nos empeñemos, es un desierto que esconde el encanto, más allá de los reflejos que deja una aurora cobarde, hija del vuelo de un sol menos atrevido, más cobarde y temeroso. Los brillos dorados del cielo pueden ser un eco de felicidad perdida al mirarse en los tejados de la catedral de San Esteban, en los parques, en las calles y en los lugares donde, sin embargo, a pesar de tanto frío, se anima la vida.



El alba alborotada halló en la altura

el brillo de su luz, que, incandescente,

las salas recorrió y siguió luciente,

mostrando con su fuerza su bravura.

Un rayo es de coral, verso que cura,

la herida que una llama convincente

desata en ese cielo incontinente

el marco de su luz, cuando más pura.

Pues arden los jardines imperiales

que miran ese brillo siempre bello

que eleva la mañana a su palacio.

En Viena son las galas matinales

regalo de color que el oro bello

esparce en esos cielos de topacio.



Soneto XVI



Es bello ver nacer el nuevo día en los paisajes holárticos que ascienden por la falda de la montaña, de la misma manera que quien hace su peregrinación a algún sagrado. Las cuestas, haciéndose más y más empinadas, parecen acariciar el cielo y rasgan el velo de las nubes, tras las cuales se enciende el brillo de la laborada, que viene unas veces serena, otras marcada por las furias de la tempestad y de las ventiscas. El granizo es violento, las nieves permanecen y no las deshace el sol hasta bien entrada la primavera… Pero, como una promesa de vida que se le da al prisionero que vive encerrado en sus cárceles, el agua vinculada al frío glacial es, en ocasiones, rescatada por un tenue rayo de sol que deja que corra, libre, a la blancura de la espuma de esos torrentes que se precipitan en una cuesta alocada pero dichosa. La brisa fría habla de esos torrentes y de esas aguas heladas que buscan su camino en los cauces estrechos de los Alpes:



La yegua por los cielos vio la helada

que quiebra sus cristales con el día,

hermana de esa vaga brisa fría,

que reina cuando llega la alborada.

La nieve de las cimas vio cuajada,

rebelde y enemiga, pues, bravía,

acaso con más fuerza se encendía,

negándose a ser agua derramada.

Que corre sabiamente lo que es hielo,

buscando por el suelo los lugares

que sabe el arroyuelo, si rebosa.

Los Alpes le brindaron ese suelo

al agua que liberan los glaciares

dormidos de la altura silenciosa.



Silva VIII



Las malezas vienen a cubrirse, en el invierno, por densas cortinas de escarcha que parecen apagar los colores de las distintas praderas, lo que, a decir verdad, puede parecer tan sugerente como una metáfora, tal vez como un símbolo del carácter efímero que aguarda a cada uno de nosotros. No siempre las estaciones son alegres, y, si bien amamos el hielo, como los niños suelen ver, no sin cierto agrado, los copos tras los cristales, durante la clase de matemáticas, lo cierto es que el invierno representa el final del la vida y es símbolo del agotamiento de nuestro tiempo. Algún día, innegablemente, se apagará nuestra existencia, y, porque un día hemos de morir, quizás, existen los oficios del arte, que saben endulzar la existencia de quienes se evaden contemplando en la naturaleza la obra del hombre, buscando en ella, buscando en todo lo que le rodea esos deleites singulares, antes de subir con Caronte en la barca que cruza la laguna Estigia:



El cielo abrió sus odres,

dejando que las nieves,

llenasen con su beso cada campo,

manchasen con su beso cada campo,

hiriesen con su beso cada campo,

dejando en el camino

el raro testimonio de la escarcha.

Las nieves conquistaron

los reinos silenciosos

que sueñan los inviernos

que no cesan,

que duermen los inviernos que no cesan,

que esperan los inviernos

que no cesan,

dejando que se escuche

el fin de los veranos que se extinguen.

Los árboles vencidos

lloraron en los parques,

helados por el beso de la brisa,

vencidos por el beso de la brisa,

rendidos por el beso de la brisa,

sabiendo que su suerte

tal vez es un crepúsculo indistinto.

Las tierras olvidadas

reciben el aliento

de bosques silenciosos y apartados,

de montes silenciosos y apartados,

de pasos silenciosos y apartados,

sabiendo que la senda

es dura donde está el desfiladero.



Romance IV



Las cimas de los picachos alpinos presentan toda su belleza cuando la noche se desvanece y se contemplan helados por los hielos que los cubren. Más abajo, al descender la cota de nieve, también los campos se han convertido en un desierto sometido a la triste caricia del invierno, esa estación que hace del sol de la amanecida un brillo débil y tardío que casi no se adivina en el horizonte. Y si las rocas de las más altas cumbres están cubiertas por la desolación cuando el primer mes del año inicia su carrera, el silencio llena estas regiones de melancolía y aburrimiento. No hay vida aquí: no hay vida en las rocas tomadas por el hielo, no hay vida en los encrespados farallones que se ofrecen a los que escalan, no hay vida en estos rincones de los que huyen las aves y donde, a diferencia de los meses primaverales, la voz del cuclillo no es posible. Si escucháis una voz gemebunda que algo dice, es la voz del viento, que sabe recitar en su retiro:



La nieve llenó los montes

y los bosques, cuya escarcha

desde la noche los cubre

con los besos de la helada.

Los campos bellos y tristes

que sienten que la mañana

agota su aliento débil

al mostrarse derrotada.

Pues el sol es más tardío

cuando llega a la comarca

la caricia del invierno

y de las densas nevadas.

Porque prisioneras viven

en las cimas alejadas

las nieves que trajo el viento

a las más altas montañas.

Que el enero va corrido

y en los Alpes son más largas

esas horas de silencio

en que las aves se callan.

Que no hay vida en los lugares

donde los bosques se apagan

y donde ya no se escuchan

del cuclillo las llamadas.



Soneto XVII



Siempre será la primavera una mensajera de luz, de alegría y de belleza. La primavera, sentida con todo el espíritu en los países de una Europa asediada por el hielo de los primeros meses del año, es recibida, llegado su momento, por las gentes de estos lugares con una alegría inusitada. Y después el verano, ese verano que no durará siempre, que será un tesoro a costa de su carácter efímero, porque llegará a desnudar el otoño los árboles que halló el verano, vestidos con sus densas hojarascas, envueltos en sus verdes hojarascas, escondidos en las oscuras hojarascas que poco saben de los vientos que habrán de arreciar, cuando se tornen rojizas, amarillentas o pardas, como preludio de un letargo que sigue los compases de una marcha fúnebre, la marcha que ve morir una naturaleza vigorosa que, sin embargo, está destinada a sufrir ese paroxismo. Y los reinos del desierto que forman el hielo y los granizos volverán a elevarse en estos campos:



El aire respiró el sol más temprano

que el aire sospechó donde la rosa,

y al fin la primavera más gozosa

nos trajo una noticia del verano.

La brisa se hace beso que, lozano,

parece que, en la danza perezosa,

irradia con frescura revoltosa,

acaso en un silbido mozartiano.

Que así supo romper la noche avara,

dejándose al combate más osado,

el alba que, valiente, se ofrecía.

La luz vio aparecer el alba clara,

la nieve deshaciendo en ese prado

que el beso recibió del nuevo día.





2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los versos hechizados del Danubio

No hay comentarios:

Publicar un comentario