Romance
III
Las
aves, buscando lugares mejores para vivir, suelen partir de estas
zonas, cuando el brillo del alba ve en los paisajes del norte los
bosques y los campos malheridos por el hielo terrible de un invierno
duro. Es por eso que no se oye el canto canoro de los pájaros en la
soledad apartada de los bosques, que duermen su letargo o se
desperezan, enterrados, casi, en gruesas capas de nieve. Quién no
quiere ver renacer la vida nuevamente, porque una explosión de
alegría que anunciara la primavera sería, desde luego, un consuelo
para las gentes. En primavera se ven llegar las bandadas de azulones
que se fueron con el final del verano, cuando los vientos traían
copos de las cimas, avisando que era el tiempo de partir a otros
lugares. Gansos y cisnes volverán también a las estepas azuladas de
ese cielo cambiante y la primavera dejará un aliento de vida en ese
imperio de luz que quiere ser jovial y risueño con quienes habitan
la comarca.
La
alborada vio en el aire,
en
los paisajes del norte,
manchados
por el deshielo,
la
soledad de los bosques.
Esos
bosques silenciosos
donde
las nieves innobles
niegan
la vida a las aves,
que
buscan otros rincones.
Y
por eso allí el silencio
provoca
esas sensaciones
que
son de tedio y tristeza,
al
llegar allí las noches.
Y
por eso allí se espera
que
de lejanas regiones
vuelva
al fin el avefría
y
tornen los azulones.
Que
se deshacen los hielos
en
los últimos bastiones
del
invierno más violento,
prometiendo
nuevos goces.
Y
es de todos la esperanza
ver
en el bello horizonte
los
dorados de un sol nuevo
y
sus extraños colores.
Soneto
XIII
Suele
haber una gran brevedad en los brillos luminosos que avanzan, con la
alborada, hacia los corredores de una mañana que busca cielos
limpios. Y nada hay más puro que esos cielos cándidos y hermosos
que nos hablan de ese verano amigo que deja libres los prados de las
prisiones de las escarchas más severas. Es ahora cuando florece
todo, es ahora cuando van crecidos los arroyuelos, cuando se
precipitan, con gana, desde la altura, los violentos torrentes que
proceden de los glaciares de las montañas más altas. La primavera
vino y dio paso a una estación nueva, tras dejarnos en ese verano de
promesas que ya no durará mucho: nada es, en definitiva, duradero.
Podéis imaginar los árboles, llenos de hojarasca, hermosos como
nunca, pero también las calles bulliciosas donde la gente camina,
contemplando precios en los escaparates. La vida es alegre cuando
regresa la mañana y su alegría es contagiosa en campos y ciudades:
Los
bosques contemplaron la mañana
y
el alba que en los cielos silenciosos
sus
besos dejó, siempre cadenciosos
si
en Viena un sol más claro se engalana.
La
luz vino del alba con desgana,
oyendo
esos sonidos que, graciosos,
oyeron,
en los bosques jubilosos,
al
ver una alborada soberana..
Las
nieves saben que esa melodía
robada
fue al rumor triste del viento
que
llora con tristeza al ver el día.
La
música da fuego al pensamiento,
sabiendo,
al ver correr la brisa fría,
que
no durará mucho ese momento.
Soneto
XIV
Gusta
siempre la nieve de sorprendernos : sus copos son el silencio
inadvertido que cruza el aire con un aliento fresco que no quiere
despertar a los que duermen, y sorprende a los que duermen, si se
asoman a la ventana con el primer bostezo del día, cuando despiertan
de ese sueño profundo y callado en que están inmersos. El reflejo
del alba suele ser algo delirante en esos palacios de hielo que tejen
nieves, escarchas y granizos. Pero, en ocasiones, las aguas
aprisionadas en el hielo pueden escapar, si un bendito rayo los
desata con su caricia bondadosa. Precipitándose en la cascada,
quieren volver a su origen, ser parte del lago, fundirse con los
piélagos marinos… La senda es contemplada cuando el sol no se
atreve, casi, a deshacer las cortezas que la helada deja cada noche,
convertidas en hermoso cristal de una pureza incomparable. El hielo
es rey de esos imperios cuando arrecia el viento, cuando el viento
calla, cuando la helada quiere.
El
brillo que ilumina en el camino
las
tardes del invierno sin consuelo
encienden
los colores de ese hielo
que
el rayo quiebra con su desatino.
No
lejos del arroyo cristalino
la
cima ve las horas de deshielo,
si
cruza felizmente el ancho cielo
el
rayo de la aurora peregrino.
El
beso traicionero del granizo,
las
aguas del arroyo, transparentes,
tornar
quiso de nuevo a sus prisiones.
Y
el hielo, sin embargo, se deshizo,
pues
fueron encendidos y lucientes
las
llamas de otro sol en sus mansiones.
Silva
VII
La
primavera, promesa tan esperada, invita a los caminantes. Y no son
pocas las horas de espera, junto al fuego, anhelando ese momento
sagrado en que puede uno subir a los montes y ver los bosques
encendidos, a punto de la incandescente fragancia de las primeras
floraciones que se presentan en un parto incontenible. La estación
es prolífica como la pluma de los poetas, como la inventiva de los
artistas, como el canto de los músicos. Y vuelven a verse las
flores, y cantan las aves en las ramas, y el agua de los ríos, de
los arroyos y de los regueros vuelve a correr, esta vez con prisa,
pues las aguas se ven libres del hielo en que permanecían presas. La
brisa es fresca con el amanecer y llena de belleza los parajes de los
bosques de Viena. El sol muestra su sonrisa a los campesinos en ese
mundo en que todo incita a la vida y a la alegría de estar vivo. Es
momento de un brindis, es hora de abrir el vino que aguardaba esta
celebración.
De
nuevo pueden verse
las
flores en los prados
y
el bosque que, encendido, se despierta
del
sueño de un invierno
que
supo a soledades y nostalgias.
De
nuevo se adivinan
las
aves en las ramas
que
elevan a los cielos esos cantos
sentidos
cuya música
resuena
agradecida entre los árboles.
De
nuevo corre el agua
los
cauces de los ríos,
que,
en un descenso rápido, se tornan
torrentes
peligrosos
que
escapan de las nieves de las cimas.
De
nuevo se contemplan
las
brisas de la aurora,
risueñas
como el sol que nace alegre
y
muestra su sonrisa
al
mundo que ilumina con sus rayos.
De
nuevo corre el aire
que
besa los rincones,
que,
heridos por la escarcha, malheridos,
retornan
a la vida
que
les negaba el hielo del invierno.
De
nuevo el bosque bello
en
Viena se hace gala,
y
entonces se descorchan las botellas
que
alegran los violines
en
esos merenderos de otro tiempo.
Soneto
XV
El
despejado cielo vienés es un cielo que habla de helada a las tardes
del invierno. Al día siguiente, el alba despertará ante un paisaje
cuajado, pues el hielo fragua y el aliento fresco mantiene ese halo
glaciar que corta el rostro de quien sale de su casa. Los jardines de
los palacios conocen ese frío asesino y la escarcha sabe adornar la
belleza de cada rincón. El reflejo de las llamas del amanecer
encienden, aunque tardíamente, su bravura, porque el sol del
invierno ni siquiera presume de ser madrugador. Es un paisaje de
vida, por más que nos empeñemos, es un desierto que esconde el
encanto, más allá de los reflejos que deja una aurora cobarde, hija
del vuelo de un sol menos atrevido, más cobarde y temeroso. Los
brillos dorados del cielo pueden ser un eco de felicidad perdida al
mirarse en los tejados de la catedral de San Esteban, en los parques,
en las calles y en los lugares donde, sin embargo, a pesar de tanto
frío, se anima la vida.
El
alba alborotada halló en la altura
el
brillo de su luz, que, incandescente,
las
salas recorrió y siguió luciente,
mostrando
con su fuerza su bravura.
Un
rayo es de coral, verso que cura,
la
herida que una llama convincente
desata
en ese cielo incontinente
el
marco de su luz, cuando más pura.
Pues
arden los jardines imperiales
que
miran ese brillo siempre bello
que
eleva la mañana a su palacio.
En
Viena son las galas matinales
regalo
de color que el oro bello
esparce
en esos cielos de topacio.
Soneto
XVI
Es
bello ver nacer el nuevo día en los paisajes holárticos que
ascienden por la falda de la montaña, de la misma manera que quien
hace su peregrinación a algún sagrado. Las cuestas, haciéndose más
y más empinadas, parecen acariciar el cielo y rasgan el velo de las
nubes, tras las cuales se enciende el brillo de la laborada, que
viene unas veces serena, otras marcada por las furias de la tempestad
y de las ventiscas. El granizo es violento, las nieves permanecen y
no las deshace el sol hasta bien entrada la primavera… Pero, como
una promesa de vida que se le da al prisionero que vive encerrado en
sus cárceles, el agua vinculada al frío glacial es, en ocasiones,
rescatada por un tenue rayo de sol que deja que corra, libre, a la
blancura de la espuma de esos torrentes que se precipitan en una
cuesta alocada pero dichosa. La brisa fría habla de esos torrentes y
de esas aguas heladas que buscan su camino en los cauces estrechos de
los Alpes:
La
yegua por los cielos vio la helada
que
quiebra sus cristales con el día,
hermana
de esa vaga brisa fría,
que
reina cuando llega la alborada.
La
nieve de las cimas vio cuajada,
rebelde
y enemiga, pues, bravía,
acaso
con más fuerza se encendía,
negándose
a ser agua derramada.
Que
corre sabiamente lo que es hielo,
buscando
por el suelo los lugares
que
sabe el arroyuelo, si rebosa.
Los
Alpes le brindaron ese suelo
al
agua que liberan los glaciares
dormidos
de la altura silenciosa.
Silva
VIII
Las
malezas vienen a cubrirse, en el invierno, por densas cortinas de
escarcha que parecen apagar los colores de las distintas praderas, lo
que, a decir verdad, puede parecer tan sugerente como una metáfora,
tal vez como un símbolo del carácter efímero que aguarda a cada
uno de nosotros. No siempre las estaciones son alegres, y, si bien
amamos el hielo, como los niños suelen ver, no sin cierto agrado,
los copos tras los cristales, durante la clase de matemáticas, lo
cierto es que el invierno representa el final del la vida y es
símbolo del agotamiento de nuestro tiempo. Algún día,
innegablemente, se apagará nuestra existencia, y, porque un día
hemos de morir, quizás, existen los oficios del arte, que saben
endulzar la existencia de quienes se evaden contemplando en la
naturaleza la obra del hombre, buscando en ella, buscando en todo lo
que le rodea esos deleites singulares, antes de subir con Caronte en
la barca que cruza la laguna Estigia:
El
cielo abrió sus odres,
dejando
que las nieves,
llenasen
con su beso cada campo,
manchasen
con su beso cada campo,
hiriesen
con su beso cada campo,
dejando
en el camino
el
raro testimonio de la escarcha.
Las
nieves conquistaron
los
reinos silenciosos
que
sueñan los inviernos
que
no cesan,
que
duermen los inviernos que no cesan,
que
esperan los inviernos
que
no cesan,
dejando
que se escuche
el
fin de los veranos que se extinguen.
Los
árboles vencidos
lloraron
en los parques,
helados
por el beso de la brisa,
vencidos
por el beso de la brisa,
rendidos
por el beso de la brisa,
sabiendo
que su suerte
tal
vez es un crepúsculo indistinto.
Las
tierras olvidadas
reciben
el aliento
de
bosques silenciosos y apartados,
de
montes silenciosos y apartados,
de
pasos silenciosos y apartados,
sabiendo
que la senda
es
dura donde está el desfiladero.
Romance
IV
Las
cimas de los picachos alpinos presentan toda su belleza cuando la
noche se desvanece y se contemplan helados por los hielos que los
cubren. Más abajo, al descender la cota de nieve, también los
campos se han convertido en un desierto sometido a la triste caricia
del invierno, esa estación que hace del sol de la amanecida un
brillo débil y tardío que casi no se adivina en el horizonte. Y si
las rocas de las más altas cumbres están cubiertas por la
desolación cuando el primer mes del año inicia su carrera, el
silencio llena estas regiones de melancolía y aburrimiento. No hay
vida aquí: no hay vida en las rocas tomadas por el hielo, no hay
vida en los encrespados farallones que se ofrecen a los que escalan,
no hay vida en estos rincones de los que huyen las aves y donde, a
diferencia de los meses primaverales, la voz del cuclillo no es
posible. Si escucháis una voz gemebunda que algo dice, es la voz del
viento, que sabe recitar en su retiro:
La
nieve llenó los montes
y
los bosques, cuya escarcha
desde
la noche los cubre
con
los besos de la helada.
Los
campos bellos y tristes
que
sienten que la mañana
agota
su aliento débil
al
mostrarse derrotada.
Pues
el sol es más tardío
cuando
llega a la comarca
la
caricia del invierno
y
de las densas nevadas.
Porque
prisioneras viven
en
las cimas alejadas
las
nieves que trajo el viento
a
las más altas montañas.
Que
el enero va corrido
y
en los Alpes son más largas
esas
horas de silencio
en
que las aves se callan.
Que
no hay vida en los lugares
donde
los bosques se apagan
y
donde ya no se escuchan
del
cuclillo las llamadas.
Soneto
XVII
Siempre
será la primavera una mensajera de luz, de alegría y de belleza. La
primavera, sentida con todo el espíritu en los países de una Europa
asediada por el hielo de los primeros meses del año, es recibida,
llegado su momento, por las gentes de estos lugares con una alegría
inusitada. Y después el verano, ese verano que no durará siempre,
que será un tesoro a costa de su carácter efímero, porque llegará
a desnudar el otoño los árboles que halló el verano, vestidos con
sus densas hojarascas, envueltos en sus verdes hojarascas, escondidos
en las oscuras hojarascas que poco saben de los vientos que habrán
de arreciar, cuando se tornen rojizas, amarillentas o pardas, como
preludio de un letargo que sigue los compases de una marcha fúnebre,
la marcha que ve morir una naturaleza vigorosa que, sin embargo, está
destinada a sufrir ese paroxismo. Y los reinos del desierto que
forman el hielo y los granizos volverán a elevarse en estos campos:
El
aire respiró el sol más temprano
que
el aire sospechó donde la rosa,
y
al fin la primavera más gozosa
nos
trajo una noticia del verano.
La
brisa se hace beso que, lozano,
parece
que, en la danza perezosa,
irradia
con frescura revoltosa,
acaso
en un silbido mozartiano.
Que
así supo romper la noche avara,
dejándose
al combate más osado,
el
alba que, valiente, se ofrecía.
La
luz vio aparecer el alba clara,
la
nieve deshaciendo en ese prado
que
el beso recibió del nuevo día.
2013-2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
“Los
versos hechizados del Danubio”
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