martes, 8 de abril de 2014

Für Erich Schagerl, ernste geige in Wiener Philharmoniker

 
Soneto XVIII

El color ocre del Danubio lo es de arcillas que se mezclan con las aguas que corren felizmente por su cauce, jugando, presurosas, con las ondinas que nadan desnudas en el fondo del río. Desde tiempos inmemoriales han sido ellas las encargadas de cuidar del río, lleno de belleza y de encanto para los habitantes de la zona. El Danubio tiene alma y tiene vida, y dibuja una sonrisa dorada cuando la luz del alba descubre ese ocre, convirtiéndolo en el oro delicioso de la nueva aurora que se refleja en el momento en que va a llegar la mañana. Otros ríos también la ven, eso es cierto, pero el oro danubiano no deja, por ello, de ser singular. Roto el imperio de la noche, acabada la oscura tiranía de su dominación, el sol vuelve a brillar cuando llega el brillo del día y el paisaje escapa a la esclavitud de las tinieblas. El Nilo, a lo largo de su extenso paseo en África, no conoce esas neblinas suaves que vienen en las horas más tempranas:

El sol mostró su fuego, que, bermejo,
el brillo hirió, la llama que, mezquina,
mostrar quiso la magia coralina,
mirando en el Danubio su reflejo.
Y fue su curso acaso el raro espejo
que enciende, con la llama matutina,
la luz que arde violenta en la colina
que sabe del color del oro viejo.
El aire se hace acaso transparente
donde la noche deja ya el paisaje
que quiere verse libre de la sombra.
El alba es una luz resplandeciente
que prende sus colores con coraje
donde el Danubio tiene su ancha alfombra.

Silva IX

También las noches, no solo las alboradas y sus poderosos destellos, movidos por un halo cegador de rayos que escapan como overos, tienen su hermosura, cuando se mira, se admira a las estrellas, moribundas y malheridas, vencidas por la tristeza. El Danubio sigue con su canto rumoroso, porque el río que desagua en el Mar Negro, lleva de continuo los frutos del deshielo, las aguas nacidas del parto de las fuentes de toda Europa, los llantos del cielo, si es que las lluvias se precipitan en torrente. Esta zona es zona de viñedos, de vino y de alegría, de música y de romanticismo. Pero no tardará la alborada, cuyos colores rompen las cortinas de la noche y dan un tono transparente al aire atrapado por las negras tinieblas. El dulce paseo de la brisa parece refrescar las hojarascas en días no muy calurosos, porque todavía está el verano lejos. Pero la vida sabe demasiado bien y no es el caso quejarse, porque los deshielos y los amaneceres tienen su belleza.

La noche de azabache
quebró la madrugada
al ver la luz que, ardiente, se encendía
no lejos de las aguas
que corren a la orilla del Danubio.
Callaron las estrellas
que escuchan los rumores
del agua que recorre los paisajes,
al tiempo que da forma
al valle silencioso del Danubio.
Y pudo ver la llama
del alba perezosa
aquel lugar, rincón de los viñedos
que encienden sus colores
no lejos de las aguas del Danubio.

Soneto XIX

Cuando las nieves acechan en el invierno, cuando los hielos quieren paralizar la vida y la violencia de los granizos arrecia, en ese momento en que la tormenta se hace señora del paisaje y uno mira, tras los cristales, la lluvia agresiva, la lentitud de los copos de nieve o la ira del viento a deshora, la imagen de la primavera se hace presente y la calidez del verano es más deseable. Primavera y verano, sí, son en efecto una añoranza cuando el enero acaba de morir y entra, con pie izquierdo, un febrero castigador y malvado que goza al hacerse carcelero de las gentes, si estas deben recluirse en sus hogares. En todo caso, no faltan nunca los valientes, que siempre los hay, que salen desafiantes a burlarse del mal tiempo, porque no tiene derecho el mal tiempo a borrar la sonrisa desvergonzada y alegre, insolente acaso, de sus rostros. Entre tanto es hermoso que las horas junto al fuego sean horas de versos y de poemas, de músicas sonoras y de gozo:

El bosque vio enterrada la grandeza
del verde y la hojarasca cuyo brío
la luz halló en el pardo más vacío
de cuantos borda la naturaleza.
La escarcha fue tomando la maleza
que quiso con aliento, siempre frío,
un viento melancólico y sombrío
que el hielo tejió con delicadeza.
Que fue capricho triste de la helada
dejar Austria cubierta por la nieve
que enciende su fatal melancolía.
Acaso la desdicha fue más breve,
después de ya acabada la invernada,
cuando la primavera volvió un día.

Soneto XX

El hielo es conquistador y su beso helado ha venido tomando nuevos territorios que engrandecen sus dominios. El hielo es asesino y su puñal ha venido hiriendo los prados, las malezas y el sotobosque donde ayer, sin ir más lejos, los helechos mantenían su verdura. El hielo es violento y sus espadas han querido ser el capricho de esa escarcha con la que el invierno niega su verdad a la vida, pues, con soplo gélido, gusta de desplazar los tonos chillones de las mejores estaciones para, a la luz de una belleza diferente, bañar de claros y oscuros las veredas. No lo olvidéis: las gamas de color se pierden, se desdibujan, acaban por resignarse, y cuando el paisaje es tomado por la nieve, no deja de recordar una fotografía en blanco y negro que nos habla de un tiempo pasado. La cantinela del viento, monótona y amarga, enciende entonces esa acidez que no quiere soportar ninguno de los que la escucha, pues es locura lo que sugiere.

No puede haber más llanto en esa helada
que enciende el fuego ardiente que deshizo
el brillo de la aurora en cuyo hechizo
cesó al borrarse el alba alborotada.
La luz los bosques vio en la llamarada
que lanza con violencia su granizo
en un paisaje triste que, invernizo,
en Viena sospechó la luz dorada.
La noche se deshizo y vino el día,
tejiendo sus colores con talento
el brillo de la luz en la maleza.
Y acaso todo fue melancolía
que oyó pasar la voz triste del viento,
si el viento con su voz se repetía.

Silva X

Quiere la tierra nuevas primaveras cuando llegan los terribles vendavales que asustan con su gemido. Y ese aliento de tristeza que se escucha de la boca del aire, cuando su voz llora triste, azotando las coníferas de los bosques, densos y melancólicos porque ya llega la invernada, castiga cada rincón, cada lugar, matando, congelando su belleza, pintando una postal de escarchas calladas y hielos que cuajaron porque el sol se aleja, débil y cansado, cuando mira desde un horizonte lejano, con el lamento del eco malherido de una luz que refleja el blanco inmaculado de la nieve que lo toma todo. El cansancio del invierno se hace letargo muchas veces. El monótono blanco de las interminables horas del paisaje de invierno se hace letargo muchas veces. El brillo del sol sobre la extensa sábana blanca con que las nieves lo cubren todo, absolutamente todo, se hace letargo muchas veces. Muchas veces hasta el canto del arroyuelo parece un llanto:

Las nieves del invierno
dejaron un aliento de tristeza
en los paisajes tristes
que lloran soledades
en el rincón callado junto al río.
Y el tacto de sus besos,
de su caricia gélida y terrible,
desciende a los jardines
que añoran primaveras
que habrán de regalar la nueva vida.
Acaso volverán
de reinos alejados esos cisnes
que saben de las aguas
calladas de los lagos
que duermen en la altura de los Alpes.
Acaso nuevamente
vremos a los viejos azulones
que llegan de las tierras
que saben del verano
que muere en lo lejano con tristeza-
Las nieves del invierno
dejaron un aliento de tristeza
en ese espacio hermoso
que olvida el viento triste
que trajo los granizos y nevadas.

Finale

Las colinas del valle de Wachau ven correr las aguas del Danubio a ese destino donde los ríos se hacen mares y donde las vidas se hacen muertes. Pero el camino está lleno de luces, de distintas gamas de colores, de viñedos otoñales que, donde se hacen más suaves los paisajes y más melancólicas las ruinas, encienden el optimismo de quienes siguen la vereda, igual que el Danubio su curso, hacia un destino quizás menos alegre. Por estas veredas se oyen cánticos románticos, no sabe si de rumor de las aguas o las ondinas que viven hechizadas en las profundidades del río, y, al llegar la noche, los muros de los castillos de otros siglos sienten el aliento de la brisa, húmedo a la vera del agua, sintiendo la mordedura de la helada, porque las heladas suelen ser más agresivas en las orillas de los ríos y los estanques. Y es que la noche mantiene todos sus misterios en secreto, cuando las sombras cubren la abadía de Melk:

Son las aguas del Danubio
las que buscan su destino,
derramando, entre colinas,
un rumor dulce y sombrío.
Porque al mar corren las aguas
como una vida al olvido
suele volar, repentina,
si es que pronto se deshizo.
Que siempre la muerte espera,
que amenaza con los filos
de la guadaña terrible
y con su brillo asesino.
Mas, entre tanto, no falta
a la vida el colorido
que hace bellos los paisajes
y hace dulce ese camino.
Y, porque llega la noche,
también de la muerte es signo
el crepúsculo que brilla
donde el día muere herido.
Pero en la noche el misterio
es un secreto escondido
que murmura ya la brisa,
en las orillas del río.
Y porque nunca conoce
canto tal el campesino
cuenta que son las ondinas,
junto al hogar, a sus hijos.
Y a la vista de los muros
de los callados castillos,
otras veces orgullosos,
muestra la helada sus hilos.
Con ellos el hielo teje
que vieron en otros siglos
esas altas fortalezas
y esos muros derruidos.
Y es silencio la abadía
cuando se torna testigo
de la luna que refleja
sus colores en el río.


2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
Los versos hechizados del Danubio

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