Soneto
XVIII
El
color ocre del Danubio lo es de arcillas que se mezclan con las aguas
que corren felizmente por su cauce, jugando, presurosas, con las
ondinas que nadan desnudas en el fondo del río. Desde tiempos
inmemoriales han sido ellas las encargadas de cuidar del río, lleno
de belleza y de encanto para los habitantes de la zona. El Danubio
tiene alma y tiene vida, y dibuja una sonrisa dorada cuando la luz
del alba descubre ese ocre, convirtiéndolo en el oro delicioso de la
nueva aurora que se refleja en el momento en que va a llegar la
mañana. Otros ríos también la ven, eso es cierto, pero el oro
danubiano no deja, por ello, de ser singular. Roto el imperio de la
noche, acabada la oscura tiranía de su dominación, el sol vuelve a
brillar cuando llega el brillo del día y el paisaje escapa a la
esclavitud de las tinieblas. El Nilo, a lo largo de su extenso paseo
en África, no conoce esas neblinas suaves que vienen en las horas
más tempranas:
El
sol mostró su fuego, que, bermejo,
el
brillo hirió, la llama que, mezquina,
mostrar
quiso la magia coralina,
mirando
en el Danubio su reflejo.
Y
fue su curso acaso el raro espejo
que
enciende, con la llama matutina,
la
luz que arde violenta en la colina
que
sabe del color del oro viejo.
El
aire se hace acaso transparente
donde
la noche deja ya el paisaje
que
quiere verse libre de la sombra.
El
alba es una luz resplandeciente
que
prende sus colores con coraje
donde
el Danubio tiene su ancha alfombra.
Silva
IX
También
las noches, no solo las alboradas y sus poderosos destellos, movidos
por un halo cegador de rayos que escapan como overos, tienen su
hermosura, cuando se mira, se admira a las estrellas, moribundas y
malheridas, vencidas por la tristeza. El Danubio sigue con su canto
rumoroso, porque el río que desagua en el Mar Negro, lleva de
continuo los frutos del deshielo, las aguas nacidas del parto de las
fuentes de toda Europa, los llantos del cielo, si es que las lluvias
se precipitan en torrente. Esta zona es zona de viñedos, de vino y
de alegría, de música y de romanticismo. Pero no tardará la
alborada, cuyos colores rompen las cortinas de la noche y dan un tono
transparente al aire atrapado por las negras tinieblas. El dulce
paseo de la brisa parece refrescar las hojarascas en días no muy
calurosos, porque todavía está el verano lejos. Pero la vida sabe
demasiado bien y no es el caso quejarse, porque los deshielos y los
amaneceres tienen su belleza.
La
noche de azabache
quebró
la madrugada
al
ver la luz que, ardiente, se encendía
no
lejos de las aguas
que
corren a la orilla del Danubio.
Callaron
las estrellas
que
escuchan los rumores
del
agua que recorre los paisajes,
al
tiempo que da forma
al
valle silencioso del Danubio.
Y
pudo ver la llama
del
alba perezosa
aquel
lugar, rincón de los viñedos
que
encienden sus colores
no
lejos de las aguas del Danubio.
Soneto
XIX
Cuando
las nieves acechan en el invierno, cuando los hielos quieren
paralizar la vida y la violencia de los granizos arrecia, en ese
momento en que la tormenta se hace señora del paisaje y uno mira,
tras los cristales, la lluvia agresiva, la lentitud de los copos de
nieve o la ira del viento a deshora, la imagen de la primavera se
hace presente y la calidez del verano es más deseable. Primavera y
verano, sí, son en efecto una añoranza cuando el enero acaba de
morir y entra, con pie izquierdo, un febrero castigador y malvado que
goza al hacerse carcelero de las gentes, si estas deben recluirse en
sus hogares. En todo caso, no faltan nunca los valientes, que siempre
los hay, que salen desafiantes a burlarse del mal tiempo, porque no
tiene derecho el mal tiempo a borrar la sonrisa desvergonzada y
alegre, insolente acaso, de sus rostros. Entre tanto es hermoso que
las horas junto al fuego sean horas de versos y de poemas, de músicas
sonoras y de gozo:
El
bosque vio enterrada la grandeza
del
verde y la hojarasca cuyo brío
la
luz halló en el pardo más vacío
de
cuantos borda la naturaleza.
La
escarcha fue tomando la maleza
que
quiso con aliento, siempre frío,
un
viento melancólico y sombrío
que
el hielo tejió con delicadeza.
Que
fue capricho triste de la helada
dejar
Austria cubierta por la nieve
que
enciende su fatal melancolía.
Acaso
la desdicha fue más breve,
después
de ya acabada la invernada,
cuando
la primavera volvió un día.
Soneto
XX
El
hielo es conquistador y su beso helado ha venido tomando nuevos
territorios que engrandecen sus dominios. El hielo es asesino y su
puñal ha venido hiriendo los prados, las malezas y el sotobosque
donde ayer, sin ir más lejos, los helechos mantenían su verdura. El
hielo es violento y sus espadas han querido ser el capricho de esa
escarcha con la que el invierno niega su verdad a la vida, pues, con
soplo gélido, gusta de desplazar los tonos chillones de las mejores
estaciones para, a la luz de una belleza diferente, bañar de claros
y oscuros las veredas. No lo olvidéis: las gamas de color se
pierden, se desdibujan, acaban por resignarse, y cuando el paisaje es
tomado por la nieve, no deja de recordar una fotografía en blanco y
negro que nos habla de un tiempo pasado. La cantinela del viento,
monótona y amarga, enciende entonces esa acidez que no quiere
soportar ninguno de los que la escucha, pues es locura lo que
sugiere.
No
puede haber más llanto en esa helada
que
enciende el fuego ardiente que deshizo
el
brillo de la aurora en cuyo hechizo
cesó
al borrarse el alba alborotada.
La
luz los bosques vio en la llamarada
que
lanza con violencia su granizo
en
un paisaje triste que, invernizo,
en
Viena sospechó la luz dorada.
La
noche se deshizo y vino el día,
tejiendo
sus colores con talento
el
brillo de la luz en la maleza.
Y
acaso todo fue melancolía
que
oyó pasar la voz triste del viento,
si
el viento con su voz se repetía.
Silva
X
Quiere
la tierra nuevas primaveras cuando llegan los terribles vendavales
que asustan con su gemido. Y ese aliento de tristeza que se escucha
de la boca del aire, cuando su voz llora triste, azotando las
coníferas de los bosques, densos y melancólicos porque ya llega la
invernada, castiga cada rincón, cada lugar, matando, congelando su
belleza, pintando una postal de escarchas calladas y hielos que
cuajaron porque el sol se aleja, débil y cansado, cuando mira desde
un horizonte lejano, con el lamento del eco malherido de una luz que
refleja el blanco inmaculado de la nieve que lo toma todo. El
cansancio del invierno se hace letargo muchas veces. El monótono
blanco de las interminables horas del paisaje de invierno se hace
letargo muchas veces. El brillo del sol sobre la extensa sábana
blanca con que las nieves lo cubren todo, absolutamente todo, se hace
letargo muchas veces. Muchas veces hasta el canto del arroyuelo
parece un llanto:
Las
nieves del invierno
dejaron
un aliento de tristeza
en
los paisajes tristes
que
lloran soledades
en
el rincón callado junto al río.
Y
el tacto de sus besos,
de
su caricia gélida y terrible,
desciende
a los jardines
que
añoran primaveras
que
habrán de regalar la nueva vida.
Acaso
volverán
de
reinos alejados esos cisnes
que
saben de las aguas
calladas
de los lagos
que
duermen en la altura de los Alpes.
Acaso
nuevamente
vremos
a los viejos azulones
que
llegan de las tierras
que
saben del verano
que
muere en lo lejano con tristeza-
Las
nieves del invierno
dejaron
un aliento de tristeza
en
ese espacio hermoso
que
olvida el viento triste
que
trajo los granizos y nevadas.
Finale
Las
colinas del valle de Wachau ven correr las aguas del Danubio a ese
destino donde los ríos se hacen mares y donde las vidas se hacen
muertes. Pero el camino está lleno de luces, de distintas gamas de
colores, de viñedos otoñales que, donde se hacen más suaves los
paisajes y más melancólicas las ruinas, encienden el optimismo de
quienes siguen la vereda, igual que el Danubio su curso, hacia un
destino quizás menos alegre. Por estas veredas se oyen cánticos
románticos, no sabe si de rumor de las aguas o las ondinas que viven
hechizadas en las profundidades del río, y, al llegar la noche, los
muros de los castillos de otros siglos sienten el aliento de la
brisa, húmedo a la vera del agua, sintiendo la mordedura de la
helada, porque las heladas suelen ser más agresivas en las orillas
de los ríos y los estanques. Y es que la noche mantiene todos sus
misterios en secreto, cuando las sombras cubren la abadía de Melk:
Son
las aguas del Danubio
las
que buscan su destino,
derramando,
entre colinas,
un
rumor dulce y sombrío.
Porque
al mar corren las aguas
como
una vida al olvido
suele
volar, repentina,
si
es que pronto se deshizo.
Que
siempre la muerte espera,
que
amenaza con los filos
de
la guadaña terrible
y
con su brillo asesino.
Mas,
entre tanto, no falta
a
la vida el colorido
que
hace bellos los paisajes
y
hace dulce ese camino.
Y,
porque llega la noche,
también
de la muerte es signo
el
crepúsculo que brilla
donde
el día muere herido.
Pero
en la noche el misterio
es
un secreto escondido
que
murmura ya la brisa,
en
las orillas del río.
Y
porque nunca conoce
canto
tal el campesino
cuenta
que son las ondinas,
junto
al hogar, a sus hijos.
Y
a la vista de los muros
de
los callados castillos,
otras
veces orgullosos,
muestra
la helada sus hilos.
Con
ellos el hielo teje
que
vieron en otros siglos
esas
altas fortalezas
y
esos muros derruidos.
Y
es silencio la abadía
cuando
se torna testigo
de
la luna que refleja
sus
colores en el río.
2013-2014
© José Ramón Muñiz Álvarez
“Los
versos hechizados del Danubio”
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