martes, 29 de abril de 2014

Los cantos encendidos de la sierra


 
José Ramón Muñiz Álvarez
"LOS CANTOS ENCENDIDOS DE LA SIERRA"
(“Locus amoenus”)



             Tal vez desde las cumbres que despiertan, con un bostezo triste al ver el alba, los pueblos más pequeños, los villorrios parecen pinceladas que, sin orden, salpican los paisajes y los valles, los montes, las colinas y las vegas, en un lugar de arroyos que discurren, buscando los riachuelos sin apuro.

             Tal vez desde las cimas que bostezan al ver la luz del día, tras los montes, las sendas más discretas, los caminos dibujan ese trazo que, sinuoso, se adapta a los caprichos más abruptos que quieren, entre bosques y arboledas, las lomas, los oteros que levantan su aliento sobre el llano que lo mira.

             Lo cierto es que, al mirar desde la altura, las cosas que se ven en la distancia, en esa pequeñez, parecen frágiles, acaso de cristal, porque pudieran quebrarse, si la brisa los tocara con ese beso amargo que no puede mirar el ojo agudo que lo busca, sabiendo que es un hálito invisible.

             Tal vez entre picachos encrespados se mira más azul el mar que ruge no lejos, en los pueblos de la costa, lugares para puertos marineros donde el pesquero aguarda la mañana para perderse en reinos infinitos, para perderse en zonas peligrosas que entierran cada furia en las espumas.

             Los montes son rincones olvidados, y en ellos, orgullosos, los labriegos no olvidan que la nieve es un regalo que hiela su carácter y los torna mohínos pero nobles, porque saben amar ese trabajo que alimenta su espíritu encendido y el carácter honrado de las gentes de la sierra.

             El mundo ha preferido las ciudades, y la comodidad de sus servicios, acaso su tumulto y su locura, dejándose llevar a la alharaca, y, al cabo, en las aldeas, en los pueblos, el viejo sabe acaso, con la noche, sentir la voz de la naturaleza, que vive en el aullido de los lobos.

             Y, porque existe un mundo solitario que ofrece sus caminos, sus senderos, sus furias y quietudes, es posible soñar con esos montes y esos ríos que hirieron la mirada del artista, que hicieron que la música más noble sonase y que los versos describiesen lo mismo que un pincel plasmó con óleo.

             Yo quiero formar parte del paisaje que el águila miró, donde volaba, que sospechó a los buitres en la altura, que supo de las cumbres aguerridas a las que caminar, sin apurarse, subiendo por las cuestas, descendiendo por las laderas verdes de los picos en donde el oso esconde sus parajes.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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