Soneto
VIII
Las
nieves y el alba forjan un misterio que llama la atención de los
poetas, de los pintores, tal vez de los músicos, porque las
tonalidades de la orquesta recuerdan, no en vano, las gamas
encendidas o apagadas, las diversas texturas del cielo que se
refleja, al amanecer, sobre los hielos, los lagos, los ríos. Austria
parece acaso una sábana, un manto de terciopelo, si es capricho del
clima de la zona que esos inviernos sean destellos descoloridos de un
oro viejo que habita la melancolía, la nostalgia, quizá, de un
tiempo distinto y más alegre. Porque siempre que nieva y amanece hay
un halo de alegría y otro de tristeza, y porque también hay siempre
un momento más alegre que pasea fugaz por la cabeza, como mota de
polvo en el aire que no logramos apresar en un puño. Y toda esta
hermosura debe ser elevada a las más altas cumbres, engalanándose
como la yegua que viene con el primer rayo del día. El color del
alba se festeja en las nieves:
El
alba que se enciende en el deshielo,
que
llena de bullicio la hondonada,
engrosa
los arroyos de la helada
que
mezcla la nevada con el suelo.
Es
Austria, cuando nieva, terciopelo
que
abunda en la pradera si, cuajada,
la
helada en hielo vive aprisionada,
a
costa de ser nieve y de ser hielo.
La
luz llena los cielos de dorados
y
luces, aunque débiles, hermosas
que
saben la belleza del invierno..
Así
son los lugares apartados,
la
escarcha y la nevada perezosas
que
tejen ese manto helado y tierno.
Silva
IV
Desde
que el granizo cae con violencia en el asfalto por el que circulan
los transeúntes, en el momento justo en el que caminan las aceras
jóvenes y viejos, hombres y mujeres; desde que el hielo sobreviene,
como un torrente helado que cuajara en mitad del aire, al tiempo que
el viento azota los paraguas de los más avisados, a los que la
tempestad no coge desprevenidos; desde que los árboles se resignan a
los latigazos con los que el mal tiempo fustiga las hojas pardas, que
ya en el suelo, alimentan al barro parduzco que llora entre las
humedades, y desde que los campos, las charcas, los estanques, las
cumbres y las sendas lamentan ese castigo que llega de las alturas,
la conciencia de que el invierno ha llegado empuja al canto
melancólico que expresa ese dolor de las horas sombrías que ven
cielos crepusculares cuando no es hora. El granizo, como la nieve, se
vuelve traicionero y amigo, nos ataca y nos obsequia su alegría:
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
cayendo
sobre montes, sobre bosques,
manchando
con su albura
los
árboles vencidos de los parques,
rozando
con su azote las ventanas.
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
llenando
cada plaza, cada calle,
bañando
las aceras
del
hielo que nos hiere cuando viene,
rozando
con su aliento nuestros rostros.
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
que
vino y que se fue, que, con pureza,
trazó
sobre los suelos
el
duelo de su llanto y su dibujo,
rozando
con su beso los viejos adoquines.
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
cayendo
sobre sendas y caminos,
hiriendo,
en las ciudades,
balcones
y tejados orgullosos,
rozando
con su fuerza las buhardillas.
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
cayendo
sobre gentes campesinas,
manchando
los abrigos
de
los oficinistas en las urbes,
rozando
los sombreros con su frío.
Y
descendió el granizo,
que
vino despiadado,
cayendo
sobre trenes y autocares,
manchando
el parabrisas
del
coche en el que llevan a las gentes
que
acuden al trabajo sin apuro.
Romance
II
La
violencia con la que se desata el granizo en plena noche se convierte
en un estruendo repentino, las más veces, en esos primeros días de
noviembre, cuando el otoño ha manchado en el oro, el pardo y los
rojizos esos pinceles con los que todo refleja esa humedad que
impregna la brisa, el aire y la suavidad del ambiente que refresca
los rostros de quienes pasean temprano. Y es que muchas veces el
granizo insiste cuando se ve la luz del día que comienza, pues los
resplandores del orto son una caricia de luces que engalanan las
alturas con su hermosura. El granizo se deshace en el suelo, y son
sus testigos los bosques melancólicos del otoño que discurre, las
aguas de los arroyos y los ríos, siempre murmurando algo en las
orillas, pero también los jardines, cuyas flores, moribundas, se
despiden de sus colores encendidos para perderse en el sueño de la
nada. Parece como si el zarpazo de la muerte hiciera que los colores
de las rosas tomasen tonalidades exangües:
La
noche oyó la violencia
con
la que vino el granizo,
torrente
de hielo triste
que
descendió repentino.
Y
lo vio la luz del alba
que
en el aire fue suspiro,
de
la llama que encendía
sus
colores y sus brillos.
Porque.
como su torrente,
descendió
en alegre rizo,
arrojado
de la altura,
con
el invierno más frío.
Y
besó el suelo callado,
pues
en el suelo, vencido,
sintió
la cruel puñalada
de
aquel sol recién nacido.
Y
lo vieron con tristeza
esos
bosques encendidos
por
las manchas del otoño
que
se acerca peregrino.
Y
lo oyeron en la orilla
donde
el agua hace camino
a
los lugares remotos,
siguiendo
el cauce del río.
Y
lloraron los jardines
y
los parques cuyos lirios,
con
el final del verano,
perdieron
todo su brío.
Y
se angostaron las rosas
que
cultivaron, con mimo,
las
primaveras más dulces
y
los veranos perdidos.
Soneto
IX
Algo
hay que sabe a vals y a sinfonía en esos momentos mágicos en que
nace el alba. La alborada, no en vano, es alegría y juventud a la
que todos miran con agradecimiento. Las aguas del Danubio pueden, al
alba, embellecerlo todo: su paso por Alemania, su entrada en Austria,
su excursión alegre y cantarina por el valle del Wachau. Las nieves,
los granizos, los hielos saben añadir belleza a las colinas en
invierno, cuando la tempestad y el aire se enfrían, pero las cálidas
sonoridades de la música saben aclamar una primavera que explota con
dicha y felicidad. El canto del Danubio, inspirador de algunos valses
famosos, desde los de Strauss hasta los de Ivanovici, también ha
sido el rumor que sugirió el canto compungido de un caballero
toledano, desterrado entonces en aquella tierra lejana y fría,
distinta de la Italia febril de los poetas renacentistas y de la
corte de Carlos I, cuando el era el espatario. Las nieves de allí
son las de Garcilaso.
Las
voces se escucharon del concierto
que
brindan, al nacer de las mañanas,
las
aguas del Danubio, si, tempranas,
un
sol reflejan mágico y despierto.
Un
rayo de su fuego, con acierto,
alumbra
desde tierras muy lejanas,
que
bebe el horizonte brisas sanas
que
corren donde frena el aire muerto.
Si
no es la nieve helada es el granizo
que
llega con violencia de la altura
lo
que la calma quiebra en los lugares.
Y
acaso tornará la sombra oscura,
que
el beso de la helada se deshizo
para
cuajar de nuevo en sus azares.
Soneto
X
Existe
también una Austria bucólica, una Austria cubierta de coníferas y
de árboles caedizos que sucumben, aletargados, casi moribundos, ante
la llegada del otoño. Esos bosques son los lugares donde la densidad
del follaje no permite que el sol llegue a los prados y caminos, que
quedan sepultados por la escarcha y su beso gélido. Pero las hojas
caen, y, en el invierno, el prado desconoce, enterrado en nieve, el
beso cálido de una aurora menguada y tardía. Esa es la Austria de
los lugares ensoñadores que pueden recordar los cuentos románticos
que recogieron de la voz de los campesinos los hermanos Grimm. Esa es
una Austria romántica y arcaica que aspira a la felicidad de otro
tiempo en esta época más prometedora, si bien menos cómoda. Y esa
Austria es la más auténtica, la que rezuma melancolía y dicha,
porque los sentimientos son sociables y suelen, si se encuentran,
caminar juntos entrelazando sus manos. Es la melancolía del enero.
El
sueño de los bosques y el sendero
admira,
al arrancar la noche oscura,
la
llama que, de pronto, se apresura
y
corre como el aire más ligero.
Es
Austria, transcurrido ya el enero,
lugar
donde la noche se hace oscura,
un
reino de la helada que se apura
bajo
el callado beso de un lucero.
El
sol quiso cobrar su nombradía,
luchando
en la batalla con coraje,
que
no quiso más sombras en el cielo.
Entonces
una luz anuncia el día
que
llena de bellezas el paisaje
que
duerme bajo sábanas de hielo.
Silva
V
El
viento se apodera de la vida en esos días de tristeza que no pueden
consolar el desánimo de quienes sufren las horas de soledad, pero,
llegada la noche, todo en la calle son rumores, y, oyendo rumores, se
torna todo poesía, se convierte todo en belleza, y la noche, aunque
oscura, promete la claridad del granizo que juega en el cristal, si
no es la nieve, callada siempre y siempre más discreta. Pero no son
eternos los granizos ni cuajan para los restos las nevadas: el aire
los lleva hasta un lugar donde se deshacen con rapidez, simplemente
con rozar el asfalto. Las gentes suelen escuchar con agrado ese
concierto de percusión que alegra el alma cuando el granizo cae a
plomo sobre el asfalto, y es hermoso sentir esa tormenta allí fuera,
saber que el hielo se desploma desde la altura, cubierto por las
mantas y las sábanas de un lecho caliente donde hallar el descanso.
Esos ruidos los hace el granizo efímero que no siempre puede
enterrar campos y valles.
El
agua y el granizo
se
mezclan en el aire
y
rozan levemente
la
tierra del camino y las malezas
que
ven que se deshace, que se pierde
que
muere, ya en el suelo, mientras sigue
el
grito de la lluvia
que
quiere la tormenta encabritada.
También
pudo la nieve
morir
al ver el suelo,
perderse
en un segundo
después
de acariciar la hierba densa
que
llena los paisajes con los verdes
que
suele arrebatar con blancos puros
un
hielo que, azulado,
conoce
la frescura de la aurora.
Y
saben los austríacos
sentir
ese sonido
y
amar esa dureza
que
viene con el soplo repentino
que
anhelan las maldades de un invierno
que
forja los desiertos del paisaje
que
llora moribundo
donde
no existe el canto de las aves.
Soneto
XI
En
Viena arde el sol lejano del horizonte, que se sospecha tras las
colinas poco pronunciadas de la lejanía. La nieve casi nos hace
olvidar la reciente alegría de los viñedos, preñados de uva. La
tardanza del sol parece retrasar el momento poético, temerosa de que
se agote. Es una naturaleza que se constriñe y que invita. Y porque
las nieves caen no falta quien acude a la nieve como los patinadores
de los cuadros de Brueghel el anciano. Otro Bruegel, no Peter, Jan el
Aterciopelado, podría provocar, con la suavidad de su pincel, los
tonos esmerados de una primavera anhelada por las gentes que soportan
el frío que penetra, despiadado, en lo grueso de los ropajes. Pero
pronto llegará esa risa del cielo, ese beso de brisa, ese canto a un
colorido mayor que se hace desear como deseada es la lluvia en los
jardines. Pudieran dar fe de ello los amantes del vino, los de la
música, los de los alrededores de la capital. Porque es momento de
vencer el último bostezo:
Despierta
ese paisaje que, invernizo,
un
reino entierra en mágicas cortinas,
que
el hielo ve las llamas coralinas
del
alba en que su albura se deshizo.
Un
beso alzó la brisa, antojadizo,
que vio correr las aguas cristalinas,
si
vive la nevada en las colinas,
que hallaron al soltarse del hechizo.
Y
el alba que da paso al nuevo día
y
juega con los besos más traviesos,
dibuja
en las alturas sus colores..
Y
vemos un perfume de alegría
en
esos corredores donde, presos,
espera
Viena ver los resplandores.
Soneto
XII
En
la mitología grecolatina existe, desde época temprana, un arraigado
culto al vino. A la luz de otra lógica, el mito nos propone un mundo
oscuro, desenfrenado, sin equilibrio apolíneo. Pero el vino es
alegría entre amigos, músicos, poetas y locos, y en Viena no falta
el espíritu de los artistas, de los iluminados, de los extraños. Al
amor de un vino bueno, la música sabe, los colores del entorno
saben, los versos de los viejos “Minnesänger” saben, y todo se
deja embriagar por ese sabor. La luz de la alborada regala
espectáculos únicos, cuando nos llega al alma desde las alturas,
tomando el color rojizo del vino que nos llena de alegría. Y es que
ese vino ni es capricho ni vicio, sino promesa. Un canto a la amistad
imperecedera, un brindis al amor, un guiño a la familia o un sueño
que se pierde en el pensamiento tendrán mejor posada en el pecho con
la compañía de un vino que sepa encender lo más noble de cada
persona:
No
puede imaginar mayor belleza
la
llama en que se ven las claridades,
si
saben, entre verdes y humedades,
lucir
los bosques bellos su maleza.
Y
un eco de valor se despereza,
al
ver, en las profundas densidades,
los
pardos del otoño, las maldades
del
viento que se torna en aspereza.
Y
vuela la alborada, que, luciente,
las
horas otoñales ve con gana
donde
la luz renace al alba fría.
La
vid dará su fruto sabiamente,
que
en Viena da su fruto, soberana,
y
el vino de más alta nombradía.
Silva
VI
Los
bosques, tras el otoño, suelen quejarse de la intensidad de las
nevadas con una voz secreta que nadie escucha. Sus hojas se rinden y
empieza el gobierno del hielo. Y su azote es cruel, tanto para las
montañas como para los bosques, tanto para los bosques como para las
cumbres inalcanzables. Existen allí inmensos glaciares que recorren,
como enormes ríos de hielo, las inmensas sierras, erosionando la
roca dura, formando quebradas entre los picos más empinados. En esas
zonas resulta prácticamente imposible escuchar el canto de las aves,
que, llegadas las nieves a las zonas más altas, muy probablemente
cuando el otoño no ha acabado de entrar, se retiran a otras zonas
donde gustar un clima más acogedor y más amable, porque es bello
ver el sol en un lugar más amable, más acogedor. La belleza abrupta
de estas zonas habla al espíritu romántico de quien se adentra en
estos desiertos para romper fronteras y ver la lejanía desde lo
alto:
Hirió
la nieve fría
las
ramas del castaño,
y
el verde del abeto
que
mira las antorchas, cuando el alba
despierta
en lo lejano, temerosa,
y
grita, sigilosa, la penuria
del
beso de la muerte
que
viene en el invierno descarnado.
También
rozó la nieve
las
cumbres alejadas
y
el hielo de los lagos
habló
a la luz del día que comienza
con
su sonrisa dulce y entrañable,
marchita
por las voces quejumbrosas
que
trajo aquel otoño
maldito
por los bosques que se rinden.
Y
pudo ver glaciares
no
lejos de las cumbres
y
cimas atrevidas
que
saben que los nombres de las nubes
esconden
el secreto de los hielos
que
forjan con dureza esos dominios
que
forman un desierto
donde
no existe el canto de las aves.
Y
es cierto que los trinos
del
pájaro valiente
no
suelen escucharse en esos campos
de
hielos, de dolores y nevadas
que
espantan a los pájaros del bosque,
si
migran, asustados,
a
un mundo de calores y veranos.
No
en vano, con el alba
el
cielo se hace bello,
y
el cielo hospitalario
no
esconde que la noche es más huraña
que
el hombre que recoge, en estos meses,
las
cabras, los ganados, las ovejas
que
oyeron a los viejos
leyendas
sobre el lobo y sus maldades.
Y
viven en las cimas
los
sueños ambiciosos,
las
altas ilusiones
de
quienes quieren ver, desde la altura,
lugares
alejados que no existen
sino
en los nombres raros de los mapas,
pues
solo sol al ojo
como
una mancha triste de la atmósfera.
Son
esas cumbres altas
que
gentes vigorosas
quisieron
alcanzar
en
épocas pasadas, esas épocas
de
luchas, de valor y de conquistas
que
solo el más valiente de los hombres
añora,
frente al viento,
subiendo
una pared que se complica.
2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Los
versos hechizados del Danubio”
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