martes, 8 de abril de 2014

Für Erich Schagerl, ernste geige in Wiener Philharmoniker

 
Soneto VIII

Las nieves y el alba forjan un misterio que llama la atención de los poetas, de los pintores, tal vez de los músicos, porque las tonalidades de la orquesta recuerdan, no en vano, las gamas encendidas o apagadas, las diversas texturas del cielo que se refleja, al amanecer, sobre los hielos, los lagos, los ríos. Austria parece acaso una sábana, un manto de terciopelo, si es capricho del clima de la zona que esos inviernos sean destellos descoloridos de un oro viejo que habita la melancolía, la nostalgia, quizá, de un tiempo distinto y más alegre. Porque siempre que nieva y amanece hay un halo de alegría y otro de tristeza, y porque también hay siempre un momento más alegre que pasea fugaz por la cabeza, como mota de polvo en el aire que no logramos apresar en un puño. Y toda esta hermosura debe ser elevada a las más altas cumbres, engalanándose como la yegua que viene con el primer rayo del día. El color del alba se festeja en las nieves:

El alba que se enciende en el deshielo,
que llena de bullicio la hondonada,
engrosa los arroyos de la helada
que mezcla la nevada con el suelo.
Es Austria, cuando nieva, terciopelo
que abunda en la pradera si, cuajada,
la helada en hielo vive aprisionada,
a costa de ser nieve y de ser hielo.
La luz llena los cielos de dorados
y luces, aunque débiles, hermosas
que saben la belleza del invierno..
Así son los lugares apartados,
la escarcha y la nevada perezosas
que tejen ese manto helado y tierno.

Silva IV

Desde que el granizo cae con violencia en el asfalto por el que circulan los transeúntes, en el momento justo en el que caminan las aceras jóvenes y viejos, hombres y mujeres; desde que el hielo sobreviene, como un torrente helado que cuajara en mitad del aire, al tiempo que el viento azota los paraguas de los más avisados, a los que la tempestad no coge desprevenidos; desde que los árboles se resignan a los latigazos con los que el mal tiempo fustiga las hojas pardas, que ya en el suelo, alimentan al barro parduzco que llora entre las humedades, y desde que los campos, las charcas, los estanques, las cumbres y las sendas lamentan ese castigo que llega de las alturas, la conciencia de que el invierno ha llegado empuja al canto melancólico que expresa ese dolor de las horas sombrías que ven cielos crepusculares cuando no es hora. El granizo, como la nieve, se vuelve traicionero y amigo, nos ataca y nos obsequia su alegría:

Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
cayendo sobre montes, sobre bosques,
manchando con su albura
los árboles vencidos de los parques,
rozando con su azote las ventanas.
Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
llenando cada plaza, cada calle,
bañando las aceras
del hielo que nos hiere cuando viene,
rozando con su aliento nuestros rostros.
Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
que vino y que se fue, que, con pureza,
trazó sobre los suelos
el duelo de su llanto y su dibujo,
rozando con su beso los viejos adoquines.
Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
cayendo sobre sendas y caminos,
hiriendo, en las ciudades,
balcones y tejados orgullosos,
rozando con su fuerza las buhardillas.
Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
cayendo sobre gentes campesinas,
manchando los abrigos
de los oficinistas en las urbes,
rozando los sombreros con su frío.
Y descendió el granizo,
que vino despiadado,
cayendo sobre trenes y autocares,
manchando el parabrisas
del coche en el que llevan a las gentes
que acuden al trabajo sin apuro.

Romance II

La violencia con la que se desata el granizo en plena noche se convierte en un estruendo repentino, las más veces, en esos primeros días de noviembre, cuando el otoño ha manchado en el oro, el pardo y los rojizos esos pinceles con los que todo refleja esa humedad que impregna la brisa, el aire y la suavidad del ambiente que refresca los rostros de quienes pasean temprano. Y es que muchas veces el granizo insiste cuando se ve la luz del día que comienza, pues los resplandores del orto son una caricia de luces que engalanan las alturas con su hermosura. El granizo se deshace en el suelo, y son sus testigos los bosques melancólicos del otoño que discurre, las aguas de los arroyos y los ríos, siempre murmurando algo en las orillas, pero también los jardines, cuyas flores, moribundas, se despiden de sus colores encendidos para perderse en el sueño de la nada. Parece como si el zarpazo de la muerte hiciera que los colores de las rosas tomasen tonalidades exangües:

La noche oyó la violencia
con la que vino el granizo,
torrente de hielo triste
que descendió repentino.
Y lo vio la luz del alba
que en el aire fue suspiro,
de la llama que encendía
sus colores y sus brillos.
Porque. como su torrente,
descendió en alegre rizo,
arrojado de la altura,
con el invierno más frío.
Y besó el suelo callado,
pues en el suelo, vencido,
sintió la cruel puñalada
de aquel sol recién nacido.
Y lo vieron con tristeza
esos bosques encendidos
por las manchas del otoño
que se acerca peregrino.
Y lo oyeron en la orilla
donde el agua hace camino
a los lugares remotos,
siguiendo el cauce del río.
Y lloraron los jardines
y los parques cuyos lirios,
con el final del verano,
perdieron todo su brío.
Y se angostaron las rosas
que cultivaron, con mimo,
las primaveras más dulces
y los veranos perdidos.

Soneto IX

Algo hay que sabe a vals y a sinfonía en esos momentos mágicos en que nace el alba. La alborada, no en vano, es alegría y juventud a la que todos miran con agradecimiento. Las aguas del Danubio pueden, al alba, embellecerlo todo: su paso por Alemania, su entrada en Austria, su excursión alegre y cantarina por el valle del Wachau. Las nieves, los granizos, los hielos saben añadir belleza a las colinas en invierno, cuando la tempestad y el aire se enfrían, pero las cálidas sonoridades de la música saben aclamar una primavera que explota con dicha y felicidad. El canto del Danubio, inspirador de algunos valses famosos, desde los de Strauss hasta los de Ivanovici, también ha sido el rumor que sugirió el canto compungido de un caballero toledano, desterrado entonces en aquella tierra lejana y fría, distinta de la Italia febril de los poetas renacentistas y de la corte de Carlos I, cuando el era el espatario. Las nieves de allí son las de Garcilaso.

Las voces se escucharon del concierto
que brindan, al nacer de las mañanas,
las aguas del Danubio, si, tempranas,
un sol reflejan mágico y despierto.
Un rayo de su fuego, con acierto,
alumbra desde tierras muy lejanas,
que bebe el horizonte brisas sanas
que corren donde frena el aire muerto.
Si no es la nieve helada es el granizo
que llega con violencia de la altura
lo que la calma quiebra en los lugares.
Y acaso tornará la sombra oscura,
que el beso de la helada se deshizo
para cuajar de nuevo en sus azares.

Soneto X

Existe también una Austria bucólica, una Austria cubierta de coníferas y de árboles caedizos que sucumben, aletargados, casi moribundos, ante la llegada del otoño. Esos bosques son los lugares donde la densidad del follaje no permite que el sol llegue a los prados y caminos, que quedan sepultados por la escarcha y su beso gélido. Pero las hojas caen, y, en el invierno, el prado desconoce, enterrado en nieve, el beso cálido de una aurora menguada y tardía. Esa es la Austria de los lugares ensoñadores que pueden recordar los cuentos románticos que recogieron de la voz de los campesinos los hermanos Grimm. Esa es una Austria romántica y arcaica que aspira a la felicidad de otro tiempo en esta época más prometedora, si bien menos cómoda. Y esa Austria es la más auténtica, la que rezuma melancolía y dicha, porque los sentimientos son sociables y suelen, si se encuentran, caminar juntos entrelazando sus manos. Es la melancolía del enero.

El sueño de los bosques y el sendero
admira, al arrancar la noche oscura,
la llama que, de pronto, se apresura
y corre como el aire más ligero.
Es Austria, transcurrido ya el enero,
lugar donde la noche se hace oscura,
un reino de la helada que se apura
bajo el callado beso de un lucero.
El sol quiso cobrar su nombradía,
luchando en la batalla con coraje,
que no quiso más sombras en el cielo.
Entonces una luz anuncia el día
que llena de bellezas el paisaje
que duerme bajo sábanas de hielo.


Silva V

El viento se apodera de la vida en esos días de tristeza que no pueden consolar el desánimo de quienes sufren las horas de soledad, pero, llegada la noche, todo en la calle son rumores, y, oyendo rumores, se torna todo poesía, se convierte todo en belleza, y la noche, aunque oscura, promete la claridad del granizo que juega en el cristal, si no es la nieve, callada siempre y siempre más discreta. Pero no son eternos los granizos ni cuajan para los restos las nevadas: el aire los lleva hasta un lugar donde se deshacen con rapidez, simplemente con rozar el asfalto. Las gentes suelen escuchar con agrado ese concierto de percusión que alegra el alma cuando el granizo cae a plomo sobre el asfalto, y es hermoso sentir esa tormenta allí fuera, saber que el hielo se desploma desde la altura, cubierto por las mantas y las sábanas de un lecho caliente donde hallar el descanso. Esos ruidos los hace el granizo efímero que no siempre puede enterrar campos y valles.

El agua y el granizo
se mezclan en el aire
y rozan levemente
la tierra del camino y las malezas
que ven que se deshace, que se pierde
que muere, ya en el suelo, mientras sigue
el grito de la lluvia
que quiere la tormenta encabritada.
También pudo la nieve
morir al ver el suelo,
perderse en un segundo
después de acariciar la hierba densa
que llena los paisajes con los verdes
que suele arrebatar con blancos puros
un hielo que, azulado,
conoce la frescura de la aurora.
Y saben los austríacos
sentir ese sonido
y amar esa dureza
que viene con el soplo repentino
que anhelan las maldades de un invierno
que forja los desiertos del paisaje
que llora moribundo
donde no existe el canto de las aves.

Soneto XI

En Viena arde el sol lejano del horizonte, que se sospecha tras las colinas poco pronunciadas de la lejanía. La nieve casi nos hace olvidar la reciente alegría de los viñedos, preñados de uva. La tardanza del sol parece retrasar el momento poético, temerosa de que se agote. Es una naturaleza que se constriñe y que invita. Y porque las nieves caen no falta quien acude a la nieve como los patinadores de los cuadros de Brueghel el anciano. Otro Bruegel, no Peter, Jan el Aterciopelado, podría provocar, con la suavidad de su pincel, los tonos esmerados de una primavera anhelada por las gentes que soportan el frío que penetra, despiadado, en lo grueso de los ropajes. Pero pronto llegará esa risa del cielo, ese beso de brisa, ese canto a un colorido mayor que se hace desear como deseada es la lluvia en los jardines. Pudieran dar fe de ello los amantes del vino, los de la música, los de los alrededores de la capital. Porque es momento de vencer el último bostezo:

Despierta ese paisaje que, invernizo,
un reino entierra en mágicas cortinas,
que el hielo ve las llamas coralinas
del alba en que su albura se deshizo.
Un beso alzó la brisa, antojadizo,
que vio correr las aguas cristalinas,
si vive la nevada en las colinas,
que hallaron al soltarse del hechizo.
Y el alba que da paso al nuevo día
y juega con los besos más traviesos,
dibuja en las alturas sus colores..
Y vemos un perfume de alegría
en esos corredores donde, presos,
espera Viena ver los resplandores.

Soneto XII

En la mitología grecolatina existe, desde época temprana, un arraigado culto al vino. A la luz de otra lógica, el mito nos propone un mundo oscuro, desenfrenado, sin equilibrio apolíneo. Pero el vino es alegría entre amigos, músicos, poetas y locos, y en Viena no falta el espíritu de los artistas, de los iluminados, de los extraños. Al amor de un vino bueno, la música sabe, los colores del entorno saben, los versos de los viejos “Minnesänger” saben, y todo se deja embriagar por ese sabor. La luz de la alborada regala espectáculos únicos, cuando nos llega al alma desde las alturas, tomando el color rojizo del vino que nos llena de alegría. Y es que ese vino ni es capricho ni vicio, sino promesa. Un canto a la amistad imperecedera, un brindis al amor, un guiño a la familia o un sueño que se pierde en el pensamiento tendrán mejor posada en el pecho con la compañía de un vino que sepa encender lo más noble de cada persona:

No puede imaginar mayor belleza
la llama en que se ven las claridades,
si saben, entre verdes y humedades,
lucir los bosques bellos su maleza.
Y un eco de valor se despereza,
al ver, en las profundas densidades,
los pardos del otoño, las maldades
del viento que se torna en aspereza.
Y vuela la alborada, que, luciente,
las horas otoñales ve con gana
donde la luz renace al alba fría.
La vid dará su fruto sabiamente,
que en Viena da su fruto, soberana,
y el vino de más alta nombradía.

Silva VI

Los bosques, tras el otoño, suelen quejarse de la intensidad de las nevadas con una voz secreta que nadie escucha. Sus hojas se rinden y empieza el gobierno del hielo. Y su azote es cruel, tanto para las montañas como para los bosques, tanto para los bosques como para las cumbres inalcanzables. Existen allí inmensos glaciares que recorren, como enormes ríos de hielo, las inmensas sierras, erosionando la roca dura, formando quebradas entre los picos más empinados. En esas zonas resulta prácticamente imposible escuchar el canto de las aves, que, llegadas las nieves a las zonas más altas, muy probablemente cuando el otoño no ha acabado de entrar, se retiran a otras zonas donde gustar un clima más acogedor y más amable, porque es bello ver el sol en un lugar más amable, más acogedor. La belleza abrupta de estas zonas habla al espíritu romántico de quien se adentra en estos desiertos para romper fronteras y ver la lejanía desde lo alto:

Hirió la nieve fría
las ramas del castaño,
y el verde del abeto
que mira las antorchas, cuando el alba
despierta en lo lejano, temerosa,
y grita, sigilosa, la penuria
del beso de la muerte
que viene en el invierno descarnado.
También rozó la nieve
las cumbres alejadas
y el hielo de los lagos
habló a la luz del día que comienza
con su sonrisa dulce y entrañable,
marchita por las voces quejumbrosas
que trajo aquel otoño
maldito por los bosques que se rinden.
Y pudo ver glaciares
no lejos de las cumbres
y cimas atrevidas
que saben que los nombres de las nubes
esconden el secreto de los hielos
que forjan con dureza esos dominios
que forman un desierto
donde no existe el canto de las aves.
Y es cierto que los trinos
del pájaro valiente
no suelen escucharse en esos campos
de hielos, de dolores y nevadas
que espantan a los pájaros del bosque,
si migran, asustados,
a un mundo de calores y veranos.
No en vano, con el alba
el cielo se hace bello,
y el cielo hospitalario
no esconde que la noche es más huraña
que el hombre que recoge, en estos meses,
las cabras, los ganados, las ovejas
que oyeron a los viejos
leyendas sobre el lobo y sus maldades.
Y viven en las cimas
los sueños ambiciosos,
las altas ilusiones
de quienes quieren ver, desde la altura,
lugares alejados que no existen
sino en los nombres raros de los mapas,
pues solo sol al ojo
como una mancha triste de la atmósfera.
Son esas cumbres altas
que gentes vigorosas
quisieron alcanzar
en épocas pasadas, esas épocas
de luchas, de valor y de conquistas
que solo el más valiente de los hombres
añora, frente al viento,
subiendo una pared que se complica.


2013-2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los versos hechizados del Danubio

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