jueves, 18 de septiembre de 2014

La charca de Condres



 “LAS HORAS FUGITIVAS QUE CORREN SIGILOSAS”
O “LIBÉLULAS ALEGRES EN LAS CHARCAS”
Impresiones del estado de abandono de la
charca de Condres y el
desolado panorama en que se admira
este paisaje.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Texto dedicado a los sobrinos
del autor: Jimena Muñiz
Fernández y Mael
Muñiz Vega

Las horas fugitivas que corren sigilosas, buscando con apuro su destino, reflejan en la charca los brillos de la tarde, sus colores. Y es bello contemplarlos callados, melancólicos y tristes, dejados al silencio de la nada, como un jardín sin rosas que vive desolado, que muere desolado, mientras muere la muerte del dolor de su abandono: pues es el abandono lo que arranca la vida que florece donde los juncos mismos esperan, a la orilla, como entonces, el soplo de la brisa del ocaso.
Por eso me imagino libélulas alegres que corren a sus anchas los espacios, y miran, con cautela, los brillos de las tardes en esa superficie cristalina. Y quiero ver las alas que agitan con violencia en pleno vuelo, pues esa rapidez las hace hermosas en aires invisibles que esperan en silencio las lluvias que traerá el abril callado, si no se escucha ya la voz del cuco. (Parece que el cuclillo es buen amigo de las frondosidades que tienen como reino la ardilla y el raposo, donde suele tener la comadreja su guarida).
No ignoro que el paisaje presenta la belleza que tienen los lugares donde el agua descansa mansamente, como un tesoro mágico y hermoso. Lo saben los anfibios que habitan esta zona de sosiegos que se hacen aburridos para todos, si no lo es por la lluvia que rompe las quietudes de su jardín monótono y tardío que espera las visitas de la gente. Mas no viene la gente a estos lugares que hallamos en silencio, si no suenan las voces del hábil ratonero, del milano que cazan en la zona lo que encuentran.
También hay una casa, no lejos del sendero, que queda al abandono de su suerte, dejada a su infortunio, como una ruina indigna del pasado. No queda la techumbre que tuvo la panera en otro tiempo, cuando las gentes eran campesinas y amaban y cuidaban lugares tan hermosos como esta charca bella que reposa su calma, su paciencia y su tristeza. No pocos animales han tenido guarida en el rincón, y, a veces, los vecinos, echaron en la charca carpas, truchas, tortugas que nadaron en sus aguas.
Su origen lo conocen acaso los más viejos, pues ellos saben siempre de las cosas que existen en las villas y saben referir toda la historia: en tiempos no lejanos la charca no existía, mas cavaron, para sacar el barro de la zona, formando la cantera que el agua llenó pronto, después de que la teja y el ladrillo dejaran de pagarse como deben. Por eso lo poblaron animales y el agua ve la vida de garzas y azulones, quién sabe si lechuzas en las noches y algún halcón, si quiere, de mañana.

       2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

martes, 16 de septiembre de 2014

Playas limpias



 “EXISTEN PLAYAS LIMPIAS Y
APARTADAS QUE EXTIENDEN, ENTRE ROCAS,

SUS ARENAS”

Curiosas impresiones de un paisaje

que llena de belleza

los recuerdos

y deja un hondo poso de

nostalgia

Por José Ramón Muñiz

Álvarez





         Existen playas limpias y apartadas que extienden, entre rocas, sus arenas, calladas bajo enormes precipicios. La espuma de las olas las alcanza, quejándose, al morir, arrepintiéndose de un viaje de distancias insalvables. Por eso mucha gente va buscando las sendas que conducen a las playas que esperan bajamares en reposo.

         No hay nada como alzarse, con el alba, buscando los rincones y el silencio que ofrecen esta paz, este descanso. El mar se ensaña, a veces, en la costa, mas  los veranos vienen y el sosiego derrota sus instintos furibundos. También vuelan gaviotas en la altura, jugando, con violencia, con la brisa, y armando un alboroto repentino.

         La cala duerme en paz, y, con la calma, se pueden ver, a veces, los pesqueros que vuelven cuando llega ya la tarde. El clima lo definen humedades y nubes que, alcanzando tierra firme, descargan con vigor los aguaceros. Por eso hay abundancia de castaños, de robles y avellanos, de nogales que ofrecen en otoño el raro fruto.

         Perderse por las densas arboledas es bello, como dulce la nostalgia que sabe de esos días del pasado, los tiempos en que, siendo solo un niño, miraba en estos bosques las ardillas, risueñas al andar de rama en rama. Pero hay también lugares escondidos, rincones que no puede hallar la vista, si quedan guarecidos entre helechos.

         Y corre el aire sano cuando soplan las brisas que trajeron, con el día, tal vez leves suspiros de salitre. Y no se suelen ver las madrigueras, ocultas, enterradas en el verde que teje el sotobosque caprichoso. Y son bosques y playas los lugares que brindan los deleites a quien busca ser solo un peregrino en esta tierra.



         2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

La noche es el momento del raposo



“LA NOCHE ES EL MOMENTO DEL RAPOSO”
O “TAMBIÉN LA BRISA BAÑA CON
SU BESO”
El canto de la noche silenciosa
que esconde
mucha vida en sus
rumores.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Un texto dedicado a Jimena
Muñiz Fernández y
Mael Muñiz
Vega

                La noche fue cayendo lentamente: la brisa, desatándose las manos, con gestos invisibles y prudentes, rozaba la hojarasca, y, agitándola, vagaba peregrina en el hayedo. El último jilguero de la tarde miró, desde las ramas, el crepúsculo, queriendo despedir, en su derrota, la llama de un sol débil que moría. Y hablaron, temblorosas, las estrellas, amigas de la noche, si la noche nos viene despejada y si las nubes no cubren, con su manto, el firmamento.
                La luna se asomó a sus ventanales: las sombras dominaron cada parte del bosque silencioso, y, lentamente, dejaron su guarida las criaturas en reinos de lechuzas y mochuelos. Y el zorro corrió todos los caminos, dejando atrás la vieja madriguera que pudo guarecerlo con el día, momento en que no quiere que lo observen. Su instinto es temeroso, si ve al hombre por esos robledales donde vive, siguiendo, persiguiendo, con paciencia las raras alimañas de este mundo.
                Y vio la noche entonces los tritones: cruzaban los caminos, avanzando sin gran apuro, yendo lentamente por zonas de maleza a fuentes claras, si buscan por instinto el amorío. También hacen así las salamandras, que buscan los lugares pantanosos, las fuentes y hasta el viejo abrevadero que tienen los pastores en la cuesta. Y, cómo no, los sapos y las ranas se ofrecen como presa a los autillos que observan las extrañas migraciones que ven su avance a charcas escondidas.
                La vida suele estar en cada parte: pequeños ratoncillos que caminan, que corren que olisquean cada cosa que encuentran a su paso, mientras siguen buscando la comida que precisan; las ranas y los sapos, los tritones, las viejas salamandras, las luciérnagas que inundan con su luz esas parcelas que ven su brillo mágico en la noche; los grillos, al llegar la primavera y acaso la cigarra, que se esconde detrás de cada hierba, en el verano, pasado junio, presto ya el otoño.
                Las gentes, en su lecho, no lo ignoran: son muchos los sonidos bullangueros que llegan de lo lejos, en la noche, cruzando el aire mismo, los espacios que traen rumores raros y remotos (quizás el canto alegre del autillo, las voces agoreras de los búhos, quién sabe si el ladrido de algún perro que llama con tristeza a la alborada). La noche está poblada por la vida, las voces del ocaso son extrañas, si quieren ser metáforas de muerte, pues esa muerte es solo otro principio.
                Y hay algo sugerente en las metáforas: con ellas son posibles parangones que pueden ilustrar aprendizajes, haciendo emocionante y deleitosa la rara comprensión de nuestro mundo. La noche es como un símbolo de muerte, por más que tenga vida, lo que anima curiosos pensamientos que parecen más propios de otro mundo ultraterreno. Por eso los fantásticos prodigios, posibles en las mentes desatadas, figuran los fantasmas en la noche, si escucha voces tristes y agoreras.
                La noche, sin embargo, es otra cosa: las voces del crepúsculo nos gritan sus oros y dorados encendidos, cuajados de tristezas y emociones, en bosques y pantanos apartados. Entonces es momento del raposo, que deja su guarida tras la puesta del sol que vio también salir al lobo (los lobos son frecuentes en las sierras y suelen ser dañinos con las gentes que habitan los lugares, pero es bello sentir con el ocaso sus aullidos).
                Las noches son momento del raposo. Y salen los raposos, arrojados de viejos escondrijos por el hambre que empuja sus instintos y los lleva por sendas y collados a los pueblos. Los pueblos son lugar de hombres sencillos que tienen sus corrales, sus gallinas, las ocas y los gansos que los zorros no dejan descansar, con sus ataques. Pensad en estas gentes de otros tiempos, odiando al lobo bravo y a los zorros, mirándolos con furia y el desprecio de quien se ve impotente en este caso…
                ¿Es esa la poesía de la noche? El hombre, en la prehistoria, temeroso, sentía la llamada de las fieras en medio de las sombras, en la nada, como un rumor lejano y lastimero. Y, desde las leyendas medievales, sabemos que los seres de la noche se asocian a los diablos y a los muertos que no alcanzaron paz en dicho trance. Los viejos saben bien esas leyendas que oyeron, años ha, donde la llama del fuego del hogar es ya más grande y vuelve a crepitar intensamente.
                ¿Y es esa la leyenda que se dice? El lobo, hijo del diablo, viene siempre cubierto por las sombras y asesina las cabras, los ganados, y, violento, se atreve con los hombres animosos. Es digna de temer la dentellada que clava con dureza los colmillos, haciendo brotar sangre, pues la sangre les brinda el alimento necesario. Las brujas los convocan con sus voces y sirven los instintos asesinos, robando las criaturas a las madres, que matan al llegar a su guarida.
                Yo quiero soñar noches silenciosas: la lengua de la brisa, en los espacios, tendrá un lugar abierto a su camino, pudiendo así beber el agua dulce que está sobre la piel de las ondinas. Sabéis que las ondinas son las náyades que nadan en los ríos, cada noche, desde los viejos tiempos medievales, hermanas de otras ninfas más antiguas: las mismas que llevaron a la diosa que sabe de la caza a la laguna donde sus baños fueron sorprendidos por ese cazador sin gran fortuna.
                La suerte no fue buena con el joven: fue triste su destino, pues la magia lo quiso convertido en cervatillo perdido en el camino ante sus perros, los cuales acabaron su desgracia. No siempre salen bien esos encuentros de humanos con los dioses, según cuentan Ovidio y otros tantos literatos que saben de los mitos más remotos. En cambio, yo imagino que las náyades están en cada fuente, que se bañan y observan a las gentes que se acercan.
                Y existen los que ignoran la belleza: los mares son hermosos cada noche, mirando los senderos que la luna dibuja con sus luces, pues sus luces quizás son un destello repentino. Entonces es el baño un apetito que se hace caprichoso para todos, pues es verano ya, y es ya el momento de hallar el mar dispuesto para el baño. La clara libertad en las espumas parecen deleitar a quien se atreve, bañándose en las aguas siempre limpias, a ver un mundo nuevo entre las olas.
                También la brisa baña con su beso: el suyo es ese beso siempre dulce, la voz del beso tierno que modera las ascuas del rigor que nos asfixia, si acaso es el verano de los duros. La brisa nos refresca y nos conduce, por un jardín callado y sin testigos, a sueños, sensaciones y añoranzas que sienten su caricia como antaño. Pues siempre está hermanada a los sonidos finales de un agosto que se muere, se quiebra y se derrumba donde el aire suspira en el silencio de la nada.
                Yo sé de sus alientos en el rostro: la brisa es gran amiga de las noches que esperan ver la luz del viejo faro, perdiéndose en las sombras alejadas, aviso para el buque que se acerca. Y acaso es bondadosa la caricia que quiere conjugarse con nosotros en noches encendidas, calurosas como ese agosto vil en el que estamos. Conozco ya su rostro, ese semblante que no se deja ver, pero, risueño, nos hiere con el soplo de su boca, que avanza lentamente en el espacio.
                Lo cierto es que la noche es lo mistérico: los pueblos primitivos asociaron la noche a los temores infantiles que pueblan la ignorancia de las gentes carentes de saberes esenciales. Las gentes más sencillas sienten lástima del canto de las aves en la noche, y encienden esos tristes alaridos temores en el alma del labriego. Son fuerzas que se esconden en la nada, que quedan guarecidas en la sombra, suspensas en cortinas tenebrosas que no dejan hallar respuesta alguna.
                Son muchos los que piensan en la muerte: la voz de la lechuza en plena noche, los llantos quejumbrosos que profiere, pudieran ser un grito del infierno que anuncia al moribundo su destino. La muerte llena todos los rincones en la superstición de estos lugares que saben de los duendes y las brujas que campan a sus anchas por la noche. Asturias y Galicia son idénticas en su pasado oscuro y sus leyendas arcaicas, antañonas y curiosas, difíciles al sabio que investiga.
                Mas no todo es hablar de extraños seres: los tragos y los diaños, los sumicios, quizás el espumeru y el Nuberu son seres de otro tiempo, de esos mundos suspensos en la rara fantasía. Los cuélebres no existen en las calles, las grandes avenidas, en las urbes que escuchan ese tráfico maldito que impide toda paz y buen descanso. Y la imaginación que los compone los mira como amigos de las horas de noches silenciosas de misterios y tiempos de hechiceros y de brujas.
                Pensad en las novelas pastoriles: a veces los cabreros se lamentan, pues pierden los amores y se sienten perdidos, si el desdén los torna en nada, quedándose en silencio cada noche. Y son los compañeros taciturnos del lobo, de los zorros y del cárabo, del sapo y el tritón, la salamandra que pasa, sin quemarse, junto al fuego. Por eso la alborada los sorprende, si lloran, como siempre, melancólicos, si gimen por amor, pues los amores los pueden reducir a esos delirios.
                Pensad en las auroras repentinas: sus brillos son la llama de alegría que traen la vida entera a cada monte, cuando la noche, dama temerosa, retira sus cortinas de este reino. Sus feudos no son algo que pudiera vencer y someter prados y fuentes, y el bosque silencioso, el denso bosque, por fin ve los colores de su otoño. Y, si en la primavera, al encenderse, la aurora roza el brillo de la helada, mirad con qué hermosura nos entrega su aliento desde el horizonte triste.
                El alba es como un beso delicado: mirar esos colores en el aire, seguir esos dorados en el cielo pudiera ser placer de quienes aman la luz de la mañana con sus brillos. El sol es un corcel que cruza el cielo, dichoso como un niño, en un avance que busca mares, sierras, cordilleras y valles apartados entre montes. La noche queda atrás en su derrota, vencida, destronada, sin su finca de sombras y cortinas de tiniebla que rasgan, temerosas, las estrellas.
                La luz de la mañana nos saluda: por fin se ven las nubes en el cielo, los brillos repentinos, las espumas que corren esos mares de los mapas, con olas encrespadas, gigantescas. Por fin es el momento en que se encienden los brillos que dan vida al mundo entero, que pueden convocar al caminante, que miran al labriego, si madruga. La luz de la mañana ve pesqueros que corren a buscar otra aventura, que cruzan esos mares con las redes echadas al azar del mar tranquilo.

                2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las horas fugitivas



 “LAS HORAS FUGITIVAS QUE CORREN SIGILOSAS”
O “LIBÉLULAS ALEGRES EN LAS CHARCAS”
Impresiones del estado de abandono de la
charca de Condres y el
desolado panorama en que se admira
este paisaje.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Texto dedicado a los sobrinos
del autor: Jimena Muñiz
Fernández y Mael
Muñiz Vega

Las horas fugitivas que corren sigilosas, buscando con apuro su destino, reflejan en la charca los brillos de la tarde, sus colores. Y es bello contemplarlos callados, melancólicos y tristes, dejados al silencio de la nada, como un jardín sin rosas que vive desolado, que muere desolado, mientras muere la muerte del dolor de su abandono: pues es el abandono lo que arranca la vida que florece donde los juncos mismos esperan, a la orilla, como entonces, el soplo de la brisa del ocaso.
Por eso me imagino libélulas alegres que corren a sus anchas los espacios, y miran, con cautela, los brillos de las tardes en esa superficie cristalina. Y quiero ver las alas que agitan con violencia en pleno vuelo, pues esa rapidez las hace hermosas en aires invisibles que esperan en silencio las lluvias que traerá el abril callado, si no se escucha ya la voz del cuco. (Parece que el cuclillo es buen amigo de las frondosidades que tienen como reino la ardilla y el raposo, donde suele tener la comadreja su guarida).
No ignoro que el paisaje presenta la belleza que tienen los lugares donde el agua descansa mansamente, como un tesoro mágico y hermoso. Lo saben los anfibios que habitan esta zona de sosiegos que se hacen aburridos para todos, si no lo es por la lluvia que rompe las quietudes de su jardín monótono y tardío que espera las visitas de la gente. Mas no viene la gente a estos lugares que hallamos en silencio, si no suenan las voces del hábil ratonero, del milano que cazan en la zona lo que encuentran.
También hay una casa, no lejos del sendero, que queda al abandono de su suerte, dejada a su infortunio, como una ruina indigna del pasado. No queda la techumbre que tuvo la panera en otro tiempo, cuando las gentes eran campesinas y amaban y cuidaban lugares tan hermosos como esta charca bella que reposa su calma, su paciencia y su tristeza. No pocos animales han tenido guarida en el rincón, y, a veces, los vecinos, echaron en la charca carpas, truchas, tortugas que nadaron en sus aguas.
Su origen lo conocen acaso los más viejos, pues ellos saben siempre de las cosas que existen en las villas y saben referir toda la historia: en tiempos no lejanos la charca no existía, mas cavaron, para sacar el barro de la zona, formando la cantera que el agua llenó pronto, después de que la teja y el ladrillo dejaran de pagarse como deben. Por eso lo poblaron animales y el agua ve la vida de garzas y azulones, quién sabe si lechuzas en las noches y algún halcón, si quiere, de mañana.

       2014 © José Ramón Muñiz Álvarez