martes, 16 de septiembre de 2014

El eterno retorno de lo idéntico



 “IMPRESIONES DEL ETERNO RETORNO DE LO IDÉNTICO”
Las ideas centralesde “Así habló Zaratustra” y
su origen en “La Gaya Ciencia”.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez

Partiendo del supuesto de que la energía y la materia que forma la totalidad cósmica sea discreta para un tiempo infinito, siempre tendremos como única solución la posibilidad de que los sucesos diacrónicos que organiza el tiempo habrán, necesariamente, de repetirse, pues es lógico pensar que ese cosmos es una organización semejante a un ballet en que danzan los átomos con unos pasos y unas figuras tan variados como para no poder ser retenidos en la mente de un simple mortal, pero que se agotan ante la inmensidad del infinito que se propone en un tiempo ilimitado.
Hablar de un tiempo infinito y de una materia finita no difiere en gran medida de lo que los astrofísicos están diciendo en nuestro tiempo, al decir que la totalidad cósmica es una gran explosión que acabará luego comprimiéndose. Si aceptamos la idea de que los sucesos históricos se habrán de repetir tal y cual antes sucedieron, estamos aceptando que este momento ha de repetirse también, y todo lo demás, de manera que habremos de estar necesariamente aquí de nuevo infinidad de vences, porque ya hemos estado aquí una infinidad de veces.
La primera vez que aparece esta idea en Nietzsche es en un aforismo de “La Gaya Ciencia”, el mismo libro donde aparece, por primera vez, la idea de la muerte de Dios, una especie de anticipo de su obra más conocida, que es “Así habló Zaratustra”. Como se verá más adelante, en este período suceden muchas cosas en la vida del pensador alemán, todas ellas conducentes a la revelación del eterno retorno de lo idéntico, un pensamiento vertebrador de su filosofía.
La muerte de Dios significa que la noción o concepto de lo divino carece de un lugar en la sociedad moderna que se está constituyendo (comparar esa sociedad moderna con el limitado mundo teológico medieval es tanto como decir que los valores tradicionales que vienen de lo lejos, de la historia, han perdido su validez y que ahora son otros valores nuevos los que deben imponerse). La muerte de Dios es una manera nueva de entender el nihilismo, que es el abandono de las viejas tablas de valor en la conciencia de que se han quedado obsoletas.
Dios ha muerto y los valores arcaicos están en entre dicho, sin poder ser aceptados, lo que trae una tragedia a este mundo, pues el hombre queda huérfano , abandonado en un mundo que no tendrá sentido y que será absurdo hasta que el superhombre (algo parecido a un niño, dice Nietzsche), reconstruya los valores y proponga nuevos principios, unos principios más solventes que no son los de aquellos tiempos lejanos. Se superan así las creencias transmundanas y se afirma el instinto de la voluntad de poder, porque, al morir Dios, el hombre es libre, y ese es el aspecto positivo del nihilismo.
Los nuevos valores han de atender al sentido de la tierra, es decir, si bien antiguamente se amaba a Dios y a la naturaleza de lo ultraterreno, adorando esto como lo más sagrado, ahora no se pensará ya más ni en un premio ni en un castigo, ni e juicios finales ni en paraísos prometidos a los buenos. La vida se desarrolla en el mundo y el mundo es como es, igual que el hombre, que ha de amarse a sí mismo como carne mortal que ha de saber vivir su tiempo en su propia limitación.
Pero las cosas no son perfectas: existen los tullidos, que tienen pocas razones para amar la vida, y para ellos es esencial que la vida acabe y se les conceda otra existencia libre de las limitaciones de su cuerpo, por lo que son débiles, como son débiles también aquellos que, sin ser tullidos, encuentran este mundo demasiado perverso para ellos y caen en la autocompasión. A estos la vida les parece negativa, pues son despreciadores de la vida, pero ¿qué ocurrirá si les decimos que su vida no cesará de repetirse en el infinito del tiempo? Solamente quien ama la vida y acepta lo malo que hay en el mundo como natural podrá, llegado el momento de su muerte, pedir que la rueda siga girando.
La idea del eterno retorno de lo idéntico nos remite a los tiempos más antiguos, momento en que no existía un saber de tipo científico, como el que hoy tiene vigencia en nuestro mundo occidental, pues hubo un tiempo distinto, un tiempo en el que el conocimiento era un saber mitificado donde la racionalidad era menos visible y donde la poética y la didáctica se daban la mano en una expresión metafórica por la que el aprendizaje se realizaba con un  parangón.
El eterno retorno es en primer lugar una idea que no se corresponde del todo con nuestro mundo occidental y nuestra forma de pensar, como era esperable, toda vez que estas ideas vienen de zonas orientales a las que quedaron expuestos los distintos habitantes de la Magna Grecia que estaban próximos a la zona de Turquía, ya que hay un mundo cultural anterior a Grecia más en el Oriente de donde llegaron ideas muy sugerentes y llamativas en lo filosófico.
El paso del “mithos” al “logos” tuvo lugar a lo largo de mucho tiempo, en un proceso largo que va de las escuelas presocráticas a un tiempo posterior a Platón, el cual sigue expresándose con mitos como algo accesorio a la razón para poder exponer con claridad sus ideas, tal y como se ve en el mito de la caverna o en el mito del auriga, y es durante este proceso en el que tienen lugar diversas influencias venidas de Oriente que tienen mucho que ver con la filosofía.
La idea de reencarnación pudo ser un poco incómoda entre los griegos de origen aristocrático cuando esta idea, procedente de India, probablemente, llegó hasta los griegos, debido a que los griegos aristócratas veían en esta idea una incitación a pensar que el aristócrata podría encarnar en un pobre sin nobleza en la siguiente vida, lo que conducía a un proceso demasiado incómodo para los poderosos, pero que las almas transmigraban era una opinión que, al menos, se impuso desde Sócrates y con la que continuaría su discípulo Platón.
Entonces eran muchas las ideas que llegaron a nuestra mentalidad occidental por medio de Oriente: el mito del diluvio, por ejemplo, procedente de Mesopotamia, lo encontramos en la cultura grecolatina, recogido por algunos poetas, como en el caso de las ovidianas “Metamorfosis”, en que dos personajes; Deucalión y Pirra, tras salvarse de la debacle total, restituyen a la humanidad lanzando piedras sobre sus hombros. También tenemos el mito de las bacantes, quienes devoran a Penteo bajo el influjo de Dionisio, culto oriental, sin duda, en su origen y que fue adoptado muy pronto por las naciones de cultura griega.
El mundo de la Antigüedad fue un mundo parco en ideas, de manera que las ideas de fuera eran muy apreciadas si eran útiles, frente a esta época nuestra, que no valora tanto los pensamientos, ni propios ni ajenos, pero que sí adquiere muchas novedades porque el mundo tiene unas comunicaciones inmensas; de este modo, el eterno retorno de lo idéntico forma parte de un conjunto de mitos, ideas y pensamientos que se integran en el mundo occidental de una manera temprana.
A partir del momento en que una idea se integra en un sistema, puede pasar a ser parte integrante sin mayor problema en dicho modelo o puede resultar disonante, puesto que no siempre las cosas se encajan bien, pero parece ser que ciertas ideas que no son propiamente occidentales han tenido mucho éxito y se han incorporado en nuestro mundo cultural como algo propio, quién sabe si, precisamente, porque el momento en que se incorporaron fue un momento tan temprano que casi se adelantaría a lo que fue el proceso formativo de la cultura de Occidente, tal y como hoy la conocemos.
Por supuesto, la cultura actual no recurre a estos parangones del mundo antiguo de manera habitual sino para ciertos temas y para estudios muy concretos que se han quedado atrás, y lo que hace interesante la idea de eterno retorno es la reivindicación que en el siglo XIX hizo Nietzsche de esta idea, puesto que las escuelas presocráticas, en concreto la de los efesios, con Heráclito a la cabeza, se nos quedan un poco lejos, pero también está el carácter heraclitiano de Heidegger en un intento poco eleático de explicar el ser en una obra, la primera, que presenta ya en su título al ser como algo a instancias del tiempo.
Previamente a que, con Heráclito de Éfeso tengamos la primera noticia de que se habló de eterno retorno, la idea del eterno retorno de lo idéntico existió en pueblos orientales y en sectas orientales más antiguas que los griegos que crearon la conciencia de esta manifestación de la historia y los sucesos en el correr del tiempo de cara a una necesidad de explicar el fin y el principio de las cosas, hablando de una repetición de los acontecimientos, después de una purificación por medio del fuego.
En Grecia, con anterioridad a la implantación de la posibilidad de un devenir en que todo retornase a sí mismo, la mitología ocupaba la manera de admirar el espacio y el tiempo, según la clásica cosmogonía en que unos dioses habrían creado el mundo separando los cuatro elementos, que son el éter, el fuego, los mares y la tierra, de manera que, con anterioridad a esto, todo sería una realidad informe y carente de sentido que, por intervención divina, dio origen al cosmos y al tiempo, que aparece con Cronos, desde el que se nos cuenta el mito de las edades de oro, de plata, de bronce y de hierro en que la humanidad perdió la inocencia (¿podermos relacionar esto con la leyenda bíblica del pecado original?) y degeneró a una falta de honradez y también de felicidad.
Los griegos, por cierto, tenían una cultura en común, como es sabido, pero no formaban una nación que se hubiera unido en un único estado, puesto que cada ciudad era un estado independiente de los demás, lo que, desde un punto de vista griego, era la garantía de libertad: unas ciudades no querían estar sometidas a otras). Lo negativo de esto es que una cultura resulta mucho más débil al estar constituida de esta manera tan libre, pues los romanos supieron dividir a las ciudades estado para dominarlos a todos con el lema de “divide et impera”. Para cuando los griegos vivían sometidos por los romanos, cada ciudad dejó de ser un estado independiente, ofreciéndose así como parte al Imperio Romano.
En un momento temprano, en el que se estaba forjando el carácter occidental de la filosofía y aparecían las primeras escuelas presocráticas, es decir, los distintos filósofos anteriores a Sócrates, los filósofos eran gentes desocupadas que, por su curiosidad, intentaban explicar la realidad de una manera menos mitológica y más racionalista, y, dado que existía competencia entre las ciudades estado, no es extraño entonces que hubiera competencia entre las distintas escuelas filosóficas, una sana competencia basada en esa piquilla que los hacía querer ser más que el pueblo vecino en saber y en vigor, ya fuera en los terrenos del saber (desde la poesía a la filosofía) o en los terrenos del deporte (la Olimpíada).
Parménides es el principal de los sabios eleatas, seguido por uno de sus discípulos, llamado Zenón de Elea, quien quiso defender las posiciones de su maestro en lo tocante a lo que dijo sobre la imposibilidad del movimiento, puesto que afirmaba el carácter inmutable o invariable del ser, es decir, la idea de que el ser no es algo cambiante. Para la defensa de esta postura, Zenón acude al ejemplo del hombre que viaja de una localidad a otra, necesitando, por lógica, recorrer la mitad del camino entre los dos lugares antes de llegar. Si esto es así, podríamos decir que se ha de andar, para llegar, la mitad del trayecto, luego la mitad de la mitad restante, y así progresivamente, de modo que uno, al final, no puede ni moverse. Este absurdo de los eleatas da lugar a la postura del movimiento en Éfeso.
De entre las escuelas presocráticas, en las que podemos contar numerosos sabios, desde los milesios, como es el caso de Tales de Mileto, que fue de todos ellos el principal, hasta los atomistas Leucipo y Demócrito, se destacan dos por su rivalidad, que fueron la escuela de los eleatas, procedentes de Elea, y la de los efesios, procedentes de Éfeso. Los unos entienden el ser como algo inmutable frente a los otros, que conciben la teoría del “Panta rey” que significa algo así como “todo fluye”, es decir, que las cosas están en constante trasformación. Esto es importante porque la escuela efesia propone el ser en movimiento frente a los eleatas, siguiendo los pasos de su maestro Heráclito.
El universo está en movimiento, lo que para Heráclito se explica con la imagen de alguien que se baña en un río, donde las aguas no permanecen, sino que discurren, fluyen, de manera que siempre está uno metido en el agua, pero las aguas que lo rozan a uno en cada momento no son las mismas. En este marco del ser puesto en movimiento, que es un ser en el proceso de devenir, Heráclito introduce la idea del eterno retorno de lo idéntico y nos habla del fuego como el elemento que los presocráticos consideraban clave como elemento último de la naturaleza: el “arché”.
Pero ¿qué es lo que quiso decir con todo ésto Heráclito de Éfeso? Para entender el sentido que tuvo en la Antigua Grecia la irrupción de este pensamiento de origen oriental, hemos de plantearnos la oportuna critica textual y entender cómo estas ideas de los griegos han podido llegar a nosotros desde una época tan alejada (estamos hablando de un tiempo más amplio que dos milenios, como es natural, y las ideas de estas épocas podrían haberse deturpado bastante hasta llegar al presente). Por otra parte, no podemos explicar cómo aparece la idea de retorno de algo a sí mismo en la infinidad en Heráclito sin hablar de sus escritos.
Heráclito es uno de los pensadores más antiguos de Occidente, coincidiendo en un tiempo en que los saberes eran escasos y cualquier cosa que se presentase como conocimiento era muy valorada, por lo que se respetaba a los ancianos, la tradición oral y se pretendía la conservación de los conocimientos que ya se tenían. Dado el carácter evanescente de la palabra (según se pronuncia se pierde), se daba una gran importancia a los escritos, dado que lo escrito podía perdurar más tiempo, entrando con más facilidad en la memoria.
Platón y otros escritores hablan de Sócrates, pero Sócrates no es conocido por sus propios escritos, siendo muy probable que fuese analfabeto, en cambio Heráclito sí sabía escribir, y por lo extraño de su estilo y su forma de redactar aforística lo llamaban “El Oscuro”, pero los escritos de Heráclito no han sido bien conservados y solamente ha llegado a nosotros una serie de fragmentos y de referencias indirectas, por lo que Heráclito es un perfecto desconocido para nosotros: los fragmentos de Heráclito, además, siempre suelen ser transmitidos de una manera muy indirecta, mediante otros recopiladores.
Desde Heráclito, la influencia de sus ideas ha sido grande, pues la filosofía no vuelve a proponer un ser inmutable en el plano de lo real (sí lo hace en el ideal con Platón, por cierto: las ideas o “eidos” son descritos en su inmutabilidad), de modo que, en lugar de la idea de un ser invariable, tenemos el devenir del ser, lo que, indudablemente, implica la no negación del tiempo. A su vez, el tiempo es una de las condiciones más importantes, porque no se pueden explicar los distintos aspectos de la realidad física sin entender el tiempo, pues históricamente, cambia el panorama y el mundo se transforma.
Parece prudente la postura de Kant al hablar del tiempo y optar por no explicarlo: el tiempo crea numerosas paradojas y se ha propuesto, por ejemplo, que el tiempo es, en realidad, un absurdo, dado que si el tiempo es algo que existe, se prolongará indefinidamente hacia atrás e indefinidamente hacia delante, de manera que una de dos: o este momento no ha podido llegar a ocurrir (no ha habido tiempo) o este momento ya tendría que haber transcurrido desde un tiempo infinito.
La idea de eterno retorno de lo idéntico se inicia con Heráclito en el mundo occidental y reaparece con la obra de Nietzsche en el XIX, pero, eso sí, en un contexto que es del todo distinto, porque Nietzsche explica en el eterno retorno una cualidad del universo que le interesa de cara a la vida, de cara a su manera de adorar la vida como potencia y como fogonazo de lo que llama voluntad de poder, aquella fuente animosa que hace que el hombre superior ame la vida sobre todas las cosas.
Nieztsche es, sin lugar a dudas, uno de los filósofos más polémicos que han existido desde el principio de los tiempos, pues fue el mensajero de una nueva filosofía expresada en un mensaje poético en que se muestra una gran ambigüedad, pero también sus más altas dotes literarias. Sus afirmaciones, muy novedosas en el siglo XIX, fueron mal recibidas por los distintos sectores y escandalizó bastante su célebre expresión “Dios ha muerto”.
Sin embargo, este filósofo nace en el seno de una familia profundamente cristiana, en Röcken, cerca de Hamburgo, en Prusia, hacia 1848, y, tal vez, a causa de ese cristianismo, Nietzsche toma esos derroteros. Desde los tiempos de su niñez, los acontencimientos de la vida de Nietzsche han determinado profundamente su pensamiento y sus ideas, de manera que sorprende que Heidegger diga que no se puede explicar la obra de Nietzsche sin un acercamiento a su vida y luego, en sus discursos, no se refiera a ella en absoluto.
Un año después del accidente de su padre, que perdió la vida en 1849 al caer por una escalera, y la posterior muerte de un hermano menor, Nietzsche se traslada del pueblecito de Sajonia a Namburgo, donde ha de vivir con su hermana, su madre y con sus tías. Es un ambiente marcadamente cristiano y de austeridad luterana en el que desarrolla un carácter de una profunda seriedad y sequedad. Es posible que de este ambiente procedan sus profundos sentimientos de carácter misógino.
Con diez años, comenzó sus primeros estudios escolares, destinado a ser lo que había sido su padre Ludwig: un pastor protestante. Por esa razón, tras haber estudiado las enseñanzas propias de la escuela, su preparación prosigue más adelante en Pforta (Turingia), a diferencia de los hijos de cualquier campesino de aquellos tiempos, que probablemente, con suerte, aprendía solo las primeras letras. Pero, a lo largo de estos años, se obra un cambio en su carácter, apareciendo una actitud anticlerical, dado que pierde la fe. Su carácter es el de un joven profundamente retraído. Esto va a determinar su obra con la actitud ilustrada de la obra titulada “La gaya ciencia”.
Para cuando inicia sus estudios en 1864, es un joven que ama el piano, la literatura y la filología, no así la vida del pastor luterano a que lo estaba destinando su familia, pero se resigna a estudiar teología en Bonn. No terminará estos estudios, por cierto, y se apartará, pese a la insistencia de su madre, de los estudios eclesiásticos. Finalmente opta por la filología, viajando a Leipzig, donde inicia nuevos estudios. En estos tiempos de Leipzig propende al materialismo y a la filosofía de Schopenhauer, de modo que existe una gran conexión, casi de inmediato, entre él y el maestro Wagner, cuando son presentados. Esta amistad será determinante.
Con muy pocos años, el profesor Nietzsche asciende a la categoría de catedrático en la Universidad de Basilea en 1869. En este momento siente una gran tendencia a la filosofía, comparte la amistad de Wagner (al que visita, cruzando el lago de los Cuatro Cantones) y Burkhardt, que también están en Suiza, y conoce a Lou Andreas von Salomé.
La amistad de Wagner y Nietzsche se rompió en el momento en que el maestro estaba en Bayreuth (1872), preparando todo para la correcta presentación de sus óperas (empezaba a relacionarse con el célebre rey Luís II de Baviera, que tan trágico destino tuvo al final de su vida). Parece ser que la causa de esta ruptura tuvo que ver con el estreno de la ópera “Parzifal”, en la que Wagner expresa sentimientos místicos religiosos que Nietzsche cristicó hondamente, especialmente en un texto de una obra muy posterior: “La genealogía de la moral”.
En 1970 se produjo la guerra franco-prusiana a la que el profesor acude como camillero, pero de la carga de su labor es exonerado debido a la debilidad de su salud, siendo enviado de vuelta y puesto a los cuidados de su hermana, una mujer a la que sin duda Nietzsche quería, pero con la que tenía ciertos problemas, toda vez que ella ejercía una influencia dominante sobre su hermano mayor.
Respecto al Nietzsche profesor universitario no podemos decir que tuviera gran fortuna, a pesar de sus inicios tan prometedores, porque este enseñante no tuvo el carisma para atraer a sus clases al alumnado universitario a pesar de lo prometedor de sus inicios. El hecho de ser, además, muy joven, lo comprometía a demostrar con la publicación de un libro que ese nombramiento era justo y dicho libro era “El origen de la tragedia” (1871), que, andando el tiempo, alcanzó gran fama, pero que en su tiempo comprometió el prestigio del profesor Nietzsche, dada la mala acogida que tuvo.
A partir de 1873, su salud sigue debilitándose profundamente, hasta un punto en que tendrá que dejar de dar clases, tras una estancia en un sanatorio en Steinabad. Esta es la época en la que escribe sus “Consideraciones intempestivas”, y, hacia 1878 es cuando publica la primera parte de “Humano, demasiado humano”, y desde este momento su salud va a ser más delicada, dado que el autor de estas obras tenía serios problemas digestivos, fuerte insomnio y problemas cerebrales con fuertes dolores de cabeza y graves mareos.
La Universidad de Basilea le concedió una pensión anual que permitiría a Nietzsche dedicarse exlusivamente a escribir, dado su estado de salud, que ya le impedía dar clases y lo llevaba  a grandes estados de fatiga, pues tenía fuertes problemas en la vista (una miopía muy acusada). En este tiempo, contaba el filósofo con 35 años de edad y su vida se va a convertir en una serie errática de viajes y traslados buscando siempre el clima más conveniente para una salud tan frágil. Desde ahora, los escenarios de su vida oscilan entre los Alpes y el Mediterráneo, especialmente en lugares como Sorrento y como Turín.
En 1880 publica dos libros: “Aurora” y la segunda parte de “Humano, demasiado humano”, y, un año después, en Génova, mientras concibe su obra capital, “Así habló Zaratustra”, redacta “La gaya ciencia”, en la que aparecen dos temas esenciales para su obra: la muerte de Dios y el eterno retorno de lo idéntico (estos no serán separables de la voluntad de poder y el proyecto de hombre superior, en la obra “Así habló Zaratustra”).
Tampoco fue afortunada la relación, que data de 1882, con la muchacha rusa Luisa Gustavovna, más conocida como Lou Andreas von Salomé, con quien el filósofo pretendió casarse, sin lograrlo (ella escapó asustada ante tal proposición). Lo cierto es que hubo un momento a partir del que Nietzsche comenzó a perder sus relaciones y amistades con gran celeridad. De hecho, para cuando consigue la publicación de la primera parte de “Así habló Zaratustra”, se encontraba en un profundo estado de soledad que quizás le inspiró la idea de dedicar la obra “a todos y a ninguno”.
Pero ¿creyó Nietzsche en el eterno retorno de lo idéntico alguna vez? ¿Es la idea de la rueda que gira sin cesar en el tiempo infinito una realidad de la física, algo demostrable con cálculos y que pudiera tener valiedez en términos físicos o es la revelación poética de una filosofía elevada que pretende decirnos algo acerca de la vida, de nuestra existencia, de nuestra relación con el mundo? Porque, ante todo, la idea es brillante y terrorífica a la vez, por lo que es una idea productiva y muy sugerente en el marco de la filosofía del pensador alemán, pero estas ideas, necesariamente, tienen un proceso formativo.
Recapitulando algunas ideas, en “Así habló Zaratustra” el eterno retorno de lo idéntico es una idea esencial que no se puede entender por separado del amor a la vida, del sentido de la tierra, de la muerte de Dios, del carácter relativo de los valores, de la necesidad de constitución  de los valores perdidos (porque la sociedad necesita modelos y valores, pese a todo). Pero, antes de que cristalizase de esta forma, antes de que Nietzsche optase por orientar la idea en este sentido, pudo tener tal vez otros objetivos para ella que quedaron descartados.
Luisa Gustavovna parece haber influido en las ideas de Nietzsche sobre el eterno retorno de lo idéntico. El profesor de griego y latín, desde el momento en que concibió está idea, pretendió, a toda costa, su demostración empírica, dentro de un marco más amplio, que es el de la teoría atomista. Su proyecto sería el de ir a estudiar altas matemáticas a Viena para poder luego proceder a explicar que todo suceso ha de repetirse infinidad de veces y que ya es una repetición de esa infinidad de veces, pues tantas veces ha ocurrido.
Sin embargo, la postura de la defensa de una eterno retorno de lo idéntico a ese nivel es de muy difícil demostración, como es lógico, pues ni los actuales astrofísicos pretenden hacerlo así. Lejos de ello, explican el tiempo como parte del fenómeno de la explosición o Big Bang, pero estos sucesos no serán repetidos, según dicen, de manera necesaria, si una segunda explosión sucede tras la implosión (Big Crunch).
Una teoría del átomo que sirviese de base a explicar la idea de eterno retorno de lo idéntico es algo tan complejo que no resultaba viable para un hombre como Nietzsche, con todos los progresos de su siglo. Dicha teoría del átomo, quedaría, por lo tanto, descartada, mientras la idea del eterno retorno quedaba como un simulacro poético, es más, alcanzaba el nivel de una metáfora que, al final, encaja como una propuesta de vida, un hacer la vida de tal modo que al final queramos revivirla una infinidad de veces en el momento de acabar, y querer revivirla sin excluir cuanto en la vida no ha sido bueno.
La vida acabará, indiscutiblemente, en la muerte, habiendo todos de desaparecer, lo que es razón para muchas angustias y desesperaciones, porque la gente se desespera cuando piensa que es algo finito. El momento de la muerte no es un momento de plenitud, desde luego, sino que es solamente el final de un proceso biológico tras el cual el cuerpo se descompone. Sin embargo, hasta el momento de la muerte, ha habido un tiempo de vida que hubo de ser suficiente para ser vivido, y la única manera de saber que uno ha vivido de una manera satisfactoria es pensar que, si es cierta la idea del eterno retorno, la misma vida volverá infinidad de veces.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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