“TRATADO DE
LOS DUENDES QUE CORREN A LA
ORILLA DEL ESTANQUE” O “LA NIEBLA
DE
LOS TIEMPOS DEL RECUERDO”
Breve mención a las hadas y duendes
que habitan los más misteriosos
lugares que esconden
los viejos robledales y el hayedo
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Un escrito para Jimena Muñiz Fernández y
Mael Muñiz
Vega, sobrinos
del autor
El sol avanza
triste buscando los colores del horizonte herido por la llama dorada de la
tarde, que muere lentamente, que se pierde, que apaga su belleza, en lo lejano,
que siente su crepúsculo en el aire, que rinde los alientos, la voz de los
alientos del beso de la brisa que se extingue. Y escucha la tristeza que grita
la cigarra que quiere que la luna, en las alturas, escuche su concierto, su
voz, rumor continuo, que no cesa, que esconde su secreto mientras sigue, que
gime como gimen los arbustos, si el viento, con su roce, los hace confesarse,
llegada ya la brisa del ocaso.
Es un momento
mágico que insiste en el silencio, que aguarda en el silencio la palabra que
rompa con su brillo las densas soledades que despiertan los claros de los
bosques, donde el cárabo llamaba en primavera unos amores, y, luego, en el
otoño, tal vez amenazante, marcaba el territorio de su feudo. Sabed que suele el cárabo luchar por el
dominio que ejerce sobre todos los lugares que son su cazadero, pues él es el
señor de cada zona, y, al levantar sus gritos al crepúsculo, mantiene a los
intrusos alejados del sitio donde caza, la zona donde tiene por presas a los
pobres ratoncillos.
Es un momento
mágico que sabe de los duendes que corren a la orilla del estanque, mirando los
reflejos de las estrellas tristes y la luna, que sabe contemplarse, que imagina
su rostro entre las aguas de las charcas, espejo de sus llantos, espejo de sus
brillos, acaso de su luz amarillenta. Lo cierto es que los duendes se animan,
cada noche, pues saben que los hombres nunca vienen al bosque cuando es tarde,
y es siempre muy difícil que la vista los pueda sorprender, si se regalan a
raros aquelarres ancestrales, en torno al hueco oscuro del árbol hechizado por
magos de los tiempos de los celtas.
Las hadas
misteriosas son hijas de los vientos, del agua, de los fuegos y la tierra, que
tornan, cada noche, que nadan en las aguas del estanque, que habitan las
orillas del arroyo, que cuidan de los claros escondidos donde los duendes
bailan sus danzas encendidas, dejadas al olvido de las épocas. Los hombres han logrado matar esos espacios
que habitan, siempre tímidos, los duendes, dejándolos sin casa, dejándolos sin
techo, sin palacios, sin los lugares santos que poblaron en tiempos en que la
naturaleza mostraba su grandeza, su fuerza y sus caprichos al hombre que talaba
los hayedos.
Yo sueño cada
noche con hadas y con duendes que bailan en los bosques con la brisa que gime
en el solsticio que trajo ese verano pegajoso que pide, cuando aprietan los
calores, las noches apagadas, el descanso de cada viento suave y el suspiro que
deja descansar al que padece. Y, mientras otros duermen, tendido entre las
sábanas, aspiro a imaginar elfos y brujas, igual que en esos cuentos que fueron
relatados en los siglos pasados en los pueblos miserables, lugares de romántica
ignorancia que pueden devolvernos la luz de los jardines perdidos al morir la
infancia hermosa.
Yo sé que, si
los duendes, las hadas de los bosques hubieran existido, existirían tal vez en
el presente, tal vez en este tiempo que vivimos, acaso en los lugares
apartados, donde jamás el hombre pueda verlos, pues huyen de la gente, pues
huyen del bullicio que arranca sus hogares de la tierra. No quedan champiñones
que pueblen los otoños, ni crecen las temibles amanitas muscarias con sus
tonos, sus rojos y sus blancos vivarachos, que advierten el peligro del veneno,
ni quedan ya lepiotas que cobijen al gnomo del lugar, al viejo cuya barba lo
muestra como espíritu prudente.
La magia de
los bosques, su raro bucolismo, la niebla de los tiempos del recuerdo, nos
hacen que soñemos, y es fácil que ese sueño nos revele que amamos muchas veces
lo que nunca podrá tener sentido a nuestra lógica, mas vive en nuestro pecho y
en nuestras emociones, llenándonos del brillo de otro tiempo. Los niños siempre
quieren palabras que les digan las cosas de los seres más extraños que habitan
esos reinos perdidos entre raras fantasías, dejados entre el cuento y la
leyenda, dormidos en edades que pasaron, que fueron a la nada, que no volverán
nunca, pues nunca es el lugar del que proceden.
Y nunca,
entre las sombras, se pierden estos seres que viven alumbrados por luciérnagas
que encienden los senderos que suelen transitar, con risa irónica, los duendes,
los enanos y los elfos que ven, por el camino, a los tritones, la bella
salamandra, los sapos y las víboras que admiran otra luna en las alturas. Son
seres de la noche, malévolos, mezquinos como esos hechiceros de los cuentos que
quieren arrancar princesas de las manos de los reyes, llevándolas a grutas y
cavernas tan lóbregas y tristes que parecen mazmorras de castillos perdidos en
el tiempo, después de transcurrida la Edad
Media.
Son seres
cuyo origen parece siempre extraño, si dicen las abuelas a los nietos que
fueron, hace siglos, abstractos, intangibles, sin materia, carentes de ese
cuerpo en que se saben, después de tomar forma en este mundo, pudiendo
generarse del agua y de la tierra, del aire y de las llamas, si es el caso. Parece
que las brujas, si quieren convocarlos, lo logran con conjuros extrañísimos,
mezclando en una pócima, los ojos de algún sapo de las charcas, las alas de un
murciélago perdido y el polvo de los cuernos de unicornio que quedan, tras milenios,
en este mundo triste que vio extinguirse al último, hace tanto.
Y, siempre
sin retraso, la luz de la mañana presenta sus antorchas a lo lejos, en esos
horizontes que duermen, tras la helada de la noche; que sueñan, tras la voz de
la tormenta; que aguardan, que se agitan, tras momentos de densa oscuridad, de
frágil sueño quebrado por espíritus sin forma. Y el alba, con sus luces,
abriendo las cortinas, querrá encontrar, mirando con paciencia, buscando en
cada tramo, las hadas y los duendes que, de pronto, se esconden de la luz y se
guarecen en arboledas densas y sombrías, en zonas donde nunca podrá alcanzar
sus ecos la voz de la mañana que despierta.
La “xana” es
una virgen que vive en cada fuente y es víctima infeliz de algún hechizo que la
hace prisionera, mas ella es quien custodia los tesoros que existen en las
cuevas donde el cuélebre sumerge su conciencia en ese sueño que aguarda a que
la noche construya sus palacios de sombras nocturnales y silencio. Los “trasgos”
y los “diaños”, a veces los “sumicios”, habitan en las casas de los pueblos que
esparcen por los valles las gentes campesinas de la zona, pues hay en las
aldeas ese culto que reza que los duendes de las casas son siempre responsables
de pérdidas, destrozos, y ruidos que se escuchan cada noche.
Y dicen que,
a la noche, la “Güestia” es temerosa, pues es la procesión de los difuntos que
corren los caminos de tierras asturianas y gallegas, buscando ese reposo que no
tienen las almas desdichadas, sin descanso, que penan arrastrando sus faltas y
pecados en noches negras, tristes y mezquinas. Y el “güercu” se aparece, si
acaso es que un vecino fallece en otro pueblo y se lo anuncia tal vez a algún
pariente, quizás un primo, a veces un hermano, los padres, los abuelos, que
presencian su imagen, que, a la vera del camino, se deja ver tan solo, mas sin
decir palabra, con esa seriedad inexpresiva.
El mar llena
el acervo fantástico que muestran tan vivos los folclores que se dice que hay
cíclopes en islas y matan a los pobres marineros que pierden la esperanza y que
naufragan en ese mar azul, bello y hermoso que enciende muchas veces la furia
de sus aguas y da la muerte al joven y al anciano. Las playas son rincones que
habita el “espumeru”, que juega con la espuma de las olas, bañándose dichoso,
dejándose llevar a las orillas que saben los secretos de los mares y cantan a
las olas las leyendas de las sirenas vírgenes que, antaño, llevaban a los mozos
al fondo de las aguas, ahogándolos allí con su dureza.
La noche de
San Juan es noche misteriosa, momento de la magia de las brujas que dejan sus
guaridas, que sienten los perfumes que en el aire dejó la primavera que se
agota y anuncia ese solsticio que se vierte, que llena los paisajes, los
bosques y los campos, igual que un beso dado por la brisa. Y saben a tristeza
las horas otoñales que corren, superado ya el verano, no lejos del hogar, lugar
donde la abuela cuenta siempre leyendas de otros tiempos, las historias de
muertos que aparecen en la nada, de seres que, en el aire, dibujan raras
formas, volviendo de la nada hacia los vivos.
Los muertos y
los seres de viejas tradiciones parecen ser hostiles a menudo, jactándose al
dañarnos, pues quieren hacer mal a los mortales, los hieren, los asustan, los
hechizan con el poder oculto que les dieron los dioses que quisieron que
hubiera en cada bosque criaturas tan extrañas y curiosas. Y pueden, en
invierno, llegar los vendavales violentos, encendidos y dinámicos, si quiere
Xuan Cabritu, que tal nombre le dieron al “Nuberu”, que corre las alturas y nos
lanza los fuertes aguaceros y el granizo que cae sobre los campos, y arruina
las cosechas, trabajo duro y triste del labriego.
También está
la “Guaxa”, que, con su solo diente, le chupa a las criaturas, de su cuerpo, la
sangre dulce y cálida, pues sabe alimentarse de los niños rollizos que
descansan en la cuna, si duermen en silencio, por la noche, colándose en las
casas por esos ventanales y las rendijas finas de las puertas. Y tienen su
fiereza los agrios basiliscos que matan con sus ojos al que pasa, pues sus
miradas hielan al infeliz que fije en sus pupilas las suyas, sin saber que
estas criaturas son crueles, destructivas, peligrosas, terribles para el
hombre, terribles para todos, si acaso han de salir a nuestro paso.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
No hay comentarios:
Publicar un comentario