Las horas de la
tarde van perdiéndose. Se advierte la tristeza en los helechos, que ven morir
un sol que ya declina, detrás del cabo, cerca de los mares, perdida la ilusión
de su momento. También en cada soplo presuroso del aire, de la brisa que se
fuga, que gira, revoltosa, en los espacios, danzando en un ballet que no se
acaba. Quizás en ese brillo que se rinde sobre esa gota triste que dejaron las
lluvias de la tarde veraniega que pierde su color y se hace noche.
Las horas de la
tarde van perdiéndose. Se advierte en el silencio del paisaje, que no conoce
voces ni ladridos, que no sabe de perros ni de pájaros que alarmen a quien mira
ese crepúsculo. También en los rincones que la vista disfruta con su vuelo
perezoso que sabe de los montes, a lo lejos, del agua de los mares, sus
espumas. Quizás en los dorados que ya llenan un cielo malherido, un cielo
virgen que pueblan las estrellas primerizas que visten sus destellos y sus
luces.
Las horas de la
tarde van perdiéndose. Se advierte en esa paz que nos explica tal vez el
infortunio de estar vivo, pensando en ese ocaso que algún día podrá llevar el
alma hacia otra parte. También en el respeto de las olas, que no quieren
romper, con sus espumas, la calma del momento en que el sol muere y el reino de
la luna se hace imperio. Quizás en ese aliento tembloroso que llora cuando el
aire lo acaricia con la frescura tierna de la noche.
Septiembre se
avecina sin apuro. Las horas corren lentas, pero corren, avanzan con su paso
lento y débil que se une con los pasos que caminan hacia un otoño lleno de miserias: Las lluvias
serán fuertes cuando octubre sorprenda, con los tonos del otoño, las densas
humedades de la zona, que dan estos veranos siempre verdes. Y, en días
despejados, las escarchas que quieren las heladas en los campos, pues no caerá
la nieve en estas costas, sino en las cumbres altas de la sierra.
Y lloverá de nuevo
sobre el prado. De nuevo lloverá, y, en los contornos, serán los horizontes más
confusos, pues, llenos de grisallas, serán eco de la sobreabundancia de
tormentas. Serán rayos y truenos los que llenen la altura que, otros días,
despejada, se muestra tan azul, llena de vida, mostrando su color, sus
claridades. Y, entonces, un paraguas en la mano, las botas del invierno, si hay
mal tiempo, podremos caminar esas veredas que hieren a los árboles frutales.
Y pronto morirán
las hojarascas. Mas quieren los veranos moribundos dejarnos ir al mar, probar
el agua, gozar del baño mágico y sagrado que ofrecen estos mares en agosto. Las
luces de luna ya besaron las humedades frescas que quedaban sobre una piel que
casi tiritaba, sintiendo cada beso de la brisa. La noche es el momento más
hermoso para nadar alegre entre las olas y, viendo las estrellas en la altura,
soñar las libertades que no existen.
También la
juventud se va pudriendo. Y puedo recordar tiempos lejanos de vida y plenitud,
de mil anhelos que siente el alma triste que se torna nostálgica quizás, cuando
los años nos hacen amargados enfermizos. Y es bello recordar aquellos baños y darse
a repetir esos disfrutes que no podrán ser siempre, si la vida se estanca y se
consume entre la nada. Pues ese es el destino del sol triste que gime, entre
dorados, su crepúsculo, la voz de su crepúsculo elevada, dejada al aire solo y
a la espuma.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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