viernes, 15 de agosto de 2014

Libre albedrío y determinismo




 “EL PENSAMIENTO ACTUAL FRENTE AL CARÁCTER
DETERMINISTA Y LAS POSIBLIDADES
DEL LIBRE ALBEDRÍO”
Una meditación de índole muy personal
para un pequeño artículo
que lleva a cuestiones
irónicas

por José Ramón Muñiz Álvarez

El carácter determinista o no de cuanto existe en el universo es una cuestión que ya no parece urgente, pero suscitó un enorme interés en época decimonónica, hasta el punto de que la mayoría de los escritores creyeron que el individuo estaba totalmente condicionado por la sociedad. En efecto, superado el movimiento romántico, que había enaltecido la novela como ninguna otra época anterior, los excesos de este tiempo dan paso a un gusto menos exagerado que busca la verosimilitud y que acaba siendo el género apto para el análisis de la sociedad. En este sentido, los autores creen que la novela es una oportunidad para experimentar en la ficción los problemas que existen en la realidad. Pero, más adelante, al aparecer la concepción Naturalista, que busca, con la técnica del monólogo interior como novedad narratológica para captar el flujo de lo psicológico, la sordidez del mundo interior del ser humano y toda su maldad se hacen patentes, salen a la luz. Debido a que España era una sociedad pacata, costó mucho llevar al auge el tipo de estéticas que se estaban imponiendo en Francia, y así, España no dejó de ser una nación que se quedó más anclada en el Realismo que en el Naturalismo, hacia el que nunca dio el paso definitivo.
Curiosamente, la inquietud de los literatos por la cuestión del determinismo no era algo nuevo, remontándose a los tiempos del Siglo de Oro, pues esta cuestión fue central en las discusiones de la corriente contrarreformista, al defenderse la posición del libre albedrío frente al determinismo en obras como lo es “La vida es sueño”. Pensemos que Pedro Calderón de la Barca es, sobre todo, un teólogo, antes que un hombre de teatro, aspecto este de su producción que le da hoy la fama y que él mismo podría haber entendido como una faceta menor de todo lo que fue publicando en vida. La discusión del determinismo enfrentad0 al albedrío es la discusión entre las Iglesias Reformada y Católica, la discusión entre dos maneras de entender la religión totalmente enfrentadas por una cuestión con una doble implicación en lo que es la pura dogmática y lo que es praxis, toda vez que las buenas acciones eran, principalmente, hacerse perdonar, hacer perdonar los pecados, engrosar las arcas papales para alcanzar el perdón divino, puesto a la venta por la corrupción de las entidades clericales de Roma en un grado de depravación que le pareció inconcebible a Lutero.
Sin embargo, el problema no es, en absoluto, una novedad, ni siquiera para siglos más alejados, como lo son los tiempos en que escribe Pedro Calderón de la Barca. El determinismo es uno de los asuntos que más interesó en el teatro griego, pues refleja las inquietudes de la mitología por el destino, y esas inquietudes son unas inquietudes que aluden a las preocupaciones del hombre de entonces, el contemporáneo de un Esquilo, un Sófocles o un Eurípides, pero también al hombre moderno, que todavía no sabría acertar, si se le preguntase, si su destino está ya escrito o si está por escribir. Es más, el hombre no se plantea esta cuestión en la actualidad, guiado de una mentalidad práctica que parece hacerla absurda, pero sigue ahí presente, porque el hombre actual sigue, en muchos casos, poseído por los viejos miedos de antaño, cosa fácilmente comprobable, cuando vemos que la gente acude a poner velas a los templos, como en una época anterior al cristianismo, resto de un tiempo de adoración pagana y poiteísta presente en la costumbre de los exvotos. Más allá de la cuestión práctica, parece lógico a muchos, generalmente a los creyentes, pero a los no creyentes más, el hecho de que las personas desoladas, desahuciadas por enfermedades espantosas acudan a Lourdes y Fátima a la busca del milagro con que escapar a su destino.
Porque el hombre todavía quiere escapar a su destino. ¿O ha dejado esto de ser cierto? La mitología nos propone la leyenda de un joven llamado Layo, rey de Cadmo, casado con Yocasta, mujer que no tardó en darle un hermoso varón como hijo, y, siendo tal la alegría y regocijo de este rey, hizo que fuesen sus criados a preguntar por el destino del muchacho al Oráculo de Delfos. Pero los dioses previnieron a todos en contra del recién nacido, pues el príncipe de Cadmo solamente podría traer la desgracia, al matar a su padre y casarse con su madre. En este caso, como en la mayoría, uno opta por ser prudente, y, si ese hijo había de traer la desgracia, por triste que fuera, habría que matarlo (recordemos que la sensibilidad de los tiempos antiguos disculpaba matar a un infante de manera preventiva más allá de donde lo hace en la actualidad). Finalmente, Layo manda a un criado matar al pequeño, pero el criado lo deja en manos de unos campesinos que lo alejan de la corte, donde, finalmente, llevaría una vida normal al margen de la corte. Pero esto no sucedió así exactamente: el joven mató a su padre, sin saberlo, y, sin saberlo, también, se casó con su madre. Sófocles muestra en “Edipo rey” a un joven alegre que ha derrotado a la Esfinge, al acertar su célebre enigma (qué ser camina por la mañana a cuatro patas, a medio día a dos y por la tarde a tres), por lo que lo hacen rey de la ciudad y lo casan con la esposa del viejo soberano. Pero este rey ignora las razones de la pestilencia que está asolando a la población de la que es rey y envía a Delfos enviados para que los dioses manifiesten la razón. Tanto su padre Layo como él, buscando la solución a una desgracia profetizada, acaban precisamente, precipitándose a su perdición. Este es el problema del destino, el problema del “estaba escrito”.
Frente a la postura de Sófocles, tenemos la calderoniana: Basilio, rey de Polonia, tiene al príncipe Segismundo apartado del mundo, en manos de uno de sus hombres de confianza, llamado Clotaldo, en un lugar vedado a los demás, pues todo el que llegue a ese lugar apartado debe morir por fuerza. Las razones que lo conducen a hacer semejante cosa al príncipe son evidentes, desde luego: evitar la serie de desastres que el joven provocaría si llegase a gobernar, puesto que los astros no le son favorables: el joven nació con predicciones negativas sobre su reinado y al nacer arrancó la vida a su madre. Todo esto hace que Basilio condene de antemano al joven príncipe, de modo que, cuando deciden drogarlo y conducirlo a palacio para examinar sus hipotéticos comportamientos, al saber que es el príncipe, su reacción es violenta: Basilio es el elemento provocador de los desastres que está causando Segismundo al no haberle dado la educación y el amor que le corresponderían en una situación normal, aislándolo y negándole su propia identidad. Lejos de entender esto, se cree que el astro ha vencido la capacidad del muchacho para sobreponerse a lo destinado y lo devuelven a la torre, donde se le explica que su estancia en palacio ha sido un sueño. El pueblo, finalmente se levanta contra Basilio y este está a punto de ser depuesto por su hijo en una guerra atroz, tras ser liberado por los amotinados, y, sorprendentemente, Segismundo es en esta ocasión de ponerse por encima de su hado. Es una postura contraria al determinismo sofocleo.
¿Pero en qué nos basamos para creerlo o no? En cualquier caso, la literatura es literatura, y, como tal literatura, ficción para solazar a las gentes que leen cuando están ociosas, por lo que parece lógico que no sea en el plano e lo literario donde haya que buscar soluciones a esta pregunta. Por otra parte, el análisis de la vida propia, más allá de lo que vemos que sucede en los personajes irreales, es decir, los tipos literarios, será lo que, en definitiva, nos hará inclinar la balanza a favor del albedrío o del determinismo. Y el hombre moderno, dadas las ideas que se imponen en la actualidad, debería entender como positiva la posibilidad de poder buscar su propio destino y no verse encadenado, como por una extraña maldición, a un Sino del que no es posible escapar. De hecho, es fácil percibir que en ello hay una actitud pesimista, negativa, derrotista. Pero, sin alcanzar todavía a decir que estamos determinados en sentido alguno, no podemos negar que estamos bastante condicionados en el curso de las cosas que nos suceden. Y, si bien hay cosas que nos condicionan pero no nos determinan, otras sí parecen poder hacerlo de lleno, como la muerte, que podrá llegar antes o después no se sabe en qué lugar, pero que es para todos un trámite inexcusable.
Existen razones para creer que estamos determinados: la suma de condicionantes que nos rodean es un infinito impensable de circunstancias que nos arrastra como la corriente de un río a punto de precipitarse en una cascada, una corriente tan fuerte contra la que nuestra fuerza natatoria no puede luchar en la vana esperanza por alcanzar la orilla. Y si esto es visto así, habríamos de concluir que estamos profundamente determinados. Pero para entender esta red de infinitos condicionantes, como decimos, para poder asegurar que realmente estamos determinados, necesitaríamos una mente in finita que solucionara un problema infinito, para lo cual, realmente somos mentes no absolutas carentes de un tiempo absoluto. Sin negar que podamos estar plenamente determinados en nuestro caminar a un destino, escrito o no, la percepción que podemos tener de los hechos es, precisamente, la contraria, pues ningún pensamiento puede aspirar a acaparar la totalidad y pretender conocer cómo y e qué forma hay una incidencia de infinitos factores que nos puedan determinar. Lo lógico es pensar que hacemos camino a un destino no previsto, todavía, entre circunstancias que vemos como azarosas y elegidas. Y, si esa, sea o no la acertada, es la manera esperable de pensar en una persona razonable de hoy, podemos imaginar el carácter patético y pesimista de quienes, escudándose de la vida, no hablan de un determinismo en la medida en que este pueda ser sostenido por la conciencia o por el intento  de una conciencia que quiera mirar las cosas de frente. Se sospecha, cuando menos, una cierta cobardía y un querer justificarse a sí mismo, casi como si se sintiera obligado a responder a lo que no se le pregunta, como si se le pidiera una razón de sus logros y nos respondiera con un galimatías prolongado en que explicar que el no fue libre cuando cometió aquel error. De esta manera, llegamos a la conclusión de que, antes de solucionar un dilema (determinismo o libre albedrío), nos hallamos ante la pregunta de por qué, si uno siempre cree que nos están juzgando (y eso es porque nos están juzgando), también se siente juzgado cuando la pregunta va por otro camino.
Precisamente por ser la vida un azar que quisiéramos ver como proyecto, pues se nos ha educado para que nuestra azarosa vida sea vista como proyecto por nosotros mismos y por quienes nos rodean, haciendo que realmente lo creamos así, uno puede resultar verdaderamente cargante y suspicaz con preguntas sobre el libre albedrío, casi como si lo pusiéramos en el deber de decir que han sido los demás, las circunstancias, los condicionantes o los elementos, y no él (puesto que uno nunca quiere responsabilidades ni culpas). Pero esto entronca también con otra cosa más irritante, porque el ser humano es un ser que no se resigna a aquello que comprende, y a todos se nos ha enseñado un estoicismo que nos permite, a diferencia de los niños, supuesto que ya no lo somos, soportar las contrariedades que la vida tiene, que no suelen ser pocas. Y, llegados a este punto, justo en este sentido, empezamos a comprender que la vida no tiene sentido, y, si la vida no tiene un sentido para los seres humanos, este problema no es un problema de lo cósmico, sino un exclusivo problema del hombre que debe solucionar el hombre de una vez por todas, pero que no sabe solucionar. Por otro lado, una solución netamente intelectual no es consoladora, y una solución no intelectual no es convincente. De esta manera, el sinsentido de la vida nos lleva a querer explicar el sinsentido de la vida (algo absurdo porque los sinsentidos no son algo que se explique), pero también a fugarnos de un destino que no podemos eludir, ya sea que lo creamos nosotros o que no podemos evitarlo (recordemos los ejemplos de Sófocles y Calderón). Y este es uno de los puntos más interesantes de la psicología que está en el arranque de las corrientes precursoras del existencialismo que vino a desbaratar todo el pensamiento de los griegos desde Sócrates, pues ese sistema racionalista que excluye, a base de ser tan racional, el verdadero sentir de lo humano, dada su gélida frialdad, su sequedad con todo, no sirve para explicar los desajustes entre lo humano y el mundo en que al hombre le toca vivir, pues el ser humano es esa criatura inadaptada que se cree ombligo del mundo.
El problema del libre albedrío como forma de construir nuestro destino enfrentado a la idea de un  determinismo consistente en no poder evitarlo, nos lleva también a la sensibilidad de la que se derivó la tragedia en un tiempo tan antiguo entre los griegos, algo que ellos entendían como catarsis o cura, por la vía de la tragedia, de los males que el hombre tiene dentro. Pero las respuestas a lo trágico como fenómeno no nos las dan los mismos trágicos, sino los más brillantes teóricos de la tragedia: Aristóteles y Nietzsche. Ellos son los verdaderos artífices de que los lectores modernos puedan entender un poco mejor ese teatro que es la tragedia, algo aparentemente lejano, nos sea más próxima, pues son los que mejor nos explican el valor que los griegos conferían a lo trágico. Aristóteles, autor de tantas obras, se ocupa de asuntos de teoría literaria en su texto titulado “Poética”, texto que quizás no pensó para su publicación, sino a modo de apuntes personales para compartir con su alumnado. En cambio Nietzsche pretende un texto más formal, para demostrar la justicia de su nombramiento como catedrático en la Universidad de Basilea, que resultó sorprendente para muchos, dada la juventud del personaje. De hecho “El origen de la tragedia en el espíritu de la música” fue un libro polémico que irritó a los filólogos de todo su tiempo, dispuestos en contra de la forma intuitiva en la que Nietzsche parecía querer acercarse a los griegos.
Pero no debemos olvidar, en este acercamiento a lo trágico, aspectos esenciales, no ya de lo literario, sino de lo antropológico, pues el teatro emana de la magia, de las creencias irracionales de los pueblos primitivos inmersos en el animismo y la hechicería. No en vano, las distintas danzas de los pueblos más primitivos que todavía se conservan en el planeta parecen apuntar a una liturgia con la que convocar a las distintas fuerzas de la naturaleza, procurando disponerlas a favor de la comunidad. De ahí el valor litúrgico y sagrado que debió tener la tragedia entre los griegos, puesto que su finalidad era la de purificar al hombre y educar su carácter. De hecho, puede parecernos, en realidad, un tanto extraño esto de educar el carácter de los seres humanos (sería más pensable la idea de hacerlo con un perro), pues lo que pretende la actual enseñanza es la instrucción de unos saberes académicos con mayor o menor alcance práctico para el desempeño de ciertas funciones, por ejemplo, en el trabajo. Que el teatro quiera educar es algo que se hace evidente para los contemporáneos de los tres trágicos griegos, según cabría decir, pues para los griegos, el teatro alcanzaba profundas resonancias anímicas y religiosas. La catarsis de la que habla Aristóteles es una forma de mejorar a las personas, las cuales purgan su espíritu de los males a través de la contemplación del dolor. En realidad, la tragedia es la expresión de una relación del hombre con el destino, pues el hombre intuye un destino doliente, tremendo, que le genera angustia, esa angustia que uno no puede aliviar por el mero hecho de explicarla, pues necesita, en realidad, mitigarla por medio de la expresión. Pues expresar el dolor disminuye el dolor, en todo caso.
La tragedia es un elemento que se define como algo que es inmediatamente emocional, pues es el sistema emocional el que se ve alcanzado por los sucesos que la tragedia expresa. De los cantos corales originarios que acompañaban el carro de Tespis, nace la tragedia, que aparece en el momento en que aparece el diálogo, justo cuando el texto se hace dramático, es decir, cuando hay al menos dos voces que dialogan, a saber, el coro y un personaje o dos personajes (puede ser, en algunos casos, que dos o tres personajes y el coro). Y es que en la tragedia aparece el coro como un elemento musical sin el cual la tragedia no tendría sentido, porque la tragedia se origina, indudablemente, en los cantos de una época mucho más antigua, generando un teatro musical que marca el antecedente de la ópera, que asumió ese papel de tragedia en tiempos mucho más modernos. Nietzsche titula su obra “Origen de la tragedia en el espíritu de la música”, es decir, en la condensación de la esencia de lo musical (el término “sprit”, francés, tiene procedencia latina en “spiritus” y hace referencia a la esencia o condensación de un carácter, pero de cara al mundo libresco, esto es, un resumen o compendio en que queda claro lo que se hace arduo en un texto más especializado, puesto que este término tomó ese sentido en el XVIII, cuando se pretendía, fundamentalmente, vulgarizar o divulgar el conocimiento).
Hasta que, según Nietzsche, Sócrates abre la puerta a un gusto por el racionalismo que lleva, entre los griegos, a la caída de la tragedia y de su carácter (dicha decadencia tiene que ver con el drama euripideo), el espectáculo trágico tenía la función de explicar algo del vínculo existente entre los dioses y los seres humanos. Hoy de hecho se sabe que esta relación era algo en lo que, al final, ya en época helena, entretenía, más que conmover, a las gentes, pero había sido vista en tiempo más primitivo a la luz de una mayor seriedad y eso se debe, precisamente, a que, entre los griegos, había en la tragedia un profundo sentido religioso. Dicho sentido religioso se relacionaba con cómo los hombres con mejores cualidades, los héroes del mito, por ejemplo, pero también los mortales más distinguidos, como Ulises, eran gente superior a la media, pero movida por un destino tremendo al que se enfrentaban con paciencia, resignación y grandeza, pasando el umbral de una época feliz para caer en una terrible desgracia (catastrofe). No en vano, como sabemos, en “Las Bacantes” el protagonista es transformado en ciervo y devorado por mujeres ebrias de su familia que se creen panteras. La antropología ve en el mito de Penteo algo que también es un antecedente de lo crístico, pues está vinculado a una época de antiguo canibalismo, una época en que se hacían eucaristías no metafóricas, como las hacen los cristianos compartiendo el pan y el vino a modo de unión comunal. Era un culto báquico procedente de pueblos orientales que admitía lo sacrificial y que veía normal comer la carne y beber la sangre.
¿Será entonces de ahí de donde arranca nuestra obsesión por lo trágico? Parece ser, en todo caso, que la cultura occidental no se puede explicar sin el elemento oriental, porque lo oriental determinó mucho la cultura occidental por los conductos del mundo Mediterráneo. El mar de los romanos no lo fue sino desde cierta época, porque primero fue el mar de los griegos y los fenicios, época en la que llegaban grandes novedades por vía marina de pueblos desconocidos. Esto sucede con el mito del diluvio universal, que aparece en la cultura judaica y en la mitología grecolatina: Licaón habría llegado al extremo de mandar matar a Júpiter en su forma humana para luego “devorarla”, lo que propicia la necesidad de mandar hacer un arca de Deucalión y Pirra (imagen del Noé judío), con quienes empieza de nuevo el mundo  la vida (el texto está recogido en las ovidianas “Metamorfosis”). El dios Baco o Dionisos, por lo tanto, incorporado al panteón griego como un dios más, entendido como una divinidad propia, autóctona, era un inmigrante entre los dioses griegos, un culto incorporado de algo ¿foráneo?, como lo puso ser también entre romanos el Esculapio romano, tomado de Asclepio griego, procedente del Imhotep egipcio que erigió la primera pirámide en los tiempos de Djoser (Zóser).
Pero entendamos que la naturaleza visible en el mito no es, fundamentalmente, tragedia, sino épica, pues es el género épico el que da una verdadera dimensión al mito. La tragedia, como forma teatral, hacía más directo el suceso que en el canto de un rapsoda, eso por supuesto, pero ya el tema de las angustias humanas estaba contenido en ese aliento de dolor en que los poemas homéricos presentaban a los héroes. Esto escandalizaba a Platón, quien, con una mentalidad más espartana que los que habían  vencido a su querida Atenas, explicaba como el carácter doliente de estos relatos reblandecía a los hombres verdaderos y los conducía a la decadencia. Y lo mismo sucede en el mito germano, que hace de la tetralogía wagneriana, admirada primero y denostada luego por el autor del libro sobre la tragedia más interesante del XIX (Nietzsche), donde son llevados al drama musical, de una manera muy libre, los asuntos de la épica medieval germánica. Sin embargo, la épica de los germanos presenta un caso anormal en uno de sus héroes, pues tiene un elemento trágico contrario al de los griegos, ya que Sigfrido es una especie de Juan Sinmiedo que, lejos de temer el destino que lo espera, acude en su búsqueda, mientras otros lo propician a costa de querer evitarlo. Es decir, que donde otros se pecan por el abuso de su instinto de conservación, Sigfrido muere joven precisamente por lo contrario.
¿Sería justo plantearse si hay un género especial para presentar esa angustia que genera el supuesto de que el destino ya esté señalado por los designios o el hecho contrario? Las inquietudes humanas caben como mínimo en todos los formatos literarios, y, en realidad, puede ser que no existan géneros mejores que otros para abordar un asunto, pero la forma de presentarlo puede tener mayor o menor distancia. El asunto del destino es tratado de manera nada objetiva, muy emocional y directa por la tragedia, teniendo un mayor distanciamiento, por efecto del narrador, en los poemas homéricos, claro está, pero siempre, en ambos casos, con gran lirismo, dado que lo poético se mezcla a la dramática o a la épica en determinados segmentos de discurso. Pero, en ambos casos se nos presenta una trama como ejemplaridad de una idea a la que se asocia un suceso y no la idea misma. ¿Podrían presentarse estos contenidos en la forma del ensayo? Y no podemos afirmarlo, si queremos ser serios en esta cuestión: el ensayo sirve para explicar y no para aliviar o purgar lo negativo del espíritu, y no es lo mismo pensar reflexivamente al amparo del sueño de una objetividad nunca posible (no se pueden objetivar estas cuestiones) que querer producir un efecto psicológico de tipo emotivo y a un nivel de mayor hondura. La tragedia y la épica, con su lirismo, proporcionan algo que nunca nos dará el ensayo de Unamuno “Sobre el sentido trágico de la vida”: algo que no es pensamiento, pero que, en último término, es vivencia.
Y en este sentido, nuestra línea de pensamiento nos lleva a un punto donde no se puede proseguir sin encontrar una pregunta que es del todo irresistible y que no puede ser tratada de manera adecuada en este escrito, como lo es el hecho de que sudamos si estamos ante las puertas de la esencia del milagro poético, pero no en un sentido técnico en materia filológica, como le gusta al crítico, sino desde un ángulo distinto, el del antropólogo, que no mira la literatura como el filólogo y el poeta, claro, pero que no deja de ser interesante, porque carga de significado humano (“ántropos”, en griego) el hecho de que haya una innegable necesidad de expresarse poéticamente. Y es que vivimos trágicamente condenados a sentir la necesidad de la poesía.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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