“LAS AGUAS DEL ARROYO VAN
SIGUIENDO
CAMINO POR
UN
CAUCE QUE SE
ENSANCHA”
Meditación
sobre la condición
humana
y sobre
su
destino.
Un
escrito de José
Ramón
Muñiz
Álvarez
Los viejos
escritores cuyos versos nos hablan de tristeza y decadencia, de llanto y de
miseria en viejos siglos, comprenden como nadie que las cosas se pierden para
siempre, porque el tiempo no deja de correr, en su carrera, que avanza con la
prisa que no debe, llevándose una parte de nosotros.
Así lo dijo un
día Luís de Góngora, y acaso don Francisco de Quevedo no quiso disputar con su
enemigo la esencia filosófica que siguen los versos de esos años alejados que
saben a tristeza y a amarguras sentidas con la angustia del que gime, tras
comprender la ruina de sus días.
Las aguas del
arroyo van siguiendo camino por un cauce que se ensancha y acaba por hacerse
estrecho, a veces, igual que el tiempo corre y abandona las salas que ocupaba,
pues las épocas se van y llegan otras, y el olvido nos roba los tesoros más
preciados que guarda la memoria en sus desvanes.
Y es cierto
que se escapan los segundos, que quieren arrancarnos lo que es nuestro, pues
nuestro es este tiempo que vivimos, sabiendo que quizás nos asesinan las horas
al correr hacia la nada que nunca alguien pidió, pues nos conduce, sin duda, a
ese final que no quisieron sufrir los que lamentan su inminencia.
La vida que
se apura nos traiciona, nos lleva hasta la muerte, nos anula, nos hiere y nos
cercena lo que somos, si somos algo ya, pues somos nada, mirando los relojes
que suceden un tiempo por el otro ante la vista de aquellos que lamentan que se
agote la vida que se fuga para siempre.
Y la
fugacidad del tiempo es algo que puede destrozar las esperanzas de quien creyó
vivir eternamente, pues no hay cielo ni amparo que nos salve después de que
crucemos los umbrales que cierran los jardines de la vida, tan cortos como son,
aunque prometen promesas imposibles a los hombres.
Diréis que el
miedo viene trastornando conciencias que no quieren admitirlo, pues esa muerte
se hace inexcusable y alcanzará al que quiera verse libre del trance al que lo
obliga el nacimiento, que ya es momento de aceptar las cosas, y no como los
niños, que suponen que nunca han de morir su Dios los guía.
No es fácil
para el ánimo saberlo y hallarse en el deber de conformarse: la vida dura poco,
el tiempo corre y un algo nos avisa de la muerte que sigue, con sigilo,
nuestros pasos, que viene por nosotros y nos lleva quién sabe a qué lugar en el
vacío que habita los jardines de la nada.
Pues dicen
que la muerte es una reina que tiene sus palacios en los hielos callados de un
invierno sin ventura, donde, al tejer las sábanas, la escarcha se asoma a los
cristales y dibuja las formas de los rostros de los vivos que habrán de
regresar al viejo parque donde hasta el viento gime silencioso.
Morir es cosa
fácil si la muerte nos llega inadvertida y no despierta los sueños del callado
moribundo, que parte a la deriva sin notarlo, que viaja a nuevas sierras sin
notarlo, que encuentra, sin saberlo, ese descanso del que no ha de volver jamás
al mundo.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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