“LA INFANCIA ES UNA EDAD QUE QUEDA LEJOS” O
“SI NO ES
TIEMPO YA DE SE UN NIÑO”
“Breve
canto prosístico con
tonalidades
melancólicas sobre la niñez
perdida”
por
José Ramón Muñiz Álvarez
Dedicado a sus sobrinos,
Mael y Jimena, quienes,
Mael y Jimena, quienes,
como todos, en el fondo de su ser,
jamás dejarán de ser
los niños que son
ahora.
La infancia
es una edad que queda lejos, perdida en lo brumoso de los años, que avanzan
como el agua por el río que corre con apuro hacia los mares. Y, lejos la niñez,
uno recuerda los tiempos de un ayer que
ya no existe, perdido en el afán y en la corriente que arranca los segundos y
las horas. Los tiempos más dichosos, sin embargo, despiertan en el alma que los
tiene callados, contenidos, porque el es fácil guardar como un tesoro los
recuerdos. Y el caso es que hay momentos que conducen a recordar las tardes que
se esconden en un otoño gris, cuando llovía, si luego salió el sol, lleno de
fuerza: el sol dejó en el verde de los prados su aliento de coral, el oro bello
que pudo reflejar aquella hierba, después de la tormenta repentina. Y todo se
hizo hermoso de repente, de pronto ardió la magia de los cuentos en ese mundo
hermoso de los niños, pues ellos suelen ver con agudeza. El alba que despierta
en lo lejano, la llama del crepúsculo, a la noche, los vuelos en la charca de
un insecto y el paso de la oruga en el camino nos hacen regresar, hallar el
arte de ver, como los niños, cuando miran el mundo que se muestra, que se mira,
y en quien lo interioriza y lo construye.
Pues son esos
los años en que todo parece descubrirse como nuevo, y es siempre emocionante
ver las flores que llenan de color un mundo vivo. Un niño, cuando ve una
margarita, podrá experimentar las sensaciones que olvidan los adultos, pues no
saben que, en algo tan sencillo, está el asombro: el beso de su polen y el
destello febril de los colores irradiantes nos dicen la verdad de la belleza
del mundo que inaugura cada vida. Pues uno inventa el mundo ya con verlo,
saberlo, adivinarlo, hacerlo suyo, que el niño es como un dios ilusionado que
puede alzar de nuevo su grandeza. Los montes son hermosos si las cumbres las
mira uno cubiertas por la nieve, las aguas del arroyo tienen fuerza, dejándose
llevar a su destino, y en su cristal es fácil ver los fondos poblados por el
parvo renacuajo, que es pez más que un anfibio (que un muchacho no suele ser
con esto puntilloso). Por eso los que escriben la poesía, las gentes que nos
llenan de poesía, las almas que suspiran, escuchándola, la luz de la poesía
melodiosa, son niños en el fondo, son pequeños que viven respirando sus
esencias, chicuelos inocentes inventando las cosas con la fuerza en su mirada.
Yo sé que
cada niño es un tesoro, yo sé que cada adulto es un tesoro, si esconde un niño
dentro de su pecho, pues habla desde el pecho nuestro espíritu, y el alma,
siempre niña, es el milagro que muestra cada brillo en los metales del oro que
se esconde en ese cofre que guarda la niñez ante los tiempos. Dejad que el niño
crezca, pero siempre tendréis un niño dentro, pues sois niños, igual que yo,
que, niño, sé deciros que el mundo es un jardín sin desalientos. Y no existe en
el mundo más pureza que la que quiere el niño cuando observa los bichos del
camino, si no fueran los pájaros que vemos en el aire. De niño, yo soñaba con
los duendes, los viejos enanitos, cuya barba colgaba, encanecida, de su rostro,
cubierto por un gorro puntiagudo. Los gnomos habitaban en los níscalos, los
blancos champiñones del otoño, quién sabe si en las bellas amanitas que pueden
dar la muerte con un beso. Las cuevas escondían los dragones de escamas verdes,
llenos de peligro, si acaso el caballero, con su lanza, quería ir a salvar a la
princesa. La noche del autillo y de los cárabos llenaba dos mil páginas de un
libro cuajado de poesía y de belleza que hablaba de la rara fantasía.
Yo vi, en
aquellos años, la gaviota cruzar el cielo azul, pero nublado, con vuelo
circular, pues siempre dicen en su lenguaje oculto, cuando llueve. Y vi también
volar a las palomas a las que echaban pan algunas viejas, y vi que los
gorriones se escondían del vuelo peligroso del milano. La ardilla de los
bosques era un lujo que no gocé yo a diario, pero había por mágicos lugares mil
ardillas, discretas al notar nuestra presencia. Y yo las vi, saltando por las
ramas, corriendo entre las densas arboledas que ofrecen los otoños con colores
hermosos de hojarascas moribundas. Y supe comprender lo que decían las aguas
del arroyo, de camino, cruzando el pueblo, yendo hacia esos mares que saben a
aventuras de otro tiempo. Y el agua, en su descenso, cristalina, me dijo la
verdad, me dio su fuego, si gana de vivir, dicha en secreto, tal vez en un
susurro perezoso. Y hallé que el ratonero era precioso, con esa majestad tan
poderosa, con esa majestad casi envidiable que invita a tener alas por el
cielo. Y supe comprender a la libélula prendida entre los hilos que tejieron
las patas de la araña, que, malévola, dispuso aquella trampa junto al agua.
Las aguas del
Noval corren tranquilas, sinuosas, no muy lejos de ese bosque que junta el
eucalipto a los castaños y al roble que desnuda su belleza. Y vuelvo por las
frondas donde quise amar esas imágenes y cantos que hicieron que la infancia
fuese bella, soñando libertades imposibles. La Fuente de los Ángeles nos
dice que llega ya el otoño con su canto: su curso es, en los meses del otoño,
pausado, miserable, sosegado. Quedó el verano atrás, tiempo de playa, de pesca
muchas veces y de riñas con esos compañeros que comparten los años de la
infancia que se fuga. Perán es un lugar maravilloso, la playa en que se forma
la bahía que cierra ese lugar donde pescábamos cangrejo verde en tardes
calurosas. La espuma de las olas de esas aguas que entraban a engolfarse, en
los vocales, traía nuevas presas a las redes de nasas con carnada suficiente.
También tenemos rutas que prometen si el caso es caminar en bicicleta,
perdiéndose entre montes y eucaliptos, allí donde se plantan los maizales. La
carretera es mala y tiene baches, pero eso importa poco cuando gusta dejarse a
la aventura del camino.
Es bello
recordar esos verano, es bello revivir esos momentos de dichas encendidas, de
placeres hermosos, cuando el mundo aun era mundo. Y la visita alegre de los
primos, que vienen, muchas veces, en verano de la Argentina inmensa de los
mapas, perdidas en confines impensables. Y el gusto por estar en esta tierra
tan fértil, tan idílica que es justo decir que este vergel es solo nuestro,
parcela del Edén para nosotros. Que el hombre del concejo siente suya la tierra
en que nació, la tierra suya, paisajes suyos llenos de belleza, con vientos del
Cantábrico al nordeste. Entonces yo dormía en la buhardilla de aquella anciana
dulce que solía mimarme como nadie, aquella abuela de pelo encanecido y mirar
bello. El canto del autillo en la buhardilla, jugar con las pinturas, dibujando
los rostros de leyendas y relatos llenaba de ilusión mi fantasía. Pues cierto
es que el carácter que yo tengo se muestra tan romántico que, a veces, se
vuelve a lo mistérico y profundo, buscando aquellos tiempos en que había fantasmas
en las casas solariegas, princesas en las fuentes y los charcos y lobos en los
montes de la zona.
Al cabo, el
soñador es siempre libre de alzar su sueño al alto, que su sueño, colmado de
belleza y de ternura le dice mil verdades de sí mismo. Y entonces son verdad esas
leyendas cantadas en romances por juglares a reyes en castillos del antaño que
hubisteis de admirar oyendo cuentos. Y entonces son verdad esos gigantes que
llenan la aventura de novelas que cuentan la victoria, en los torneos, del
caballero firme y con arrojo. Y entonces son verdad viejos amores de un
escudero triste y la princesa que huyó de su palacio, temerosa, de alguna buja
vil y granujienta. Y escrito está en los libros el suceso que nunca ha de
ocurrir, pero que puede volver a ser verdad cuando suceda, llenando nuestra
viva fantasía. Pues cierto es que hubo reyes y castillos, y cultos
precristianos donde dicen que brujas alcanzaban a los buenos, por no mezclar
dragones con los saurios. Que acaso es la poesía nos devuelve la magia de soñar
que hemos perdido nadando entre papeles de oficina que el chupatintas mira sin
apuro, sabiendo que su vida es desconsuelo, sabiendo que, aunque amargos, esos
cálices los ha de soportar, porque no es niño, si es que no es tiempo ya de ser
un niño.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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