miércoles, 6 de agosto de 2014

El verde intenso de los robles



DETRÁS DEL VERDE INTENSO DE LOS ROBLES
por José Ramón Muñiz Álvarez

Detrás del verde intenso de los robles, se admiran, no muy lejos de la senda, los brillos de la tarde, que se apagan con un suspiro plácido, vencido, acaso derrotado por fatigas que encienden en la altura los bostezos de un sol que se abandona, melancólico, mirando en lo lejano las estrellas. Y todo es meditar pausadamente los cambios que han querido los pinceles en un paisaje triste y moribundo que sabe ya el otoño entre sus manos, pues no falta la voz del viento triste, la lluvia repentina y ese fuego que enciende la hojarasca de las ramas y habrá de ser señor de cada zona.
Los cambios del paisaje son los nuestros, que vamos transformándonos, que hallamos que ya se asoma el fin nunca querido (el aire que respiran los paisajes que sienten la tristeza del verano que corre como el sol a su crepúsculo, las densas humedades de la niebla que llena cada beso de la brisa y cuaja en el silencio con el alba, el eco del ladrido de los perros que saben custodiar la vieja casa del amo cuando asiste a sus labores).
La muerte nos acecha a cada paso por más que no queramos la sospecha. En cambio, caminar cuando el ocaso desciende en sus dorados y se rinde parece relajante, pues regala placeres al que busca la catarsis que buscan los que aceptan que la vida no puede durar siempre, que la muerte vendrá con su guadaña, que su aliento podrá llenarnos, siempre que ella quiera, del sueño que nos torna en infinito sujeto por las manos de la nada.
La vida se hace vida cuando ocurre que vemos cómo el tiempo se nos cuela por entre nuestros dedos, escapándose, y al fin vemos la lógica de todo, queriendo aprovechar lo que nos queda (nos queda ver el mundo, contemplarlo con ojos amorosos, con los ojos que tuvo ayer el alma adolescente, los ojos que no vieron que las cosas no encontrarán jamás la permanencia). Pero el otoño viene sin lamentos, sin ecos de dolor, sin desengaño, y es fácil comprender que nos agota con la amabilidad de una sonrisa, dejándonos hurgar en sus jardines y ver esos letargos tan hermosos que tienen los rojizos y los pardos que llenan el paisaje consumido.
¿No habrá de ser entonces la poesía milagro en los profundos hontanares del alma que la sueña y la concibe? ¿No habrá de haber un verso que resuma las raras sensaciones y sospechas que encienden en las cimas de la sierra las nieves que nos hablan del destino? Digamos la verdad: la muerte asusta, y asusta a los que temen que la muerte les llegue y los destroce con su fuego. Pero eso es no entender este camino: la muerte es la razón para la vida, pues da valor al tiempo que se escapa.
No importa que las nieves se avecinen: también vive en las nieves la pureza que enseña su blancura inmaculada, su fuerza, su vigor es hermosura que llena de promesas a los ojos que saben admirarla sin temores. Porque los vendavales son hermosos, y hermosa es esa paz que nos conduce por un paisaje helado, siempre inhóspito, después de que las aves se hayan ido, después de que no sepan los rincones del mirlo, del gorrión, del estornino. Vivimos consumiendo nuestra vida, y, al acercarnos tanto al desenlace, no vemos que al andar hemos vivido, mas hay quien sabe bellas las escarchas al lado de la viaja carretera que habré de caminar, casi encorvado, el hombre del bastón, cuando la tarde avise a las estrellas de su sueño.

201o © José Ramón Muñiz Álvarez

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