Soneto I
Tu piel bebió en el cántaro espumoso
de aquella playa bella
donde, a solas,
robaste las cansadas
caracolas
del fondo azul, callado y
misterioso.
Cristales que, en el cielo
silencioso,
rizaron sus espumas con las
olas,
al aire dieron todas sus
cabriolas
las llamas de tu pecho licencioso.
Las algas te rozaron sin respeto,
tocando lentamente tu
cintura,
el pie desnudo, el lirio en
el tobillo.
No pudo el mar feliz estarse quieto,
sus aguas conteniendo, su
figura,
tesoros que arrancó de su
castillo.
Soneto II
Suspira mientras, beso de tus besos,
palacio de cristal, horas
joviales,
te encuentro, luz de
cuentos otoñales
que embriagan el mirar con
los excesos.
Mis ojos arderán donde, traviesos,
los tuyos hallan frescos
manantiales,
hermosos bebederos y
cristales
allí donde los labios
quedan presos.
Suspira mientras, vida de la vida,
tus ojos, un arroyo
silencioso,
se queman en el fuego de mi
herida.
Desciende a mi mirar, jardín hermoso,
y entrégame la luz más
encendida
que prende tu mirar
avaricioso.
Soneto III
No esperes más y corre, que el
impala,
heraldo de la aurora en la
llanura,
arrancará la noche y su
negrura
se desvanecerá entre luz y
gala.
No esperes más, camina, que la sala
celeste va tiñéndose de
albura,
azul, hermosa, bella en la
locura
que arranca nuestro amor en
hora mala.
No
esperes más, que el alba, en el desierto,
persigue amenazante a los
que quieren
vivir su amor valientes,
con apuro.
No esperes más, que, cuando esté
despierto,
la luz me hará infeliz, que
así me hieren
las flechas de otro sol que
no es más puro.
Soneto IV
Mi pecho se encendió con tu cintura,
milagro del amor, pura
belleza,
jazmín de sol, robusta
fortaleza,
los senos que la miran en
la altura.
Mi pecho se encendió ante la
hermosura
de todo tu coral, rara
entereza,
frágil cristal, si quiebra
la dureza
que esconde el hielo bajo
la armadura.
Mi pecho se encendió y tomó las rosas
más cálidas que el sol en
tu mirada,
las mieles del amor, fresas
sabrosas.
Mi pecho se encendió donde, dorada,
tu larga cabellera rizó,
hermosas,
la espiga y la bravura de
la helada.
Soneto V
Diamantes que engastaron con el oro
luciente que adornaba tu
diadema
pudieron ser las llamas en
que quema
el párpado que se abre a tu
tesoro.
Hallado en el arroyo que, sonoro,
desciende de las cumbres
sin problema,
ni obstáculos halló, ni
causa extrema
que impidan que te adorne
con decoro.
Diamantes embellecen tu figura
y el oro del arroyo los
reparte
entre el amor más bello y
la bravura.
Es oro y abundancia tu estandarte,
y luz, y fantasía y
hermosura,
espejo para Venus, luz de
Marte.
Soneto VI
Te ocultas en los bosques otoñales
que pierden su color en la
nevada,
luz de azabache, perla
enamorada,
incendio de oro bello en
sus cristales.
Te esconden los castaños, los nogales
que mueren, en silencio, a
la alborada,
presa de amor, del hielo en
la invernada,
cubriéndote de todos sus
puñales.
Te guardan las más altas fortalezas,
los árboles hermosos, los
caminos,
sus ánimos callados, sus tristezas.
Te ocultan en lugares peregrinos,
te esconden los arbustos y
malezas,
los árboles y arroyos
mortecinos.
Soneto VII
Los tuyos son los besos del hechizo,
la magia del amor, raro
reflejo,
el lago azul, sus aguas, el
espejo
que romperán las lluvias y
el granizo.
Sortijas y cadenas, rizo a rizo,
me empujan tus cabellos de
oro viejo,
sus luces y sus llamas, mar
bermejo,
trigueño, metal puro aunque
cobrizo.
Los tuyos son los versos del embrujo,
palacios cuyas grandes
balaustradas
de mármol nos enseñan el
camino.
Anillos de oro raro, caro lujo,
mejores que las raudas
alboradas,
son horcas que sujetan mi
destino.
2005 © José Ramón Muñiz
Álvarez
"Sonetos
silenciosos"
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