“LA CONTROVERSIA DEL
PENSAMIENTO Y
LA FIGURA
DE
FRIEDRICH
NIETZSCHE
A TRAVÉS DE LA
LECTURA
DE
ALGUNOS
DE SUS PASAJES”
Un
acercamiento a “Así habló
Zaratustra”
y al nihilismo positivo
que
determinaron
la
filosofía nietzscheana
(breve
artículo)
por José
Ramón Muñiz
Álvarez
La lectura de
las obras del profesor Friedrich Nietzsche despierta de inmediato una tensión
impactante sobre el lector, precisamente, por lo que tiene de provocativa su
actitud ante una dimensión que hace de su pensamiento un verdadero reto, un
profundo desafío que se expresa, por cierto, en magistrales lecciones
literarias, de modo que, incluso quienes no estén conformes con su modo de
pensar, apreciarán en él a un gran escritor.
Y es que,
ante este hombre se pueden adoptar posiciones de lo más variado, por lo que ha
ganado, más que ningún otro, a lo largo de los tiempos, la fama de escritor
polémico, y, además, su figura ha tenido una controvertida serie de
reivindicaciones políticas por parte de diversos ámbitos, interesados en
presentarlo como protonazi, como enfermo mental o como librepensador con
marcada tendencia a la contradicción.
Y, en cierto
modo, su manera de expresarse, rotunda, a veces, violenta, demasiado burlesca,
esconde un hombre muy distinto, crítico quizás, dado el alto vuelo de su
inteligencia, pero nunca negativo, puesto que él es el hombre que pudo coger el
guante de Schopenhauer, de quien había sido un voraz lector, siendo muy joven
(eso le valió, en buena medida, la amistad con Wagner, que más adelante se
rompería).
Porque
Nietzsche se revela siempre como un magnífico escritor, pero también es, sin
lugar a dudas, uno de los más envidiables filósofos, que no debe envidar nada
de los talentos más importantes de su siglo, plagado también de otras numerosas
inteligencias, sin ir más lejos, en su tierra alemana, que empezaba a despertar
de su sueño y a fortalecer una unidad que, durante tanto tiempo se habían
disputado Austria y Prusia, pues Alemania había sido, hasta entonces, una
realidad insegura y muy dividida.
El mismo
Nietzsche sabe que se está ubicando en una aventura peligrosa, arriesgada, y
eso es lo más grande de su carácter: hacer del pensamiento una aventura que
consiste en estar en ese límite terrible donde se aborda lo más confuso y lo
más problemático, en un afán por desvelar los enigmas más extraños que rodean
al hombre. De hecho, su filosofía es uno de esos humanismos del XIX que pueden
dejar a uno perplejo, con su exuberante y fértil serie de propuestas, porque, a
diferencia de los eunucos mentales, es, ante todo, un hombre prolífico en
ideas.
Probablemente
el lector actual lo tiene más fácil para acercarse a esta figura doliente de
una manera simpática, después de las tremendas tempestades arrojadas por el
marxismo contra su elevado intelecto y su pensamiento originalísimo, ya que se
le ha querido responsabilizar de la gran hecatombe que sobrevino en la Europa Central contra una
diversidad de etnias, no solo los judíos, y que no se puede achacar, desde
luego, a ninguna mentalidad decimonónica, pues, no lo olvidemos, es este un
anacronismo imperdonable.
Se ha visto a
Nietzsche desde demasiados puntos de vista interesados y ajenos a él, y no nos
referimos solamente al abuso que su hermana hizo de su figura, pues las nuevas
generaciones anarco-comunistas, en un delirio sin sentido, apelaron a un
nietzscheanismo postizo bastante evidente, por aquello de que el profesor
Nietzsche había proclamado la idea de una inversión de valores, que, al margen
de su seriedad como aportación filosófica, tiene el peligro de presentar a los
jóvenes el falso atractivo de la rebeldía sin causa.
Pero, dejando
al margen el plano literario y filosófico, en Nietzsche tenemos a un hombre que
realmente murió loco, y que, por lo tanto, dio lugar a la inquina de quienes
querían hundir su figura con los terribles argumentos que se han esgrimido
sobre la salud de su conciencia, pues, según estas malas lenguas, no se debería
hacer caso nunca a un cerebro débil y corroído por la sífilis adquirida, asunto
poco claro, al parecer, en un burdel, durante su juventud. También podría
mencionarse la fragilidad craneal de esta familia y mencionar el accidente de
su padre, que, siendo el muy niño, perdió la vida al precipitarse por una
escalera, a causa de un golpe en la cabeza.
Parece
mentira que de un hombre se nos hayan dado tantas imágenes, tantos retratos tan
desiguales, y, al examinar su obra y el valor de su obra, cuesta mucho, en los
días que vivimos, reconocer al verdadero Nietzsche, ya que, si bien el fue dado
a jugar con las mil y una máscaras detrás de las que se esconde, por si esto
fuera poco, encima está el problema de la manipulación ideológica sufrida,
hasta el punto de que un autor que defendió a los judíos de las maquinaciones
de ciertos sectores de su mundo alemán nos ha sido presentado como un agitador
antisemita.
Del supuesto
antisemitismo de Nietzsche podemos dudar, sin lugar a dudas, porque Nietzsche,
a diferencia de los miembros de su familia, especialmente su hermana Elisabeth,
casada con un protonazi llamado Föster, mantuvo cordiales relaciones con
personajes de indentidad judía, como lo fue la aristócrata rusa y mujer de gran
belleza Luisa Gustavovna, conocida en Suiza y Viena como Lou Andreas von Salomé,
con quien parece ser que Nietzsche pretendía casarse. También se sabe que tuvo
amistad con Paul Rèe, judío evidente, y su pensamiento comenzó a ser divulgado
en Dinamarca por Georg Brandes, el mismo Georg Brandes que mantuvo amistad con
Selma Lagendorf, una de las primeras mujeres en recibir el Nóbel de Literatura.
Pero quede
claro quienes son, ante todo, los mayores enemigos de Nietzsche, quienes son
los que de una manera más infundada lo atacan: los marxistas. El marxismo ataca
su figura de forma despiadada igual que los sectores eclesiásticos más cerrados,
debido a que esta figura es la que pone de relieve todas las falsedades que
existen en estas doctrinas, todos sus errores, sus mentiras y sus
mediocridades. Porque fue Nietzsche quien nos enseñó algo tremendo sobre el
marxismo, y es que los marxistas eran la versión laica del cristianismo, es
decir, que el movimiento marxista tenía su legítimo paralelo en quien era
también su enemigo ideológico, por lo conservador: la Iglesia.
Es muy
posible que el mantenimiento de la creencia en que su mensaje es nocivo, por no
decir que es, a los ojos de muchos, el inaceptable de los crímenes de época
hitleriana, tenga que ver con esa voluntad de contrataque que existe en las
decadentes plataformas del marxismo y de la Iglesia, reformada o no, porque Nietzsche destaca,
precisamente, las grandes bajezas de estas corrientes. De hecho, hubo críticas
durísimas del sector de la izquierda más recalcitrante que sostenía que con
Nietzsche se inicia el camino al nazismo (Luckàs).
Por otra
parte, Nietzsche es, desde luego, un hombre que expresa su mensaje de una forma
muy poco común, quizás por sus gustos literarios, como lo son los aforismos,
que, e parte, pueden ser justificados por su miopía, dado que, según dicen, le
costaba mucho escribir, de manera que tenía que plasmar rápidamente sus
impresiones, dejando así, en unas líneas, concentrada una gran densidad de
pensamientos, lo que hace que su manera de pensar esté expresada de manera
brillante, pero propensa a los malos entendidos.
Si bien
Nietzsche no fue un joven alegre, sino una persona bastante seria, desde la
niñez más profunda, demostrando prontamente un gusto por el estudio, la lectura
y la música, actividades culturales muy propias de las personas de la clase
media alemana de su tiempo (no olvidaremos que era de un pequeño pueblo de
Namburgo, un lugar donde la gente campesina se veía por debajo del hijo de un
pastor luterano), sí que era una persona despierta y pronto se dio al cultivo
de poemas y composiciones musicales que, en los tiempos de amistad, fueron
elogiados por el mismo Wagner.
En estas
composiciones musicales encontramos alguna danza de estilo zíngaro, compuesta
para piano, que sigue el esquema de “langsam” y “frischka” (palabra, esta
última, que se podría traducir por “fresco”), que se corresponden con los
“tempi” lento y rápido de la “czarda” o danza húngara gitana. Era un tipo de
música muy al uso en un tiempo de nacionalismos, pues los compositores querían
reflejar lo característico de los pueblos y sus danzas en ese momento (no
olvidemos las danzas de Brahms sobre el folclore bohemo ni las de inspiración
eslovaca de Dvorak). Pero, al margen de cosas al uso de la moda, con un toque
exótico y desenfadado, su “Canto heroico” o “Heldenklage”, expresa, con un
hermoso intimismo, estadios desolados de profunda soledad que parecen
pronosticar el apartamiento en que habría de vivir el pensador.
La imagen de
Nietzsche es, por lo tanto, la de un personaje sumido en sus propios
pensamientos y apartado del mundo en su retiro suizo de Basilea a los ojos de
muchos, pero no podemos olvidar que, antes de despedirse de la labor docente,
de separarse de los amigos y de iniciar un camino de alejamiento, el joven
catedrático intensificó en esta época de su vida su relación con Richard y
Cósima Wagner (anterior señora von Bülow e hija del compositor Franz Lizst),
además de compartir la amistad de hombres de primer rango, como lo era Jackob
Burkhardt, célebre historiador.
Ese Nietzsche
solitario que vemos luego en los Grisones, en Silvaplana y en Turín es el
resultado de los profundos sinsabores habidos en el curso de su vida y que
tocan los aspectos personal y profesional de nuestro autor, debido a que el
profesor Nietzsche había sido abandonado por Luisa Gustavovna, que se fue a
Viena para acabar relacionándose con los especialistas del psicoanálisis, pero
también a la mala acogida de su libro “El origen de la tragedia en el espíritu
de la música”.
De hecho,
este exilio de los suyos, lo conduce por unos caminos afortunados para su
producción posterior, en la que va a desarrollar los grandes temas de su obra,
expuestos en una de sus principales obras: “Así habló Zaratustra”. Sin embargo,
la mayoría de estas ideas tienen su arranque en la primera de sus obras, es
decir, su libro “El origen de la tragedia”, y va incorporando a estas temas
esenciales como el eterno retorno de lo idéntico, la muerte de Dios y la
voluntad de poder.
¿Qué cambio
habría obrado en el interior de Nietzsche? Él no había pretendido ser un
filósofo, sino un filólogo, pero su primera obra no fue entendida como un
acercamiento intuitivo a la cultura griega a través de la tragedia, lo que lo
decidió contra esa labor filológica. La posibilidad de ser compositor estaba
allí también, puesto que había sido elogiado por el mismísimo Wagner, que lo
anima a seguir el camino de la música, pero es de esta época de la que data la
ruptura con Wagner. Por otro lado, surge en Nietzsche el deseo de apartarse de
los propósitos científicos y de encaminarse hacia lo creativo, algo que va más
con su carácter, y las preocupaciones filosóficas estaban ya allí, desde su
juventud, desde los tiempos de las lecturas de Schopenhauer.
Sobresalen en
Nietzsche una serie de cualidades que lo sitúan como un poeta menor en el
cultivo del verso, dentro de lo que son los escritores alemanes, pero también,
dentro de los mismos, es, sin duda, uno de los mejores prosistas, en el cultivo
de aforismos, sentencias breves y pequeños párrafos que condensan demasiado, y,
sobre todo, en la prosa poética, cuajada de símbolos y extrañas y misteriosas
referencias en el estilo de su “Zaratustra”.
El
“Zaratustra” retoma la imagen de un antiguo personaje iraní que predicó sus
enseñanzas a los parsis y que está en el origen de una religión monoteísta que
se llama “Ajura Mazda”, de la que quedan hoy muy pocos seguidores, esparcidos
por muchos lugares. Este es quien propone una religión con un único dios, una
diferencia marcada entre el bien y el mal y también quien desvela la falsedad y
los trucos de los magos del momento.
En un tiempo
en que se ponía de moda, entre los filólogos, el indoeuropeísmo, la figura de
Zaratustra era de un atractivo total para los eruditos de aquellos tiempos,
referencia de una cultura exótica, relacionada con Europa y su cultura, pero
también extraña, que rompía con la vieja tradición de que solamente las
culturas helena y latina suministraban brillo a los tiempos más antiguos.
El libro
dedicado a todos y a ninguno por su autor toma la figura de Zaratustra como un
“alter ego”, otro yo con el que el filósofo alemán nos presenta su manera de
pensar, sus ocurrencias, los pensamientos que aporta a la filosofía,
remontándose, en parte, a los presocráticos, para hablar del eterno retorno y
mostrarse, cómo no, dentro de la tradición heraclitiana.
Porque, si
bien acude a un personaje persa, esto es una figura meramente decorativa y
Nietzsche es más un filósofo occidental que oriental. El orientalismo, en todo
caso, lo podremos observar, en Nietzsche, en su interés por Buda, que procede
casi del interés de Schopenhauer, pero también por el llamado “Código de Manú”,
al que refiere en obras como “El ocaso de los ídolos”.
Y no deja de
ser curiosa la forma en la que los escritores del presente, al tocar temas de
filosofía, han tenido que caer, insistentemente, en ese regreso a los efesios,
manifestando la temporalidad de las cosas, inmanente o no, pongamos por caso el
de Heidegger, quien, desde luego, también acude a Heráclito de Éfeso cuando
habla del ser, con un concepto de ser muy distinto de la inmutabilidad de los
eleatas (Parménides).
Por otra
parte, cabe decir que los temas de la obra “Así habló Zaratustra” no son
independientes los unos de los otros, y que la muerte de Dios, idea procedente
de otro libro anterior (“La gaya ciencia”) no es separable de la idea de
voluntad de poder y del eterno retorno, que tienen tanto que ver con el advenimiento del superhombre, que ha dado
lugar a tantos malentendidos (y, no lo olvidemos, los textos nietzscheanos
sirvieron, aunque el mismo Nietzsche no fuera así, en buena medida, como base
ideológica de los fascistas y de los nazis en el siglo posterior, haciendo su
obra mucho más polémica, debido a que, si, como en muchos otros casos, su obra
no es bien conocida por el público, además las confusiones históricas que
rodean la obra literaria de Nietzsche hacen que la gente pueda asustarse).
La expresión
“Dios ha muerto” no significa que hubo un tiempo en que hubo un Dios que ha
dejado de existir, sino que tiene un sentido simbólico, pues Dios ha perdido su
vigencia como elemento vertebrador de la existencia en la mente de los hombres.
Durante la Edad Media
no era factible pensar el Universo sin pensar a Dios, durante el medievo no era
pensable que no hubiese Dios, pero, desde la
Edad Media, ha habido una profunda
transformación de la cultura y el hombre de hoy no acepta la existencia de un
ser divino.
La ciencia
actual debe explicar el mundo sin un elemento divino, y, al hacerlo, se ponen
en entredicho todas las creencias anteriores, lo que supone que la moral
establecida por la tradición ha entrado en crisis. Ahora no es solo ya posible
dudar de Dios, es posible replantearse lo bueno y lo malo, entender el bien y
el mal como categorías que no son algo en sí mismo, sino consideraciones que
varían de lugar a lugar o de época a época.
Por lo tanto,
no puede haber valores dados en sí, y, dado que no hay valores dados en sí, es
pensable que las viejas tablas de valores se olviden en aras de una valoración
nueva. Y, este es un nihilismo positivo, en último término, del mismo modo que
es positivo destruir los edificios viejos para poder edificar los nuevos. Se
trata de un cambio profundo que operará a nivel de la moral.
El tiempo de
los viejos valores ha pasado ya y es preciso establecer nuevas pautas, pues el
hombre es huérfano, tras el gran parricidio, porque “Dios ha muerto, nosotros
lo hemos matado”, de manera que todo lo que antes tenía validez ha dejado de
tenerla ya. Esto no es tanto que Dios haya muerto en términos biológicos tanto
como que Dios es un concepto inútil en la actualidad porque no existe un lugar
para Dios en el mundo moderno.
La
consecuencia es de la muerte de Dios es la libertad de los hombres, que no
están condenados a seguir esas tablas de valores que vienen de otro tiempo.
Lejos de esto, el ser humano se propone a sí mismo una nueva labor, que es la
de ser libre, la de controlar su propio destino, que no es estar en manos de
Dios, que radica, precisamente, en la constitución de nuevos valores.
La muerte de
Dios no es separable de la necesidad del hombre nuevo, que es un hombre
superior o superhombre. Pero cuando decimos “superhombre” no estamos hablando,
desde luego, del propósito de la constitución de una nueva raza aria que venga
a reducir naciones y a exterminar pueblos inferiores, como puso ocurrir con el
ascenso de Adolf Hitler al poder. Por el contrario, el superhombre no es un
agente totalitario que, fuera de toda razón ejerza un violento maltrato contra
los demás.
La época del
nacionalsocialismo quiso aprovechar conceptos nietzscheanos como los de
“superhombre” o “voluntad de poder”. Pero estos conceptos son diametralmente
opuestos en la obra de Nietzsche y en el nazismo, pese a una identificación mal
comprendida que no tiene razón de ser y que, no obstante, ha alcanzado una gran
popularidad. Identificar a Nietzsche con el nazismo es como identificar a Wagner
con Hitler, cosa frecuente en la cultura popular.
Existen dos
nihilismos, por lo tanto, uno postivo y otro negativo. La manera de actuar del
nihilismo consiste en detectar esos puntos en los que algo sacralizado como
santo y verdadero deja de tener sentido y presenta un vacío denunciable, pero
este nihilismo puede tener esa doble vertiente en que se muestre favorable o
también hostil, hostil, concretamente, a la naturaleza de la vida, y este es el
nihilismo que rechaza Nietzsche en autores tan admirados como Schopenhauer,
dado su talante pesimista.
Este
nihilismo positivo encarnado en la muerte de Dios reclama un hombre nuevo, un
guerrero no en su sentido literal, sino en su sentido metafórico, dado que
dicho guerrero ha de forjar las nuevas tablas de valores, los nuevos principios
sobre los que descanse el porvenir de la humanidad. Dicho nihilismo, dicha
muerte de Dios es la que hace posible a ese superhombre.
Entonces es
cuando se produce la liberación de todas las supersticiones a las que el hombre
queda atado y van apareciendo nuevos temas, como, por ejemplo, el sentido de la
tierra, que denuncia los engaños ultraterrenos de las creencias transmundanas,
es decir, el más allá, el lugar donde están las almas de los muertos, el premio
o el castigo, el cielo y el infierno.
Las
esperanzas ultraterrenas son una superstición para librar al hombre de su temor
a la muerte, puesto que no podemos evitar saber que la muerte es una fatalidad,
el destino inevitable que a todos nos aguarda. Puesto que todos hemos de morir,
en alguna época de nuestra vida hemos experimentado esa angustia que consiste
en saber que no viviremos para siempre. Pero lo que debería aliviar la
existencia humana acaba siendo una trampa, una terrible trampa en la que los
seres humanos quedan enredados.
Cuando el
nihilismo nietzscheano elimina esas esperanzas ultraterrenas, el hombre se
reconcilia con el sentido de la tierra, entiende que es parte de la naturaleza
en la que se encuentra, que es carne y no espíritu, que tras la muerte no habrá
nada más y que no hay en ello nada terrible. El destino del ser humano es morir
y nada hay en ello que tenga que tener tintes trágicos a la luz de una
reflexión serena y madura: el hombre no es un todo, es algo incompleto, un
fragmento de destino.
Los valores religiosos
son, por lo tanto, valores consoladores de los débiles e inadaptados, a quienes
se les enseña que son demasiado buenos para este mundo terrible y a quienes se
les promete una vida venidera en la que serán premiados, lo que constituye una
traición al sentido de la tierra, desde luego, pero además es una clara
demostración de lo que son los valores enfermizos que el cristianismo vende a
sus seguidores.
El
superhombre es un nuevo creador de valores. En el momento en que los valores
del cristianismo se derrumban, se derrumban los valores de los débiles, de los
enfermos, de los malogrados, dejando lugar para unos valores aptos para estar a
la medida de los fuertes, de los íntegros y potentes. Esta es la labor del
superhombre: preparar unos valores para un mundo distinto, un mundo mejor,
donde el individuo acepta vivir la vida tal y como es, sin angustiarse por sus
limitaciones ni por el destino de tener que morir.
Frente al
carácter del superhombre, están los valores cristianos, los valores de los
débiles y tullidos. El superhombre es de otra naturaleza, casi como si siguiese
el proverbio latino de “mens sana in corpore sano”, pues solamente los sanos
están exentos de taras y defectos que afectan al estadio anímico de una mente.
Y esto significa que estamos al borde de una nueva mentalidad en la que el
hombre será liberado de sus falsas creencias.
Pero el
carácter del hombre superior, precisamente por lo que es su labor de liberación
del ser humano de las falsas creencias, es de un carácter fuerte, inclemente,
no dado a la compasión. La compasión es la herramienta de la debilidad y de la
religión. Platón y Spinozza son puestos como ejemplo, en “La Genealogía de la
moral”, de personajes de alto nivel que rechazaron al compasión. El hombre
superior, lejos de ser compasivo, debe tener un espíritu voluntarista y fuerte.
El tema de la
voluntad aparece en Nietzsche como una reminiscencia de sus lecturas de la obra
de Schopenhauer, innegablemente, y nos lleva a otro de los puntos centrales de
su obra, que es, claro está, el de la voluntad de poder. Podría decirse que la
voluntad de poder y el eterno retorno son elementos imbricados el uno en el
otro, no pudiendo separarse, como es obvio.
Y es que
Nietzsche es el filósofo de la vida, y la vida es un elemento que quiere ser
más vida, es decir, algo que pide crecer constantemente, como ocurre con la voluntad
de poder. Esto hace que Nietzsche adopte una postura heraclitiana y se remita a
un tiempo anterior, que es el tiempo de los presocráticos, sirviéndose de esa
idea del eterno retorno de lo idéntico para expresar cómo los instintos de la
vida quieren agrandarse y crecer, como quieren ser cada vez más, pero también
para presentar una visión de continuas repeticiones en el tiempo que han de
incitar a querer volver a vivir, llegado el momento de la muerte, que es el
final de la vida, desde luego, porque el hombre no es inmortal y no habrá de
repetirse. Pero, siguiendo el mito del eterno retorno de lo idéntico, el hombre
que ha vivido de manera adecuada pedirá la repetición en el momento de
desaparecer.
“¿Qué habría
de suceder si por el día o por la noche te siguiese un demonio a la más
apartada de tus soledades y dijese: esta vida, tal y como tú las ves
actualmente, tal como la has vivido, has de vivirla un a vez más y un número
infinito de veces; nada nuevo habrá en ella; es más, es necesario que cada
dolor y cada alegría (…) vuelvas a pasarlo en la misma secuencia, en el mismo
orden?”. De esta manera imagina Nietzsche, el eterno retorno de lo idéntico, en
“La gaya ciencia”, para ensalzar el amor a la vida, un amor que acepta esa
condena que es repetir la misma vida hacia lo incansable, un amor que reclama,
desde luego, que todo lo que ya ha sucedido en nuestra vida no deje de
repetirse.
Se aprecia en
Nietzsche un intento de saltar sobre la moral tradicional, de querer hundir ese
amor al prójimo tan dulce y tiernamente proclamado por los cristianos, llegando
así al estadio de lo inmoral pero, en este punto, justamente, cabe decir que
ese inmoralismo no es un inmoralismo insensato, sino sumamente kantiano: para
Nietzsche se hace esencial ese imperativo categórico de quien comprende que el
bien y el mal no son esencias sustantivas y en eso consiste si nihilismo
positivo.
“Así habló
Zaratustra” es, sin lugar a dudas, la más importante y popular de las obras de
Nietzsche, y, andando el tiempo, llegó a inspirar creaciones artísticas de
distinto tipo, como un poema sinfónico de Richard Strauss de mismo nombre y que
es conocido, sobre todo, por ser, con el “Danubio Azul” (de otro Strauss,
Johann hijo) la banda sonora de una película de Kubrick: “2001: Odisea en el
espacio”. Sin embargo, el libro no tuvo de inmediato una buena acogida y la
última parte de la obra tuvo que ser costeada por el autor con una tirada muy
discreta (cuarenta ejemplares).
Nietzsche
eligió al persa Zaratustra para ser el protagonista de su obra por diversas
razones, y la primera de ellas es que Zaratustra había sido un religioso que
aseveraba la existencia de un bien y de un mal, por lo que era necesario que se
encarnase de nuevo, en este caso en el relato del filósofo, para reconocer que
esto no era así. De esta forma, los valores judeocristianos serán acusados por
Nietzsche gravemente de ser los valores de los envidiosos, de los impotentes y
de los incapaces. En efecto, un sano amor al mundo y a la vida tiene un
proceder generoso no posible en este tipo de gente: los resentidos.
El libro más
conocido de Nietzsche, el “Zaratustra”, tiene, por cierto, un prólogo un tanto
extraño, alejado de lo habitual. La palabra “prólogo” viene del teatro: el
prólogo era el discurso de un personaje antes de los cinco actos de una comedia
de las que se hacían en época de Plauto y Terencio (“commedia palliata”), pero
se ha generalizado llamar prólogo a las palabras con las que un autor u otro
personaje presentan un libro.
El prólogo de
Zaratustra es como una especie de capítulo previo en que se nos pone en
antecedentes, para que comprendamos todo lo que viene detrás, pero es,
curiosamente, la parte más narrativa del libro, y no un texto donde Nitezsche
se dirija al lector explicando sus razones o las circunstancias en que creó la
obra. Este prólogo es como una especie de acto primero en el sentido de que, al
inciarse, no es Nietzsche como quien es a quien escuchamos, sino a Nietzsche en
su función de narrador.
Zaratustra
deja su patria y se retira a las montañas para llevar una vida de meditación,
cumpliendo, como todos los profetas, con una fase de aislamiento que le permita
pensar, conocerse, hallar una verdad, una revelación. Asciende a las montañas y
vive una vida de sencillez durante diez años, pero un día siente que este
proceso ha dado su fruto y decide volver a los hombres.
Descendiendo
por la ladera de la montaña, se interna en el bosque y halla un ermitaño. En la
conversación con el eremita, Zaratustra expone sus convicciones de que esa
revelación que posee es valiosa y debe ser llevada a los hombres como un
regalo. Tras dejar al eremita le sorprende que “ese sabio, en la soledad del
bosque, no ha oído decir que Dios ha muerto”. Pero Zaratustra desciende a los
hombres y predica en la plaza sus nuevas ideas, su nueva revelación, sin ser
comprendido por nadie.
El
desencuentro de Zaratustra con el pueblo tiene mucho que ver con el subtítulo
del libro, dedicado a todos y a ninguno, y es una confesión de la incomprensión
que el profesor Nietzsche sufrió en su tiempo: él ha llegado pronto, demasiado
pronto porque su filosofía no es, tal vez, para hoy, sino para el hombre del
mañana. Este es el amargo destino de las gentes que están tan adelantadas a los
demás.
En efecto, el
pueblo no comprende a Zaratustra, no tiene oídos para entender sus palabras, y
esto es algo que ya le había advertido el eremita en su descenso a los hombres,
en aquel bosque, cuando le dijo que había de temer las penas que se aplican a
los incendiarios. Pero el discurso que Zaratustra da en la plaza es un discurso
que avanza muchos de los temas del libro, y es aquí donde queda patente el
darwinismo del autor y su intención de avance hacia lo venidero, porque “el hombre
es una cuerda entre el animal y el superhombre” que ha de ser “tránsito y
ocaso”, superándose a sí mismo.
El reproche
zoroastriano tiene una marcada diatriba en contra de la mediocridad del
marxismo: la humanidad se ha adocenado y no queda orgullo para andar ni
voluntad para obedecer, en el deseo cálido y tierno de una vergonzosa igualdad
que no hace avanzar el estadio de los seres humanos. Son acusaciones que
parecen incomodar a todos.
También hay
un volatinero que intenta cruzar por la cuerda floja de una torre a otra torre
y que caerá al suelo, cuando un bufón pasa sobre él y le hace perder el
equilibrio. La muerte será su consuelo, pues, en los estertores de la muerte,
para calmar sus angustias, Zaratustra le dice que el diablo no podrá llevarse su
alma porque no hay cielo ni infierno. Al final, la primera experiencia de
Zaratustra es negativa, no se puede predicar al pueblo, su mensaje no es un
mensaje para las mayorías no los espíritus gregarios.
La salida del
pueblo no es tampoco afortunada: para cumplir su promesa de dar entierro al
volatinero, Zaratustra carga con el cadáver a sus espaldas y sale por las
calles de la población. El bufón se acerca y le dice a Zaratustra que hace bien
en marcharse, pues en el pueblo no se le quiere. La noche cerrada hace peor el
camino de Zaratustra, que se hospeda con el cadáver en la choza de un eremita
que les da de comer a ambos (a este eremita no le importa para nada si su
compañero está muerto, debe comer también).
Zaratustra,
que no quiere dejarlo a la suerte de las alimañas, deja el cadáver del
volatinero en el tronco de un árbol y se duerme. Al día siguiente el sol le
despierta, y, entonces, a la luz del nuevo día, las cosas toman una nueva
esperanza: el predicador que ha pescado un muerto ya no entierra el cadáver del
volatinero, que quedará en el hueco del árbol, que le servirá de sepultura. Él
debe buscar compañeros vivos, amigos vivos a los que llevar su mensaje. Tras
este relato se inician los “Discursos de Zaratustra”, que, tras el prólogo,
forman la primera de las cuatro partes de las que consta el libro.
Los discursos
de Zaratustra tocan temas diversos, como la transvaloración de los valores, la
dificultad de dormir, las aspiraciones ultraterrenas, la mediocridad del
marxismo y la envidia que se esconde en su fondo… Y todo ello está expresado de
manera simbólica, acudiendo al arte de la metáfora, con la cual se pinta de una
manera brillante todo lo que se quiere decir, eso sí, con una innegable
belleza, pero también con cierta ambigüedad. El problema literario de Nietzsche
es el problema de cualquier obra literaria: un estilo oscuro hace más
exuberante la experiencia estética, pero hace más difícil la comprensión,
debido a la ambigüedad.
Estos
discursos son la causa del título de la obra. En ellos aparece el mensaje de
Zaratustra, que habla a unos discípulos, contándoles sus enseñanzas, explicando
sus experiencias, siempre con imágenes y símbolos. Al final del discurso, en
unas líneas tan solo, se resume todo el contenido de lo anterior, algo que es
propio de la didáctica oriental, y finalmente se recurre a la fórmula por la
cual el narrador nos indica que eso fue dicho por Zaratustra con la expresión,
por lo general invariable “Así habló Zaratustra”.
En alguna
ocasión hay leves variantes de la fórmula, como, por ejemplo, cuando dice, en
el primero de los discursos (“De las tres transformaciones del espíritu”): “Así
habló Zaratustra, y entonces vivía en la ciudad de los muchos colores”. Pero
esta constante repetición tiene a mantenerse en las siguientes tres partes del
libro, donde siguen los discursos del profeta persa que es, en este caso,
vocero del pensamiento de Nietzsche.
Los discursos
van dirigidos a exponer un santo decir sí a la vida por medio del cual el
profeta comunica la revelación que ha tenido, esto es, lo que él, desde el
principio, entiende que es llevar un regalo a los hombres. Los discursos de
Zaratustra pretenden abrir camino a unas ideas afirmativas que piden la
erradicación de lo anterior, lo que hace que la voz del profeta se exalte contra
todos los engaños a combatir: el igualitarismo, las esperanzas ultraterrenas,
la envidia de los impotentes…
Y, tras la
serie de discursos, comienza una segunda parte en la que Zaratustra regresa de
las montañas de las que una vez había venido. Zaratustra regresa a los hombres,
tras haberse apartado de ellos, convencido de la inconveniencia de su
presencia, porque, como él dice, sus discípulos son gentes que lo han buscado a
él antes de buscarse a sí mismos. Los conocimientos que Zaratustra les enseña no
serán válidos hasta que ellos dejen de ser seguidores de otro para ser ellos
mismos.
La primera
parte de “Así habló Zaratustra” es, entonces, una revelación del profeta que ha
subido a la montaña y ha descendido a los hombres para explicar que las viejas tablas
de la moral y todo lo que había sido la cultura del hombre en la tierra, a lo
largo de los últimos dos mil años, eran un error y algo que debía ser superado.
Las tres
transformaciones del espíritu representan la superación del servilismo para
crear nuevos valores: el camello pasa a ser león y el león niño. El discurso
sobre las cátedras de la virtud parece una clara alusión al maestro
Schopenhauer, un hombre al que Nietzsche entiende como negativo y como
pesimista. Sin embargo, Nietzsche era hombre enfermo y tenía sus problemas con
el sueño. Su desconfianza ante Schopenhauer es también un punto de admiración y
de ironía ante ese saber que produce intenso sopor. También están sus ataques a
los transmundanos y los que desprecian el cuerpo, algo que las religiones
orientales, el judeocristianismo y la filosofía platónica denigraron.
Zaratustra es
un predicador ante su público y les habla de las virtudes y de cómo luchan las
unas con las otras, acusa a los jueces de querer dar muerte hipócritamente a un
pálido criminal que debe ser ajusticiado como en un acto de compasión más que
de venganza, porque ese hombre necesita morir, dado que se odia a sí mismo, nos
convence de que enseñar a leer y a escribir vulgariza la literatura, y explica
su necesidad de ser breve: salta de una cima a otra, sus sentencias no son para
ser leídas, sino aprendidas de memoria…
Algunos de
los mejores capítulos son aquellos en los que la literariedad se hace
suculenta, mostrando, más que un discurso, una anédota de profundo sentido poético:
“El árbol al piede la montaña” y “la picadura de la víbora son dos claros
ejemplos”. Los temas de estos textos son, claro está, muy distintos entre sí:
un joven que rehuye a Zaratustra, pues su espíritu no es libre todavía y siente
envidia, espera el rayo que lo destruya, pues, envidiado por los demás, ha
llegado a odiarse a sí mismo y una víbora que pica al profeta con su veneno,
siguiendo una profunda meditación sobre el valor del perdón y la venganza. No
hay que ofender al eremita, pero, si alguien lo hace, debe, además, matarlo.
Y finalmente
llegan estas palabras: “Solo volveré a vosotros cuando hayáis renegado de mí”,
que marcan el momento en que Zaratustra se separa de sus discípulos para que
ellos busquen la verdad en sí mismos, para que puedan ahondar en sí mismos y
separarse.
Por lo tanto,
esta primera parte transcurre, evidentemente, como un desarrollo de
pensamientos que reivindican la reconciliación del hombre con el sentido de la
tierra y un nihilismo positivo que ataca las fuerzas que son hostiles a la
vida, en un verdadero alarde poético en el que se exponen cuestiones muy
profundas: el saber ha de ser renovado, las tablas de valor han de ser
renovados, el hombre ha de superarse, avanzar hacia el niño que renovará las
viejas tablas de valor, inservibles ya.
La “ética” de
Nietzsche, por cierto, queda bien entendida si se define como una ética de
superación de la ética, pues, si bien se define como un inmoralista, su
aspiración es una inversión de valores, la inversión de valores que favorecerá
a los menos frente a los más, una moral aristocrática, tal y como se aprecia en
el discurso titulado “El árbol al pie de la montaña”, donde los nobles son
presentados como algo que es superior a los buenos, y los buenos quieren el
mantenimiento de lo viejo frente a los nobles.
En esta
mentalidad de cambio no existe simpatía alguna con las revoluciones de las
clases oprimidas, que Nietzsche entiende como la turba plebeya de la envidia
que se regala al mal de los instintos de la debilidad. Es un tema muy
recurrente de su filosofía y aparece en númerosos libros. La moralina
igualitaria es el veneno destilado por estas arañas venenosas en el discurso
titulado “Las tarántulas”, porque la picadura de este animal dañino crea, con
su venganza, una odiosa y asquerosa costra negra.
Pero ¿quiénes
son las tarántulas? Los marxistas en la medida que proponen la igualdad, los
sacerdotes que igualan a todos los hombres como hijos de un mismo Dios. En
ellos está el veneno, el instinto mal sano de la envidia que procede de la
incomprensión de su impotencia, de una voluntad de venganza donde no existe
nada que vengar, puesto que no ha habido otro motivo que el recelarse de la
salud de otro. Es una moral enferma.
Que Nietzsche
no sea benévolo con estas corrientes sociales que vinieron a transformar el
panorama político del siglo XIX no quiere decir que su espíritu no sea generoso
en todos los sentidos, pero no lo es con la igualdad, sino con el afán de
superación. De todas las formas, el hecho de que acepte la desigualdad ya es
algo que ofende a las gentes de posición marxista de una manera hiriente, según
hemos visto (Luckàs). De otro lado, interesa mucho a ciertos sectores
desprestigiar en Nietzsche esa aspiración sana de hacer de la vida individual
una aventura distinta a los espíritus gregarios y a la maloliente plebe que
desprecia.
Pero la
oposición de Nietzsche al igualitarismo, que va más allá de lo meramente
político, es también una actitud política, una actitud política que podría
resultar, por cierto, bastante actual. Porque, si bien se acusa a Nietzsche de
un exceso de germanismo, su posición es más bien inversa a ese exceso que se ha
intentado ver en él (no olvidemos que la Segunda Guerra Mundial y sus
desastres es la que ha traído cosas que han vuelto del revés las interpretaciones).
En los
tiempos de Nietzsche se dan numerosos cambios en Alemania, y él, un prusiano,
participa, convencido de la utilidad de esta guerra, en la guerra
franco-prusiana como camillero, para, viendo ya una Alemania unida, caer en una
gran decepción. Bismark dirige a los alemanes a una posición que al filósofo le
parece equivocada y que acabará por enfrentar a los alemanes con Europa, como
consecuencia de que Alemania llega tarde al reparto del pastel que son los
territorios que se están colonizando entonces en África.
Había un
sinsentido en Bismark, un junker, esto es, un terrateniente cuyos intereses
podían ser incluso contrarios a la unificación de los pueblos alemanes. Pero si
fue él el que se lanzó a esa aventura, solamente se puede explicar por el temor
a que, antes que Prusia, llevara a cabo esa labor Austria, la otra gran
potencia que se disputaba el control sobre los territorios alemanes. Con
Bismark lo alemán toma una dirección hacia lo práctico y hacia lo productivo,
entrando en un modelo de valores mercantilistas que constituyen un progreso
moderno del que Nietzsche desconfía.
Frente a
esto, propone ideas europeístas que lo hacen ver a Napoleón como la revelación
de un superhombre que se adelanta al concepto de lo europeo entendido como una
entidad factible (desde luego que no se está refiriendo a la Unión Europea actual, sino a un
propósito unificador de Europa más serio). También cabe decir que este
europeísmo nietzscheano es una apuesta por un aperturismo que sería muy poco
del gusto de los nacionalsolcialistas, al acusar a los alemanes de la tosquedad
en la que se están encerrando a sí mismos (en lo fundamental, la verdad es
Nietzsche nunca dejó de ser un buen alemán ni un buen wagneriano, pero sentía
profundamente estos desacuerdos).
“El nuevo
ídolo” es un momento imprescindible de la lectura del libro por excelencia del
filósofo alemán, pues dicho pensador parece aquí oponerse al carácter
totalitario de los estados y, en concreto, del estado que Bismark estaba
creando en Alemania. Dice: “¿Qué es lo que llaman Estado? Voy a hablaros de
algo que mata a todos los pueblos”. Quienes hacen propaganda antinietzschana,
propugnando su maldad y su peligro olvidan siempre la proximidad ambigua que
este tipo de textos pueden tener con respecto al anarquismo.
Sin embargo,
no estamos hablando de un anarquista, sino de un nihilista librepensador, que
son cosas distintas: Nietzsche es un librepensador que se permite atacar las
ideas anarquistas, a las que llama también “misarquismo”, creando una expresión
él mismo directamente del griego, como cuando expone su consideración de que
Düring era un enemigo del poder. Por otra parte, cabe decirlo, Nietzsche no
diferencia los conceptos de socialismo, comunismo y anarquismo como hace la
izquierda a imagen y semejanza del marxismo, pues estos conceptos eran algo
naciente y no se había acabado todavía su fase formativa.
Es
significativa la situación de Nietzsche para entender unos posicionamientos que
al hombre actual (él era un hombre del siglo XIX) le resultan contradictorios.
Nietzsche nació en un pequeño pueblo de campesinos llamado Röecken, en el seno
de una familia luterana cuya cabeza de familia era Ludwig Nietzsche, su padre,
que era el pastor protestante en dicha comunidad. Nietzsche se criaría en un ambiente
de mujeres por la prematura muerte de su padre y de un hermano menor.
Al margen de
la severidad de las mujeres de la casa, que hicieron que el joven Friedrich
mostrase una excesiva seriedad para su edad, su vida fue una vida dichosa, sin
grandes traumas, marcada por ambiciones intelectuales reforzadas por el
ambiente familiar. De otro lado, el muchacho se sentía parte de una clase
especial frente a los demás muchachos del pueblecito en que vivían, pues su
posición de hijo del difunto pastor y el estar destinado a ser él también un
pastor (perdería la fe más adelante para dedicarse a la filología) le daban,
frente a los demás, una importancia.
Esta niñez
sigue de una serie de etapas en las que, siendo joven y estudiante, puesto que
los estudiantes no tienen dinero, acabará regentando un burdel para poder
disponer de dinero y no tener que privarse del placer de ir a la ópera, que es
algo a lo que un melómano de su categoría no podía renunciar. Por otra parte,
es hombre que sospecha que nacen en su interior grandes cualidades que podría
desarrollar. De esta forma compone música y escribe poemas, llegando a ser
elogiado por el mismo Wagner, que le insta para que prepare una obra.
Vemos
entonces una personalidad rica y consciente de ello sentir su derecho a su
propio brillo y la satisfacción del privilegio que esto lleva consigo, pero,
por otro lado, Nietzsche no tiene un origen claramente aristocrático, si bien
es posible que haya tenido algún ilustre ascendiente polaco del que poco se
sabe. Por lo que se refiere a él, era más un profesor que un aristócrata, y,
como profesor, no llegó, desde luego, a ser rico, sino que hubo de retirarse temprano
a causa de su enfermedad, dejando la cátedra que ocupaba en la universidad de
Basilea y las clases del Pedagogium (estas clases son lo que conocemos como
estudios de Secundaria).
¿Qué
significa, entonces, que Nietzsche defiende a los privilegiados y que desconfía
de las revoluciones obreras? Indudablemente, estas corrientes son el producto
de una eticidad destilada por la religión, a pesar de que Dios ya no está
presente en ellas, porque, precisamente, al decir de Carlos Marx, “la religión
es el opio del pueblo”. Nietzsche, además, se había visto afectado por los
acontecimientos de la comuna de París, hasta el punto de plantearse qué culpa
podía tener él, como miembro de una clase superior, de aquellos hechos, para
concluir que, en realidad, nadie tenía la culpa, pues nadie merece lo que
tiene, a decir verdad, simplemente unos lo tienen y otros lo envidian.
De todas las
formas, tampoco es que el profesor de griego y latín resultase excesivamente
espigado, dada la época. Entonces, en un pueblecito de las cercanías de
Hamburgo, el hijo de un pastor luterano era alguien, en el ámbito de su época
un chico que estudió teología y que siguió para filólogo era alguien, un hombre
que en plena juventud había sido nombrado catedrático era alguien. Y su
carácter nunca fue el de abusar de las personas más débiles (se dice que en
Turín se puso delante de un burro para evitar que un cochero lo siguiese
golpeando con la fusta).
Nietzsche
admiraba la falta de compasión que tienen los grandes hombres (cita a Platón y
a Spinnozza en “La genealogía de la moral”), y además denuncia esa compasión
como algo que empequeñece al hombre, pero no por ello está haciendo propaganda
de una dureza cruel e inhumana que le dé la espalda a los más necesitados. En
su obra “El ocaso de los ídolos”, cuando habla de la cuestión obrera, menciona
al buen obrero alemán, su belleza, su pelo rubio, su carácter bonachón y su
docilidad, su conformismo, que, unidos a su pasión por la cerveza, hacen que de
ese obrero se pueda esperar poco.
A su vez, su
posición al respecto de los que gobiernan es bastante crítica, especialmente
con los políticos alemanes, con los dominantes políticos que acompañan a
Bismark en una pretensión antieuropea que conduce a un nacionalismo desaforado
y a un encerramiento en sí mismo que también había acusado en la que
consideraba, sin embargo, la brillante música de Wagner.
El propósito
no es ir contra el obrero en tanto que persona que está en una situación
económicamente desfavorecida ni se pretende arremeter con odio de manera
abusiva contra los enfermos con taras físicas o psíquicas, pero sí que se debe
decir que en el modo de pensar que aparece este libro hay un sentido de marcado
malthusismo, reflejado, sobre todo en la convicción de que nacen demasiados.
¿Qué quiere
decir que nacen demasiados? El pensador alemán odia todo el plebeyismo de su
tiempo, que no es lo mismo que ir contra otras razas ni deficientes del tipo
que se trate, sino que hay en este mundo demasiada gente que sobra. Sobran,
además, por su cobardía, y son cobardes por su actitud hostil ante todo lo que
la vida tiene de bueno, porque rechazan la vida como la vida es y porque, entre
otras cosas, son gente que se siente “demasiado buena para este mundo”.
Los
transmundanos, los maltratadores del cuerpo en pos del alma, los igualitarios
son la gente que, en opinión del filosofo prusiano, están de más en este mundo.
No podemos atribuir a Nietzsche, que, por ejemplo, despreció siempre las
actitudes antisemitas de su hermana Elisabeth y de su marido, actitudes
racistas ni clasistas al modo de Galton, si bien, en términos morales por
encima de las razones biológicas, se exhiben, en todo término, en las doctrinas
nietzscheano-zoroastrianas, influencias malthusistas y darwinistas que se ponen
en contra de lo más odiado por Nietzsche-Zaratustra: el gran número.
Pero el libro
“Así habló Zaratustra” es una de las obras de su autor que corresponde a un
período que dice todavía “sí”, que se ocupa de la parte más positiva de este
nihilismo que le ha correspondido realizar al profesor de griego y latín de
Basilea. Y es que este profesor salta a la filosofía con una gran preparación,
pero, sobre todo, con una inspiración brillante que le permite poner en
práctica dicho nihilismo.
La necesidad
de combatir al gran número no es exactamente la voluntad de hacer grandes
matanzas a favor de los fuertes, de los mejores. Pero ha de haber una
distinción necesaria entre los fuertes, los mejores, los grandes y los
vulgares, algo que se opone diametralmente a las intenciones igualitarias que
llevan a una moral de miserables (esto va por el marxismo y los curas).
Combatir al
gran número significa que ya no queda lugar en el mundo para los más, que estos
deben sucumbir, deben desaparecer, puesto que viene una época nueva, donde ya
no caben sus valores, consecuencia de la muerte de Dios y la destrucción
demoledora que trae contra los valores establecidos el nuevo nihilismo, este
nuevo nihilismo que es como un fuego purificador que pone en marcha otra vez la
rueda de la historia en el eterno retorno de lo idéntico, si es que se quiere
decir así.
Por eso
Nietzsche arremete contra el último hombre, incapaz de comprender que debe
transformarse, que debe perecer, porque la hora del superhombre ha llegado y no
queda lugar para él. Este hombre es dañino y resentido y empequeñece todo
aquello que toca, lejos de enaltecerlo y hacerlo sagrado, pues es la
consecuencia de su propia desolación, si es que Dios ha muerto y no ha nacido
una nueva tabla de valores todavía. Y es así como se ha de entender ese
carácter creativo que revoluciona la filosofía en las aguas de un nihilismo que
resulta, a la postre, algo restaurador.
2014 © José
Ramón Muñiz Álvarez
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