lunes, 18 de agosto de 2014

La controversia nietzscheana



“LA CONTROVERSIA DEL PENSAMIENTO Y LA FIGURA
DE FRIEDRICH
NIETZSCHE A TRAVÉS DE LA 
LECTURA DE
ALGUNOS DE SUS PASAJES”
Un acercamiento a “Así habló 
Zaratustra” y al nihilismo positivo que 
determinaron
la filosofía nietzscheana
(breve artículo)
por José Ramón Muñiz
Álvarez

La lectura de las obras del profesor Friedrich Nietzsche despierta de inmediato una tensión impactante sobre el lector, precisamente, por lo que tiene de provocativa su actitud ante una dimensión que hace de su pensamiento un verdadero reto, un profundo desafío que se expresa, por cierto, en magistrales lecciones literarias, de modo que, incluso quienes no estén conformes con su modo de pensar, apreciarán en él a un gran escritor.
Y es que, ante este hombre se pueden adoptar posiciones de lo más variado, por lo que ha ganado, más que ningún otro, a lo largo de los tiempos, la fama de escritor polémico, y, además, su figura ha tenido una controvertida serie de reivindicaciones políticas por parte de diversos ámbitos, interesados en presentarlo como protonazi, como enfermo mental o como librepensador con marcada tendencia a la contradicción.
Y, en cierto modo, su manera de expresarse, rotunda, a veces, violenta, demasiado burlesca, esconde un hombre muy distinto, crítico quizás, dado el alto vuelo de su inteligencia, pero nunca negativo, puesto que él es el hombre que pudo coger el guante de Schopenhauer, de quien había sido un voraz lector, siendo muy joven (eso le valió, en buena medida, la amistad con Wagner, que más adelante se rompería).
Porque Nietzsche se revela siempre como un magnífico escritor, pero también es, sin lugar a dudas, uno de los más envidiables filósofos, que no debe envidar nada de los talentos más importantes de su siglo, plagado también de otras numerosas inteligencias, sin ir más lejos, en su tierra alemana, que empezaba a despertar de su sueño y a fortalecer una unidad que, durante tanto tiempo se habían disputado Austria y Prusia, pues Alemania había sido, hasta entonces, una realidad insegura y muy dividida.
El mismo Nietzsche sabe que se está ubicando en una aventura peligrosa, arriesgada, y eso es lo más grande de su carácter: hacer del pensamiento una aventura que consiste en estar en ese límite terrible donde se aborda lo más confuso y lo más problemático, en un afán por desvelar los enigmas más extraños que rodean al hombre. De hecho, su filosofía es uno de esos humanismos del XIX que pueden dejar a uno perplejo, con su exuberante y fértil serie de propuestas, porque, a diferencia de los eunucos mentales, es, ante todo, un hombre prolífico en ideas.
Probablemente el lector actual lo tiene más fácil para acercarse a esta figura doliente de una manera simpática, después de las tremendas tempestades arrojadas por el marxismo contra su elevado intelecto y su pensamiento originalísimo, ya que se le ha querido responsabilizar de la gran hecatombe que sobrevino en la Europa Central contra una diversidad de etnias, no solo los judíos, y que no se puede achacar, desde luego, a ninguna mentalidad decimonónica, pues, no lo olvidemos, es este un anacronismo imperdonable.
Se ha visto a Nietzsche desde demasiados puntos de vista interesados y ajenos a él, y no nos referimos solamente al abuso que su hermana hizo de su figura, pues las nuevas generaciones anarco-comunistas, en un delirio sin sentido, apelaron a un nietzscheanismo postizo bastante evidente, por aquello de que el profesor Nietzsche había proclamado la idea de una inversión de valores, que, al margen de su seriedad como aportación filosófica, tiene el peligro de presentar a los jóvenes el falso atractivo de la rebeldía sin causa.
Pero, dejando al margen el plano literario y filosófico, en Nietzsche tenemos a un hombre que realmente murió loco, y que, por lo tanto, dio lugar a la inquina de quienes querían hundir su figura con los terribles argumentos que se han esgrimido sobre la salud de su conciencia, pues, según estas malas lenguas, no se debería hacer caso nunca a un cerebro débil y corroído por la sífilis adquirida, asunto poco claro, al parecer, en un burdel, durante su juventud. También podría mencionarse la fragilidad craneal de esta familia y mencionar el accidente de su padre, que, siendo el muy niño, perdió la vida al precipitarse por una escalera, a causa de un golpe en la cabeza.
Parece mentira que de un hombre se nos hayan dado tantas imágenes, tantos retratos tan desiguales, y, al examinar su obra y el valor de su obra, cuesta mucho, en los días que vivimos, reconocer al verdadero Nietzsche, ya que, si bien el fue dado a jugar con las mil y una máscaras detrás de las que se esconde, por si esto fuera poco, encima está el problema de la manipulación ideológica sufrida, hasta el punto de que un autor que defendió a los judíos de las maquinaciones de ciertos sectores de su mundo alemán nos ha sido presentado como un agitador antisemita.
Del supuesto antisemitismo de Nietzsche podemos dudar, sin lugar a dudas, porque Nietzsche, a diferencia de los miembros de su familia, especialmente su hermana Elisabeth, casada con un protonazi llamado Föster, mantuvo cordiales relaciones con personajes de indentidad judía, como lo fue la aristócrata rusa y mujer de gran belleza Luisa Gustavovna, conocida en Suiza y Viena como Lou Andreas von Salomé, con quien parece ser que Nietzsche pretendía casarse. También se sabe que tuvo amistad con Paul Rèe, judío evidente, y su pensamiento comenzó a ser divulgado en Dinamarca por Georg Brandes, el mismo Georg Brandes que mantuvo amistad con Selma Lagendorf, una de las primeras mujeres en recibir el Nóbel de Literatura.
Pero quede claro quienes son, ante todo, los mayores enemigos de Nietzsche, quienes son los que de una manera más infundada lo atacan: los marxistas. El marxismo ataca su figura de forma despiadada igual que los sectores eclesiásticos más cerrados, debido a que esta figura es la que pone de relieve todas las falsedades que existen en estas doctrinas, todos sus errores, sus mentiras y sus mediocridades. Porque fue Nietzsche quien nos enseñó algo tremendo sobre el marxismo, y es que los marxistas eran la versión laica del cristianismo, es decir, que el movimiento marxista tenía su legítimo paralelo en quien era también su enemigo ideológico, por lo conservador: la Iglesia.
Es muy posible que el mantenimiento de la creencia en que su mensaje es nocivo, por no decir que es, a los ojos de muchos, el inaceptable de los crímenes de época hitleriana, tenga que ver con esa voluntad de contrataque que existe en las decadentes plataformas del marxismo y de la Iglesia, reformada o no, porque Nietzsche destaca, precisamente, las grandes bajezas de estas corrientes. De hecho, hubo críticas durísimas del sector de la izquierda más recalcitrante que sostenía que con Nietzsche se inicia el camino al nazismo (Luckàs).
Por otra parte, Nietzsche es, desde luego, un hombre que expresa su mensaje de una forma muy poco común, quizás por sus gustos literarios, como lo son los aforismos, que, e parte, pueden ser justificados por su miopía, dado que, según dicen, le costaba mucho escribir, de manera que tenía que plasmar rápidamente sus impresiones, dejando así, en unas líneas, concentrada una gran densidad de pensamientos, lo que hace que su manera de pensar esté expresada de manera brillante, pero propensa a los malos entendidos.
Si bien Nietzsche no fue un joven alegre, sino una persona bastante seria, desde la niñez más profunda, demostrando prontamente un gusto por el estudio, la lectura y la música, actividades culturales muy propias de las personas de la clase media alemana de su tiempo (no olvidaremos que era de un pequeño pueblo de Namburgo, un lugar donde la gente campesina se veía por debajo del hijo de un pastor luterano), sí que era una persona despierta y pronto se dio al cultivo de poemas y composiciones musicales que, en los tiempos de amistad, fueron elogiados por el mismo Wagner.
En estas composiciones musicales encontramos alguna danza de estilo zíngaro, compuesta para piano, que sigue el esquema de “langsam” y “frischka” (palabra, esta última, que se podría traducir por “fresco”), que se corresponden con los “tempi” lento y rápido de la “czarda” o danza húngara gitana. Era un tipo de música muy al uso en un tiempo de nacionalismos, pues los compositores querían reflejar lo característico de los pueblos y sus danzas en ese momento (no olvidemos las danzas de Brahms sobre el folclore bohemo ni las de inspiración eslovaca de Dvorak). Pero, al margen de cosas al uso de la moda, con un toque exótico y desenfadado, su “Canto heroico” o “Heldenklage”, expresa, con un hermoso intimismo, estadios desolados de profunda soledad que parecen pronosticar el apartamiento en que habría de vivir el pensador.
La imagen de Nietzsche es, por lo tanto, la de un personaje sumido en sus propios pensamientos y apartado del mundo en su retiro suizo de Basilea a los ojos de muchos, pero no podemos olvidar que, antes de despedirse de la labor docente, de separarse de los amigos y de iniciar un camino de alejamiento, el joven catedrático intensificó en esta época de su vida su relación con Richard y Cósima Wagner (anterior señora von Bülow e hija del compositor Franz Lizst), además de compartir la amistad de hombres de primer rango, como lo era Jackob Burkhardt, célebre historiador.
Ese Nietzsche solitario que vemos luego en los Grisones, en Silvaplana y en Turín es el resultado de los profundos sinsabores habidos en el curso de su vida y que tocan los aspectos personal y profesional de nuestro autor, debido a que el profesor Nietzsche había sido abandonado por Luisa Gustavovna, que se fue a Viena para acabar relacionándose con los especialistas del psicoanálisis, pero también a la mala acogida de su libro “El origen de la tragedia en el espíritu de la música”.
De hecho, este exilio de los suyos, lo conduce por unos caminos afortunados para su producción posterior, en la que va a desarrollar los grandes temas de su obra, expuestos en una de sus principales obras: “Así habló Zaratustra”. Sin embargo, la mayoría de estas ideas tienen su arranque en la primera de sus obras, es decir, su libro “El origen de la tragedia”, y va incorporando a estas temas esenciales como el eterno retorno de lo idéntico, la muerte de Dios y la voluntad de poder.
¿Qué cambio habría obrado en el interior de Nietzsche? Él no había pretendido ser un filósofo, sino un filólogo, pero su primera obra no fue entendida como un acercamiento intuitivo a la cultura griega a través de la tragedia, lo que lo decidió contra esa labor filológica. La posibilidad de ser compositor estaba allí también, puesto que había sido elogiado por el mismísimo Wagner, que lo anima a seguir el camino de la música, pero es de esta época de la que data la ruptura con Wagner. Por otro lado, surge en Nietzsche el deseo de apartarse de los propósitos científicos y de encaminarse hacia lo creativo, algo que va más con su carácter, y las preocupaciones filosóficas estaban ya allí, desde su juventud, desde los tiempos de las lecturas de Schopenhauer.
Sobresalen en Nietzsche una serie de cualidades que lo sitúan como un poeta menor en el cultivo del verso, dentro de lo que son los escritores alemanes, pero también, dentro de los mismos, es, sin duda, uno de los mejores prosistas, en el cultivo de aforismos, sentencias breves y pequeños párrafos que condensan demasiado, y, sobre todo, en la prosa poética, cuajada de símbolos y extrañas y misteriosas referencias en el estilo de su “Zaratustra”.
El “Zaratustra” retoma la imagen de un antiguo personaje iraní que predicó sus enseñanzas a los parsis y que está en el origen de una religión monoteísta que se llama “Ajura Mazda”, de la que quedan hoy muy pocos seguidores, esparcidos por muchos lugares. Este es quien propone una religión con un único dios, una diferencia marcada entre el bien y el mal y también quien desvela la falsedad y los trucos de los magos del momento.
En un tiempo en que se ponía de moda, entre los filólogos, el indoeuropeísmo, la figura de Zaratustra era de un atractivo total para los eruditos de aquellos tiempos, referencia de una cultura exótica, relacionada con Europa y su cultura, pero también extraña, que rompía con la vieja tradición de que solamente las culturas helena y latina suministraban brillo a los tiempos más antiguos.
El libro dedicado a todos y a ninguno por su autor toma la figura de Zaratustra como un “alter ego”, otro yo con el que el filósofo alemán nos presenta su manera de pensar, sus ocurrencias, los pensamientos que aporta a la filosofía, remontándose, en parte, a los presocráticos, para hablar del eterno retorno y mostrarse, cómo no, dentro de la tradición heraclitiana.
Porque, si bien acude a un personaje persa, esto es una figura meramente decorativa y Nietzsche es más un filósofo occidental que oriental. El orientalismo, en todo caso, lo podremos observar, en Nietzsche, en su interés por Buda, que procede casi del interés de Schopenhauer, pero también por el llamado “Código de Manú”, al que refiere en obras como “El ocaso de los ídolos”.
Y no deja de ser curiosa la forma en la que los escritores del presente, al tocar temas de filosofía, han tenido que caer, insistentemente, en ese regreso a los efesios, manifestando la temporalidad de las cosas, inmanente o no, pongamos por caso el de Heidegger, quien, desde luego, también acude a Heráclito de Éfeso cuando habla del ser, con un concepto de ser muy distinto de la inmutabilidad de los eleatas (Parménides).
Por otra parte, cabe decir que los temas de la obra “Así habló Zaratustra” no son independientes los unos de los otros, y que la muerte de Dios, idea procedente de otro libro anterior (“La gaya ciencia”) no es separable de la idea de voluntad de poder y del eterno retorno, que tienen tanto que ver con  el advenimiento del superhombre, que ha dado lugar a tantos malentendidos (y, no lo olvidemos, los textos nietzscheanos sirvieron, aunque el mismo Nietzsche no fuera así, en buena medida, como base ideológica de los fascistas y de los nazis en el siglo posterior, haciendo su obra mucho más polémica, debido a que, si, como en muchos otros casos, su obra no es bien conocida por el público, además las confusiones históricas que rodean la obra literaria de Nietzsche hacen que la gente pueda asustarse).
La expresión “Dios ha muerto” no significa que hubo un tiempo en que hubo un Dios que ha dejado de existir, sino que tiene un sentido simbólico, pues Dios ha perdido su vigencia como elemento vertebrador de la existencia en la mente de los hombres. Durante la Edad Media no era factible pensar el Universo sin pensar a Dios, durante el medievo no era pensable que no hubiese Dios, pero, desde la Edad Media, ha habido una profunda transformación de la cultura y el hombre de hoy no acepta la existencia de un ser divino.
La ciencia actual debe explicar el mundo sin un elemento divino, y, al hacerlo, se ponen en entredicho todas las creencias anteriores, lo que supone que la moral establecida por la tradición ha entrado en crisis. Ahora no es solo ya posible dudar de Dios, es posible replantearse lo bueno y lo malo, entender el bien y el mal como categorías que no son algo en sí mismo, sino consideraciones que varían de lugar a lugar o de época a época.
Por lo tanto, no puede haber valores dados en sí, y, dado que no hay valores dados en sí, es pensable que las viejas tablas de valores se olviden en aras de una valoración nueva. Y, este es un nihilismo positivo, en último término, del mismo modo que es positivo destruir los edificios viejos para poder edificar los nuevos. Se trata de un cambio profundo que operará a nivel de la moral.
El tiempo de los viejos valores ha pasado ya y es preciso establecer nuevas pautas, pues el hombre es huérfano, tras el gran parricidio, porque “Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado”, de manera que todo lo que antes tenía validez ha dejado de tenerla ya. Esto no es tanto que Dios haya muerto en términos biológicos tanto como que Dios es un concepto inútil en la actualidad porque no existe un lugar para Dios en el mundo moderno.
La consecuencia es de la muerte de Dios es la libertad de los hombres, que no están condenados a seguir esas tablas de valores que vienen de otro tiempo. Lejos de esto, el ser humano se propone a sí mismo una nueva labor, que es la de ser libre, la de controlar su propio destino, que no es estar en manos de Dios, que radica, precisamente, en la constitución de nuevos valores.
La muerte de Dios no es separable de la necesidad del hombre nuevo, que es un hombre superior o superhombre. Pero cuando decimos “superhombre” no estamos hablando, desde luego, del propósito de la constitución de una nueva raza aria que venga a reducir naciones y a exterminar pueblos inferiores, como puso ocurrir con el ascenso de Adolf Hitler al poder. Por el contrario, el superhombre no es un agente totalitario que, fuera de toda razón ejerza un violento maltrato contra los demás.
La época del nacionalsocialismo quiso aprovechar conceptos nietzscheanos como los de “superhombre” o “voluntad de poder”. Pero estos conceptos son diametralmente opuestos en la obra de Nietzsche y en el nazismo, pese a una identificación mal comprendida que no tiene razón de ser y que, no obstante, ha alcanzado una gran popularidad. Identificar a Nietzsche con el nazismo es como identificar a Wagner con Hitler, cosa frecuente en la cultura popular.
Existen dos nihilismos, por lo tanto, uno postivo y otro negativo. La manera de actuar del nihilismo consiste en detectar esos puntos en los que algo sacralizado como santo y verdadero deja de tener sentido y presenta un vacío denunciable, pero este nihilismo puede tener esa doble vertiente en que se muestre favorable o también hostil, hostil, concretamente, a la naturaleza de la vida, y este es el nihilismo que rechaza Nietzsche en autores tan admirados como Schopenhauer, dado su talante pesimista.
Este nihilismo positivo encarnado en la muerte de Dios reclama un hombre nuevo, un guerrero no en su sentido literal, sino en su sentido metafórico, dado que dicho guerrero ha de forjar las nuevas tablas de valores, los nuevos principios sobre los que descanse el porvenir de la humanidad. Dicho nihilismo, dicha muerte de Dios es la que hace posible a ese superhombre.
Entonces es cuando se produce la liberación de todas las supersticiones a las que el hombre queda atado y van apareciendo nuevos temas, como, por ejemplo, el sentido de la tierra, que denuncia los engaños ultraterrenos de las creencias transmundanas, es decir, el más allá, el lugar donde están las almas de los muertos, el premio o el castigo, el cielo y el infierno.
Las esperanzas ultraterrenas son una superstición para librar al hombre de su temor a la muerte, puesto que no podemos evitar saber que la muerte es una fatalidad, el destino inevitable que a todos nos aguarda. Puesto que todos hemos de morir, en alguna época de nuestra vida hemos experimentado esa angustia que consiste en saber que no viviremos para siempre. Pero lo que debería aliviar la existencia humana acaba siendo una trampa, una terrible trampa en la que los seres humanos quedan enredados.
Cuando el nihilismo nietzscheano elimina esas esperanzas ultraterrenas, el hombre se reconcilia con el sentido de la tierra, entiende que es parte de la naturaleza en la que se encuentra, que es carne y no espíritu, que tras la muerte no habrá nada más y que no hay en ello nada terrible. El destino del ser humano es morir y nada hay en ello que tenga que tener tintes trágicos a la luz de una reflexión serena y madura: el hombre no es un todo, es algo incompleto, un fragmento de destino.
Los valores religiosos son, por lo tanto, valores consoladores de los débiles e inadaptados, a quienes se les enseña que son demasiado buenos para este mundo terrible y a quienes se les promete una vida venidera en la que serán premiados, lo que constituye una traición al sentido de la tierra, desde luego, pero además es una clara demostración de lo que son los valores enfermizos que el cristianismo vende a sus seguidores.
El superhombre es un nuevo creador de valores. En el momento en que los valores del cristianismo se derrumban, se derrumban los valores de los débiles, de los enfermos, de los malogrados, dejando lugar para unos valores aptos para estar a la medida de los fuertes, de los íntegros y potentes. Esta es la labor del superhombre: preparar unos valores para un mundo distinto, un mundo mejor, donde el individuo acepta vivir la vida tal y como es, sin angustiarse por sus limitaciones ni por el destino de tener que morir.
Frente al carácter del superhombre, están los valores cristianos, los valores de los débiles y tullidos. El superhombre es de otra naturaleza, casi como si siguiese el proverbio latino de “mens sana in corpore sano”, pues solamente los sanos están exentos de taras y defectos que afectan al estadio anímico de una mente. Y esto significa que estamos al borde de una nueva mentalidad en la que el hombre será liberado de sus falsas creencias.
Pero el carácter del hombre superior, precisamente por lo que es su labor de liberación del ser humano de las falsas creencias, es de un carácter fuerte, inclemente, no dado a la compasión. La compasión es la herramienta de la debilidad y de la religión. Platón y Spinozza son puestos como ejemplo, en “La Genealogía de la moral”, de personajes de alto nivel que rechazaron al compasión. El hombre superior, lejos de ser compasivo, debe tener un espíritu voluntarista y fuerte.
El tema de la voluntad aparece en Nietzsche como una reminiscencia de sus lecturas de la obra de Schopenhauer, innegablemente, y nos lleva a otro de los puntos centrales de su obra, que es, claro está, el de la voluntad de poder. Podría decirse que la voluntad de poder y el eterno retorno son elementos imbricados el uno en el otro, no pudiendo separarse, como es obvio.
Y es que Nietzsche es el filósofo de la vida, y la vida es un elemento que quiere ser más vida, es decir, algo que pide crecer constantemente, como ocurre con la voluntad de poder. Esto hace que Nietzsche adopte una postura heraclitiana y se remita a un tiempo anterior, que es el tiempo de los presocráticos, sirviéndose de esa idea del eterno retorno de lo idéntico para expresar cómo los instintos de la vida quieren agrandarse y crecer, como quieren ser cada vez más, pero también para presentar una visión de continuas repeticiones en el tiempo que han de incitar a querer volver a vivir, llegado el momento de la muerte, que es el final de la vida, desde luego, porque el hombre no es inmortal y no habrá de repetirse. Pero, siguiendo el mito del eterno retorno de lo idéntico, el hombre que ha vivido de manera adecuada pedirá la repetición en el momento de desaparecer.
“¿Qué habría de suceder si por el día o por la noche te siguiese un demonio a la más apartada de tus soledades y dijese: esta vida, tal y como tú las ves actualmente, tal como la has vivido, has de vivirla un a vez más y un número infinito de veces; nada nuevo habrá en ella; es más, es necesario que cada dolor y cada alegría (…) vuelvas a pasarlo en la misma secuencia, en el mismo orden?”. De esta manera imagina Nietzsche, el eterno retorno de lo idéntico, en “La gaya ciencia”, para ensalzar el amor a la vida, un amor que acepta esa condena que es repetir la misma vida hacia lo incansable, un amor que reclama, desde luego, que todo lo que ya ha sucedido en nuestra vida no deje de repetirse.
Se aprecia en Nietzsche un intento de saltar sobre la moral tradicional, de querer hundir ese amor al prójimo tan dulce y tiernamente proclamado por los cristianos, llegando así al estadio de lo inmoral pero, en este punto, justamente, cabe decir que ese inmoralismo no es un inmoralismo insensato, sino sumamente kantiano: para Nietzsche se hace esencial ese imperativo categórico de quien comprende que el bien y el mal no son esencias sustantivas y en eso consiste si nihilismo positivo.
“Así habló Zaratustra” es, sin lugar a dudas, la más importante y popular de las obras de Nietzsche, y, andando el tiempo, llegó a inspirar creaciones artísticas de distinto tipo, como un poema sinfónico de Richard Strauss de mismo nombre y que es conocido, sobre todo, por ser, con el “Danubio Azul” (de otro Strauss, Johann hijo) la banda sonora de una película de Kubrick: “2001: Odisea en el espacio”. Sin embargo, el libro no tuvo de inmediato una buena acogida y la última parte de la obra tuvo que ser costeada por el autor con una tirada muy discreta (cuarenta ejemplares).
Nietzsche eligió al persa Zaratustra para ser el protagonista de su obra por diversas razones, y la primera de ellas es que Zaratustra había sido un religioso que aseveraba la existencia de un bien y de un mal, por lo que era necesario que se encarnase de nuevo, en este caso en el relato del filósofo, para reconocer que esto no era así. De esta forma, los valores judeocristianos serán acusados por Nietzsche gravemente de ser los valores de los envidiosos, de los impotentes y de los incapaces. En efecto, un sano amor al mundo y a la vida tiene un proceder generoso no posible en este tipo de gente: los resentidos.
El libro más conocido de Nietzsche, el “Zaratustra”, tiene, por cierto, un prólogo un tanto extraño, alejado de lo habitual. La palabra “prólogo” viene del teatro: el prólogo era el discurso de un personaje antes de los cinco actos de una comedia de las que se hacían en época de Plauto y Terencio (“commedia palliata”), pero se ha generalizado llamar prólogo a las palabras con las que un autor u otro personaje presentan un libro.
El prólogo de Zaratustra es como una especie de capítulo previo en que se nos pone en antecedentes, para que comprendamos todo lo que viene detrás, pero es, curiosamente, la parte más narrativa del libro, y no un texto donde Nitezsche se dirija al lector explicando sus razones o las circunstancias en que creó la obra. Este prólogo es como una especie de acto primero en el sentido de que, al inciarse, no es Nietzsche como quien es a quien escuchamos, sino a Nietzsche en su función de narrador.
Zaratustra deja su patria y se retira a las montañas para llevar una vida de meditación, cumpliendo, como todos los profetas, con una fase de aislamiento que le permita pensar, conocerse, hallar una verdad, una revelación. Asciende a las montañas y vive una vida de sencillez durante diez años, pero un día siente que este proceso ha dado su fruto y decide volver a los hombres.
Descendiendo por la ladera de la montaña, se interna en el bosque y halla un ermitaño. En la conversación con el eremita, Zaratustra expone sus convicciones de que esa revelación que posee es valiosa y debe ser llevada a los hombres como un regalo. Tras dejar al eremita le sorprende que “ese sabio, en la soledad del bosque, no ha oído decir que Dios ha muerto”. Pero Zaratustra desciende a los hombres y predica en la plaza sus nuevas ideas, su nueva revelación, sin ser comprendido por nadie.
El desencuentro de Zaratustra con el pueblo tiene mucho que ver con el subtítulo del libro, dedicado a todos y a ninguno, y es una confesión de la incomprensión que el profesor Nietzsche sufrió en su tiempo: él ha llegado pronto, demasiado pronto porque su filosofía no es, tal vez, para hoy, sino para el hombre del mañana. Este es el amargo destino de las gentes que están tan adelantadas a los demás.
En efecto, el pueblo no comprende a Zaratustra, no tiene oídos para entender sus palabras, y esto es algo que ya le había advertido el eremita en su descenso a los hombres, en aquel bosque, cuando le dijo que había de temer las penas que se aplican a los incendiarios. Pero el discurso que Zaratustra da en la plaza es un discurso que avanza muchos de los temas del libro, y es aquí donde queda patente el darwinismo del autor y su intención de avance hacia lo venidero, porque “el hombre es una cuerda entre el animal y el superhombre” que ha de ser “tránsito y ocaso”, superándose a sí mismo.
El reproche zoroastriano tiene una marcada diatriba en contra de la mediocridad del marxismo: la humanidad se ha adocenado y no queda orgullo para andar ni voluntad para obedecer, en el deseo cálido y tierno de una vergonzosa igualdad que no hace avanzar el estadio de los seres humanos. Son acusaciones que parecen incomodar a todos.
También hay un volatinero que intenta cruzar por la cuerda floja de una torre a otra torre y que caerá al suelo, cuando un bufón pasa sobre él y le hace perder el equilibrio. La muerte será su consuelo, pues, en los estertores de la muerte, para calmar sus angustias, Zaratustra le dice que el diablo no podrá llevarse su alma porque no hay cielo ni infierno. Al final, la primera experiencia de Zaratustra es negativa, no se puede predicar al pueblo, su mensaje no es un mensaje para las mayorías no los espíritus gregarios.
La salida del pueblo no es tampoco afortunada: para cumplir su promesa de dar entierro al volatinero, Zaratustra carga con el cadáver a sus espaldas y sale por las calles de la población. El bufón se acerca y le dice a Zaratustra que hace bien en marcharse, pues en el pueblo no se le quiere. La noche cerrada hace peor el camino de Zaratustra, que se hospeda con el cadáver en la choza de un eremita que les da de comer a ambos (a este eremita no le importa para nada si su compañero está muerto, debe comer también).
Zaratustra, que no quiere dejarlo a la suerte de las alimañas, deja el cadáver del volatinero en el tronco de un árbol y se duerme. Al día siguiente el sol le despierta, y, entonces, a la luz del nuevo día, las cosas toman una nueva esperanza: el predicador que ha pescado un muerto ya no entierra el cadáver del volatinero, que quedará en el hueco del árbol, que le servirá de sepultura. Él debe buscar compañeros vivos, amigos vivos a los que llevar su mensaje. Tras este relato se inician los “Discursos de Zaratustra”, que, tras el prólogo, forman la primera de las cuatro partes de las que consta el libro.
Los discursos de Zaratustra tocan temas diversos, como la transvaloración de los valores, la dificultad de dormir, las aspiraciones ultraterrenas, la mediocridad del marxismo y la envidia que se esconde en su fondo… Y todo ello está expresado de manera simbólica, acudiendo al arte de la metáfora, con la cual se pinta de una manera brillante todo lo que se quiere decir, eso sí, con una innegable belleza, pero también con cierta ambigüedad. El problema literario de Nietzsche es el problema de cualquier obra literaria: un estilo oscuro hace más exuberante la experiencia estética, pero hace más difícil la comprensión, debido a la ambigüedad.
Estos discursos son la causa del título de la obra. En ellos aparece el mensaje de Zaratustra, que habla a unos discípulos, contándoles sus enseñanzas, explicando sus experiencias, siempre con imágenes y símbolos. Al final del discurso, en unas líneas tan solo, se resume todo el contenido de lo anterior, algo que es propio de la didáctica oriental, y finalmente se recurre a la fórmula por la cual el narrador nos indica que eso fue dicho por Zaratustra con la expresión, por lo general invariable “Así habló Zaratustra”.
En alguna ocasión hay leves variantes de la fórmula, como, por ejemplo, cuando dice, en el primero de los discursos (“De las tres transformaciones del espíritu”): “Así habló Zaratustra, y entonces vivía en la ciudad de los muchos colores”. Pero esta constante repetición tiene a mantenerse en las siguientes tres partes del libro, donde siguen los discursos del profeta persa que es, en este caso, vocero del pensamiento de Nietzsche.
Los discursos van dirigidos a exponer un santo decir sí a la vida por medio del cual el profeta comunica la revelación que ha tenido, esto es, lo que él, desde el principio, entiende que es llevar un regalo a los hombres. Los discursos de Zaratustra pretenden abrir camino a unas ideas afirmativas que piden la erradicación de lo anterior, lo que hace que la voz del profeta se exalte contra todos los engaños a combatir: el igualitarismo, las esperanzas ultraterrenas, la envidia de los impotentes…
Y, tras la serie de discursos, comienza una segunda parte en la que Zaratustra regresa de las montañas de las que una vez había venido. Zaratustra regresa a los hombres, tras haberse apartado de ellos, convencido de la inconveniencia de su presencia, porque, como él dice, sus discípulos son gentes que lo han buscado a él antes de buscarse a sí mismos. Los conocimientos que Zaratustra les enseña no serán válidos hasta que ellos dejen de ser seguidores de otro para ser ellos mismos.
La primera parte de “Así habló Zaratustra” es, entonces, una revelación del profeta que ha subido a la montaña y ha descendido a los hombres para explicar que las viejas tablas de la moral y todo lo que había sido la cultura del hombre en la tierra, a lo largo de los últimos dos mil años, eran un error y algo que debía ser superado.
Las tres transformaciones del espíritu representan la superación del servilismo para crear nuevos valores: el camello pasa a ser león y el león niño. El discurso sobre las cátedras de la virtud parece una clara alusión al maestro Schopenhauer, un hombre al que Nietzsche entiende como negativo y como pesimista. Sin embargo, Nietzsche era hombre enfermo y tenía sus problemas con el sueño. Su desconfianza ante Schopenhauer es también un punto de admiración y de ironía ante ese saber que produce intenso sopor. También están sus ataques a los transmundanos y los que desprecian el cuerpo, algo que las religiones orientales, el judeocristianismo y la filosofía platónica denigraron.
Zaratustra es un predicador ante su público y les habla de las virtudes y de cómo luchan las unas con las otras, acusa a los jueces de querer dar muerte hipócritamente a un pálido criminal que debe ser ajusticiado como en un acto de compasión más que de venganza, porque ese hombre necesita morir, dado que se odia a sí mismo, nos convence de que enseñar a leer y a escribir vulgariza la literatura, y explica su necesidad de ser breve: salta de una cima a otra, sus sentencias no son para ser leídas, sino aprendidas de memoria…
Algunos de los mejores capítulos son aquellos en los que la literariedad se hace suculenta, mostrando, más que un discurso, una anédota de profundo sentido poético: “El árbol al piede la montaña” y “la picadura de la víbora son dos claros ejemplos”. Los temas de estos textos son, claro está, muy distintos entre sí: un joven que rehuye a Zaratustra, pues su espíritu no es libre todavía y siente envidia, espera el rayo que lo destruya, pues, envidiado por los demás, ha llegado a odiarse a sí mismo y una víbora que pica al profeta con su veneno, siguiendo una profunda meditación sobre el valor del perdón y la venganza. No hay que ofender al eremita, pero, si alguien lo hace, debe, además, matarlo.
Y finalmente llegan estas palabras: “Solo volveré a vosotros cuando hayáis renegado de mí”, que marcan el momento en que Zaratustra se separa de sus discípulos para que ellos busquen la verdad en sí mismos, para que puedan ahondar en sí mismos y separarse.
Por lo tanto, esta primera parte transcurre, evidentemente, como un desarrollo de pensamientos que reivindican la reconciliación del hombre con el sentido de la tierra y un nihilismo positivo que ataca las fuerzas que son hostiles a la vida, en un verdadero alarde poético en el que se exponen cuestiones muy profundas: el saber ha de ser renovado, las tablas de valor han de ser renovados, el hombre ha de superarse, avanzar hacia el niño que renovará las viejas tablas de valor, inservibles ya.
La “ética” de Nietzsche, por cierto, queda bien entendida si se define como una ética de superación de la ética, pues, si bien se define como un inmoralista, su aspiración es una inversión de valores, la inversión de valores que favorecerá a los menos frente a los más, una moral aristocrática, tal y como se aprecia en el discurso titulado “El árbol al pie de la montaña”, donde los nobles son presentados como algo que es superior a los buenos, y los buenos quieren el mantenimiento de lo viejo frente a los nobles.
En esta mentalidad de cambio no existe simpatía alguna con las revoluciones de las clases oprimidas, que Nietzsche entiende como la turba plebeya de la envidia que se regala al mal de los instintos de la debilidad. Es un tema muy recurrente de su filosofía y aparece en númerosos libros. La moralina igualitaria es el veneno destilado por estas arañas venenosas en el discurso titulado “Las tarántulas”, porque la picadura de este animal dañino crea, con su venganza, una odiosa y asquerosa costra negra.
Pero ¿quiénes son las tarántulas? Los marxistas en la medida que proponen la igualdad, los sacerdotes que igualan a todos los hombres como hijos de un mismo Dios. En ellos está el veneno, el instinto mal sano de la envidia que procede de la incomprensión de su impotencia, de una voluntad de venganza donde no existe nada que vengar, puesto que no ha habido otro motivo que el recelarse de la salud de otro. Es una moral enferma.
Que Nietzsche no sea benévolo con estas corrientes sociales que vinieron a transformar el panorama político del siglo XIX no quiere decir que su espíritu no sea generoso en todos los sentidos, pero no lo es con la igualdad, sino con el afán de superación. De todas las formas, el hecho de que acepte la desigualdad ya es algo que ofende a las gentes de posición marxista de una manera hiriente, según hemos visto (Luckàs). De otro lado, interesa mucho a ciertos sectores desprestigiar en Nietzsche esa aspiración sana de hacer de la vida individual una aventura distinta a los espíritus gregarios y a la maloliente plebe que desprecia.
Pero la oposición de Nietzsche al igualitarismo, que va más allá de lo meramente político, es también una actitud política, una actitud política que podría resultar, por cierto, bastante actual. Porque, si bien se acusa a Nietzsche de un exceso de germanismo, su posición es más bien inversa a ese exceso que se ha intentado ver en él (no olvidemos que la Segunda Guerra Mundial y sus desastres es la que ha traído cosas que han vuelto del revés las interpretaciones).
En los tiempos de Nietzsche se dan numerosos cambios en Alemania, y él, un prusiano, participa, convencido de la utilidad de esta guerra, en la guerra franco-prusiana como camillero, para, viendo ya una Alemania unida, caer en una gran decepción. Bismark dirige a los alemanes a una posición que al filósofo le parece equivocada y que acabará por enfrentar a los alemanes con Europa, como consecuencia de que Alemania llega tarde al reparto del pastel que son los territorios que se están colonizando entonces en África.
Había un sinsentido en Bismark, un junker, esto es, un terrateniente cuyos intereses podían ser incluso contrarios a la unificación de los pueblos alemanes. Pero si fue él el que se lanzó a esa aventura, solamente se puede explicar por el temor a que, antes que Prusia, llevara a cabo esa labor Austria, la otra gran potencia que se disputaba el control sobre los territorios alemanes. Con Bismark lo alemán toma una dirección hacia lo práctico y hacia lo productivo, entrando en un modelo de valores mercantilistas que constituyen un progreso moderno del que Nietzsche desconfía.
Frente a esto, propone ideas europeístas que lo hacen ver a Napoleón como la revelación de un superhombre que se adelanta al concepto de lo europeo entendido como una entidad factible (desde luego que no se está refiriendo a la Unión Europea actual, sino a un propósito unificador de Europa más serio). También cabe decir que este europeísmo nietzscheano es una apuesta por un aperturismo que sería muy poco del gusto de los nacionalsolcialistas, al acusar a los alemanes de la tosquedad en la que se están encerrando a sí mismos (en lo fundamental, la verdad es Nietzsche nunca dejó de ser un buen alemán ni un buen wagneriano, pero sentía profundamente estos desacuerdos).
“El nuevo ídolo” es un momento imprescindible de la lectura del libro por excelencia del filósofo alemán, pues dicho pensador parece aquí oponerse al carácter totalitario de los estados y, en concreto, del estado que Bismark estaba creando en Alemania. Dice: “¿Qué es lo que llaman Estado? Voy a hablaros de algo que mata a todos los pueblos”. Quienes hacen propaganda antinietzschana, propugnando su maldad y su peligro olvidan siempre la proximidad ambigua que este tipo de textos pueden tener con respecto al anarquismo.
Sin embargo, no estamos hablando de un anarquista, sino de un nihilista librepensador, que son cosas distintas: Nietzsche es un librepensador que se permite atacar las ideas anarquistas, a las que llama también “misarquismo”, creando una expresión él mismo directamente del griego, como cuando expone su consideración de que Düring era un enemigo del poder. Por otra parte, cabe decirlo, Nietzsche no diferencia los conceptos de socialismo, comunismo y anarquismo como hace la izquierda a imagen y semejanza del marxismo, pues estos conceptos eran algo naciente y no se había acabado todavía su fase formativa.
Es significativa la situación de Nietzsche para entender unos posicionamientos que al hombre actual (él era un hombre del siglo XIX) le resultan contradictorios. Nietzsche nació en un pequeño pueblo de campesinos llamado Röecken, en el seno de una familia luterana cuya cabeza de familia era Ludwig Nietzsche, su padre, que era el pastor protestante en dicha comunidad. Nietzsche se criaría en un ambiente de mujeres por la prematura muerte de su padre y de un hermano menor.
Al margen de la severidad de las mujeres de la casa, que hicieron que el joven Friedrich mostrase una excesiva seriedad para su edad, su vida fue una vida dichosa, sin grandes traumas, marcada por ambiciones intelectuales reforzadas por el ambiente familiar. De otro lado, el muchacho se sentía parte de una clase especial frente a los demás muchachos del pueblecito en que vivían, pues su posición de hijo del difunto pastor y el estar destinado a ser él también un pastor (perdería la fe más adelante para dedicarse a la filología) le daban, frente a los demás, una importancia.
Esta niñez sigue de una serie de etapas en las que, siendo joven y estudiante, puesto que los estudiantes no tienen dinero, acabará regentando un burdel para poder disponer de dinero y no tener que privarse del placer de ir a la ópera, que es algo a lo que un melómano de su categoría no podía renunciar. Por otra parte, es hombre que sospecha que nacen en su interior grandes cualidades que podría desarrollar. De esta forma compone música y escribe poemas, llegando a ser elogiado por el mismo Wagner, que le insta para que prepare una obra.
Vemos entonces una personalidad rica y consciente de ello sentir su derecho a su propio brillo y la satisfacción del privilegio que esto lleva consigo, pero, por otro lado, Nietzsche no tiene un origen claramente aristocrático, si bien es posible que haya tenido algún ilustre ascendiente polaco del que poco se sabe. Por lo que se refiere a él, era más un profesor que un aristócrata, y, como profesor, no llegó, desde luego, a ser rico, sino que hubo de retirarse temprano a causa de su enfermedad, dejando la cátedra que ocupaba en la universidad de Basilea y las clases del Pedagogium (estas clases son lo que conocemos como estudios de Secundaria).
¿Qué significa, entonces, que Nietzsche defiende a los privilegiados y que desconfía de las revoluciones obreras? Indudablemente, estas corrientes son el producto de una eticidad destilada por la religión, a pesar de que Dios ya no está presente en ellas, porque, precisamente, al decir de Carlos Marx, “la religión es el opio del pueblo”. Nietzsche, además, se había visto afectado por los acontecimientos de la comuna de París, hasta el punto de plantearse qué culpa podía tener él, como miembro de una clase superior, de aquellos hechos, para concluir que, en realidad, nadie tenía la culpa, pues nadie merece lo que tiene, a decir verdad, simplemente unos lo tienen y otros lo envidian.
De todas las formas, tampoco es que el profesor de griego y latín resultase excesivamente espigado, dada la época. Entonces, en un pueblecito de las cercanías de Hamburgo, el hijo de un pastor luterano era alguien, en el ámbito de su época un chico que estudió teología y que siguió para filólogo era alguien, un hombre que en plena juventud había sido nombrado catedrático era alguien. Y su carácter nunca fue el de abusar de las personas más débiles (se dice que en Turín se puso delante de un burro para evitar que un cochero lo siguiese golpeando con la fusta).
Nietzsche admiraba la falta de compasión que tienen los grandes hombres (cita a Platón y a Spinnozza en “La genealogía de la moral”), y además denuncia esa compasión como algo que empequeñece al hombre, pero no por ello está haciendo propaganda de una dureza cruel e inhumana que le dé la espalda a los más necesitados. En su obra “El ocaso de los ídolos”, cuando habla de la cuestión obrera, menciona al buen obrero alemán, su belleza, su pelo rubio, su carácter bonachón y su docilidad, su conformismo, que, unidos a su pasión por la cerveza, hacen que de ese obrero se pueda esperar poco.
A su vez, su posición al respecto de los que gobiernan es bastante crítica, especialmente con los políticos alemanes, con los dominantes políticos que acompañan a Bismark en una pretensión antieuropea que conduce a un nacionalismo desaforado y a un encerramiento en sí mismo que también había acusado en la que consideraba, sin embargo, la brillante música de Wagner.
El propósito no es ir contra el obrero en tanto que persona que está en una situación económicamente desfavorecida ni se pretende arremeter con odio de manera abusiva contra los enfermos con taras físicas o psíquicas, pero sí que se debe decir que en el modo de pensar que aparece este libro hay un sentido de marcado malthusismo, reflejado, sobre todo en la convicción de que nacen demasiados.
¿Qué quiere decir que nacen demasiados? El pensador alemán odia todo el plebeyismo de su tiempo, que no es lo mismo que ir contra otras razas ni deficientes del tipo que se trate, sino que hay en este mundo demasiada gente que sobra. Sobran, además, por su cobardía, y son cobardes por su actitud hostil ante todo lo que la vida tiene de bueno, porque rechazan la vida como la vida es y porque, entre otras cosas, son gente que se siente “demasiado buena para este mundo”.
Los transmundanos, los maltratadores del cuerpo en pos del alma, los igualitarios son la gente que, en opinión del filosofo prusiano, están de más en este mundo. No podemos atribuir a Nietzsche, que, por ejemplo, despreció siempre las actitudes antisemitas de su hermana Elisabeth y de su marido, actitudes racistas ni clasistas al modo de Galton, si bien, en términos morales por encima de las razones biológicas, se exhiben, en todo término, en las doctrinas nietzscheano-zoroastrianas, influencias malthusistas y darwinistas que se ponen en contra de lo más odiado por Nietzsche-Zaratustra: el gran número.
Pero el libro “Así habló Zaratustra” es una de las obras de su autor que corresponde a un período que dice todavía “sí”, que se ocupa de la parte más positiva de este nihilismo que le ha correspondido realizar al profesor de griego y latín de Basilea. Y es que este profesor salta a la filosofía con una gran preparación, pero, sobre todo, con una inspiración brillante que le permite poner en práctica dicho nihilismo.
La necesidad de combatir al gran número no es exactamente la voluntad de hacer grandes matanzas a favor de los fuertes, de los mejores. Pero ha de haber una distinción necesaria entre los fuertes, los mejores, los grandes y los vulgares, algo que se opone diametralmente a las intenciones igualitarias que llevan a una moral de miserables (esto va por el marxismo y los curas).
Combatir al gran número significa que ya no queda lugar en el mundo para los más, que estos deben sucumbir, deben desaparecer, puesto que viene una época nueva, donde ya no caben sus valores, consecuencia de la muerte de Dios y la destrucción demoledora que trae contra los valores establecidos el nuevo nihilismo, este nuevo nihilismo que es como un fuego purificador que pone en marcha otra vez la rueda de la historia en el eterno retorno de lo idéntico, si es que se quiere decir así.
Por eso Nietzsche arremete contra el último hombre, incapaz de comprender que debe transformarse, que debe perecer, porque la hora del superhombre ha llegado y no queda lugar para él. Este hombre es dañino y resentido y empequeñece todo aquello que toca, lejos de enaltecerlo y hacerlo sagrado, pues es la consecuencia de su propia desolación, si es que Dios ha muerto y no ha nacido una nueva tabla de valores todavía. Y es así como se ha de entender ese carácter creativo que revoluciona la filosofía en las aguas de un nihilismo que resulta, a la postre, algo restaurador.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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