José Ramón Muñiz Álvarez
“DETRÁS DE
AQUELLA SIERRA
QUE ESCONDE LAS
QUEBRADAS”
(Poema prosístico)
Detrás de aquella sierra que esconde
las quebradas, la brisa bostezó en el horizonte que quiso, dibujando un raro
rizo, beber en los dorados de la aurora. El sol voló feliz, y, al ver sus
resplandores, los bosques que admiraron la alborada brillaron por detrás de esa
neblina que cubre las mañanas perezosas. Y, al ver las viejas cumbres y valles
apartados, el alba despertó un corcel hermoso, rasgando las cortinas y
silencios de aquella noche triste y sin estrellas. Y hallando su reflejo sobre
el paisaje helado, la helada se deshizo lentamente, vencida, malherida por las
luces que quiebran los cristales de la noche. Pues, siempre que amanecen los
brillos de la aurora, la escarcha se consume, se consume la llama del granizo,
sin apuro, para durar, quizás, unos instantes.
Entonces, los que duermen despiertan
de su sueño, y, oyendo los rumores de la vida, parecen despertar, tornar al
mundo, dichosos de la cárcel de sus sábanas. La cárcel siempre bella de sábanas
y mantas donde olvidar el frío de los prados, donde olvidar el frío de los
montes, donde olvidar el frío de los vientos. Y siempre los granizos descienden
con dureza, queriendo el alboroto repentino en los cristales claros de la casa,
si no es que las persianas los esconden. Pues suelen las persianas querer que
los amantes no sufran, tras las horas de rebato, la luz que los despierte y los
levante del sueño que da calma a sus fatigas. Y, mientras otros aman, recorro
los caminos y siento que la brisa me acaricia con ese soplo helado que
acostumbra, con un aliento triste y melancólico.
Es ese aliento triste y acaso
melancólico que dicta los secretos del paisaje lo que hace que los árboles
susurren palabras que el espíritu comprende. Es ese aliento alado que corre por
los aires y grita, con el hielo que lo puebla, dejándonos saber ese destino que
se hace doloroso al que camina. Pues no querrá la vida seguir en la hojarasca
callada de los altos castañares, tampoco en el hayedo de la zona, y menos en
los robles centenarios. La muerte los avisa con el color alegre que tejen los
otoños a la espera de inviernos de durezas ancestrales que no recordarán los
que no viven. Y el mármol blanquecino nos brinda su pureza con vana presunción,
cuando pronuncia los raros epitafios, los escritos labrados por la mano del
artista.
2009 © José Ramón Muñiz Álvarez
RRR
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