martes, 26 de agosto de 2014

Tanda de sonetos




Soneto I

          El cielo azul brillaba en el verano
con fuerza, intensamente, cada día,
mas luego, cada tarde, el sol caía
allá en el horizonte, en lo lejano.
          Y, juntos por los parques, siempre ufano,
al tiempo que la luz disminuía,
el eco de tu risa presumía,
en lo alto de las sierras y en el llano.
          Así calló el color, pincel de artista,
que en ti mis ojos fueron descubriendo,
ya muertos, los lejanos horizontes.
          El sol, mezcla de mago y alquimista,
llenó de luz el cielo, y, luego, huyendo,
murió tras las murallas de los montes.

Soneto II

          Desnuda como un cielo no nublado,
sincera como el aire transparente,
la voz, en tu mirada incandescente,
brotó inocente y pura, árbol dorado.
          Dijiste la verdad, y, desgraciado,
el fruto que nació tempranamente
llenó con su razón, nunca clemente,
de penas a un amante desdichado.
          La lluvia caerá rauda sobre el suelo
y, el suelo humedecido por la lluvia,
de nuevo tendrá charcos cenagosos,
          que el alma que está triste en su desvelo
es como el prado bello en que diluvia,
tras ver que están tus ojos enojosos.

Soneto III

          Las piedras de azabache son oscuras
y, negras como el manto de las minas,
están entre la tierra, entre las ruinas
del halo del crepúsculo que apuras.
          Las horas se van yendo, y apresuras
tu rápida carrera y no caminas:
corriendo como el rayo te imaginas,
y huyendo van de ti las hermosuras.
          Por eso, rosal bello, si naciste
más bello que las joyas de las diosas,
que el oro luce, engasta y embellece,
          al ver cómo el otoño te desviste,
no pienses que traerá sus nuevas rosas,
si él es quien te marchita y enflaquece.

Soneto IV

          Cayendo en un torrente sobre el cuello
delinque tu melena ensortijada,
oscura noche donde la alborada
alumbra el blanco, como el mármol bello.
          Las dunas de tus rizos son un sello
lacrado con la fuerte marejada,
movido por el viento, noche airada
en viejos arenales del cabello.
          Tesoros escondidos de tus ojos
parecen los oscuros arenales
que el drávida pisó cuando eras niña.
          El alba coronaron lirios rojos
cuando tus labios, húmedos panales,
robaron su pincel de alguna viña.

Soneto V
          La selva silenciosa donde, bellos,
encarnan la blancura inmaculada
los copos de tu piel, pura nevada,
los cubren con sus oros tus cabellos.
          Los rizos son palmeras en aquellos
lugares donde crece más poblada
la jungla que da sombra reposada
al grato bucolismo que hay en ellos.
          Esconden los santuarios misteriosos
las masas vegetales cuya vida
ofrecen los jardines más umbrosos.
          En ellos vive un ánima dormida
y el oro, los tesoros silenciosos,
la luz que despojó la noche herida.

Soneto VI

          El sol se va apagando, y tu cabello,
oscuro como el brillo de la noche
revela los misterios, el derroche
que enciende su color, callado y bello.
          Refleja el universo, cuando, en ello,
cubierto por la sombra el blanco coche,
antorchas que se hielan, raro broche,
parecen sin su luz ni su destello.
          La mina de azabache se hizo estrella,
corona de tu pelo ensortijado,
mazmorra de su luz y su querella,
          milagro de un crepúsculo soñado,
destello del amor de una centella
que ardió en un cielo antaño despojado.

Soneto VII

          Las tristes soledades de un desierto
donde, alma solitaria, el peregrino,
vencido, fatigado en el camino,
sintió desfallecer el cuerpo muerto.
          Lo hallaron en la noche, que, despierto,
su ruta continuaba, con buen tino,
cansado el pie, buscando su destino,
perdido en la montaña, todo incierto.
          Y halló como señal aquella estrella,
la hoguera de tu boca abrasadora,
luciérnaga de amor a su querella,
          lugar donde esperar la nueva aurora,
besando por besar tu boca bella,
capaz de consumir al que enamora.

Soneto VIII

          Las fuentes cristalinas que el helecho
esconde entre sus hojas nacen puras,
y brotan, de sus ramas, aunque oscuras,
buscando verse libres de su techo.
          Espejo de cristal, camino estrecho,
las aguas buscan nuevas andaduras,
librándose de viejas ataduras,
sabiendo que les queda un largo techo.
          Nacidas en el bosque silencioso,
quisieron animar al picachuelo,
cantarle su concierto caprichoso.
          Hablar al ruiseñor, darle consuelo,
y ver, como el ocaso caprichoso,
al cárabo despierto y al mochuelo.

Soneto IX

          La fuerza que, agitándose en tu pecho,
volcán en cuya sed bebo la vida,
se enciende y es amor, y amor anida
en esta entraña triste que desecho,
          marchito el corazón, aun que maltrecho,
herido y miserable, si, vencida,
insiste en la esperanza y se suicida,
viviendo con rencor y con despecho.
          Que amar es mal consejo y mala ciencia,
la flecha dolorosa, los puñales,
las dagas que acuchillan la paciencia.
          Y, viendo lo que cortan los cristales,
sus filos, sus espadas, su violencia,
no quiero ya sufrir de tantos males.

Soneto X

          Las horas consumieron su reinado,
marfil bordado, rico terciopelo,
forma del aire, cauce y arroyuelo,
penumbra del amor, aire dorado.
          Que, cómplice del beso pronunciado,
corriente que se arroja, prado y hielo,
cristal azul, crepúsculo en el cielo,
hoguera ardiente, fuego fatigado,
          tu boca halla mi boca, que suspira
meciéndose en la tuya, llama bella,
amante de la noche y sus alfombras,
          que el sol, corcel bizarro, se retira,
coral hermoso, amor de las estrellas
que prenden su fogata entre las sombras.

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez

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