Soneto
I
El cielo azul brillaba en el verano
con
fuerza, intensamente, cada día,
mas
luego, cada tarde, el sol caía
allá
en el horizonte, en lo lejano.
Y, juntos por los parques, siempre ufano,
al
tiempo que la luz disminuía,
el
eco de tu risa presumía,
en
lo alto de las sierras y en el llano.
Así calló el color, pincel de artista,
que
en ti mis ojos fueron descubriendo,
ya
muertos, los lejanos horizontes.
El sol, mezcla de mago y alquimista,
llenó
de luz el cielo, y, luego, huyendo,
murió
tras las murallas de los montes.
Soneto
II
Desnuda como un cielo no nublado,
sincera
como el aire transparente,
la
voz, en tu mirada incandescente,
brotó
inocente y pura, árbol dorado.
Dijiste la verdad, y, desgraciado,
el
fruto que nació tempranamente
llenó
con su razón, nunca clemente,
de
penas a un amante desdichado.
La lluvia caerá rauda sobre el suelo
y,
el suelo humedecido por la lluvia,
de
nuevo tendrá charcos cenagosos,
que el alma que está triste en su desvelo
es
como el prado bello en que diluvia,
tras
ver que están tus ojos enojosos.
Soneto
III
Las piedras de azabache son oscuras
y,
negras como el manto de las minas,
están
entre la tierra, entre las ruinas
del
halo del crepúsculo que apuras.
Las horas se van yendo, y apresuras
tu
rápida carrera y no caminas:
corriendo
como el rayo te imaginas,
y
huyendo van de ti las hermosuras.
Por eso, rosal bello, si naciste
más
bello que las joyas de las diosas,
que
el oro luce, engasta y embellece,
al ver cómo el otoño te desviste,
no
pienses que traerá sus nuevas rosas,
si
él es quien te marchita y enflaquece.
Soneto
IV
Cayendo en un torrente sobre el cuello
delinque
tu melena ensortijada,
oscura
noche donde la alborada
alumbra
el blanco, como el mármol bello.
Las dunas de tus rizos son un sello
lacrado
con la fuerte marejada,
movido
por el viento, noche airada
en
viejos arenales del cabello.
Tesoros escondidos de tus ojos
parecen
los oscuros arenales
que
el drávida pisó cuando eras niña.
El alba coronaron lirios rojos
cuando
tus labios, húmedos panales,
robaron
su pincel de alguna viña.
Soneto
V
La selva silenciosa donde, bellos,
encarnan
la blancura inmaculada
los
copos de tu piel, pura nevada,
los
cubren con sus oros tus cabellos.
Los rizos son palmeras en aquellos
lugares
donde crece más poblada
la
jungla que da sombra reposada
al
grato bucolismo que hay en ellos.
Esconden los santuarios misteriosos
las
masas vegetales cuya vida
ofrecen
los jardines más umbrosos.
En ellos vive un ánima dormida
y
el oro, los tesoros silenciosos,
la
luz que despojó la noche herida.
Soneto
VI
El sol se va apagando, y tu cabello,
oscuro
como el brillo de la noche
revela
los misterios, el derroche
que
enciende su color, callado y bello.
Refleja el universo, cuando, en ello,
cubierto
por la sombra el blanco coche,
antorchas
que se hielan, raro broche,
parecen
sin su luz ni su destello.
La mina de azabache se hizo estrella,
corona
de tu pelo ensortijado,
mazmorra
de su luz y su querella,
milagro de un crepúsculo soñado,
destello
del amor de una centella
que
ardió en un cielo antaño despojado.
Soneto
VII
Las tristes soledades de un desierto
donde,
alma solitaria, el peregrino,
vencido,
fatigado en el camino,
sintió
desfallecer el cuerpo muerto.
Lo hallaron en la noche, que, despierto,
su
ruta continuaba, con buen tino,
cansado
el pie, buscando su destino,
perdido
en la montaña, todo incierto.
Y halló como señal aquella estrella,
la
hoguera de tu boca abrasadora,
luciérnaga
de amor a su querella,
lugar donde esperar la nueva aurora,
besando
por besar tu boca bella,
capaz
de consumir al que enamora.
Soneto
VIII
Las fuentes cristalinas que el helecho
esconde
entre sus hojas nacen puras,
y
brotan, de sus ramas, aunque oscuras,
buscando
verse libres de su techo.
Espejo de cristal, camino estrecho,
las
aguas buscan nuevas andaduras,
librándose
de viejas ataduras,
sabiendo
que les queda un largo techo.
Nacidas en el bosque silencioso,
quisieron
animar al picachuelo,
cantarle
su concierto caprichoso.
Hablar al ruiseñor, darle consuelo,
y
ver, como el ocaso caprichoso,
al
cárabo despierto y al mochuelo.
Soneto
IX
La fuerza que, agitándose en tu pecho,
volcán
en cuya sed bebo la vida,
se
enciende y es amor, y amor anida
en
esta entraña triste que desecho,
marchito el corazón, aun que maltrecho,
herido
y miserable, si, vencida,
insiste
en la esperanza y se suicida,
viviendo
con rencor y con despecho.
Que amar es mal consejo y mala ciencia,
la
flecha dolorosa, los puñales,
las
dagas que acuchillan la paciencia.
Y, viendo lo que cortan los cristales,
sus
filos, sus espadas, su violencia,
no
quiero ya sufrir de tantos males.
Soneto
X
Las horas consumieron su reinado,
marfil
bordado, rico terciopelo,
forma
del aire, cauce y arroyuelo,
penumbra
del amor, aire dorado.
Que, cómplice del beso pronunciado,
corriente
que se arroja, prado y hielo,
cristal
azul, crepúsculo en el cielo,
hoguera
ardiente, fuego fatigado,
tu boca halla mi boca, que suspira
meciéndose
en la tuya, llama bella,
amante
de la noche y sus alfombras,
que el sol, corcel bizarro, se retira,
coral
hermoso, amor de las estrellas
que
prenden su fogata entre las sombras.
2005
© José Ramón Muñiz Álvarez
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