martes, 12 de agosto de 2014

Las razones del gobierno



José Ramón Muñiz Álvarez
“LAS RAZONES DEL GOBIERNO” O “EL TRAIDOR
ENAMORADO”
(drama compuesto en verso para solaz
de los espíritus delicados
que sienten la
poesía)

LA DAMA-. ¿Cómo ha tardado el amor
en venir a mi presencia,
que llora el alma de ausencia
su presencia y su favor?
EL CONDE-. Me convertís en traidor
para que quite a don Suero
el poder y el reino entero
con palabras de mujer
y me ofrecéis el poder
que en vuestras manos espero.

Que no puedo yo citar
en los jardines hermosos
los ánimos alevosos
que el poder quieren cambiar.
De todas formas, hallar
el amor es oportuno
incluso donde ninguno
diría que es zona bella,
que entiendo vuestra querella.
LA DAMA-. Y es lugar inoportuno.

¿Mas venís con compañía,
que no sé quien ha venido
donde mi pecho encendido
siente acaso que se enfría?
Porque pena el alma mía
si confundís este espacio
con el más digno palacio
que en la zona pueda haber.
EL CONDE-. Si atacáis vos el poder
siempre es prudente ir despacio.

EL CONDE-. Y, si lo queréis saber,
quien aquí viene conmigo
es don Pascual, que es amigo
y sabe lo que hay que hacer.
El habrá de convencer
al rey, y así es que ha venido,
que no está muy decidido
y quiso ver la entrevista
donde el amor a la vista
habla siempre decidido.

LA DAMA-. Sois la pasión desatada
que se regala a mis ojos
y que me llena de enojos
al tenerme enamorada.
Y, si esta noche pasada
pude escucharos, señor,
hablándome del amor
y de toda su ternura,
querrá al fin vuestra bravura
la firmeza de mi amor.

Que, si queréis ser valido,
mi fe, mi valor y yo
os daremos lo que vio
la gloria del mundo entero,
el capricho de don Suero,
del rey la gran ligereza,
pues que, siendo rey, tropieza
en dejar a otro mandar,
que renuncia a gobernar.
EL CONDE-. Mas me dejáis de una pieza…

Que no quiero ser privado,
que ya sabéis, mi señora,
que admiro como la aurora
vuestro brillo enajenado.
Y obedezco enamorado,
no por alguna ambición,
porque quiere el corazón
con el vuestro la aventura,
regalado a la andadura
de la más alta traición.

Y es que al rey traicionaré
si es que vos me lo pedís.
LA DAMA-. Eso que vos me decís
justo es lo que os pediré.
EL CONDE-. Si vos lo pedís, lo haré,
mas no por ser yo el valido,
que es por verme consumido
en vuestro dulce rigor,
esperando que el amor
no se muestre resentido.

LA DAMA-. Haréis bien, pues los amores
piden siempre el sacrificio,
pues son el sufrido oficio
que os sacan hoy los colores.
Y pensad que los señores
que dicen que el amorío
vive con gana y con brío,
suelen no contradecirse,
porque todo es referirse
a aumentar su señorío.

¡Oh, raro canto de amor
que en mi pecho canta el canto
con el que enciende el encanto
de mi vida y mi valor!
Y, pues vive ese rigor
que vos decís en mi pecho,
es que alimenta el despecho
que os hace quererme más,
que, entre todas las demás,
solo a vos tengo derecho.

Y, puestos a imaginar,
vuestro amor casi imagino
entre sincero y mezquino
por el poder alcanzar.
Y, si al rey quiere engañar
el ingenio que tenéis,
mirad, señor, lo que hacéis,
que vuestro amor como el mío
cobra con alto señorío
por el amor que tenéis.

Por eso os diré que vi
el amor y la ambición
en vuestros ojos, razón
por la que todo sentí.
EL CONDE-. ¿Traicionaréis al rey?
LA DAMA-. Sí,
para entregaros su tierra,
porque en el mundo no yerra
el que quiere, por amor,
arrancarle a su señor
lo que ganó con la guerra.

EL REY-. No tenéis de Dios perdón.
LA DAMA-. ¿Quién es él?
EL CONDE-. ¡Es el rey mismo,
que os ha de dar el abismo
como premio a la traición!
LA DAMA-. Mas decidme la razón
que tuerce vuestros amores,
si decís que son favores
que en deuda el pecho ofrecía.
EL CONDE-. Callad ya, señora mía,
que son graves los rigores.

EL REY-. Y, pues esta es la manera
en que queréis conspirar,
mi paje os hará probar
la vieja espada que espera.
LA DAMA (al conde)-. Es vuestro amor la quimera
que me descubre y me mata,
que la vida me arrebata,
cuando quise, vive Dios,
la privanza para vos.
EL REY-. La justicia se desata.

EL CONDE-. Mas, si vos queréis, señora,
salvar la vida, os diré
que ante el rey yo pediré…
LA DAMA-. Triste el alma se enamora.
Antes que llegue la aurora
veréis mi belleza muerta,
y mientras el sol despierta
sentiréis perder mi amor,
pero vos sois el traidor
y no sé por qué.
EL CONDE-. Despierta:

pues hay más conspiradores,
los que quieren de don Suero
la grandeza y el dinero,
el poder y los honores.
Dinos quién son.
LA DAMA-. Los señores
son gente cuyo abolengo
es tan alto que prevengo
que vos peligráis también.
EL REY-. Se os ofrece a vos un bien
que en gran estima lo tengo.

El perdón tendréis, tal vez,
porque el conde lo ha pedido,
que serme fiel ha sabido
y he de hacerle esta merced.
Si dudas tenéis, sabed
que puedo daros la muerte
y cambiar también la suerte
de quien espera morir.
EL CONDE-. Basta solo con decir
lo que se os pide, sed fuerte.

Decid quién os ha mandado
conspirar y viviréis.
LA DAMA-. ¿Acaso no lo sabéis?
Fue mi padre, don Conrado,
que está desasosegado
por la envidia codicioso,
queriendo el cargo ostentoso
que a don Suero se le dio,
porque el rey no le otorgó
ese honor.
EL REY-. ¡Es asombroso!

¡¿Quién lo hubiera de decir?!
Porque no era imaginable,
EL CONDE-. ¿Pues no era un hombre intachable?
¡No se puede concebir!
EL REY-. Entonces todo es mentir
en su amistad y lealtades,
que son siempre falsedades
las cosas que le escuché.
LA DAMA-. Es mi padre.
EL CONDE-. Pues se ve…
EL REY-. Todo en el son mezquindades.

LA DAMA-. Mas siento por él ternura,
que es mi padre y me dio el ser,
pues que puede una mujer
por su padre una locura.
Y porque yo estoy segura
de tal generosidad,
os pido aquí, majestad,
si piadoso para mí,
perdón para el padre, sí,
pues os digo la verdad.

CABALLERO-. Decidme, señor, qué hacer.
EL CONDE-. Prometisteis perdonar
aquello que me hizo hablar
en contra de esta mujer.
CABALLERO-. Su maldad pudiera ser,
pero ¿su padre?
EL REY-. Los dos
han de morir, vive Dios,
porque va contra la ley
hacer la traición al rey.
Habéis de prenderla vos.

LA DAMA-. Espero que os divirtáis
con este juego y mentira,
que el amor por vos suspira,
viendo que lo condenáis.
EL CONDE-. La mujer a quien matáis
es causa de esta desgracia,
mas podéis mostrar la gracia
que yo os pido yo.
EL REY-. No es así
si quiere mentirme a mí.
EL CONDE-. ¿No es injusto?
CABALLERO-. ¿No es falacia?

EL REY-. Y, si es que queréis perdón,
con vos acaso he tenido
quizás el mayor cumplido
si os perdonó mi intención.
Tal vez esa salvación
pueda yo considerar,
mas lo tengo que pensar
y no me inclino por ello,
que es mujer de rostro bello,
pero sabe traicionar.

Además he de saber
dónde arrestar al traidor
que mandó que a su señor
pudiera osada ofender.
Cuando venga a suceder
que prendan al criminal,
juzgaré yo el bien y el mal
y daré mi decisión,
puesto que dar mi perdón
no es una cosa trivial.

LA DAMA-. Debéis ser justo, señor,
puesto que vos sois el rey.
EL REY-. Justo soy y así es la ley.
LA DAMA-. ¿Mostraréis vuestro favor?
Porque me embarga un dolor
que es saber pronta la muerte.
EL REY-. Siempre duele al que la advierte,
que es cosa muy rigurosa.
LA DAMA-. ¿Y no me veis temerosa
a la espera de esa suerte?

¿Y vos, conde, enamorado?
¿Me dejaréis suplicar?
¿Ya no queréis ayudar
a quien habéis arrojado?
Porque mi pecho callado
siente el alma despechada,
pues la dejáis arrojada
a esta muerte sin contento.
EL CONDE-. Decir eso es muy violento.
LA DAMA-. ¡Pobre de la enamorada!

Yo, que daros los poderes
quería, yo que quería
que fueseis la luz del día.
EL CONDE-. Son mentiras de mujeres.
LA DAMA-. Como la víbora hieres
al decirme cosa así.
EL CONDE-. Pero no será por mí
que os miréis en este caso.
LA DAMA-. Vamos, conde, paso a paso,
y sacadme ya de aquí.

EL CONDE-. Yo podría interceder
en vuestro favor, señora,
mas así no se mejora
vuestro destino.
LA DAMA-. ¡A saber!
Ya no me puede doler,
condenada así a morir,
lo que me puedan decir
y lo que quieran hacerme.
Así no he de retorcerme
suplicando un sinvivir.

EL REY-. Apurará su morir
con ese vil comentario.
EL CONDE-. Es un impulso primario,
pues que la vemos sufrir.
CABALLERO-. No se puede concebir
una maldad semejante.
La mataré en este instante
si me decís.
LA DAMA-. ¡Un momento!
¡Quiero decir lo que siento
a gente tan importante!

Que sinvivir imagino
mi destino encarcelada,
de las salas alejada
de la corte, y vaticino
que no he de lograr favor
para quitar el rigor
que ya pesa sobre mí.
De esta manera…
EL CONDE-. ¡¡¡¡No!!!!
LA DAMA-. ¡¡¡¡Sí!!!!
¡La muerte será un favor!

EL REY-. Parece que está alterada,
que ha perdido la cordura,
pues el alma se tortura
para no conseguir nada.
Y sí que está enajenada,
sí que se admira sentida,
que abomina de la vida
que está a punto de perder.
EL CONDE-. Sed piadoso, que es mujer.
LA DAMA-. Siento mi sangre encendida.

Vos, majestad, sois la gloria
del poder en la nación,
y, pues veis tan torpe acción,
borradme ya la memoria.
Porque al quitar de la historia
a este pecho malo y cruel
haréis justicia con él,
y al tiempo seréis injusto,
que no es cosa de mi gusto
morir yo librando a aquél.

Que, si por mi vida espera,
si pide por mí, pretende
lo que en su inocencia entiende
como amor… ¡Qué más quisiera!
Pero es todo una quimera,
pues, si quiere la corona,
a la muerte me abandona
quien debiera ser mi amor.
EL CONDE-. Esto me causa dolor.
LA DAMA-. A mí más me desazona.

EL CONDE-. Hablar así no es prudente.
LA DAMA-. No respetéis mi belleza,
cortadme ya la cabeza
y acabemos prontamente.
Que cuando libre la mente
vuele ya de estos pesares,
se alzará sobre los mares
y las naciones en guerra
para ver, sobre la tierra,
a ese Dios en sus altares.

Que ese Dios será el amigo
que me devuelva la calma
cuando, robándome el alma,
diga su voz mi castigo.
Porque el alma irá al amigo
que conmigo conspiró,
el que todo preparó
y luego para salvarse
me acusa, para librarse,
que por él muero ya yo.

Que me siento abandonada
en tan dura situación,
perturbada la razón
y ante la muerte dejada.
EL CONDE-. Señor, os digo…
EL REY-. No es nada…
Dejadla llorar.
EL CONDE-. Os pido
que, sin dar al mal olvido,
si la vais a castigar,
podáis acaso librar
su vida.
EL REY-. No he decidido…

Pero si os pide el amor
que cumpláis un mal consejo,
no de un rey, sino de un viejo,
tomad consejo mejor.
Porque no se da a un traidor
elevados sentimientos,
pues los altos pensamientos
se nos llegan a nublar.
Conde, dejad de pensar
en los romances y cuentos…

Hay traición, pues la mentira
se ensaña con el más noble
haciendo cosa tan doble
que ya mi estado delira.
Que el espíritu suspira
por la mentira infamado,
encendido y alterado
como nunca acaso pudo,
que manchado está el escudo
y el nombre del gran privado.

Pues detener a un traidor
es cosa tan importante,
atento yo a cada instante,
buscaré al conspirador.
Pues dicen que es el valor
de la soberbia el que mueve
a todo aquel que se atreve
contra el fuego del poder,
y aquí será menester
hacer del modo más breve.

Y, porque soy tan osado,
que me puede la osadía,
quiere ya mi bizarría
la liza contra el malvado.
No será descabellado
ganar aquí ese favor
de quien más alto el honor
quiere acaso mantener,
si es que amenaza el poder
la palabra de un traidor.

EL CONDE-. Que esa dama, aunque es hermosa,
con su beso me hechizó,
y digo que me embriagó
con un licor, rara cosa.
Mas la conciencia reposa,
calmada de su tormento,
porque, raudo como el viento,
entre intrigas de la corte,
busca el bien llegar al norte
que le pide el pensamiento.

Y quisiera disculparme
y encontrar vuestro perdón,
que lo pide el corazón
donde no supe portarme.
Quisiera ya refrenarme,
pues, sois vos el soberano,
mas he de tender la mano
en pos de vuestra clemencia,
si no dice la conciencia
que el perdón no es algo humano.

Pues en ella miro el brillo
que hace clara la nevada,
donde la mira cuajada
del alba el alto castillo.
Y, si su fuego sencillo
de sus labios se adivina,
es la llama coralina
que atesora, con su fuego,
esa paz y ese sosiego
que su mirar determina.

No tiene el aliento puro
de la rosa, cada día,
esa fragancia que envía
de su boca con apuro.
Y en ella es el don seguro
la belleza que suspira
en la boca que delira
bajo la clara mirada
que susurra la alborada
cuando advierte que respira.

Y, obediente a su mandado,
pues es acaso obediente,
háblale el alba luciente
con lenguaje recatado.
Y en su mirar ha logrado
ver ese claro reflejo
que suele siempre el espejo
de la belleza más pura,
si quiebra la sombra oscura
su raro labio bermejo.

Y, si enamorado vivo,
no falta pedir la muerte,
porque la muerte se advierte
en la suerte que recibo.
Y así del amor recibo
las pasiones delirantes,
en que sufren los amantes
que maldicen al amor
para servirlo mejor,
si son almas inconstantes…

Señor, la piedad es bien.
EL REY-. Ella la muerte ha pedido,
y, en un pecho enloquecido.
justo arde la furia también.
¿La muerte queréis?
LA DAMA-. Amén.
EL REY-. Pues la vida haré segar
de quien supo traicionar
la lealtad que debe al rey,
porque no deja la ley
que yo quiera perdonar.

LA DAMA-. La muerte, señor, prefiero,
porque valdrá por castigo
la dureza de su abrigo
al corazón embustero.
EL CONDE-. Perdonadla, pues la quiero,
y es darme la vida a mí.
LA DAMA-. Majestad, matadme, sí,
pues esta vida mezquina
siente el alma que declina
por todo lo que yo fui:

y esa muerte que se ofrece
acaso será el consuelo
que apague el fuego del hielo
del alma que languidece.
Pues traicionada parece
el alma también traidora,
pues es la traición que llora
una traición sin amor,
pues me llena de dolor
verla a la luz de la aurora.

Y, si cabe aquí decirlo,
bien está que triste muera,
que todo lo que se espera
es a la postre sentirlo.
Pues, como el mágico mirlo
que canta a las claridades,
en negras profundidades
canta, justo a la alborada,
la muerte con voz callada,
con sus dulces suavidades.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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