martes, 12 de agosto de 2014

El nihilismo europeo y el destino del pensamiento occidental



José Ramón Muñiz Álvarez

“EL NIHILISMO EUROPEO Y EL DESTINO

DEL PENSAMIENTO

OCCIDENTAL”

“Meditación sobre un fragmento de

“El ocaso de los ídolos”

(Artículo)



La tetralogía de Wagner tiene una última ópera cuyo título suele traducirse como “El crepúsculo de los dioses” o “El ocaso de los ídolos”. Wagner había sido amigo de Nietzsche, quien, sin dejar de admirarlo profundamente, se receló de aquel, llegando a apartarse de una manera desconfiada de quien pudo haber sido primero un genio a sus ojos. Para Nietzsche se hizo apetecible dar como título “El ocaso de los ídolos”, a un libro de gran interés donde quiere poner al desnudo la falsedad de viejas creencias, como una burla al viejo maestro de Leipzig, lugar donde habían iniciado su amistad. (Los ídolos son los dioses o los valores falsos, que el quiere desmitificar, de manera que acude a las artes musicales, metafóricamente, y filosofa con un martillo, dando leves golpes a estas figuras para hacer ver que suenan a hueco).

Uno de los episodios más conocidos de esta obra se titula “Los que quieren mejorar a la humanidad”, donde Nietzsche nos demostrará sus altas cualidades y su olfato para la desconfianza, algo que es, en su caso, un arte elevado al virtuosismo. Porque Nietzsche plantea aquí la falsedad de la autoridad de los cleros, especialmente el judeocristiano, y de los sabios más reputados, al demostrarnos que esta gente, para su misión, siempre ha creído tener un indiscutible derecho a mentir; este derecho a mentir de la venerable Antigüedad que sigue vigente, si es que seguimos un poco las posturas de un autor un tanto más moderno: Foucault (Foucault sostiene que la verdad es un espejismo generado por el poder).

El texto escrito por Nietzsche para este libro comienza con una referencia a una filosofía más allá del bien y del mal, en una primera parte, explicando que esto debería ser exigible a todo sabio que quisiera analizar algo, si es que este quiere huir del peligro que representa el carácter maniqueo. Pensar que el bien y el mal lo son todo de una manera ingenua no es algo que ayude al pensador. Y advierte, claro está, que los códigos morales están vacíos, huecos, carentes de significado, a no ser que hagamos de ellos una especie de indicios que nos indiquen, como al médico los síntomas del enfermo, los males de una civilización.

Nietzsche quiere desenmascarar a los que quieren mejorar a la humanidad y dejar patente el daño que causa esta gente con todos sus inventos, y separa la idea de la doma de la idea de cría, pues ambas formas son maneras de educar, pero distintas, claro está, toda vez que el domador destroza a la criatura a la que está educando. Por eso, en el último epígrafe del texto, dice que la mentira piadosa de los sacerdotes hace que este sea una especie de mal del que se dice que “no hay mal que por bien no venga”. De la misma manera, los sabios, los filósofos, parientes de las castas sacerdotales, y los profetas, no han dudado de su derecho a mentir.

Lo fundamental es contraponer dos sucesos, como lo puede ser la cristianización de las estirpes aristocráticas de las clases guerreras y la aparición de la sociedad de castas en India con la llegada de los arios. Cabe decir que esto podría ser muy polémico, desde luego, si nos imaginásemos, desde luego de manera errónea, que a Nietzsche le interesa decir algo sobre las razas. Cabe decir que lo que propone son ejemplos, ejemplos que son ilustrativos de las maneras de mejorar a la humanidad entre hindúes y entre cristianos. Finalmente, explica que las formas de hacer de los brahamanes eran brutales contra las criaturas del adulterio, con medidas terribles y castraciones que ofenden la sensibilidad del hombre moderno (pone ejemplos del código de Manú), pero advierte que, de alguna forma, es más deprimente la forma en que se llevó a los nobles a languidecer, odiándose a si mismos, por su instinto afirmativo ante la vida. En suma, que esta domesticación era una guerra psicológica y un lavado de cerebro.

El primer tratado de la “Genealogía de la moral” recupera ideas anteriores del profesor Nietzsche donde se contraponen oposiciones como lo bueno y lo malo frente a lo bueno y lo malvado, contraposiciones que ofrecen una visión de qué instinto predominaba entre los judíos dominados por Roma, resentidos contra su poder y sin fuerza para revelarse. Los judíos inventan el mal de conciencia, la vergüenza de la culpa, al hacerse cristianos, para combatir a Roma, imponiendo ese valor suyo más o menos mucho tiempo después, durante la Guerra de los Treinta Años. Es la voluntad de la impotencia de las castas sacerdotales contra los instintos sanos de la gente que realmente ama la vida, una voluntad de cercenarlos lo que trae consigo el regusto por la mentira piadosa, es decir, la mentira de la lealtad a Dios.

Los valores que se han ensalzado como verdaderos en las distintas civilizaciones y culturas no han parecido siempre verdades indiscutibles, sino que la tendencia a imponer un criterio como indiscutible viene dada por los intereses de determinado poder, que pretende, para tal o cual fin, una profunda cerrazón. Estos valores ensalzados como verdaderos han sido vistos desde el principio como propuestas más que como afirmaciones innegables a las que nadie puede escapar, siendo así que los sofistas explicaron que no hay una verdad única, sino una competencia de verdades que pujan por imponerse, y que en esta lucha gana quien mejor sabe argumentar su opinión.

Sin embargo el poder logra siempre imponer su verdad, su criterio, sus valores y sus deseos, como cuando, por ejemplo, el Romano Pontífice decidía una guerra contra los infieles en Tierra Santa, con la consiguiente muerte de soldados atacantes, población atacada y defensores del territorio que se veía ocupado. Pero, sin necesidad de remontarnos a los tiempos de Saladino, podemos encontrar estos y otros muchos sucesos inspirados por una verdad única o un único Dios verdadero a lo largo de los tiempos históricos. Lo fundamental es que existe un poder que vive para unos intereses y existe para esos intereses, generando certidumbres radicales que mueven a la gente por un hecho muy sencillo: hay cosas que son complejas y otras que son sencillas, más aptas, más fáciles de asumir, y los comportamientos de las mayorías varían mucho de lo que se presenta como certidumbre con respecto a los saberes que están presentados como una incertidumbre, no porque sean menos reales, sino porque crean inseguridad.

La correspondencia o no con la realidad tiene poco que ver con lo que se presente o no como cierto, y la gente cree lo que es más cómodo creer o lo que es más conveniente para su conservación. Esta es la consecuencia de la necesidad de sobrevivir con pocos medios, puesto que la mayoría de personas está limitada a un conocimiento bastante superficial de la realidad que no le permite apreciar la variedad de matices que ofrecen los sucesos contemporáneos, de manera que el nihilismo, donde se manifieste, se ve pronto como algo tremendo, negativo y terrible. Nada más cierto, porque el nihilismo es un camino que permite al ser humano liberarse del peligro de quedar atrapado en los propios valores que él mismo crea.

Lo que Nietzsche designa como una filosofía situada por encima del bien y del mal (incluso una de sus obras se titula así) es un estadio de superación de conciencia en el que la negatividad del nihilismo resulta positiva en la medida en que es esclarecedora, porque los seres humanos, cuando son propensos a cierto infantilismo, se regalan a creer que los patrones del bien y del mal se dan de por sí, ignorando que se tratan de creaciones determinadas por un contexto y tradicionalizadas luego, cuando ya han perdido todo sentido. una conciencia superior no razona nunca de esta manera, desde luego, sino que resulta más penetrante, como si fuera capaz de entrar en debate con los mismos patrones que han sido elevados a la categoría de lo sagrado.

La forma de negar estos patrones no es una anulación del bien y del mal, sino un salto por encima de estas categorías, un ir más allá, dejándolos por debajo, poniéndolos en su sitio. El hombre resulta un animal bastante creativo, pues, mientras un ave es capaz de hacer un nido, lo generado por el hombre puede alcanzar el poder de llevarnos a la luna. Y, sin embargo, todo sea dicho, siendo los patrones y valores de una sociedad una herramienta más, una especie de llave inglesa inmaterial para ciertos ajustes, que son los de regular una convivencia, el ser humano corre el peligro de ser esclavizado por aquello que ha sido creado para su servicio. De la misma manera que hay quien se plantea si algún día las máquinas esclavizarán al hombre (pudiera ser), el hecho constatado es que ya ha habido sociedades esclavizadas por su propia moralina, esa moral ensalzada como sagrada, generalmente enseñada por la religión, aunque no necesariamente.

La moral ha sido pensada para la esclavización de los seres humanos, quienes son tendentes a toda serie de miedos supersticiosos que, en efecto, pueden desvelarse con una ciencia más moderna que queda al bode de la polémica desde el momento en que los sectores más conservadores reaccionan (son, por poner un ejemplo, las gentes que lucharon contra las posturas de Darwin en Inglaterra: les parecía horrible la negación del Génesis con la teoría de una evolución de las especies y hallaron vomitivos ser descendientes de seres simiescos). Lo que tradicionalmente nos enseñan por moral son unas costumbres que, si bien han perdido ese sentido que hubieron tenido en tiempo lejano, gozan irracionalmente de vigencia en un momento en que son inservibles ya por la mera costumbre. Protágoras, curioso personaje de entre los sofistas, ya tocaba este punto interesante de los azares de la historia del ser humano.

La idea de que Dios ha muerto significa el abandono del concepto de lo divino por parte de una humanidad incrédula que ha superado el estadio medieval de una manera definitiva. Dios no tiene cabida en una sociedad en la que la ciencia avanza y el darwinismo nos habla del origen de las especies y del hombre, quedando claro que no es necesario entender la naturaleza ambiente como creación de un ente supremo. Pero esto todavía va más allá, todavía tiene alcances más lejanos, porque, si Dios es el valor supremo, si Dios es la entidad infinita y ubicua y puede derrumbarse y abandonarse, todo lo demás puede ser puesto en entredicho, es decir, que cualquier autoridad no es garantía de nada.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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