“EL VIEJO Y TRISTE ROBLE DEL CAMINO”
El tronco
más robusto y encrespado
que habita
los
lugares
melancólicos.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Las
cuatro de la tarde transcurrieron por un camino estrecho y solitario, cercado
por arbustos y hojarascas. El paso de los niños y del padre buscaba, con
cuidado, la firmeza que nunca tiene el barro humedecido. Y vieron, a lo lejos,
aquel roble, cansado de los años y cubierto por hiedras tan intensas como
hermosas.
El
tronco más robusto y encrespado que habita este lugar es ese roble que nunca se
desnuda en el otoño: sus hojas caen y mueren cuando el aire las corta con su
soplo repentino, llevándolas al suelo helado y triste; mas no mueren las hojas
de la hiedra, que tiene gran altura y se levanta por donde el viejo roble y su
corteza.
El
padre de los chicos conocía la imagen majestuosa, la grandeza del roble más
famoso en la comarca. La imagen era digna, siempre noble, tal vez con ese toque
melancólico que tienen los que sufren su derrota. Y cierto es que ese roble
solitario tenía una derrota a sus espaldas, teniendo sus heridas escondidas.
–Mirad,
es el lugar –les dijo el padre, sabiendo que los niños, sorprendidos, jamás lo
imaginaron tan esbelto.
–El
árbol –prosiguió – ya tiene un siglo, y en él puso un columpio vuestro abuelo,
donde se columpiaba vuestra madre.
–¿Y
qué pasó después con el columpio? –le dijo el más pequeño de los cinco,
risueño, con sus pecas sobre el rostro.
–Cayó
–les dijo el padre en tono seco, que hay veces en que quiere la memoria
gastarnos una broma de mal gusto. –El roble era el lugar donde los cárabos
cantaban por la noche, antes del alba, dejando al viento triste sus gemidos.
También
les dijo cosas del raposo que duerme, agazapado, por el día, saliendo cada
noche a buscar caza. Y, entonces, explicando sus razones, les quiso confesar
los sentimientos de viudo solitario, sus tristezas. El roble, el viejo roble
contenía tal vez en su interior, en sus adentros, la magia de un hechizo
impresionante.
No
solo estaba el nido de las aves que gritan por la noche sus temores, sino que
almacenaba un algo suyo. Y no es trabajo fácil explicarles a niños tan pequeños
que, en el árbol, sentía como parte de su espíritu. El roble era un lugar muy
señalado, como si en él viviera ese momento que nunca ha de tornar y fue
dichoso.
Las
hojas cuyos verdes tan intensos cubrían la corteza envejecida del roble
cobijaban otras épocas. El cárabo tenía sus mansiones no lejos del lugar de la morada
del tiempo que partió tras tantos años. A algún lugar irán esos momentos que
viven en desorden en la mente de quien se sabe viejo y sin alientos. Después de
todo es algo necesario que todo lo que cabe en el cerebro dejase alguna huella
de haber sido…
Y
comprendió por fin que era prudente callar sus pensamientos, no contarlos,
dejarlos en su pecho y lamentarse. De todas formas era una quimera, los sueños
de un nostálgico que vive callado en soledad y sin alivio. Y supo contenerse,
y, al hacerlo, guardó en su corazón la vida misma, ligada al viejo roble del
camino.
2014 © José Ramón Muñiz
Álvarez
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