martes, 16 de septiembre de 2014

El roble del camino



 “EL VIEJO Y TRISTE ROBLE DEL CAMINO”
El tronco más robusto y encrespado
que habita los
lugares melancólicos.
Por José Ramón Muñiz
Álvarez

Las cuatro de la tarde transcurrieron por un camino estrecho y solitario, cercado por arbustos y hojarascas. El paso de los niños y del padre buscaba, con cuidado, la firmeza que nunca tiene el barro humedecido. Y vieron, a lo lejos, aquel roble, cansado de los años y cubierto por hiedras tan intensas como hermosas.
El tronco más robusto y encrespado que habita este lugar es ese roble que nunca se desnuda en el otoño: sus hojas caen y mueren cuando el aire las corta con su soplo repentino, llevándolas al suelo helado y triste; mas no mueren las hojas de la hiedra, que tiene gran altura y se levanta por donde el viejo roble y su corteza.
El padre de los chicos conocía la imagen majestuosa, la grandeza del roble más famoso en la comarca. La imagen era digna, siempre noble, tal vez con ese toque melancólico que tienen los que sufren su derrota. Y cierto es que ese roble solitario tenía una derrota a sus espaldas, teniendo sus heridas escondidas.
–Mirad, es el lugar –les dijo el padre, sabiendo que los niños, sorprendidos, jamás lo imaginaron tan esbelto.
–El árbol –prosiguió – ya tiene un siglo, y en él puso un columpio vuestro abuelo, donde se columpiaba vuestra madre.
–¿Y qué pasó después con el columpio? –le dijo el más pequeño de los cinco, risueño, con sus pecas sobre el rostro.
–Cayó –les dijo el padre en tono seco, que hay veces en que quiere la memoria gastarnos una broma de mal gusto. –El roble era el lugar donde los cárabos cantaban por la noche, antes del alba, dejando al viento triste sus gemidos.
También les dijo cosas del raposo que duerme, agazapado, por el día, saliendo cada noche a buscar caza. Y, entonces, explicando sus razones, les quiso confesar los sentimientos de viudo solitario, sus tristezas. El roble, el viejo roble contenía tal vez en su interior, en sus adentros, la magia de un hechizo impresionante.
No solo estaba el nido de las aves que gritan por la noche sus temores, sino que almacenaba un algo suyo. Y no es trabajo fácil explicarles a niños tan pequeños que, en el árbol, sentía como parte de su espíritu. El roble era un lugar muy señalado, como si en él viviera ese momento que nunca ha de tornar y fue dichoso.
Las hojas cuyos verdes tan intensos cubrían la corteza envejecida del roble cobijaban otras épocas. El cárabo tenía sus mansiones no lejos del lugar de la morada del tiempo que partió tras tantos años. A algún lugar irán esos momentos que viven en desorden en la mente de quien se sabe viejo y sin alientos. Después de todo es algo necesario que todo lo que cabe en el cerebro dejase alguna huella de haber sido…
Y comprendió por fin que era prudente callar sus pensamientos, no contarlos, dejarlos en su pecho y lamentarse. De todas formas era una quimera, los sueños de un nostálgico que vive callado en soledad y sin alivio. Y supo contenerse, y, al hacerlo, guardó en su corazón la vida misma, ligada al viejo roble del camino.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

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