“LOS SOLES PEREZOSOS DE SEPTIEMBRE”
O
“EL CANTO DE UN VERANO
MORIBUNDO”
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Discurso que
nos habla de nostalgias
sentidas
como heridas
en el alma
que sabe de los
años que se
fugan
DEDICATORIA:
Dedicado a
los sobrinos del autor:
Jimena Muñiz
Fernández
y Mael Muñiz
Vega
Quisiera dedicar a mis sobrinos palabras
que les hablen de la vida, que puedan abrir puertas y les muestren la magia
natural de los paisajes, que enseñen los valores que hacen bello vivir con el
entorno en el que existen, pues esa paz inmensa de los bosques les dice lo que
son y les confiesa su nombre, su verdad, la esencia pura que brota, como el
agua de la fuente, de frescos hontanares que se escapan, huyendo de la piedra
en la que nacen las aguas agitadas, siempre frescas, dichosas de emprender ese
sendero que corre como la serpiente verde que sabe del hechizo misterioso que
puede mantener los prados verdes y verdes los follajes del castaño que habrá de
dar su fruto en los otoños que pude ver, de niño, en esta tierra.
Quisiera dedicarles versos bellos,
palabras que les digan en metáforas verdades filosóficas del mundo, que
expliquen lo que brinda la existencia, la vida que les abre estos jardines de
espinas y de pétalos de rosas en donde hallar, volando por el cielo, los
pájaros las bellas mariposas, pero también la ardilla en la arboleda, que,
cerca del arroyo bullicioso, prepara la invernada y su letargo, pues es hora
por fin de adormecerse, como hacen en las cuevas, cada invierno, los osos,
temerosos de las nieves que arrecian en los meses de silencios, de lluvias y
tormentas en las sierras, pues siempre ven las cumbres la nieve que desciende
de la altura, la lluvia que nos llega y el granizo que viene con violencia
sobre el campo.
Que aprendan en los versos más hermosos
secretos ignorados por los niños, las cosas que no explican las lecciones que
enseñan esos libros de la escuela, pues hay una poesía silenciosa que llena el
mundo siempre de belleza, y es bello contemplar esa poesía, sentados a la
orilla del arroyo, tal vez al acercarse a viejas charcas que asaltan con su
grito, en primavera, las voces de las ranas, convocando amores nocturnales, si
es que es hora; pues pronto han de saber que el ratonero persigue por el aire a
los gorriones, que los jilgueros temen a otros pájaros y cazan las lechuzas
ratoncillos cuando la noche cae, cuando la noche descubre a los autillos en las
ramas, a los mochuelos raudos, sigilosos que habrán de darle muerte al
saltamontes.
Y habré de hablar de mí, de mis
recuerdos, mis raras impresiones por el mundo, mi amor a las cascadas y a las
zonas cubiertas por follajes siempre densos; la inmensa soledad de los caminos
que lloran su tristeza en las aldeas que mueren cuando son abandonadas, pues
ese es su destino en estos días; la soledad del mar que es infinito, que, lleno
de poder, se impone siempre, si llaman las espumas la galerna, si braman con
dureza en viejas calas; y habré de describir los cielos mismos, crepúsculos y
auroras que se encienden y vuelven a apagarse cuando el día disfruta la mañana
o cada noche, pues es la noche el tiempo de los sueños, y son los sueños mismos
esa vida que falta a los que esperan y no duermen, si brillan las estrellas en
la altura.
“LOS SOLES PEREZOSOS DE SEPTIEMBRE”
O
“EL CANTO DE UN VERANO
MORIBUNDO”
Por José Ramón Muñiz
Álvarez
Discurso que
nos habla de nostalgias
sentidas
como heridas
en el alma
que sabe de los
años que se
fugan
PRÓLOGO:
Analogía de
las estaciones del
año y el
momento de la
vida en
que se hizo
este
escrito
El alba se despierta entre bostezos que
escucha la neblina, de mañana, sintiendo la humedad en cada parte, pues quieren
ser otoño melancólico las horas que discurren sin apuro, y el beso del otoño
nos cautiva, nos hiere con su azote triste y fresco, mas hay también momentos
de bullicio que llenan de optimismo a los más viejos, si ven la recogida de los
frutos, las horas del otoño que susurran, hablando de nosotros, confesándonos
que somos un azar, un sinsentido que nace sin razón en los espacios, que habita
el templo viejo de los tiempos, y, en tanto que la muerte nos acecha, la vida
se hace vida y es valiosa, pues colma nuestra dicha donde suele rozar la
brisa fresca al fresco pomo, maduro, presto ya y enrojecido.
Es esa madurez que se acelera, que
arranca el fruto bello de las ramas del árbol silencioso que desnudan los
vientos repentinos que noviembre querrá, al alzar su imperio moribundo, y, en
tanto, en su retiro palaciego, la luz del sol que cruza las alturas querrá
verse pegada al horizonte, pues es siempre un sol bajo el del otoño, por eso os
doy los frutos que me entregan las brisas en el aire, porque es hora, y espero
que gocéis de su dulzura, pues hay que recogerlos por el suelo, si caen al
barro triste y la maleza, perdiéndose en el rico sotobosque que forman los
helechos, cuyos verdes dibujan una alfombra casi parda, vencidos por las tardes
del otoño.
Tomad este regalo de mi mano, pues es el
fruto bello de la tarde, sabroso como todos los escritos que muestran la
belleza de la vida y quieren celebrarla con vosotros, y no dejéis de amar esos
caminos, las sendas, las veredas que dan paso, que ofrecen el espacio al
peregrino, que quieren extender sus excursiones por zonas de belleza
insospechada, pues es siempre dichoso que los viejos compartan algo grande con
los jóvenes, tal vez esos secretos que se esconden al alma incomprensiva de las
gentes que ignoran la belleza en la poesía, pues gentes hay que, faltos de
poesía, no quieren conocer esa belleza que da sentido a un mundo sin sentido,
pues es un sinsentido el mundo entero, y habrá que hacerlo bello a nuestros
ojos.
Pensad que es el momento de la vida, que
todo es vida y bulle en vuestro tiempo, pues arde en cada flor, en cada
helecho, quizás en las heladas y el rocío que ve la madrugada y las auroras, y
pronto habrá corrido hacia la nada la voz que da color a los paisajes, llenando
de ilusiones vuestra vista, de goces vuestro tacto, mientras oyen los cantos de
las aves los oídos, y que, al hacerse bello cada bosque, cada lugar recóndito,
si acaso, los densos castañares y los robles, los viejos eucaliptos del camino,
serán también amigos para el viaje, pues es un viaje que hace que el espíritu
se llene de ese clima tan lluvioso que da a los asturianos la nostalgia de
rápidos momentos que persisten y hacemos añoranza de inmediato.
“LOS SOLES PEREZOSOS DE
SEPTIEMBRE” O
“EL CANTO DE UN VERANO
MORIBUNDO”
Discurso que
nos habla de nostalgias
sentidas
como heridas
en el alma
que sabe de
los años que
se
fugan
Septiembre llega siempre melancólico: los
brillos del verano moribundo se apagan lentamente, se deshacen en un bostezo
triste donde muere la luz débil y suave de un sol bajo. El tiempo sigue siendo
tolerable: el fuego del verano quiere treguas y es fresco el airecillo que
recorre, por entre la arboleda, los espacios que sueñan el descanso de la
sombra.
Agosto queda atrás con sus rigores: la
brisa, a la mañana, es contenida, y el viento corre raudo, a media tarde,
rozando con sus alas la hojarasca, que no sospecha el beso del otoño. Octubre
traerá lluvias, sin embargo: la lepra del otoño alcanza al roble, matando, con
colores luminosos, los densos castañares, los hayedos, vencidos por los pardos
y rojizos.
Las tardes de septiembre son hermosas:
sus horas son palabra de un recuerdo perdido en la niñez, en esos días de
sueños y esperanzas que llenaron momentos encendidos de inocencia. Entonces yo
gozaba del paisaje: es fácil deleitarse en estos reinos hermosos cuyos bosques
solitarios advierten la frescura de los mares salobres en las playas no
lejanas.
Los juegos, sin embargo, se acabaron: no
es tiempo de enredar entre el follaje, de sorprender ardillas en los robles ni
ver el vuelo alegre, si coincide, de algún halcón perdido entre las nubes. Las
horas infantiles son memoria: atrás quedan las tardes en la fuente, las guerras
con gomero y tirachinas, espadas fabricadas con los palos hallados a la vera de
un camino.
Los árboles de ayer no son los mismos:
siguiendo los caminos, sin apuro, se puede uno perder por una cuesta, buscando
el Regueral y Piedeloro, sin ver los eucaliptos de otras veces. Los años nos
traicionan con su paso: se pronto uno envejece y no es un niño que quiera
entretenerse en los maizales y ver los renacuajos en las aguas de algún
abrevadero en las aldeas.
Y quiero recordar lo que he perdido: el
beso cariñoso de la abuela, la bicicleta oscura que tenía, la vieja carabina,
los disparos perdidos en la nada cada viernes. El tiempo es asesino de
ilusiones: al ver el hórreo triste, casi en ruina, no lejos de la vieja
carretera, recuerdo aquella vida, aquellos años callados en la voz de la
nostalgia.
Las décadas pasadas se evaporan: no hay
forma de encontrar aquellos tiempos felices, que corrieron con apuro, dejando
solamente a un hombre viejo que quiere regresar a aquellos días. Murió el ayer
que duerme en la memoria: Gozón, Carreño y zonas de Corvera, cercanas a Candás,
tienen caminos dejados al azar, entre villorrios, que esperan a quedarse
abandonados.
También esos paisajes se han mudado:
parece que el camino, siendo el mismo, no lo es al peregrino que lo sigue, pues
ve e ayer vencido de otras épocas perdidas para siempre en lo remoto. Las luces
de la tarde nos alumbran: el sol, cuando penetra la hojarasca, se filtra
dibujando sus colores en suelos desiguales donde el barro comparte su lugar con
los helechos.
La Fuente de los Ángeles es clara: nacida
de la piedra y de los musgos, avanza hacia el Noval, que es un arroyo que corre
por la zona, sin apuro, bebiendo de sus aguas cristalinas. Es bello ver de
nuevo los caminos: siguiendo la vereda, entre las plantas, hallamos troncos
huecos donde, a veces, hallábamos erizos asustados, sensibles al notar nuestra
presencia.
La zona se hace bella, sugerente:
siguiendo, curso atrás, el arroyuelo, tenemos otro afluente, que desciende la
loma donde corre la cascada, minúscula, quizás, a nuestros ojos. El agua canta
músicas sagradas: se sienten los rumores relajantes del agua, que desciende,
lentamente, que corre, que se apura y se remansa, buscando el ancho mar, azul y
bello.
Es bello estar oculto entre los árboles:
la sombra protectora cuida al bosque, su espíritu, la fe de sus secretos, la
mística que habita en cada tronco dormido en el letargo de la muerte… Los pinos
y eucaliptos son nocivos: el suelo no resiste, donde crecen, la forma en que lo
secan y lo matan, lugar donde no crece nueva vida, pues queda luego estéril,
inservible.
En cambio, están el roble y el castaño:
son bellos y sus hojas son hermosas, de un verde singular, como lo es todo,
pues esta es una zona donde siempre la lluvia se atropella, si hay tormenta.
Los frutos llegarán en el otoño: hay gente que camina por el monte, buscando
con cuidado por el suelo los nuevos champiñones, las castañas, los níscalos
nacidos de la tierra.
Las aves, con sigilo, nos observan:
parece que el cuclillo llega siempre mediado el mes de abril a la arboleda,
buscando estar oculto entre las frondas para cantar su canto a media tarde. No
falta el arrendajo en la enramada: le gusta presumir del colorido que muestra
en su plumaje, cuando vuela, corriendo los espacios con sus alas, igual que los
jilgueros a la tarde.
También el picachuelo hace sus huecos:
los ritmos de su pico son la música que llena el aire fresco de las tardes que
escuchan las corrientes del riachuelo, vivaz si arde la bella primavera. Y no
falta el jilguero en las alturas: sus cantos, al crepúsculo, despiden los
brillos de ese sol que, ya vencido, se pierde donde llora el horizonte, que ve
nacer, lejanas, las estrellas.
Septiembre se nos va, se va el verano:
los meses que ahora llegan tienen ecos de magia cuando llueve y apetece
quedarse solo en casa, ver la lluvia detrás del ventanal del viejo cuarto. Se
acercan las semanas tormentosas: vendrán el tiempo malo, el aguacero, las
lluvias, los “orbayos” deliciosos, acaso la tristeza de los vientos que suelen
en noviembre ser violentos.
Y todo está enterrado en la memoria: los
cantos de las aves, el arroyo, las voces de la brisa en la hojarasca, las
tardes de carrera en bicicleta, las sendas y los hórreos de esos tiempos. Es tiempo
de tristezas y nostalgias: las tardes en la playa son olvido, y olvido son los
bosques en otoño, después de que el otoño gris y triste se instala donde mueren
los veranos.
La música llenaba mis veranos: su magia
es la que atrapa a los melómanos, su tono, sus compases y sus ritmos, se pega
en la memoria a la vivencia, diciendo lo que somos, lo que fuimos. Beethoven
suele ser un buen consuelo, mas arde en él la furia, muchas veces, doliente en
unos casos, poderoso, lanzándose, agitándose al desastre, romántico en extremo,
pues es cierto.
La música despierta nuestra mente:
Vivaldi suele ser de los mejores, aunque es un italiano, pero pudo dar vida a
los violines de su siglo con timbres y con notas tan vivaces. Y Mozart nos
regala su belleza. Sus obras sugerentes nos invitan a amar la vida breve, que
se escapa, que quiere viajar lejos con el tiempo, que corre temeroso de este
mundo.
La música es mansión para el espíritu:
recuerdo que, en septiembre, siendo joven, tras años de sentir amor inmenso por
ese bien que da su cima al arte, compré en Gijón un disco muy preciado. Sus
notas cadenciosas me encendían: la Orquesta Filarmónica de Viena tocaba
melodías asombrosas que oyeron los confines del Imperio, con músicas eslavas y
magiares.
La edad decimonónica fue grande: los
pueblos alemanes se brindaban como un ejemplo al mundo en las lecciones de fiel
romanticismo, reclamando la llama de naciones y de pueblos. En Austria las
canciones son más bellas: los valses fueron bellos en su origen, la música del
campo y de la tierra que amaron las personas más humildes y luego viejos
próceres y nobles.
La gracia del Imperio fue notable: la
música que existe en esa zona nos hablan del carácter de las gentes y muestra
ese folclore que se excita con danzas melancólicas y rápidas. Mas hubo otros
espíritus magníficos: Bohemia era de Hungría, en esos tiempos, y Hungría era
dominio de ese estado romántico que alzaron los Habsburgo, tras mil
enfrentamientos peligrosos.
Y pude descubrir esencias patrias: existe
una grandeza impresionante que puede describir a las naciones, sus gentes, sus
costumbres y su vida, quizás el sentimiento que los llena. Los ecos del
“Moldava” fueron míos: un disco es una cárcel, muchas veces, si no lo son los
libros, por ejemplo, capaces de tener preso, en sus páginas, el brillo del
carácter de los pueblos.
Entonces entendí lo que es un pueblo: el
canto del verano moribundo me dijo que uno es uno con el todo, que el hombre
forma parte de la tierra, que vive de la tierra y por la tierra. Y supe ser un
hombre en sus jardines: los brillos de la tarde, tras la lluvia, son parte de
ese reino de la patria, tesoros regalados por un clima lluvioso, pero dulce con
los suyos.
Y quise ser un hombre entre los hombres:
los pueblos son riqueza y son cultura, las lenguas un regalo de los dioses, tal
vez ese destino que esperamos y nunca comprendemos plenamente. Y pude ser al
fin beso en la brisa: la rara fantasía nos permite volar con otras aves y ser
aire, ser agua en el arroyo o en las olas, perderse con las hojas de los
bosques.
¿No pide explicación este suceso? Lo
cierto es que yo digo que la pide, y es cierto que la pide, porque nadie, podrá
decir que es fácil este asunto, si no es algún filósofo sin lógica. Los pueblos
son razón de las culturas. Y no hay oposición entre lo propio de todas las
culturas elevadas y el marco natural en el que existen, pues tienen una tierra
y un paisaje.
Los hombres son razón para los pueblos:
el pueblo es algo más que un simple grupo, la gente vive junta porque quiere,
precisa compartir esa cultura que pone en lo común el alma misma. Y es justo
declarar que todo es uno: el hombre es unidad para su pueblo, para el paisaje
mismo y la cultura, que enlaza al individuo con el grupo y al grupo en los
lugares que son suyos.
No hay nada como el mundo pueblerino: las
gentes son sencillas en los pueblos, mostrando cercanía, demostrando su
aprecio, sus afectos, un carácter que muestra su nobleza y su inocencia.
La tierra es la verdad para los hombres: en ella están la música y los versos
que dan el alma al hombre y al paisaje, si dan el alma al mundo y a la tierra,
los árboles, las aguas de los ríos.
La tierra es lo que inspira la nostalgia:
quien parte del lugar siente esa pena que llena las entrañas de amargura, pues
siempre ha de pensarse en esos verdes que están camino atrás, en el recuerdo. Y
el alma de la tierra está en nosotros: el verde del helecho en la ladera del
monte y cada musgo que encontramos, unido a la corteza de los robles, también
viven adentro, en el espíritu.
El bosque vive fresco en nuestros ánimos:
las densas hojarascas, si la brisa las roza con su aliento repentino, nos ven
pasar caminos silenciosos, no lejos del helecho y los arbustos. Nos mira la
maleza en los estanques: las gotas de la lluvia, si es que llueve, dibujan, al
rozar la superficie los círculos concéntricos que saben las aguas extender por
el pantano.
Y luego, en casa ya, los viejos discos:
la música sinfónica sugiere paisajes de secreto bucolismo trazados por la
gracia de los genios que obraron sabiamente ese milagro. Nos llaman los
paisajes en los sueños: no falta, al acostarnos, el recuerdo de todos los
lugares que anduvimos, ya fueran los estanques o los bosques; las playas, los
cantiles, las colinas...
EPÍLOGO:
Palabras que
dan cierre a este discurso,
queriendo
remarcar este mensaje
que no habrá
de hacer mal a
ser alguno
Quizás estos escritos son tan solo
palabras de un amante de las letras que quiere deleitarse en la poesía,
llenando, en parte, el ocio que le toca, después de ver pasar otro verano, mas
pienso que podré decir, si cabe, que hay algo de belleza en lo descrito, que
hay algo de hermosura que revela la magia de vivir en un entorno que ofrece
comunión con el espíritu, pues cierto es que la vida dura poco, que apaga su
belleza de una forma tal vez inesperada, y es violento saber que ya la muerte
nos espera, abriendo el ancho pórtico al vacío, y al tiempo que el final se va
acercando, parece más prudente amarlo todo, querer aprovechar el tiempo bueno
que lanza, sin reparo, en el torrente las aguas de su ser y su existencia.
Horacio, sin embargo, repetía sus obras,
su lirismo, criticando costumbres de las gentes codiciosas que hablaban con
hipócritas maneras, diciendo una nostalgia no sentida, y el caso es que la
gente quiere siempre lugares apartados y retiros que sirvan al descanso, ese
reposo que dé la calma al débil y cansado, si quiere reponer viejas fatigas,
pues era, entre romanos, la costumbre decir que lo sencillo es lo más bello,
decir que es lo más sano, lo más óptimo, dejando atrás el ruido de las urbes
que apestan con sus ritmos trepidantes, distintos de las voces rumorosas que
cantan los arroyos por los prados, dejando atrás las cumbres de los montes, la
piedra de la fuente en que nacieron, ocultos en las frondas de los bosques.
Vivir en el entorno, disfrutarlo, gozar
de la existencia que tenemos en este mundo verde, cuyos cielos, incluso en el
verano, se oscurecen, haciéndose más grises y más tristes; gozar de los
caminos, la arboleda, los campos, los arroyos y las calas, que quedan
enterradas bajo muros formados por los altos precipicios que caen en vertical
ante los mares; amar a las criaturas de la zona (las aves, los tritones y el
erizo), que existen, que coexisten con nosotros en este jardín nuestro, solo
nuestro, pues esta es nuestra tierra, nuestro reino, pero también crecer y
hacernos grandes en el paisaje mismo y ser paisaje, bebiendo del caudal del
arroyuelo, durmiendo bajo robles y castaños es algo que se vuelve imperativo.
Pensad que esta es la tierra, y que la
tierra será vuestra morada en esta vida, la vida que tenéis para vivirla, la
vida que se os dio para hacer grande la tierra en que vivís, pues es la
vuestra, y obrad como quien obra en los adentros de la guarida hermosa que
mantiene, ya sean los palacios de algún príncipe, quizás algún castillo o la
caverna que habitan alimañas de los montes, pues solo se traiciona quien
traiciona la tierra en que nació, la tierra suya, su mundo, su lugar y sus
orígenes, su espíritu febril y su sentido, nacido de una súbita esperanza,
nacido de la súbita esperanza de hallar, en un rincón de sus adentros, el mundo
que está fuera, el mundo bello de charcas donde el agua es abundante para los
azulones que regresan.
2014 © José Ramón Muñiz Álvarez
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